sábado, 28 de noviembre de 2015

Los implacables (1955)



Antes de entrar en contacto con el cine, un medio de expresión visual nuevo a principios del siglo XX, muchos de los hombres y mujeres que ayudaron a crear Hollywood deambularon de aquí para allá ejerciendo diferentes oficios. En el caso de Raoul Walsh, uno de aquellos trabajos le deparó trasladar ganado desde Veracruz a Texas y posteriormente caballos desde este estado a Montana. Pero, a buen seguro, en aquel momento de su ajetreada juventud, el director de El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad; 1924) no imaginó que años después tendría ocasión de filmar un recorrido similar en Los implacables (The Tall Men, 1955). 
<<El muchacho que anhelaba ver a un cowboy se había convertido en uno de ellos>> (El cine en sus manos, Raoul Walsh). El responsable de El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952) alcanzó su sueño juvenil, y tuvo ocasión de mostrar las dificultades que hay que superar para hacerlos realidad en este western donde los sueños, grandes y pequeños, y su ausencia guían los comportamientos de los protagonistas. Las ilusiones personales y materiales marcan las diferencias entre los personajes principales, pero la falta de las mismas resulta excluyente para Clint Allison (Cameron Mitchell), sin mayor objetivo que seguir al lado de su hermano mayor, deambulando por el territorio de Montana después de haber participado en la guerra civil que acaba de concluir. En este punto Los implacables muestra un aprendizaje común a otros westerns, pero con la diferencia de que este no llega a producirse, ya que Clint, como consecuencia de su carácter, no puede asimilar las enseñanzas de Ben (Clark Gable), a quien venera sin llegar a comprender que su hermano solo intenta que adquiera una personalidad propia, que lo aleje del desequilibrio emocional que le domina y que, entre otras cuestiones, genera su animadversión hacia Nathan Stark (Robert Ryan), el hombre de negocios a quien asaltan y con quien poco después se asocian para trasladar el ganado a Texas.


Stark es frío, cauto y calculador en su intención de convertirse en el hombre más poderoso del territorio. Su conducta choca con la honesta sencillez del mayor de los Allison y con la inestabilidad emocional del menor, lo cual depara la sensación de que, en cualquier momento del itinerario, que se desarrolla en su práctica totalidad por espacios abiertos, se producirá un enfrentamiento directo entre ellos. Durante el viaje al que se une Nella Turner (Jane Russell), las relaciones y las conductas son el principio y fin de los personajes. Pero desde una perspectiva material, el sueño de Ben es inferior al de Stark, tajante respecto a <<Yo no tengo ningún interés en los sueños pequeños>>. También es más humilde que el asumido por Nella, condicionada por la pobreza de su infancia y por el bienestar futuro que le ofrece el empresario. A estos dos personajes les une la ambición, aunque los sentimientos de Nella hacia Ben le plantean la elección entre una vida de lujos o una compartida con un hombre que antepone sus principios a los bienes materiales, lo que provoca que la relación entre ambos se desarrolle entre la atracción y el rechazo, sensaciones que también definen la que se produce entre los antagonistas masculinos (Ben y Nathan), quienes, a pesar de sus evidentes diferencias, se respetan y admiran. <<Es el único hombre que he respetado en mi vida. Es lo que todo niño sueña que va a ser cuando crezca, y lo que todo viejo siente no haber sido>>, afirma Stark poco antes de que concluya esta poético itinerario en la que se combina con maestría el intimismo de los protagonistas con la grandeza de los escenarios naturales por donde transitan.

viernes, 27 de noviembre de 2015

El cantor de Jazz (1927)


