La fantasía de la inexistencia expuesta en ¡Qué bello es vivir! solo puede darse en la existencia del protagonista, ya que, en caso contrario, carecería de referentes concretos que posibiliten los reflejos e imágenes que George observa de su pasado. De otro modo solo quedaría un vacío que contemplar y Capra lo sabe, y por eso apunta la importancia de Bayle en la historia de otros, porque asume su existencia y, sobre todo, que sus acciones afectaron a muchos (y siempre para bien), cuando, en realidad, la lógica indica que la propia inexistencia borraría hipotéticos causa-efecto, como los que el cineasta contrapone en el existir y no existir del personaje. Y aquí, en el espacio reservado para la magia, asoma el milagro del ángel, pero el ángel no es el bueno de Henry Travers, aunque lo sea. El tipo angelical y con magia milagrosa es Capra, cuyo milagro consiste en mostrar la alternativa que desea, la que emociona y conquista, la que eleva a George a la categoría de imprescindible de una realidad que bien pudo ser otra, aparte de las expuestas, aquella en la que la ausencia no hubiera importado porque, sin él, su hermano no podría seguirle ni habría caído en el hielo, otro muchacho trabajaría en la farmacia o Mary compartiría su vida con otro hombre o mujer, o viviría consigo misma viajando por la ruta 66 o se afianzaría en una profesión liberal. Pero la visión de Capra acaba siendo limitada y optimista, dentro de su pesimismo de posguerra. Aunque en su fuero interno dude, quiere creer en un mundo mejor, en personas mejores, en una comunión social donde la generosidad triunfa y, para ello, lleva su propuesta al terreno que mejor conocía, aquel que le conecta con el público, porque le iguala al público, puesto que ellos, él y nosotros preferimos la existencia de los George Bayle, aunque no sepamos reconocerlos en nuestra cotidianidad.
martes, 18 de octubre de 2011
¡Qué bello es vivir! (1946)
Después de cuatro años alejado de Hollywood, Frank Capra regresaba para descubrir que pocos se acordaban de él. Quien hacia finales de la década de 1930 había batido el récord en los premios Oscar, al conseguir el tercero al mejor director, había pasado de moda como consecuencia de su ausencia voluntaria, durante la cual se dedicó a dirigir la unidad de propaganda cinematográfica del ejército para contribuir a la victoria estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. Como otros cineastas de Hollywood, Capra dejó la comodidad de los estudios cinematográficos para enfrentarse a la realidad que asolaba al mundo, una realidad que cambiaría su forma de sentir y de pensar. Quizá por este motivo, a su regreso, decidió crear su propia productora, al lado de George Stevens, Sam Briskin y William Wyler, y plantear su primera película de posguerra desde una perspectiva más intimista que el resto de sus comedias idealistas, pues en Qué bello es vivir (It's a Wonderful Life, 1946) existe una evidente decepción y un atisbo de pesimismo que obliga a su protagonista a tomar una decisión que nunca llega a materializarse, aunque plantea el interrogante de qué ocurriría si uno no llegase a nacer. Nada, la nada más absoluta, de la que Capra se desmarca para fantasear y decir que es una suerte haber nacido; pero el caso de George Bayle (James Stewart) resulta peor que la nada porque se ve obligado a ser testigo de su no existencia y, por tanto, a ser consciente de que sí ha existido. Esta circunstancia acarrea la comprensión de que su presencia afectó positivamente a quienes le rodeaban, hasta el instante anterior al acto desesperado que precipita la intervención del ángel (Henry Travers) que desea demostrarle qué bello es vivir. Y para ello, realizará un recorrido por la vida de George Bayle, desde su infancia, pasando por su juventud, hasta el momento en el que pretende arrojarse desde el puente donde cerraría su ciclo vital. Esta sucesión de imágenes pasadas sirven a Frank Capra para mostrar un presente alternativo en el que George no existe y con su inexistencia descubre el valor de esa vida a la que pretende renunciar.
La idea expuesta en ¡Qué bello es vivir!, en la que se aprecian ciertas influencias de Cuento de Navidad y del conservadurismo (y conformismo burgués) de Dickens, realza la importancia del individuo dentro de su entorno, apoyándose en los buenos sentimientos y en las acciones que dan sentido a la vida. Sin embargo Bayle ha perdido la esperanza, porque cree que lo ha perdido todo, inconsciente de su valía y de su lugar en un mundo que en apariencia no reconoce sus méritos. Pero la intervención angelical le proporciona la oportunidad de descubrir su equivocación, que era un hombre rico, porque lo tenía todo (descubrimiento opuesto al del señor Scrooge): amigos, familia y una mujer, Mary (Donna Reed), que le había amado en otra vida y a quien en la actual ha condenado a la soledad por su no existencia. La ausencia del personaje de Stewart no solo afecta a Mary, sino que ha influido de forma negativa en la vida de otros, como las de los soldados que su hermano había salvado en el mundo que recuerda, pero que en su nueva realidad han perecido porque él no se encontraba allí para salvar a su hermano. Con una serie de duros golpes descubre cuanto ha perdido y cómo la vida de un solo individuo afecta a la de los demás, formando una unión invisible que influye en cuantos le rodean, una cadena que se rompe con su ausencia. Así, pues, la nueva realidad en la que no existe resulta peor que la que ha querido dejar atrás, lección que aprende gracias a la intervención del ángel que ha utilizado un método didáctico algo cruel, pero efectivo al cien por cien.
A pesar de su relativo fracaso comercial y crítico, ¡Qué bello es vivir! se ha convertido en el título más universal de Frank Capra, y uno de los más vistos desde su estreno, debido a su constante presencia en las televisiones de medio mundo, casi siempre por fechas navideñas, que año tras año la emiten sin que pierda su encanto, generado por la combinación de sensibilidad, utopía, amor a la vida, querer y ser querido, así como el descubrimiento fundamental de que la riqueza no reside en lo material, sino en el interior del individuo, en su valoración de sí mismo y de los demás, en los sentimientos con los que encara su día a día; y esta es la riqueza de George y la imposibilidad del pobre millonario señor Potter (Lionel Barrymore), que necesita urgentemente las presencias espectrales que abrieron los ojos del Scrooge dickensiano.
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