viernes, 24 de junio de 2022

Chano Piñeiro y el nirvana barato


<<Hay una definición importante, con la que me interesa empezar. A ver si adivináis a quien corresponde. Dice: “El cine es servidumbre asiática, odio sin exotismo, nirvana barato del pueblo. El tiempo en el cine no es cósmico ni sideral, es, simplemente, absurdo”. 


Esto lo decía don Ramón Otero

Pedrayo en la revista Vida Gallega, en el año 1955.


Parece que don Ramón —como muchos monstruos de la cultura gallega— no vieron El halcón maltés, ni Ciudadano Kane, ni El tercer hombre, ni Viva Zapata, ni siquiera se dio cuenta de que su amigo Xaquín Lourenzo rodara O carro e o home1 hacía poco, allá, en Lobeira.


Definitivamente, no quiero ir contra absolutamente nadie, sino, simplemente, definir una actitud que se produjo a lo largo de este siglo en Galicia. El cine, como todos sabéis, desde el año 1896 hasta que se estabilizó en las salas hacia el año 1910, fue considerado como un espectáculo de barracas para niños y para la plebe. A partir de ahí empezaron a suceder cosas en el mundo, cosas en España. Pero aquí, en Galicia, non nos dábamos cuenta de nada.


La gente vulgar, que a veces era más inteligente, iba al cine y sabía de las películas que echaban de Charlot o de Mack Sennett, o mismo de Fritz Lang, que venían anunciadas en primeira página en grandes periódicos como El Faro de Vigo o La Voz de Galicia.


Mientras, en grandes revistas como Nós, durante 136 números en 26 años, no aparece ni una cita al cine. Esto quiere dicir que los intelectuales gallegos […] durante todos esos años ni se percataron de que en el mundo existía el cine.


Y todos estos señores —que desde el año 1910 ignoraron la existencia del cine, hasta hace muy poco— mismo hoy en día lo siguen ignorando.


No es nada negativo —comprendo que esa gente tenía que construir un país, tenía que buscar las raíces para poder hacer etnografía, para poder hacer antropología—, pero ignoraban que el cine, la imagen, era un arma clave para esa misma gente, en su propio trabajo.


Es una pena que un señor como Gil […], que desde 1910 hasta 1935 registró más de 150 títulos de documentales sobre Galicia, fuese ignorado sistemáticamente tanto por las autoridades —murió en la indigencia, en la mayor de las pobrezas— como por los intelectuales a los que sacaba fotos, pero al que no daban valor. Era el fotógrafo, el que está detrás de la cámara, y nada más.


Estos señores, que, de alguna manera, pertenecían a la élite, ignoraban su existencia, no sé porqué. Aquí en Galicia […] se daba un paralelismo que, como tal paralelismo, hizo que no hubiese conexión entre la realidad social y los intelectuales que estaban defendiendo la cultura gallega. Parecía que los que defendían no buscaban la existencia de una cultura en Galicia; vivían en otra galaxia; no se daban cuenta de las historias que les contaban. No iban al cine; consideraban que era una servidumbre asiática. Me gustaría poder hablar con don Ramón para que me explicase qué quería decir cuando hablaba de todo eso: “odio sin exotismo, nirvana barato del pueblo…”>>


1.El hombre y el carro (1940), película documental dirigida por el ourensano Antonio Román; con guion de Xaquín Lourenzo, Carlos Serrano de Osma y el propio Román.



Las palabras arriba escritas fueron pronunciadas por Chano Piñeiro en una conferencia celebrada en Santiago de Compostela, el 22 de marzo de 1990, y hablan del ninguneo de la intelectualidad gallega hacia el cine. Como señala el responsable de Mamasunción (1984), el afán de los intelectuales por conseguir el reconocimiento de la identidad gallega era una necesidad y una prioridad, pero, en sus prisas y en su elevado pensamiento, pasaron por alto las posibilidades comunicativas del cine, que era un medio idóneo para iniciar el comunicado de ideas y cultura a una población en un alto porcentaje iletrada; algo, por otra parte, común al resto del territorio español. Aunque lo dudo, quizá aquellos grandes de la cultura gallega olvidasen que el nivel formativo de su destinatario más importante, el pueblo, no se diferenciaba demasiado de otros lugares del mundo donde, a principios de siglo XX, todavía existía una tasa elevada de analfabetismo; contra el cual se había empezado a luchar en el XIX, pero era una lucha social que llevaría su tiempo. De modo que el cine irrumpió con sus imágenes en un instante en el que, para la clase trabajadora, de mayoría campesina y proletaria, la sucesión de fotogramas valía más que mil palabras impresas, de ahí que se convirtiera en el medio más popular (puesto que hoy comparte  con la televisión y las páginas de internet), pero apenas una minoría se dio cuenta de esto. Tiempo al tiempo, era pronto para extraer conclusiones, incluso para los pioneros cinematográficos que creyeron en él.


