—Con anterioridad, Ya nos veremos—
Octavo día de vigilancia. Sin novedad. La mañana amanece igual que las anteriores, con el humo de tabaco envolviendo las finas partículas de polvo, visibles entre los haces de luz que se cuelan por las rendijas de la única persiana de la habitación, que ni sube ni baja. Está estropeada, pero eso a mí no me incumbe, como tampoco me preocupan los claroscuros ni la suciedad ambiental.
Otra luz, tenue, artificial, ilumina el escritorio donde, medio oculta entre las sombras, la veo consumir su segundo whisky de la mañana. En realidad, el liquido del vaso no es whisky, pero sonríe mientras acomoda su cuerpo sobre su vieja silla, a la que diariamente murmura <<mañana, sin falta, te vas a la basura>>. <<Aunque nunca te decides, quizá por falta de costumbre o porque nunca has dado los pasos necesarios para hacerlo>>. Ríe mientras susurra la ocurrencia. También bromea que el té que enfría <<es el mismo escocés consumido por el duro de la última que he visto en blanco y negro>>.
Ascendente y real, el humo oculta la otra parte de su rostro. Acaricia su cabello, que desciende sobre sus hombros en fina melena castaña. Libre, también cae sobre su frente y amenaza sus ojos. Parece que le molesta, así que deja el cigarrillo y emplea las dos manos para recogerla en cola de caballo. Ahora, su cabello ya no le importuna; ni a mí, tampoco me molesta el humo, ni me disgusta su imagen entre las sombras, ni la habitación alquilada que le hace las veces de despacho y vivienda. Será la costumbre. Llevo aquí más de una semana. Nada parece afectarla, ni alterarla, pero no me lo creo. ¿Actúa? Lo dudo.
Ocho jornadas de vigilancia intensiva, siguiendo sus pasos por calles y locales, escuchando sus conversaciones y sus suspiros, camuflado tras el falso fondo del mueble que sustituye al original que se llevaron los de Desmantelamiento. Esto es monótono y aburrido y, como despacho o como vivienda, el apartamento es poco frecuentado por clientes, amigos o amantes ocasionales. Y en los dos o tres casos de los que he sido testigo, quienes llamaron a su puerta, sin importar el orden o el rango, salieron pitando, incluso llevándose consigo una impresión posiblemente equivocada. Sin embargo, el caótico despacho y la soledad en su monotonía no influyen en su eficiencia laboral. Lo sé. La he vigilado, hora tras hora, conozco los cambios en su respiración y siento sus latidos. Estoy tan cerca, que casi puedo tocarla. Ella lo ignora, pero estoy aquí y la conozco, y no la considero una detective de poca monta.
Han transcurrido años, meses o días desde aquel momento en que la vi en “Luces rojas”. Tardé en dar con su paradero —me vi obligado a romper varios brazos y a partir cincuenta y siete dientes para obtener información—, pero conseguí su dirección y me propuse saber qué se trae entre manos. Quizá todavía no sea el momento, pero, de cualquier forma, saldré de mi escondrijo y estiraré un poco las piernas. Por otra parte, tengo ganas de pasear y ayudarla. Siento como si fuera lo más cercano que tengo a una amiga. No se trata de protegerla o de si necesita dinero, aunque su economía está por el suelo y no tenga para abonar las mensualidades de la S. P. B. (Segura Protección del Bienestar) ni los recibos de luz solar, gratuita para los ejecutivos de EnSol. En un par de ocasiones echó pestes contra lo recibos que se acumulan en el aseo, donde le sirven para limpiar su falta de liquidez mientras piensa en la escasez de papel higiénico y de encargos laborales. Pero no se queja, ni canta en la ducha. Eso me gusta, y también su franqueza y que no se pase el día con la cantinela de que cualquier pasado fue mejor. A ella le basta tararear una vieja canción sobre la lluvia, mientras prepara su té matutino.
—Comprendo que con cada caso se me presenta un rumbo u otro, o quizá ninguno, porque ninguno a veces es uno y ese uno parece ser el mío—dijo por teléfono, aunque ignoro a quién, segundos antes de finalizar la llamada.
Lo he reflexionado y continúo haciéndolo, Ambos no nos sentimos a gusto con un aparato en la oreja, ni con la mosca detrás. También coincidimos en que acertar y equivocarse pueden ser intercambiables, porque equivocarse no difiere de acertar más que en la perspectiva y quizá en el resultado, pero este no podría ser otro más que el que es. Lo dicho me lleva a un punto anterior.
Me atrae su carácter, esa indiferencia con la que aparta el victimismo. No se siente víctima de nada ni de nadie y, generalmente, cuando la contratan y no le pagan, o lo hacen a regañadientes, algunos incluso acordándose de su madre, no suele insultarles, se las arregla propinando dos o tres patadas o con un disparo a bocajarro. Y, aunque su labor no siempre resulta efectiva, no por ello deja de poner todo su empeño natural. No obstante, de un tiempo a esta parte, se pregunta si debe continuar con su pequeño negocio o si encontrará el enfoque adecuado que permita a su empresa levantar el vuelo.
Salgo de la habitación por el hueco que abrí en la pared. Camino por el pasillo exterior y me detengo frente a su puerta. Golpeo con los nudillos, pues el timbre no funciona. Ahora estará posando el vaso —lo que hace cada vez que alguien golpea en la puerta— sobre el resto de círculos concéntricos que se superponen sobre la madera. Adiós al cigarrillo, que, sin cuidado, mal apaga sobre el cenicero, donde el manto de colillas oculta el óxido y la marca de la bebida publicitada. Alx, ese es su nombre, se levanta y camina hacia la puerta. Aunque antes de abrir, pulsa el interruptor y la sala se ilumina por completo. A simple vista, el polvo desaparece, pero no ocurre lo mismo con el humo que todavía se eleva sobre la hojalata. Abre y descubre ante ella a un hombre que juzga cercano a los cuarenta, puede que más o puede que menos. No lo tiene claro, duda, pero una nueva mirada le permite comprobar que visto discreto y que acabo de cortarme el pelo, pues hay restos y destellos canosos sobre mi jersey negro. Mi palidez, fruto del encierro, y mis ojos enrojecidos y saltones no pueden escapar de lo que seguro considera un rostro corriente que le sonríe entre tímido y dubitativo. Esa es mi fachada, también mi cara habitual.
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