Habrá quien no esté de acuerdo, pero de no haber sido el primer largometraje en el que se escuchó la voz de algún personaje, El cantor de Jazz (The Jazz Singer, 1927) habría pasado desapercibido para las páginas de la Historia del Cine, en las que no aparecería ni por asomo, porque, si dejamos a un lado la mítica introducción de frases sonoras, el resto de sus aportaciones cinematográficas carecen de relevancia. Está claro que la intención de los hermanos Warner, sobre todo la de Sam, el más interesado de los tres hermanos en desarrollar el cine sonoro, era la revolucionar el mercado para alejarse de la amenaza de la bancarrota, y de paso dejar atrás a las majors rivales. En un primer momento, los Warner no habían pensado en el sonido como medio de expresión de diálogos, solo como acompañamiento musical de las imágenes proyectadas. De hecho, la película dirigida por Alan Crosland poco se preocupa de cuestiones que no estén relacionadas con la introducción del mayor número de canciones posibles, aunque con ello el film se resienta y pierda ritmo e interés desde su inicio. Salvo por la sorprendente novedad de escuchar a Al Jolson cantando y hablando en la pantalla, se trata de un melodrama forzado, que gira en torno a un joven de origen hebreo que persigue el sueño de triunfar como cantante de jazz, intención que ya desde niño le enfrenta a la intolerante actitud paterna y le convierte en un hombre sin raíces, pero con el convencimiento de que su camino pasa por aceptar el reto de perseguir aquello que anhela. Analizando la importancia del film desde una perspectiva histórica, habría que decir que su realización cambió el rumbo de la cinematografía mundial. No es exagerado decirlo, ya que con ella se abría un nuevo horizonte para un medio que no paraba de evolucionar, siendo la semilla del sonoro que cerró y abrió las puertas de la industria a muchos profesionales; acabó con las carreras de actrices y actores cuyas voces y capacidades dramáticas no se adecuaban a lo que estaba por venir. Por otro lado, conviene señalar que El cantor de Jazz no fue el primer largometraje sonoro (que no, hablado), dicho honor recae en Don Juan (1926), otra producción Warner también realizada por Crosland, y que fue estrenada un año antes de este drama con canciones o canciones con drama entremedias.



Desde los orígenes del cine, los pioneros cinematográficos habían intentado fusionar las imágenes y el sonido en un todo, aunque sin el éxito de esta película, en la que la mayoría de los diálogos se insertaron en los habituales intertítulos de la época muda. En un primer momento, Edison intentó combinar dos de sus inventos, el fonógrafo y el kinetoscopio, para dar forma al kinéfono, pero, al igual que Pathé o Gaumont, se topó con varios inconvenientes, uno de ellos residía en la ausencia de amplificadores de sonido, lo que impedía que este se escuchara en una sala repleta de gente. Este problema se resolvió gracias al triodo inventado por Lee De Forest en 1906, de cuya evolución se obtuvo un amplificador que posibilitó una acústica acorde para las salas cinematográficas; dando pie a la que hoy se considera la primera película sonora: Far from Seville (1923), un film de unos diez minutos de duración. Sin embargo, por aquel entonces, parecía que a nadie le interesaba invertir en un proyecto que la Warner Brothers asumió hacia la mitad de la década de 1920, cuando, ante la posibilidad de su quiebra financiera, se asoció con la Western Electric para desarrollar un sistema audiovisual en el que ninguno de sus competidores creía, ya que estos tenían el convencimiento de que el cine mudo era un entretenimiento universal que no necesitaba del sonido para atraer y conectar con el público. De aquellas investigaciones surgió Vitaphone, que sincronizaba los discos con el proyector, dando pie a la aparición del sonoro y al fin de la universalidad de las películas, ya que los diálogos estarían en idiomas que muchos espectadores no comprenderían, lo cual deparó el nacimiento de varias versiones de una misma producción, para su distribución en mercados internacionales, y posteriormente el uso de subtítulos y del doblaje. Pero de regreso a El cantor de Jazz, decir que, además de ser el primer largometraje hablado, destaca por ser el origen del musical, género por excelencia durante los primeros años del sonoro, y por estas dos razones la película de Crosland se ha ganado un puesto dentro de la Historia del Séptimo Arte, algo que Sam Warner, su máximo impulsor, no llegó a ver, porque falleció el día antes de su estreno en Nueva York. Años después se rodarían nuevas versiones del drama de Jakie Rabinowitz, una de ellas en 1952 a cargo de Michael Curtiz y otra en 1980 bajo la dirección de Richard Fleischer y con el cantante Neil Diamond como protagonista, aunque ambas carecen del interés de esta primera incursión en el cine hablado o, por lo que se escucha, cantado.

martes, 24 de noviembre de 2015

El precio de la gloria (1926)