Como apunta Piñeiro, la intelectualidad miraba en la cercanía y, por ejemplo, parecía no enterarse de que en la Gran Guerra se estaba empleando el cine para propagar ideas propagandísticas. Durante la I Guerra Mundial se realizaron noticieros y films de propaganda que llegaban a un amplio sector poblacional, al que ofrecían una visión partidista del conflicto. A principios de la década de 1920, en la recién nacida Unión Soviética, Lenin comprendió la situación cultural y las posibilidades del cine en tal coyuntura, y no dudó en afirmar que era el arte más importante para ellos, puesto que era el que mejor servía a su revolución. Lo necesitaba para propagar sus ideas al pueblo, pues, en este punto, Lenin no había pasado por alto los datos que le confirmaban el elevado analfabetismo entre la población rusa, por entonces mayoritariamente agraria. Como el ruso y tantos pueblos de entonces, el gallego se dedicada a ir al mar o a trabajar la tierra de sol a sol en condiciones que, obviamente, no permitían tiempo para una educación básica; ya no digamos elevada. Y ahí, la inmediatez y la sencillez del cine rompían barreras y acercaban su mensaje al público, el cual debido a su falta de instrucción podía ser manipulado por las imágenes. Una situación extraña, un arma de doble filo, pero un medio que resultaba el más cercano entre posibles emisores y receptores. Dicha cercanía tampoco pasó desapercibida para la propaganda nazi, la que deslumbró al mundo de la mano de Leni Riefenstahl y El triunfo de la voluntad (1933) para comunicar la falsa imagen que velaba la monstruosidad real del régimen. Ni para Hollywood, cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial. No obstante, habría que señalar que, entre las décadas de 1910 y 1930, muy pocos intelectuales, ahora solo me viene a la mente la excepción de Walter Benjamin, reflexionaron sobre el cine y le concedieron utilidad para desarrollar discursos e ideas. Lo consideraban como un entretenimiento de masas y no pensaban en él como un medio artístico, ni de alta cultura ni pedagógico. Pero a favor de aquella animosa intelectualidad gallega que buscaba su lugar y defendía el de Galicia, no todos los intelectuales que formaron las Irmandades da Fala, y que asomaron por la revista Nós, obviaron a José Gil, el fotógrafo detrás de la cámara y el responsable de Miss Ledya (1916). Por ejemplo, en esta misma película, que se considera la primera de ficción rodada en Galicia, Alfonso Rodríguez Castelao asomaba en la pantalla en un pequeño rol en el que apenas se le reconoce. Cierto que el de Rianxo no empleó el cine para transmitir su discurso, pero sí desarrolló sus ideas en la cercanía de su humorismo (humor, denuncia y amargura), tanto en su faceta literaria como en la de dibujante gráfico en una obra que sí supo llegar a un amplio público, pero el cine gallego tendría que esperar a la democracia y a la irrupción de cineastas como Chano para ser una realidad de esta galaxia.



Fragmento na versión orixinal:


<<Hai unha definición importante, coa que me interesa principiar. A ver se adiviñades a quen corresponde. Di: “El cine es servidumbre asiática, odio sin exotismo, nirvana barata del pueblo. El tiempo en el cine no es cósmico ni sideral, es, simplemente, absurdo”. 


Isto dicíao don Ramón Otero

Pedrayo na revista Vida Gallega, no ano 1955.


Parece que don Ramón —como moitos monstros da cultura galega— non vira El halcón maltés, nin Ciudadano Kane, nin El tercer hombre, nin Viva Zapata, nin sequera se decatara de que o seu amigo Xaquín Lourenzo rodara O carro e o home había pouco, alá, en Lobeira.


Definitivamente, non quero ir contra absolutamente ninguén, senón, simplemente, definir unha actitude que se produciu ó longo deste século en Galicia. O cine, como todos sabedes, desde o ano 1896 ata que se estabilizou nas salas cara ó ano 1910, foi considerado como un espectáculo de barracas para nenos e para a plebe. A partir de aí empezaron a ocorrer cousas no mundo, cousas en España. Pero aquí, en Galicia, non nos decatabamos de nada.


A xente vulgar, que a veces era máis intelixente, ía ó cine e sabía das películas que botaban de Charlot ou de Mack Sennett, ou mesmo de Fritz Lang, que viñan anunciadas en primeira páxina en grandes xornais como El Faro de Vigo ou La Voz de Galicia.


Mentres, en grandes revistas como Nós, durante 136 números en 26 anos, non aparece nin unha cita ó cine. Iso quere dicir que os intelectuais galegos […] durante todos eses anos nin se decataron de que no mundo existía o cine.


E todos estes señores —que desde o ano 1910 ignoraron a existencia do cine, ata hai moi pouco— mesmo hoxe en día ségueno ignorando.


Non é nada negativo —comprendo que esa xente tiña que construir un país, tiña que buscar as raíces para poder facer etnografía, para poder facer antropoloxía—, pero ignoraban que o cine, a imaxe, era unha arma clave para esa mesma xente, no seu propio traballo.


É unha pena que un señor como Gil […], que desde 1910 ata 1935 rexistrou máis de 150 títulos de documentais sobre Galicia, fose ignorado sistematicamente tanto polas autoridades —morreu na indixencia, na maior das pobrezas— como polos intelectuais ós que sacaba fotos, pero ó que non daban valor. Era o fotógrafo, o que está detrás da cámara, e máis nada.


Estes señores, que, dalgún xeito, pertencían á elite, ignoraban a súa existencia, non sei porque. Aquí en Galicia […] dábase un paralelismo que, como tal paralelismo, fixo que non houbese conexión entre a realidade social e os intelectuais que estaban defendendo a cultura galega. Parecía que os que defendían non buscaban a existencia dunha cultura en Galicia; vivían noutra galaxia; non se decataban das historias que lles contaban. Non ían ó cine; consideraban que era unha servidumbre asiática. Gustaríame poder falar con don Ramón para que me explicase que quería dicir cando falaba de todo iso: “odio sin exotismo, nirvana barata del pueblo…”>>

jueves, 23 de junio de 2022

La guerra sin nombre (1992)


Hubo quien llamó a la guerra de Argelia (1954-1962) pacificación, quizá por qué “acción de llevar paz” sonaba mejor, pero como apunta La guerra sin nombre (La guerre sans nom, 1992), mediante los testimonios de los veteranos franceses entrevistados por Bertrand Tavernier, el conflicto franco-argelino fue una guerra de independencia, para unos, y de orden y reconquista, para otros. Según apunta Tavernier hacía el final de su documental, hubo 24.000 soldados franceses muertos y miles de heridos, sin contar las bajas rivales, ya que en el film, centrado en la memoria francesa que el cineasta desea recuperar para enfrentar el presente a los fantasmas del pasado nacional, no se detallan cifras de militares y civiles argelinos, aunque el FLN y ELN no formasen parte de un ejército reconocido, al no ser reconocida la soberanía de Argelia, soberanía que alcanzó oficialmente el 19 de marzo de 1962. Por entonces, los cineastas franceses no abordaban el tema, aunque Godard sí lo toca de forma tangencial en El soldadito (Le petit soldat, 1960), y ya una vez independizada Argelia, el italiano Gillo Pontecorvo lo tocó de lleno en la mítica y urbana La batalla de Argel (La battaglia de Algeri, 1965). Tres décadas después de la independencia, Bertrand Tavernier realizó La guerra sin nombre, cuyas cuatro horas de duración le permiten abordar varios temas del conflicto (el reclutamiento, las bajas, los prisioneros y los métodos de tortura, la distancia de familia, la objeción de conciencia, la juventud perdida, las secuelas o el olvido) desde el testimonio de antiguos soldados franceses que participaron en él. Su resultado es un excelente documento de memoria histórica y humana que apunta como el silencio rodeó aquel conflicto armado que puso fin al imperialismo francés, dando la oportunidad a sus protagonistas para que hablen de sus experiencias y expresen sus emociones y sus sentimientos; algunos con orgullo, otros, arrepentidos.



