En su último guión cinematográfico Charles Brackett adaptó la novela de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra, y para ello contó con la colaboración de Walter Reisch, con quien había trabajado con anterioridad en siete ocasiones, siendo su pareja artística más estable después de Billy Wilder, con quien escribió doce guiones. Los tres coincidiendo en Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939), pero al contrario que Wilder y Reisch, Brackett nunca llegó a dirigir una película, decantándose por producirlas o escribirlas, como sería el caso de esta aventura fantástica realizada por Henry Levin. Sin embargo, la mayoría de los personajes creados por Brackett fuera de su relación con el director de El apartamento resultan menos atractivos que aquellos que pueblan películas como Medianoche (Mitchell Leisen, 1938), Días sin huella, Berlín occidente o El crepúsculo de los dioses. Y quizá en Viaje al centro de la Tierra (Journey to the Center of the Earth) esta irregularidad a la hora de definir personajes se deje notar en mayor medida que en otras producciones suyas como Niágara (Henry Hathaway, 1953) o La muchacha del trapecio rojo (Richard Fleischer, 1955), descubriendo que solo dos de ellos presentan un perfil interesante. Alejada de la superficie terrestre, Carla Goteborg (Arlene Dalh) accede a un entorno donde se libera de los convencionalismos y del machismo que imperan en el exterior, mostrando un carácter fuerte, decidido y moderno, que choca con lo establecido. Carla, ausente en el relato del escritor francés, asume su decisión y se adentra en lo desconocido a pesar del rechazo del profesor Oliver Lindenbrook (James Mason), de ese modo se convierte en el contrapunto cómico de la idea que el científico tiene acerca de la mujer. Este erudito intenta hacer que su criterio prevalezca tanto en la superficie como en el interior del planeta, donde, a pesar de su desconocimiento del medio, también trata de imponer su ciencia, su supuesta superioridad intelectual y sus normas de conducta. Ateniéndose a estas últimas no duda en juzgar al conde Saknussen (Thayer David), otro personaje ausente en el original, y pronunciar una sentencia de muerte que, sin querer ensuciarse las manos, delega en quienes le rodean, siendo Hans (Peter Ronson) el escogido para tal menester. Sin embargo, este islandés, que sigue sin explicación plausible al intelectual, se niega a asumir un mandato que también rechazan los demás miembros de la expedición, lo que permite que el villano les acompañe durante parte del camino, y les muestre su agradecimiento comiéndose a Gertrud, la inseparable mascota del tal Hans (guía y cazador en la obra escrita). Como se comprende, Gertrud no es humana, es una pata, y alguien podría preguntarse qué hace una plantígrada como ella en un lugar como ese; pues ni idea. Y tampoco vale la pena preguntarse por qué Alec McKuen (Pat Boone), inspirado en el Axel de la novela, se muestra sumiso y dispuesto a contentar a sir Oliver a lo largo de esta atractiva aunque, por momentos, irregular aventura en la que se descubre un océano interior, criaturas gigantescas, los restos de la mítica Atlántida o una abertura volcánica que se emplea a modo de ascensor.
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