Como en todas las guerras, en la Primera Guerra Mundial hubo
 heridos, muertos, víctimas civiles, desertores e incluso hubo quien tuvo la fortuna de salir ileso, pero esta fue una contienda distinta a las anteriores. El campo de batalla se extendía por la práctica totalidad del continente europeo, incluyendo ciudades y pueblos, y el número de víctimas se contó por millones, y tanto los soldados como los civiles experimentaron la miseria de un conflicto armado que cambió su concepto de la guerra, de la vida y de la muerte. Sin entrar en detalles, y realizando una analogía infantil, durante los primeros compases del enfrentamiento los mandatarios de ambos bandos sacaron pecho como si estuvieran en el patio de un colegio, que si la pelota es mía y el partido va a concluir con una victoria rápida. En definitiva, los responsables de esta sangrienta partida bélica no tenían ni idea de las reglas del complejo y sangriento juego que habían organizado. Ni en sus peores predicciones contemplaron que el conflicto se prolongaría durante años y, menos aún, que este se estancaría en frentes inamovibles donde los soldados aguardaban entre el frío invernal y el calor estival, el hambre y el miedo diario, la orden de un sacrificio que sabían inútil, porque, al contrario que quienes dirigían la contienda desde una cómoda distancia, los soldados de ambos bandos vivían en las zanjas que lindaban con la tierra de nadie donde amigos, compañeros y desconocidos, aliados o rivales (pero iguales en la lucha y en su pérdida de inocencia), hallaban desesperación y muerte. Entre aquellos jóvenes combatientes que sufrieron en las trincheras se encontraban Robert Graves, Erich Maria RemarqueJarolasv HasekLouis-Ferdinand CélineJ.R.R.Tolkien o Laurence Stallings, escritores y futuros escritores que, al igual que el resto de movilizados o voluntarios, fueron protagonistas y testigos de las penalidades de la batalla, de la inutilidad de las tácticas obsoletas empleadas por sus superiores, los adelantos tecnológicos (cañones de mayor calibre y alcance, gases tóxicos o los primeros tanques y aviones de combate), de la destrucción indiscriminada de construcciones civiles, de la hambruna, de la fiebre de las trincheras y de otras cuestiones que Graves recordó en en las páginas de Adiós a todo eso (Goodbye to All That; 1929), Remarque novelizó en las de Sin novedad en el frente (Im westen nitchs neues, 1929) Hasek satirizó en las de El buen soldado Svejk (Osudy dobreho vojáka Svejka za svetové valky, 1921) o Stallings describió en Plumes (1925), una novela de tintes autobiográficos que dio pie al guión de El gran desfile (The Big Parade; King Vidor, 1925). Stallings también fue el responsable del drama antibelicista What Price Glory, escrito en colaboración del dramaturgo Maxwell Anderson y estrenado en Nueva York en 1924. Alabado por la critica y respaldado por el público, su éxito fue tal, que el productor William Fox desembolsó una cantidad desorbitada para adquirir los derechos de su adaptación cinematográfica que sería realizada por Raoul Walsh, que acababa de firmar un contrato que le unía por siete años a la Fox. <<Recuerdo que aquel proyecto me sorprendió mucho puesto que yo no tenía ninguna experiencia en la dirección de productos teatrales>>, escribió el director en sus memorias El cine en su manos (Each Man in His Time; 1974), pero, a pesar de su inexperiencia en adaptaciones teatrales, Walsh hizo lo que mejor sabía hacer, narrar con fluidez y desde una perspectiva puramente cinematográfica, combinando imágenes realistas del campo de batalla y otras más intimistas, que muestran las emociones de los personajes, sus reacciones ante el conflicto y la rivalidad que mantienen los dos sargentos protagonistas desde el inicio del film. 