El olvido de la derrota, el olvido de quienes fueron reclutados o se presentaron voluntarios, el olvido de un momento histórico del que los entrevistados fueron testigos y protagonistas. Pero ¿por qué el silencio? Dicen que la derrota no es un plato de buen gusto, y a los franceses que les encanta la cocina no les gusta que les recuerden las derrotas. Gosciny y Uderzo ironizan sobre ello en su Astérix, cuando se nombra la batalla de Alexia, en la que los galos fueron derrotados por César, y ningún galo sabe la ubicación del lugar, más bien muestran su enojo al ser cuestionados por el emplazamiento que les recuerda la derrota que ningún bravo desea reconocer. Les hiere el orgullo nacional, de ahí que prefieran olvidar Alexia. Algo similar puede decirse de Argelia, perdida la colonia, se convirtió en tema tabú, aunque ya lo era durante el conflicto. A los franceses les gusta más hablar de la resistencia durante la guerra, que del colaboracionismo; igual que prefieren la nostalgia de un film como Indochina (Indochine, Régis Wargnier, 1991) que una reconstrucción como Diên Biên Phú (Pierre Schoendoerffer, 1992). Pero esto no solo es de su exclusiva, lo es de todas partes, pues resulta más fácil velar errores y derrotas que reconocerlas, reflexionarlas y encararlas. También es más agradable recordar heroicidades que heridas, pero Tavernier no quiere nada de eso, quiere conocer, comprender y reconocer. Para lograrlo, da voz a quienes se mantuvieron en silencio durante los treinta años que separan el fin de la contienda del presente en el que se ruedan las entrevistas y las tertulias que se centran en esa guerra sin nombre, pero una guerra que duró ocho años (1954-1962) en las montañas y ciudades argelinas. Insurrección, represión, terrorismo, guerrillas, atentados y manifestaciones urbanas, torturas por ambos bandos, reclutamiento de naturales argelinos por parte del ejército francés o deserciones, son algunas de las situaciones vividas durante esos años y que Tavernier explica sin mostrar imágenes cinematográficas de archivo ni reconstruirlas, solo precisa la cercanía y la sinceridad de las de las entrevistas y de los espacios en el presente. Como había hecho Claude Lanzmann en Shoah (1985), el realizador de La vida y nada más (La vie et rien d’autre, 1989) habla del pasado desde la memoria y la evocación. Dice que las únicas imágenes del instante que emplearán son las fotografías sobre el terreno de los veteranos que se convierten en la memoria de un país y de un conflicto; quizá por ello decidiese prescindir del testimonio de oficiales de alto rango y de políticos —algo así como prescindir de la versión oficial y quedarse con la versión humana, la que realmente le interesa, la que le permite sentarse cara a cara con hombres que recuerdan su juventud en un conflicto en el que dejaron de ser jóvenes.




miércoles, 22 de junio de 2022

Café “de pota”


No me avergüenza no ser un estudiante aplicado. Más bien soy vago y ladrón, pues robo al sueño y a los estudios horas que dedico a jugar en compañía y a fantasear en una soledad en la que nunca me siento solo. Supongo que habrá quien desea ser el primero de la clase, modelo a imitar y líder a seguir. Me es indiferente; prefiero caminar sin rumbo fijo y tropezar en esa piedra donde vuelvo a caer. Apruebo sin esfuerzo, sin chuletas ni cambiazos; sin que me importen los resultados y sin dedicarle tiempo al estudio. Las matemáticas me parecen un juego. La geografía me gusta y la historia es el cuento que descubro en la imaginación y en películas emitidas en aquella vieja tele en blanco y negro que los años transforman en color. Crezco natural, alto y ancho. Suspendo, sin aditivos; y sin desaliento, repito el curso que presume su falsa orientación universitaria. Pero algo no cambia durante ese trayecto. Me gusta imaginar que voy por libre y que el resto haga lo que guste hacer mientras sus intenciones no entren en conflicto con las mías, o traten de imponerse coaccionando, amenazando o empleando la fuerza bruta. Acaso ¿no sería hipócrita querer imponer a otros lo que no quiero impuesto para mí?


Hay mezcla de rebeldía, ceguera y capricho infantil en mi manera de interpretarme entonces, quizá intuya que algún día Voltaire me habla de la intolerancia y Stuart Mill de la libertad. Veo a Chaplin caminar a contracorriente en Tiempos modernos (Modern Times, 1936), en lucha con el maquinismo que intenta devorarle y huyendo de la deshumanización que se impone para hacernos herramientas, números y realidades no pensantes e insensibles. Por entonces no reparo en esa faceta humanista de Charlot, disfruto El señor de las moscas e ignoro si Ende miente. Cierro su historia antes de comprobar si tiene fin, y todavía no tengo noticias de Gurb ni de Cándido ni de quien escribe que <<la única parte de la conducta de alguien por la que se le puede reclamar en sociedad es la que concierne a otros. En aquella parte que le concierne solo a él, su independencia es, por derecho, absoluta. El individuo es soberano sobre sí mismo, su cuerpo y su mente>>.* De todo esto sé tiempo después. Y aunque las quiero ciertas, dudo de las palabras del liberal inglés. Sospecho que su afirmación no puede abandonar la idea y alcanzar el hecho debido a las cadenas visibles e invisibles que imposibilitan al individuo ser <<soberano sobre sí mismo, su cuerpo y su mente>>. No sé, pero no creo oportuno reflexionar ahora sobre aquella infancia y adolescencia ni acerca de la sana costumbre de mandar a paseo cuanto me suene a imposición.


