El autor de El Lazarillo de Tormes hace un repaso a la sociedad de la época. La describe con desparpajo, ironía crítica y conocimiento de su entorno. No cabe duda de su nivel cultural elevado, ni de que conozca la épica homérica, los clásicos latinos, el humanismo de Erasmo y quizá la obra de Rabelais. Su pensamiento humanista y su educación literaria son evidentes. En su escritura hay modernidad y esta reside en la habilidad narrativa con la que rompe con la superficialidad y se centra en el asunto a tratar, con realismo y humor directo e irónico, de tal modo que la sociedad castellana queda retratada y hasta el más pintado estamento social asoma por La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades despojado de adornos que favorezcan su conjunto. Las memorias de Lázaro, nacido en el río Tormes e hijo de padre condenado y de madre amante de un morisco, y ya de adulto, marido de una mujer que lo cornea con un arcipreste, provocaron una reacción airada en la conservadora y clerical España de mediados del siglo XVI, que prohibió la novela —la Inquisición y la Contrarreforma llevada a cabo por Felipe II se encargaron de ello—, pero no pudo evitar que fuese admirada por quienes continuaron leyéndola clandestinamente y vieron en ella algo más que un ataque anticlerical y a la hipocresía imperante en la sociedad de entonces. Estos leyeron una sátira novedosa y viva, llena de gracia y de situaciones donde el ingenio no es rasgo de heroicidad, sino consecuencia directa de la necesidad y de la supervivencia en la escuela de la vida que obliga a Lázaro a vivir en constante evolución y desarrollo de sus habilidades y de su pensamiento.
La fortuna llevó al Lázarillo a ser editada en Burgos, Amberes y Alcalá de Henares en 1554 —al año siguiente se editó la segunda parte—, en tres ediciones en las que se omiten el nombre del autor, quien quizá decidiese permanecer en el anonimato por temor a represalias o simplemente porque su nombre en la obra no era ni prioritario ni importante para él. Pero, aparte de su valiente y novedoso realismo crítico y social, la narración destaca por su condición seminal de la picaresca literaria castellana, marcando el rumbo en un tipo de novela que, desde entonces, se ha considerado de raigambre española, aunque pícaros los hubo y los hay en cualquier lugar y de cualquier nacionalidad. En sus páginas, el héroe se transforma en el antihéroe que cuenta sus avatares y su aprendizaje. También es un personaje que abandona la condición social aristocrática o fantasiosa de obras literarias previas y abraza el origen popular en su versión más marginal. Así nace un nuevo personaje, que se convierte en un superviviente, fruto de la sociedad en la que aprende a engañar y que le obliga a engañar en su lucha por la vida, para medrar un mínimo que nunca alcanza para alejarle de su condición de desheredado.
Narrada en primera persona, la novela se inicia con la presentación de Lázaro, lo mismo hace César Fernández Ardavín en la adaptación cinematográfica de la obra literaria que filmó en 1959 —en 1925, Florián Rey había realizado una versión muda—, en la que apunta cuatro tratados —ciego, clérigo, escudero y buldero— en los que el protagonista todavía es un niño (Marco Paleotti) en pleno aprendizaje. Su servicio al invidente (Carlos Casaravilla) inicia la educación informal del protagonista, la única posible para alguien de su condición y de un entorno marginal que se amplía al recorrer tierras salmantinas y toledanas donde la mentira, la hipocresía y su estómago vacío marcan el rumbo a seguir por el pícaro, que cambia de amo por motivos de supervivencia. Todos ellos resultan la imagen opuesta a la externa que proyectan en público. El engaño es fuente de riqueza para el ciego y el buldero (Memmo Carentenuto), y sirve de disfraz ilusorio para que el pobre escudero (Juanjo Menéndez) continúe soñando honor e hidalguía, de la que se desviste en la casa fría y gris donde amo y señor comparten hambre. El clérigo (Carlo Pisacane) también le hace pasar hambre: guarda bajo llave los alimentos que acumula con avaricia proporcional a la astucia del imberbe tunante, que se las ingenia para saciar su hambre pasando por roedor. El tránsito del Lázaro cinematográfico pretende fidelidad al texto, pero no por expresar frases escritas o detallar momentos lo logra. Si bien tiene sus momentos, la película de Ardavin carece del espíritu de la novela o, dicho de otro modo, carece de la crítica y la sátira al orden establecido —cierto es que en pleno franquismo resultaría complicado evidenciar y burlarse del presente, en ciertos aspectos no muy distinto del pasado descrito—, lo que le resta viveza y mordiente, elimina la picaresca, la ironía, la constante movilidad y cuanto confiere atemporalidad a la obra literaria.
Una obra maestra, no cabe duda que hay que volver a leer a los clásicos para avanzar como sociedad.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. Aparte de instantes inolvidables y de la complicidad generada por una espléndida lectura, los clásicos siempre nos ofrecen algo sobre lo que reflexionar, quizá porque hablan de aspectos que no caducan, que son humanos y sociales, y que nos pueden hacer ver cuestiones que se nos escapan en el día a día, de nosotros mismos y de nuestro presente.
EliminarComo bien apuntas, esta adaptación de la célebre novela picaresca se conforma con recrear amablemente el trasfondo histórico ante la imposibilidad de ahondar en el mensaje corrosivo de la obra.
ResponderEliminarSaludos.
Ciertamente, seria muy difícil y muy arriesgado asumir una postura tan corrosiva como la del autor del “Lazarillo” en una época como la de la dictadura. Como bien dices, recrea amablemente y ahí se queda o ahí se ve obligada a quedarse.
EliminarSaludos.