En una breve sucesión de escenas se observa a Flagg (Victor McLaglen) en clara desventaja respecto a Quirt (Edmund Love), más refinado y apuesto, dos características que este emplea para arrebatar a su compañero de armas sus conquistas femeninas. Esta constante continúa cuando estalla la Gran Guerra y ambos vuelven a coincidir en un pueblo próximo al frente francés. Allí, los dos desean a Charmain (Dolores del Río), una joven que traba amistad con Flagg, en ese instante ascendido a capitán, pero que se enamora de Quirt cuando este es destinado a la compañía de su rival. Como consecuencia resurge el conflicto entre ellos, paralelo al global, sin embargo, y a pesar de la tensión que se palpa en el ambiente, ambos se admiran y se reconocen como iguales. Pero lo más interesante del film no se encuentra en la atracción-rechazo que domina en el triángulo amoroso, sino en las vivencias de los soldados que componen la compañía del capitán, en ellos recae el humor, la tragedia y el sentir de los autores hacia el conflicto. Por ello, aparte de la rivalidad tras la que se esconde la amistad entre los suboficiales, El precio de la gloria plantea una pregunta que remite a su título: ¿cuál es el sentido de la guerra y el alto precio a pagar por esos jóvenes que dejan en el campo de batalla sus ilusiones y su inocencia? Y su respuesta provoca el tono desmitificador que vertebra una historia que pone de manifiesto el sinsentido de una contienda también rechazada en otros clásicos de la época como Yo acuso (J'acusse!; Abel Gance, 1919), la ya citada El gran desfile (The Big Parade; King Vidor, 1925) o las sonoras Cuatro de infantería (Westfront 1918: Vier von der infanterieG.W.Pabst, 1930) y Sin novedad en el frente (All Quiet in the Western Front; Lewis Milestone, 1930). Veintiocho años después de su estreno en Nueva York, otro de los grandes cineastas de Hollywood, John Ford, realizaría su propia adaptación de What Price Glory, mientras que Raoul Walsh retomaría los personajes de los sargentos en El mundo al revés (The Cock-Eyed World, 1929) y ¡Vaya mujeres! (Woman of All Nations, 1931), dos películas carentes de la fuerza narrativa y del antibelicismo de este largometraje.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Asalto y robo de un tren (1903)



Las impresiones cinematográficas inventadas por Thomas Alva Edison o la primera proyección pública del cinematógrafo creado por los LumièreLa salida de los obreros de la fábrica (Le sortie de l'Usine Lumière à Lyon, Louis Lumière, 1895), forman parte de los orígenes de un arte que tuvo en la fotografía su punto de partida. Pero aquellos intentos no presagiaban el nacimiento del cine como medio de expresión complejo, ni siquiera, en ese instante, sus creadores apostarían por el alcance que poco después adquirieron las imágenes en movimiento. Los trucajes y la puesta en escena de Alice Guy o la de Georges Méliès, teatral y fantasiosa, los movimiento de cámara de James Williamson, los primeros planos de George Albert Smith o la complejidad narrativa de Ferdinand Zecca iniciaron una evolución que ya no se detendría. Sin estos y otros pioneros, y sin su afán por crear historias e ilusiones, nada de lo conseguido hasta ahora en el cine sería posible, al menos no a la velocidad que se produjo. Vistas en la actualidad aquellas películas pueden provocar una sonrisa maliciosa e incluso algún comentario despectivo, aunque ni lo uno ni lo otro empañan la transcendencia de aquellas piezas revolucionarias que pusieron en marcha la imparable evolución de un invento que no iba a tener futuro comercial, pero que no tardó en convertirse en una lucrativa industria de entretenimiento. Con el tiempo las películas se fueron enriqueciendo: el uso del montaje, los trucajes, el color, el sonido, los diferentes formatos o los efectos especiales son prueba de ello, pero antes de producirse muchos de esos adelantos, surgieron los primeros empresarios cinematográficos: Charles Pathé o León Gaumont en Europa y Edison en los Estados Unidos. Así pues, aparte de patentar el kinetoscopio (que desarrolló uno de sus empleados, William Kennedy Laurie Dickson), y la película de celuloide perforada por un lateral (sin perforación la había fabricado George Eastman), el famoso inventor, consciente de los grandes beneficios y de la influencia que le reportaría un monopolio cinematográfico (que dio pie a la famosa guerra de las patentes que se produjo en los albores del cine estadounidense), fundó su propia productora de películas. Entre 1902 y 1910 el director de la compañía de Thomas Alva Edison fue Edwin S.Porter, un cineasta que asimiló y empleó a lo largo de su extensa producción de cortometrajes las innovaciones narrativas de los pioneros europeos, y también las perfeccionó en películas como Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1903), según algunos historiadores el primer western de la historia del cine.