Todavía hoy sigo rechazando el “sonido” que se impone, sea escrito u oral. Hay algo en ciertos tonos de voz y de escritura que delatan intolerancia y apuntan mandato. Suelen ser sentencias poderosas, vibrantes de timbre, censuradoras, sin explicaciones ni razones que acompañen sus exclamaciones y absolutos, sus qué y qué no se puede decir, pensar o hacer. Dudo que una voz así sea peligrosa —el verdadero peligro suele permanecer oculto y en silencio hasta que nos cae encima o cuando a esa voz se une un coro de intolerancia y cantan irracionalidad y sinrazón— o que tenga más motivación que la necesidad de intervenir para imponerse o desprenderse de su sensación de inferioridad, quizá sientan unas ganas locas de recibir palmadas a costa de otros, pero cualquiera de estas suposiciones ya es especular y no me interesa, ni tampoco pretendo analizar los oscuros motivos que encierra los diferentes tipos de censura. De esto se han encargado otros, y de forma brillante. Pienso en Orwell, en su granja y aquel 1948 que llamó 1984, en la lucidez que reflexiona y relaciona el lenguaje, la historia, su adulteración, el pensamiento, su control y la censura. De él y de más aprendí que no hay que censurar las palabras chillonas, basta con no imitarlas ni caer en su necedad de acallar o avasallar opiniones que disientan, sino alentarlas. Todavía imagino a Totò, a Charlot y a mi tío Hulot, en aquella vieja cafetería donde jugábamos al tute, mientras bebíamos aquel café “de pota” que alargamos para pasar la tarde entera en la que alentábamos a las ideas a que floreciesen sin miedo. Gusten, disgusten, acierten o yerren como las propias —intervino una de las chicas que acababa de entrar, justo en el momento en el genial vagabundo robaba dos panecillos de la mesa de al lado—, las ideas tienen derecho a su imperfección, sujetas como están a la tragicómica y necesaria falibilidad humana. Cierto, pensé, todas ellas son legítimas, como tan legitimo es que dialoguen entre ellas, rivalicen, se enfaden con otras y consigo mismas, se disculpen, vuelvan sobre ellas, se complementen o se echen por tierra, si otras convencen con sus argumentos, no con letras, puños y voces censoras…


*John Stuart Mill: “De la libertad”

martes, 21 de junio de 2022

Pompoko (1994)


La deforestación de su espacio vital les condena, la abuela y el viejo monje lo saben y así se lo hacen saber al resto de mapaches, a quienes entrenan mientras estudian a sus agresores y aguardan la llegada de los maestros de la transformación. El llamado desarrollo humano se produce a costa de su hábitat y, ante tal amenaza, deciden defenderse. Algún Tanuki opta por la vía pacífica, otros por la acción violenta e incluso habrá quien acabará buscando refugio en la religión; pero en los tres casos resulta insuficiente para frenar la realidad que hace peligrar su modo de vida. Hasta entonces, los mapaches habían vivido tranquilos, salvo conflictos y disputas entre ellos, como la espectacular batalla territorial al inicio del film, entre otros conflictos que les acerca a los humanos; pues, en ciertos aspectos, asumen un comportamiento similar, ¿o es a la inversa? Como en la colonización de un territorio, los humanos llegan y llegan sin que los mapaches puedan frenar su avance, de modo que asumen estudiarlos y entrenar plenamente su capacidad de transformación, la que igual les permite pasar por un hombre, una mujer, una figura sagrada o por una piedra, y a Isao Takahata le posibilita acercarse a la mitología que asoma en las imágenes de este entretenido y combativo film de Studio Ghibli, el primero del estudio que empleaba imágenes generadas por ordenador.



Visual, desenfadada y fantasiosa, Pompoko (Hensei Tanuki Gassen Ponpoko, 1994) es una gozada animada en la que Takahata aboga por el equilibrio natural rebosando vitalidad y folclore, que son dos características de sus protagonistas mapaches. Salidos de la mitología popular japonesa, como los zorros Kitsune, los Tanuki ni son humanos ni ecologistas, aunque se verán obligados a pasar por ambos para proteger su hábitat de la deforestación que avanza con el desarrollo de un plan urbanístico nunca visto hasta entonces en Japón. Para hablar de esta megaurbanización, Takahata emplea humor y fantasía, aunque no bromea con los hechos de una realidad que transforma en fabula al conceder el protagonismo exclusivo a los mapaches de Tama, cuyos avatares para salvar su montaña de la destrucción humana es la lucha por su cotidianidad y, avanzado el metraje, por sus vidas.



Al tiempo que divierte, Pompoko toma partido y asume un discurso ecologista a pro del equilibrio entre naturaleza y civilización. Sin embargo, poco a poco, tal equilibrio se antoja imposible, incluso para los alegres protagonistas que asumen su entrenamiento y sus misiones con entusiasmo, aunque a veces sientan decepción con los resultados que obtienen. Su reto que se presenta ante ellos más que difícil, es imposible. Pero la desilusión que esta idea pueda generarles poco les dura, ya que su sustancia está hecha de ilusión y de ganas de disfrutar la vida. Así que no se rinden, ni pierden su fantasía, aunque vayan perdiendo el bosque que habitan y las pequeñas aldeas que merodeaban desaparezcan con la llegada de maquinaria y la erección de los primeros edificios. Su lucha contra el desarrollo es uno de los puntos de interés de Takahata, pero no es ahí donde el cineasta ve la heroicidad que atribuye a sus héroes. La encuentra en su simpatía, en su deseo de libertad, en su amor por la vida y su manera de saborearla: sin prisas, sin ser esclavos del ritmo mercantil que marca el compás de la cotidianidad humana. Al contrario que la humana, la comunidad mapache no ha perdido la ilusión de disfrutar cada jornada, lo cual la humaniza respecto a los hombres y mujeres cuyas vidas atrapadas en el mercantilismo les esclaviza y deshumaniza. Y esa deshumanización preocupa a Takahata, que mira con ternura a sus criaturas, quizá le gustaría ser una de ellas, quizá fuese un Tanuki libre y juguetón que luchaba con sus películas animadas contra la pérdida de humanidad que muestra en sus mapaches, en sus contradicciones y en sus relaciones, más que en su antropomorfismo o en su capacidad para transformarse en personas y actuar como tales, pero deseando ser los espíritus libres y despreocupados que gozan su existencia.