El film, de apenas diez minutos de duración, sorprendió por su fluidez, su coherencia y su complejidad narrativa, aunque todavía la cámara permanecía estática. Rodada en una serie de planos fijos, que dan forman a las catorce escenas que se suceden como un conjunto homogéneo y dinámico gracias al acertado uso del montaje, Asalto y robo de un tren se abre en una secuencia que muestra la oficina del ferrocarril donde un empleado no tarda en ser reducido por varios forajidos. En la siguiente escena se descubre a los asaltantes subiendo al tren, para poco después producirse una serie de tiroteos, e incluso la muerte de uno de los pasajeros a quien los forajidos disparan. Mientras, en el pueblo, las autoridades disfrutan de un baile que se ve interrumpido cuando alguien da la alarma. En ese momento se inicia la persecución que, a pesar de estar rodada en un plano fijo, adquiere gran profundidad de campo y abre el camino tanto para el cine de acción como para el western. Y como no podía ser de otra manera, finalmente, los buenos dan caza a los malhechores y el film concluye, aunque no antes de insertar el famoso primer plano del bandido (George Barnes) que dispara a la cámara para impactar y atemorizar al espectador, algo que sin duda consiguió.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Gritos en la noche (1961)

Salvo algún intento aislado de abordar el fantástico desde la comedia, siempre me viene a la memoria la excepcional La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944), o de realizar comedia con apuntes fantasiosos, como Un marido de ida y vuelta (Luis Lucía, 1957), ni el género fantástico ni, menos aún, el de terror existían como tal en la cinematografía española anterior a la década de 1960. Pero los regímenes de coproducción, que posibilitaban el reparto de costes y la distribución internacional, unido a la exitosa proliferación de las películas de horror allende fronteras, Terence Fisher en el Reino Unido con sus producciones para la Hammer FilmsGeorges Franju en Francia con Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage; 1960), Alfred Vohrer en Alemania con sus adaptaciones del escritor Edgar Wallace, entre ellas Los ojos muertos de Londres (Die toten augen von London; 1961), Roger Corman en Estados Unidos con su ciclo PoeMario Bava y Riccardo Freda en Italia con Los vampiros (Il vampiri; 1957), favorecieron la realización de Gritos en la noche, un film que inauguró el cine de terror español. El afán renovador de Jesús Franco queda patente en sus dos primeras películas, Tenemos 18 años (1959) y Labios rojos (1960). Esta misma intención se observa en Gritos en la noche, además de las influencias asumidas del expresionismo, del terror gótico y de aquel por el que apostó la Universal durante la década de 1930. Dichas influencias se descubren en las luces y las sombras de calles y caserones fantasmales o en el nerviosismo de la cámara cuando anuncia la presencia del doctor Orloff (Howard Vernon) y su autómata asesino, Morpho (Ricardo Valle), inspirado en el Cesare de El gabinete del Dr.Caligari (Das cabinet des Dr.CaligariRobert Wiene, 1919). Estas y otras características confirmaban la intención de Jesús Franco de realizar cine de género sin complejos, aunando su cinefilia y su perspectiva personal, gustos y obsesiones que iría desarrollando a lo largo de su filmografía: su pasión por la música, los night clubs (en este caso un cabaret), dosis de humor (en Gritos en la noche a cargo del vagabundo que encuentra el collar de una de las víctimas y del ayudante del encargado de resolver el caso) o su predilección por los personajes femeninos (como fuente de erotismo y portadoras de una capacidad resolutiva superior a la mostrada por los protagonistas masculinos). Por ello, el inspector Tanner (Conrado San Martín), supuesto héroe del film, resulta un tipo mediocre que debe su éxito policial a que nunca ha tenido que enfrentarse a un caso complejo, lo que depara su desorientación cuando le asignan la investigación de los asesinatos de varias mujeres y lo pone en desventaja con respecto a su novia, Wanda Bronsky (Diana Lorys), una cantante de ópera que toma la iniciativa e indaga por su cuenta, frecuentando el cabaret donde se vio por última vez a las jóvenes asesinadas. 
Wanda pretende desenmascarar al homicida, quizá porque desee demostrar su valía en un oficio hasta entonces desempeñado por hombres, por la atracción que en ella despierta el extraño que la confunde con su hija (y que la cantante intuye que se trata del criminal) o simplemente por ayudar a su novio, perdido en sus pesquisas, como demuestra la simpática escena que reúne a los testigos para la realización de un retrato robot del sospechoso, a cargo de un dibujante encarnado por Manuel Vázquez, el creador, entre otras tiras cómicas, de La familia Cebolleta (1951) y Anacleto, agente secreto (1965). Pero, aparte de sus aciertos y de ser la primera horror movie hispana, muchos aficionados al género recuerdan la película por la siniestra presencia del mad doctor Orloff, personaje clave en el fantaterror español, obsesionado con devolver la belleza a su hija (Diana Lorys), primero experimentando con las mujeres que asesina y, cuando comprende que con tejido muerto no da resultado, lo hace con jóvenes vivas.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

¡Salvaje! (1953)


En la década de 1950, el rock'nd roll irrumpió con fuerza en la sociedad estadounidense, provocando reacciones dispares. Para los jóvenes resultó un estilo musical novedoso y atractivo mientras que para sus mayores no dejaba de ser un sonido ruidoso y demencial. Esta diferencia de criterios también delataba el distanciamiento generacional que se produjo tras la guerra, y el anuncio de una revolución cultural y social que en parte fue debida a la necesidad juvenil de rebelarse contra la apatía y la supuesta comodidad establecida por sus progenitores. Una de sus consecuencias deparó que algunos de aquellos muchachos se agruparan en bandas como la que capta la cámara que László Benedek fijó sobre el asfalto al inicio de Salvaje (The Wild One, 1953). Este plano sirve de arranque para una película que, en su intento de advertir de la problemática juvenil, convirtió la imagen del motero, interpretado por 
Marlon Brando, en un icono de su época, sobre todo por el carácter indomable de su personaje (en algunos aspectos similar al del propio actor), pero también por su presencia física y su vestimenta (cazadora de cuero, gorra, camiseta,...). Poco después también se asoció la imagen de rebeldía juvenil con el James Dean de Rebelde sin causa (Rebel without Cause, Nicholas Ray, 1955), sin embargo, el personaje interpretado por Dean no es de naturaleza contestataria, se trata de un adolescente sensible ante lo que observa y por ello reacciona en consecuencia. Por contra, el Johnny de Brando rechaza cuanto le rodea porque le da la gana, odia cuanto significa el mundo construido por sus progenitores, un mundo donde no se encuentra y al que da la espalda en compañía de su grupo de outsiders motorizados, con quienes recorre carreteras y pueblos en busca de un solo objetivo: divertirse.



Para estos muchachos no hay más fin que pasar el rato entre rock, chicas, alcohol y quizá algún tipo de sustancia alucinógena. Su falta de inquietudes, más allá de esa diversión que a menudo se transforma en violencia, delata su desorientación vital, la misma que les impulsa a huir de los problemas sin plantearse que en sus manos están las posibles soluciones. Son individuos nacidos en una época en la que todo apunta a la ausencia de un pensamiento crítico-reflexivo que permita evolucionar, por ese motivo ni ellos mismos saben qué quieren, aunque sí saben que no quieren parecerse a las personas que rechazan, ya sea la autoridad <<odio a los policías>>, dice Johnny, o a los ciudadanos que habitan en la monotonía alienante de la que ellos pretenden escapar dando rienda suelta a sus instintos primarios, tomando cuanto desean, atemorizando o aprovechándose de la permisividad de las autoridades del pueblo donde se desarrolla una historia compleja, en la que también se expone la incapacidad de los adultos para actuar y pensar con coherencia, quizá porque no estén acostumbrados a hacerlo, lo que provoca la violenta e injustificada reacción de algunos vecinos hacia el final del metraje.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Buñuel: reunión de talento y homenajes tardíos


En noviembre de 1972 Luis Buñuel regresó a Hollywood, pero en ese momento lo hizo como uno de los grandes genios que ha dado el cine, y como tal fue reconocido por el grupo de ilustres cineastas que acudió a la casa de George Cukor para conocerle y ofrecerle un merecido homenaje. Aunque uno de los invitados, quizá a quien más le habría gustado conocer, Fritz Lang, no pudo asistir por razones de salud. Poco después tuvo la oportunidad de reunirse con él y aprovechó para pedirle una foto dedicada de la época de Las tres luces (Der müde tod; 1921) y Metrópolis (1926).