lunes, 20 de junio de 2022

Julio Camba, periodista de mundo


Vilanova de Arousa vio nacer a Julio Camba, pero tampoco vayan a creer que la localidad pontevedresa prestó demasiada atención a su alumbramiento aquel lluvioso martes 16 de diciembre de 1884. Para el pueblo, con su cacique, su maestro, su comadrona, su tonto y su listo, que solían ser el mismo iluso, sus casas, su iglesia, su atrio, su fuente y su mar dormido, que apenas despertaba para susurrar su ir y venir y su volver a caer rendido, aquel nacimiento no difería del de cualquier hijo de vecina y vecino, pues entonces se necesitaba a ambos para convencer a la cigüeña, ni merecía la atención del cura, ocupado como estaba en investigar el cepillo y en preparar la natividad anunciada para la semana siguiente. Si aún fuera de otro pueblo, trajese el tan necesitado pan encima y debajo de una carreta o si su madre no hubiese delatado su llegada barriga en grito, ni su padre presumiese su próxima paternidad al único viento del lugar, conocido como correveidile, la venida al mundo del pequeño Julio podría haber sorprendido y ser declarada fiesta local. Pero, no. Después de nueve meses anunciando su cada vez más cercano estreno, los primeros llantos de aquel bebé Camba no resultaban más curiosos que los lloros del resto de vecinos. Mas cuanto se equivocaron las piedras de Vilanova en su indiferencia. No era la primera vez que la villa marinera cometía un error de apreciación. Sin ir más lejos, pues parecía que siempre estaba allí al lado, el agua salada que bañaba las playa do Terrón y la de As Sinas recordaba al pueblo que ya Valle-Inclán había salido diferente. Las suaves ondas marinas lo evocaban cuando de niño pisaba su larga barba blanca. La pisaba con tanta frecuencia que aprendió a recogerla con la sabiduría de quien gustaba lucirla con bohemia, la que se le reconoce de adulto. Pero Camba no era el autor de El ruedo ibérico ni podría presumir del esperpento de su paisano. Más bien era alguien dispuesto a recorrer miles de rúas, calles, bulevares, streets, strassen para conocer a gentes de varios lares y entrar en restaurantes donde, según fuese cocina inglesa, francesa o alemana, verse en la obligación de comer o darse gusto culinario. Puede ser que su afición al viaje se debiera a que en España, recuerda, no se comía. De cualquier forma, acabó convirtiéndose en un viajero y en un hombre de mundo; aunque ya era ambos incluso antes de salir de casa, según algunas lenguas, a sus trece años cuando paseó Buenos Aires. Si se dejó caer por allí después de subir a un barco o si viajó sin prisa y en diligencia, como había hecho hasta Cambados, no lo sabemos. Después de andar por las cercanías de su pueblo natal se decidió a ir un poco más allá y, sin saber muy bien cómo, se convirtió en un periodista original que prefería las camas francesas a las inglesas, solo aptas para dormir y para abandonarlas tan pronto se produjese el despertar, y a quien le gustaba tanto el vestir bien como el buen comer. Viviese en Madrid, Estambul, Londres, París, Berlín o Nueva York, su personal interpretación de la realidad que observaba y el periodismo que practicaba hicieron de él uno de los más reconocidos y admirados de la profesión. En su escritura combinaba hechos, actualidad, reflexión, ironía y humor, lo cual daba una novedosa mezcla que llamó la atención y abría un nuevo camino para el periodismo y el humorismo que lo conecta con los miembros de la otra generación del 27, quienes reconocieron en Camba a una de sus influencias inmediatas; las otras: Wenceslao Fernández Flórez y Ramón González de la Serna.



domingo, 19 de junio de 2022

El borracho (1962)


En la línea realista que asumirá en sus primeros largometrajes —Los farsantes (1963) y Young Sánchez (1964)—, Mario Camus realiza en El borracho (1962) su proyecto de fin de carrera en la Escuela Oficial de Cine. El resultado es un ejercicio narrativo preciso y austero, acorde con el espacio marginal donde la amistad entre dos hombres se ve condicionada por el alcoholismo de uno de ellos, una adicción que también afecta a la vida familiar y matrimonial de quien no bebe, ya que el amigo borracho vive con el matrimonio, y sus dos hijos, y su presencia etílica genera conflicto en la pareja. Al igual que el cortometraje El último trago (1937), en el que Pedro Puche parte de una intención didáctica que deriva en una comicidad que bordea el absurdo y el surrealismo, el film de Camus expone algunas consecuencias del alcoholismo, y no solo en quien bebe, sino en cómo afecta a sus relaciones; aunque el tema del alcoholismo es secundario en el film. Su borracho, interpretado por Sergio Mendizabal, es un personaje más dentro de un entorno de miseria, quizá por ello se dedique a beber, sin ser consciente de que su estado afecta a otros, puesto que las consecuencias de sus excesos también las sufre el matrimonio (Esmeralda Adam García y Felipe Martín Puertas) que le acoge. Pero, sobre todo, Camus expone la que podría ser la cotidianidad de la pareja (e hijos) en un espacio desesperanzado, marginal, de una barriada de gran ciudad —con la sombra de las grandes construcciones de viviendas acercándose—, sin agua corriente en las casas, sin aceras, sin asfalto en la calle donde se levantan hogares fríos en invierno y cálidos en el verano, hogares donde la carestía y otras condiciones extremas formarían parte del día a día de la pareja, mismamente del borracho. Posiblemente, empine el codo para olvidar su precaria condición de vida, en una actitud opuesta a la de Daniel, sacrificado incluso cuando en su descanso debe acudir al bar a recoger a su amigo cuando ya nadie soporta su embriaguez; sacrificio que también asume la mujer en su cotidianidad hogareña. Ella se queja, no sin motivos —es quien a diario limpia el vómito del invitado—, de la situación que le genera el etílico inquilino que, finalmente, toma una decisión que desvela un gesto de amistad: el tema que más interesa a Camus en su trabajo final en la Escuela de Cine.




sábado, 18 de junio de 2022

Delibes y la identidad lectora


<<Una mujer como ella podría haberse desenvuelto bien en cualquier actividad que requiriese imaginación, ritmo y sentido de la armonía. Pero odiaba la rutina, y fue inconstante en sus estudios; un día se cansó y dejó la carrera a la mitad. Alguien me atribuyó un papel en esta decisión, pero no es cierto. A ella le aburrían los libros de texto; desde niña le aburrieron. En este terreno se movía un poco en la quimera. Amaba el libro, pero el libro espontáneamente elegido. Ella entendía que el vicio o la virtud de leer dependían del primer libro. Aquel que llegaba a interesarse por un libro se convertía inevitablemente en esclavo de la lectura. Un libro te remitía a otro libro, un autor a otro autor, porque, en contra de lo que solía decirse, los libros nunca te resolvían problemas sino que te los creaban, de modo que la curiosidad del lector siempre quedaba insatisfecha. Y, al apelar a otros títulos, iniciabas una cadena que ya no podía concluir sino con la muerte. Sentía avidez por la letra impresa. Y me la contagió. Fue ella la que me aproximó a los libros, a ciertos libros y a ciertos autores. En realidad, me abrió las puertas de ese mundo>>*



El fragmento pertenece a Miguel Delibes y su Señora de rojo sobre fondo gris, un bello y nostálgico canto a la mujer amada ausente, fallecida y eternamente viva en las imágenes evocadas por el escritor-narrador que la describe a una hija (y a los lectores) cuya estancia en la cárcel, debido a su participación en protestas en el tardofranquismo, le impide estar al lado de la madre: la mujer retratada en líneas de amor, admiración, idealización, culpabilidad de haberla sobrevivido y perdido, y dolor por la ausencia y por la distancia insalvable entre la vida y la muerte. Las paginas se suceden con una brillante fluidez descriptiva que corrobora la magistral narrativa del escritor vallisoletano, pero me interesa el fragmento arriba escrito porque habla de libros y de un tipo de lectora. Pero ¿cuántos tipos de lectores existen? ¿Tantos como libros? ¿Tantos como personas que abren un libro y en él encuentran o no lo que buscan? Carezco de otra respuesta que no sea la de que a veces el patrón lector se repite, cuando la identidad lectora no se ha desarrollado todavía o cuando la determinan fuerzas ajenas al propio lector. En ese punto se establece una diferencia entre quien consume superventas, quizá ventas programadas por el negocio editorial, con matices, el orientador del estado lector inicial, común a todos, y quien ya transita por literaturas menos comerciales, minoritarias, aunque sean leídas por multitudes cuya elección ya tiene que ver con el carácter lector formado, el que ha superado el dictado mercantil y modal y el que se adentra por un espacio de inquietudes y búsquedas personales, ya liberado. Y ahí, siempre en constante búsqueda, cualquiera puede inventar y desarrollar la identidad lectora que le aproxima a <<ciertos libros y a ciertos autores>>, <<en una cadena que ya no podrá concluir sino con la muerte>>, una identidad que es válida para sí misma, pero que no se puede prestar a otras identidades, pues estas ya poseen la propia; aunque sí pueden intimar, simpatizar, compartir, discutir o verse reflejadas las unas en las otras...



*Delibes, Miguel: Señora de rojo sobre fondo gris. Austral, Ediciones Destino, 1991, 2009, 2021.

viernes, 17 de junio de 2022

Los amores de una rubia (1965)


En la cotidianidad hay humor y amargura, también en los primeros largometrajes de Miloš Forman hay ambas, pues, más allá de su ficción, hoy, aquellas películas rodadas por un joven iluso y rebelde, que daba sus primeros pasos por el cine en su país natal, son un documento de la historia cotidiana de su época, de jóvenes en busca de su libertad individual, de su país y del nuevo cine checoslovaco que surgió de la necesidad de expresarse en la distancia del realismo socialista oficial. Como otros cineastas formados en la FAMU a principios de la década de 1960 —Verá Chytilová, Jiri Menzel o Jan Némec—, Forman sorprendió por su desparpajo y su intención de romper con las formas y la ideología del cine checoslovaco previo a su irrupción. Por aquellos primeros años profesionales, el realizador de Amadeus (1984) encontró en Ivan Passer, compañero en la Escuela de Cine, a un colaborador fundamental en su primera etapa, la que abarca desde el documental Kdyby ty muziky nebyly (1964) hasta ¡Al fuego, bomberos! (Horí, má panenko, 1967). Entremedias, colaboraron en otras tres películas, siendo una de ellas Los amores de una rubia (Lásky jedné plavovlásky, 1965), en cuyo guion también participaron Jaroslav Papoušek y Václav Šašek. En ella, Forman mezcla el naturalismo de los espacios fotografiados por Miroslav Ondriček —el salón de baile, la fábrica o el hogar de los padres de Milda— y el tono cómico de situaciones que, de tan comunes, resultan absurdas al observarlas dentro de la cotidianidad detallada cual hecho inusual; por ejemplo el intento fallido de ligoteo de los tres soldados en el baile o la totalidad de la estancia de Andula (Hana Brejchová) en la casa de los padres de Milda, donde tanto el padre (Josef Sebánek) del muchacho a quien busca —y a quien ha idealizado tras una noche juntos— como ella se duermen sobre la mesa ante la perorata de la madre (Milada Jezková), preocupada por el qué dirán los vecinos si se enteran de que una joven desconocida se presente maleta en mano buscando a su hijo. La película relata cotidianidad y en ella apunta un distanciamiento entre la generación de los jóvenes y la de los padres, así como el proteccionismo o control adulto —la actitud paternal del jefe de la fábrica o el tradicionalismo en el discurso de la profesora— y la necesidad de la protagonista de liberarse y tomar las riendas de su vida, aunque nada salga como espera y sus amores ya sean recuerdos e ilusiones rotas. Los amores de una rubia anuncia algunas de las situaciones de ¡Al fuego, bomberos!, el siguiente largometraje de ficción de Forman y el último realizado en su país. Poco después abandonaba Checoslovaquia, país que había vivido el deshielo político que permitió a los artistas alejarse del realismo socialista y abordar la realidad desde perspectivas más libres y personales, influenciadas por otros cines europeos y por escritores checoslovacos como Hrabal, Kundera o Kafka, ya más lejano en el tiempo. Pero poco duraría el espejismo de libertad, ya que en el verano de 1968, decenas de miles de soldados soviéticos y más de dos mil tanques fueron enviados a Checoslovaquia para restablecer el orden soviético.