<<De Ben-Hur a West Side Story, de Some Like It Hot a Notorious, de Stagecoach a Giant, cuantas películas alrededor de aquella mesa...>> recordaría Buñuel en sus memorias (Mi último suspiro). Como no citó ni una de las suyas, ni de Mamoulian, Cukor y Mulligan, me tomo la libertad de mencionar alguna: ...de City Streets a Adam's Rib y de To Kill a Mockingbird a Viridiana.

En la fotografía, de pie (de izquierda a derecha): Robert Mulligan, William Wyler, George Cukor, Robert Wise, Jean-Claude Carrière y Serge Silberman. Sentados: Billy Wilder, George Stevens, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock y Rouben Mamoulian.

<<Desgraciadamente. John Ford no figura en ella>>, se lamentó el cineasta aragonés, recordando que la frágil salud de Ford (murió al año siguiente) lo obligó a abandonar la velada antes de que el fotógrafo Marv Newton tomara la instantánea, que se convirtió en todo un acontecimiento. Y no fue para menos, porque en pocas ocasiones, por no decir ninguna, se ha reunido tanto talento cinematográfico alrededor de una mesa.

Meses después, el veintisiete de marzo de 1973, en la cuadragésimo quinta edición de los premios Oscar, Buñuel también fue reconocido por la Academia hollywoodiense con el Oscar a la mejor película de habla no inglesa por su antepenúltimo largometraje, la producción francesa El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972), imponiéndose entre otros al también español Jaime de Armiñán, que competía con Mi querida señorita. Ese mismo día y en ese mismo escenario, se le concedió un premio honorífico a otro de los grandes: Charles Chaplin, pero más que de un homenaje tardío se trató de enmendar una injusticia. Además, el gran cómico, exiliado poco después del rodaje de Candilejas (Limelight, 1952), recibió su primera y única estatuilla en competición por la banda sonora original de ese mismo film, un galardón que llegó con veintiún años de retraso, aunque al menos este llegó.


jueves, 5 de noviembre de 2015

Tenemos 18 años (1959)

Cuando se produjo su debut como realizador de largometrajes, Jesús Franco contaba a sus espaldas con varios cortometrajes documentales y con colaboraciones en comedias como Felices Pascuas (Juan Antonio Bardem, 1954), Fulano y Mengano (Joaquín Romero Marchent, 1956) o Los jueves, milagro (Luis García Berlanga, 1957), de modo que no sorprende que, en su primera película, el director madrileño se decantara por el género de la risa. Sin embargo, lo que sí sorprende es que el film fuera ninguneado y estrenado en 1967. La explicación podría encontrarse en la miopía fomentada por un conservadurismo incapaz de aceptar la modernidad pretendida por el cineasta, quien desde sus comienzos se mostró inusual y, por lo tanto, poco grato a los gustos predominantes. Alejada del realismo de las comedias negras y de los amoríos mostrados en las comedias rosas de la época, en Tenemos 18 años se potenció la originalidad y la fantasía desde los títulos de crédito, así como la imaginación de su responsable o, si se prefiere, de sus dos jóvenes protagonistas, cuyas visiones existenciales se complementan para marcar el devenir de una trama que, a pesar de ser irregular, no deja de resultar simpática, y permite entrever el gusto del realizador por el cine de terror, en el que debutaría dos años después en Gritos en la noche (1961), un film que podría considerarse pionero del género en España. Aunque en Tenemos 18 años asoma algún personaje siniestro, una asesino en serie sin rostro que encuentra uno de sus orígenes en El fantasma de la ópera (The Phamtom of the Opera, Ruper Julian, 1925), no hay lugar para el horror y sí para la fantasía con la que las adolescentes encaran su viaje, el mismo que pretenden plasmar a lo largo de las páginas de una novela que escriben aportando sus diferentes perspectivas: Pili (Terelez Pávez) la osadía y María José (Isana Medel) la ensoñación. De este modo el film se desarrolla a través de episodios que encuentran su nexo de unión cuando la acción regresa al presente de las chicas, durante el cual se observa su entorno, en el que destaca la presencia de Mariano (Antonio Ozores), el primo gorrón que en los relatos cede su rostro a los personajes masculinos, salvo el del atracador herido (Luis Peña), quizá porque este sea el único real, a quien las muchachas ayudan y curan antes de despedirse de él, para poco después escuchar en la lejanía los disparos que les confirma que el fugitivo ha sido abatido sin miramientos de ningún tipo. Este hecho trágico marca el fin de la inocencia, de la ilusión y puede que de la libertad que encontraron durante la narración de su viaje, poniendo punto y final a una época de fantasía que nace de la propia ilusión y libertad de un realizador atípico, que deseaba hacer un tipo de cine imposible dentro de una cinematografía que, salvo contadas excepciones, se encontraba anclada en el conservadurismo y en la falta de visión. Esto podría dar una explicación a la reflexión final que asume el personaje de Isana Medel, cuando acepta que ya es una mujer adulta y, como tal, debe abandonar los sueños y vivir en la realidad que se le impone, no aquella que ella desearía y en la que sería ella misma, con su personalidad y con sus ilusiones intactas.