jueves, 16 de junio de 2022

El soldadito (1960)


A diferencia del neorrealismo y del cine político italiano posterior —el practicado con mayor o menor asiduidad por Francesco Rosi, Gillo Pontecorvo, Giuliano Montaldo, Elio Petri, Marco Bellocchio o mismamente Pier Paolo Pasolini—, del nuevo cine polaco, de Andrzej Wajda al primer Krzysztof Kieslowski, pasando por Jerzy Kawalerowicz y Krzysztof Zanussi, o de sus contemporáneos británicos del free cinema —aunque estos no ponían en duda el sistema, solo apuntaban de modo conservador cierto desencanto social—, la nouvelle vague no abordó (o no solía hacerlo) en sus películas problemas políticos ni sociales de su tiempo, como pudo ser la descolonización argelina, la inestabilidad de la zona, los abusos, la insurrección, la respuesta reaccionaria, el terrorismo, el conflicto bélico, eufemísticamente llamado pacificación, y fin del imperio. Quizá esta falta de interés contemporáneo se debiese a que no contaron con escritores del talante combativo de Ugo Pirro, Franco Solinas o Jorge Semprún, que sí colaboró con Alain Resnais —en La guerra ha terminado (La guerre est finie, 1966)—, excepcional cineasta que desde el inicio de su carrera, en sus cortometrajes documentales, mostró compromiso con la memoria histórica, o con Costa-Gavras, quien también trabajó junto Solinas; o sencillamente porque lo suyo no era la política, aunque años después, Godard quisiera evidenciar lo contrario a partir de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965) y sus trabajos en el grupo Vertov. Pero en 1960, con el conflicto argelino en su apogeo, el cine de la nouvelle vague se miraba a sí mismo buscando el asentamiento definitivo de sus miembros en el panorama cinematográfico. Y lo consiguieron de manera sobrada.



Los problemas coloniales, aparte de tema tabú para el gobierno, quedaban lejanos y podían asomar de fondo, por ejemplo el soldado destinado a Argelia en Cleo de 5 a 7 (Agnès Varda, 1961) o, a lo sumo, como la excusa que permitió a Godard desarrollar un film como El soldadito (Le petit soldat, 1960), en la que apuntaba una lucha en la sombra entre el FLN argelino y el servicio secreto francés, aunque no profundizó más allá de la anécdota y de indicar la presencia de esa guerra sucia entre Estado y rebeldes (salvando las distancias, constatación similar a la de la saga 007 respecto a la guerra fría). Lo cierto es que la guerra de Argelia fue poco menos que acallada en Francia —Bertrand Tavernier apunta este mutismo en su documental La guerra sin nombre (La guerre sans nom, 1992)—, donde salvo algún movimiento estudiantil de protesta o la intervención de intelectuales de izquierdas, como Albert Camus, que había nacido en Argelia e intentó una vía de negociación entre las partes beligerantes, la mayoría no levantó la voz o se desinteresó por el conflicto que se estaba produciendo en la colonia. Resumiendo, se podría decir que una parte de la opinión pública cerró los ojos y otra vivió la guerra en la distancia, aunque había quien apoyaba y quien rechazaba la intervención, y que la versión oficial silenció hechos como, por ejemplo, la “masacre de Paris”, en 1961, donde la policía cargó contra los manifestantes que participaban en una manifestación pacífica convocada por el FNL —todavía se desconoce el número exacto de fallecidos; según las fuentes entre 70 y 200, alguna apunta un número mayor–-, en protesta del toque de queda establecido para la población argelina que vivía en la región.



Las jóvenes figuras cahieristas querían comerse el mundo cinematográfico y asumieron rebeldía fílmica y de evasión, homenajeando a sus deidades del celuloide y dándose palmadas entre ellos. Era su legítima elección, igual que la opción de mayor compromiso fue la de otros miembros de su generación. Los objetivos e intereses de estos cineastas de la nouvelle vague, salidos de la redacción de Cahiers —dudo a la hora de incluir en el mismo saco a Agnès Varda, Alain Resnais o Chris Marker, más comprometidos que sus colegas cahieristas— iba por otros derroteros que el cine político o de denuncia, un tipo de cine que, salvo excepciones, tampoco habían practicado los cineastas franceses de posguerra. Los Godard, Truffaut, Rohmer y compañía eran mitómanos, apasionados y arribistas cinematográficos, no intelectuales comprometidos —un compromiso que no implica adherirse a la ideología de este o de aquel partido, sino, como ciudadanos, asumir las responsabilidades sociales que estén a su alcance. Su cine solo estaba comprometido con ellos mismos, con sus metas profesionales, y la situación argelina estaba fuera de su punto de mira; aunque la aburrida y repetitiva El soldadito apunte lo contrario —mostrar dos planos de una chica leyendo a Mao o a Lenin o el monólogo del protagonista no implican profundizar en la situación apuntada pero no desarrollada. Por otra parte, una película solo es una película y ninguna va a cambiar el mundo; no obstante, por no realizar un film de denuncia, el cineasta sufrió duras críticas por parte de la izquierda; injustas, en todo caso, pues estaba en su derecho de hacer su cine. Y en aquel momento de su juventud, Godard se decantaba por tomar el cine de género, en este caso el de espías, y hacerlo suyo; no obstante la jugada no le sale tan bien como en su mitificado debut con el cine negro en la también paródica Al final de la escapada (Á bout de souffle, 1959); seguiría con este juego suyo en las posteriores Los carabineros (Les carabiniers, 1963) y el bélico o Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1966) y la ciencia-ficción.


Ambientada en Suiza, se centra en Bruno (Michel Subor), un ex-soldado que recibe la misión de asesinar a un líder argelino; pero, cada vez que lo intenta, existe algún obstáculo que se lo impide. Entremedias se produce su encuentro con Veronica Dreyer (Anna Karina) —nombre que remite a “el verano” de Bergman y a Dreyer— e inevitablemente la cámara del realizador francosuizo siente atracción hacia la actriz, dejando que su interés recaiga en su movimientos, en la voz en off de Bruno y en frases que pretenden pasar por absolutos, pero cuyo absolutismo no supera un primer filtro de puesta en duda. Mientras la fotografía, Bruno le dice: <<cuando se fotografía una cara se fotografía el alma que hay detrás>> <<Y el cine son veinticuatro verdades por segundo>>. ¿Y por qué no 24 mentiras o medias verdades? ¿Y la fotografía? ¿Quien no ha falseado o preparado un instante para hacer pasar por real un momento o una emoción inexistentes? La intención del cineasta apunta alto en estos instantes, asumiendo que verdad y mentira son lo mismo. También apunta su desinterés en profundizar en el estado emocional de sus protagonistas, que solo son estampas; de hecho el interpretado por Anna Karina parece solo existir en el físico que le presta la actriz, lo que genera la sensación de contemplar un maniquí más que un carácter, un cuerpo que está ahí para la fotografía que no refleja el alma que hay detrás del personaje. Si ella parece carecer de existencia, tan inexistente o más resulta el personaje de Michel Subor, por mucho que sufra la tortura de sus captores (de hecho, en ningún momento parece padecerla) o se eternice con un discurso/monólogo memorizado (por el que habla el cineasta). Es un estereotipo cuya rigidez emocional resulta cansina incluso cuando se encuentra en las situaciones que se suponen emocionalmente intensas y tensas. Esto a Godard le resulta indiferente, prefiere profundizar en las formas, apuntar ciertos gustos propios y continuar desarrollando un estilo cinematográfico que a esas alturas empezaba a ser reconocido más allá de la presencia de Karina. Lo era por las formas que ya había experimentado en su primer largometraje: la fotografía de Raoul Coutard, el uso del montaje discontinuo, primeros planos de los personajes, realismo de los escenarios urbanos, caricatura de los protagonistas y la intención “auroral” de trascender el cine tomando del cine para, en ocasiones, crear momentos cinematográficos ya míticos como Banda aparte (Banda àpart, 1964) o Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962), aunque no en el caso de El soldadito.




miércoles, 15 de junio de 2022

Nietzsche: “posibles” e “imposibles”


Una de las cuestiones a valorar de la obra de Nietzsche es su franqueza a la hora de expresar sus gustos y sus disgustos, con los que se puede estar o no de acuerdo. También es cierto que, como pensador, tenía su pensamiento en alta estima, aunque en esto no difiere de las grandes mentes que le precedieron (y otras que le siguieron), algunas de las cuales aparecen citadas entre sus “imposibles” en El crepúsculo de los ídolos, o quizá mejor decir entre sus insoportables. Pero lo cierto es que cualquier pensamiento nace amenazado por su falibilidad en su confrontación con los diferentes aspectos prácticos de la propia existencia de quienes los piensan, más si cabe cuando tratamos de generalizarlos y se descubre la trampa o su imperfección —vanamente, intentamos justificar o ajustar la explicación o, si la evidencia es tal, nada podemos hacer salvo descartar o replantear las ideas a las que habíamos dado validez teórica. No obstante, y esto sí es una verdad incuestionable —sin ir más lejos, se demuestra cuando se intenta rebatir más allá de la negación simple—, las ideas resultan fundamentales para establecer puntos de partida y de contacto que dialoguen, duden, rebatan o amplíen los pensamientos anteriores y abran nuevas vías que transitar, aunque esto implique echar abajo “ídolos”. Nietzsche lo hizo, con cabeza (que no a cabezazos), y por eso es una de las grandes mentes pensantes de la historia y de la cultura que también fueron desarrollando Seneca, Rousseau, Schiller, Dante, Kant, Victor Hugo, Liszt, George Sand, Michelet, Carlyle, Stuart Mill o Zola, entre otros “imposibles” del autor de Así habló Zarathustra.


No obstante, quien escribe de Rousseau <<ese primer hombre moderno, idealista y “canaille” en una sola persona; que tenía necesidad de la “dignidad” moral para soportar su propio aspecto; enfermo de una vanidad desenfrenada y de un autodesprecio desenfrenado>>, no duda en mostrar su admiración por Dostoievski, a quien define como <<uno de los más bellos golpes de suerte de mi vida, aún más que el descubrimiento de Stendhal>>, corroborando de este modo que también el autor de La cartuja de Parma era uno de sus “posibles”. Aunque, quizá, a quien tenía en mayor estima fuese a Goethe, a quien sitúa a un nivel supranacional: <<un acontecimiento no alemán, sino un acontecimiento europeo: un intento grandioso de superar el siglo XVIII mediante una vuelta a la naturaleza, mediante un ascenso hasta la naturalidad del Renacimiento, una especie de autosuperación por parte de aquel siglo>>. A continuación, explica que <<Goethe llevaba dentro de sí los instintos más fuertes de él: la sentimentalidad, la idolatría de la naturaleza, el carácter antihistórico, idealista, irreal y revolucionario (este último es solo una forma del carácter irreal)>>. La definición habla de un carácter romántico, no en vano Goethe es el máximo ejemplo del Romanticismo alemán del XVIII, aunque para el responsable de Más allá del bien y del mal <<fue un realista convencido>>, y estaba influenciado por las nuevas formas de Rousseau —más subjetivas y libres—, aunque, de dar validez a la afirmación de Nietzsche respecto al autor de Fausto, se podría decir que fue ejemplo magistral de sus  “posibles” y del Romanticismo europeo dieciochesco.


Entrecomillado: El crepúsculo de los ídolos (traducción Andrés Sánchez Pascual). Alianza Editorial, Madrid, 2013.