lunes, 2 de noviembre de 2015

La muerte silba un blues (1962)

Si hubo un realizador compulsivo, inclasificable y polifacético dentro de la cinematografía española de la segunda mitad del siglo pasado y del primer decenio del presente, ese fue Jesús Franco, cuya extensa filmografía, alrededor de doscientos títulos, resulta tan dispar como exagerada. En ella abundan producciones que se inscriben dentro del fantaterror y subproductos eróticos que, en muchos casos, firmó bajo seudónimo. Pero la obra de este director, admirado por unos y denostado por muchos, actor, cámara, compositor, guionista, montador y productor, no presenta un estilo definido ni un nexo que dé uniformidad al conjunto de sus películas, más allá de los irrisorios presupuestos que manejó y que le posibilitaron una libertad de acción al alcance de pocos cineastas. No obstante, su cinefilia, su intención de realizar un cine de género, su pasión por la música o su predilección por los personajes femeninos se dejan ver a lo largo de su extensa producción, sobre todo en sus primeras aportaciones al terror y al cine negro, géneros poco frecuentes durante la dictadura (y después de ella), más proclive a la comedia amable o al melodrama histórico. A pesar de ello, durante los años cincuenta y parte de los sesenta se produjo un brote de policíaco hispano. Entre otras, Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950), Brigada criminal (Ignacio F.Iquino, 1950), Un vaso de Whisky (Julio Coll, 1958), A sangre fría (Juan Bosch, 1959), Los atracadores (Francisco Rovira Beleta, 1962), A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963), El salario del crimen (Julio Buch, 1964), confirmaban la presencia de un cine criminal atractivo que, a pesar de la censura, ofrecía una mirada realista del país, al menos más cercana a la realidad que las típicas comedias folclóricas o los panfletos realizados por los realizadores próximos al régimen. Dentro de este intento de crear un género negro propio y de calidad también destacan La muerte silba un blues (1962) y Rififí en la ciudad (1963), dos producciones condicionadas por la admiración que el cine de Orson Welles despertaba en Jess Franco, que por casualidades del destino pudo trabajar con su idolatrado Welles en Campanas a medianoche (Falstaff; 1965) y en una versión de La isla del tesoro, que no cuajó. Aparte de la influencia wellesiana, La muerte silba un blues mezcla la intriga con el jazz, un estilo musical que parece cobrar cuerpo cuando suena el "blues del tejado" que el realizador compuso y convirtió en el hilo conductor de una historia de venganza que tiene su origen en el pasado, cuando dos camioneros son sorprendidos por una patrulla después de que esta haya recibido el soplo de que en el camión se transportan armas y municiones. Quince años después, Julius Smith (Manuel Alexandre), uno de aquellos contrabandistas, ha salido de la cárcel y trabaja como trompetista en un night club donde se encuentra con Lina (Perla Cristal), la mujer fatal de la función y mujer de su compañero, a quien se dio por muerto durante la refriega con los agentes. Desde ese instante, la trama, que no sorprende por su originalidad, se desarrolla en un presente incapaz de romper con el pasado que reaparece al tiempo que lo hace Joao (Conrado San Martín), un personaje enigmático e incluso inocente, en contraposición de la ambigüedad moral predominante, que surge del ayer para ajustar cuentas, aunque su intención implica una nueva perspectiva sobre el engaño del que fue víctima.