martes, 7 de junio de 2022

Paseo por el cine y el doblaje


Al principio, todo era oscuridad, así que nadie vio quien colocó aquella sábana blanca. Luego hízose la luz y se vio la sombra, las cáscaras de los cacahuetes en el suelo, un proyector y alguien cansado y oculto detrás, dándole a la manivela, y el público que por primera, segunda y tercera vez decía “ohhh” ante el movimiento de imágenes que serían admiradas en barracas de ferias y de exposiciones que se crearon más tarde o un poco antes, según la versión de la historia que se consulte. Pero todas coinciden en que verse arrollado por una locomotora o esperar la salida de la obrera o del obrero de la fábrica era algo habitual en el mundo de ayer. Aquellos segundos, proyectados en una pantalla que había dejado de estar en blanco, no precisaban más explicación, pero luego llegaron Alice Guy, Georges Méliès, Ferdinand Zecca, Segundo de Chomón, Edwin S. Porter y otros magos del celuloide que complicaron el asunto hasta tal extremo, que los cines de medio mundo se vieron obligados a contratar al mismo señor de cuerpo fino cual hilo dental, vestido de negro de la cabeza a los pies y que presumía de haber trabajado en una funeraria. Decía que ejerciendo su viejo oficio, el silencio le había enseñado a leer en los labios y a escuchar allí donde nadie hablaba. Su seriedad era tal, que convenció a los empresarios. Y a partir del octavo día, su comunión con los presentes era total. Les explicaba las partes de las películas que nadie más escuchaba. Aquel día fue de felicidad. El siguiente fue de viaje a la luna, pero al décimo ese hombre desapareció, después supimos que se marchó a Rusia, que allí todavía se escucha su voz traduciendo las originales que se dejan oír por debajo de la suya. Pero en ese momento del que hablamos, nadie sabía dónde se encontraba, solo que se había ido, así, sin más, dejando boquiabiertos, ojipláticos y oidotaponados al respetable, que preguntaba con la boca abierta, con los ojos como platos y sin quitarse el tapón de cerumen de los oídos, qué decía aquel tipo sin bigote que acercaba sus labios a la mujer que asía por el talle y que le torcía el gesto en la pantalla mientras miraba cabizbaja a una margarita que estaba fuera de campo. El público se moría de curiosidad y ya se sabe: cuando la curiosidad mata, o mueres o te obliga a destaponar y agudizar el oído. Y a fuerza de poner la antena y escuchar silencios parecidos y de ver situaciones similares, cine y público aprendieron a dialogar en un idioma universal, llamado así por quienes habían estado en aquel otro planeta donde sus habitantes devoraban palomitas porque escuchar los diálogos les metía miedo, no fueran a enterarse de algo molesto. Dicho idioma, también llamado visual, el de las imágenes en movimiento y sin sonido, vivió su mayor esplendor durante la década de 1920, el mismo decenio de su ocaso, cuando el ruido y la furia de la palabra sonora lo cambiaron todo.



La industria del cine de Hollywood fue consciente; sabía que el sonido era un gran negocio, aunque también temía perder su hegemonía mundial, puesto que alguien de fuera le había dicho por signos que en muchos países no hablaban ni comprendían el hollywoodiense, idioma que incluso muchos actores y actrices tuvieron que aprender para dar el salto a la pantalla en aquel Hollywood que vivía su revolución sonora. Pero la suya fue una revolución que afectó en todas partes y obligó a buscar soluciones. Una de ellas fue el doblaje, ya que el público de otras lenguas demandaba que sus estrellas anglófonas favoritas hablasen por ejemplo el francés, el italiano o el español. Lo que nos lleva a Francia en 1928, cuando Paramount abre su sucursal parisina en los Estudios Joinville y allí ruedan versiones francesas, españolas y más de sus películas estadounidenses. Poco después, cuando la tecnología lo permite, también allí se inicia el doblaje. Por entonces no había industria (ni la hay en la actualidad) que hiciera sombra al poderío industrial de Hollywood. La francesa estaba en horas bajas, y solo pudo encogerse de hombros ante la “invasión” del producto fabricado en Hollywood. Si Francia no podía frenar la demanda de films estadounidenses, que había sido una de las grandes potencias cinematográficas durante los primeros tiempos, que se podía exigir a la industria de cine en España, una industria que apenas existía. Pero esto era común a la mayoría de países, que tuvieron que aceptar que no podían competir en igualdad de condiciones con el gigante hollywoodiense. Esa fue una de las razones del doblaje: que el sistema de los grandes estudios y las estrellas de Hollywood habían conquistado y seducido al público de otros países. Así, en varias partes de Europa y en Latinoamérica se impondría el doblaje, que se generalizó en España en los primeros años treinta, aunque el primer doblaje al castellano data de 1929. Cabe recordar que, por entonces, más del 40 % de la población española no sabía leer ni escribir, por tanto, desde un punto de vista empresarial, la versión original subtitulada o sin subtítulos era sinónimo de pérdida de dinero y Hollywood, que sabe de negocios más que de arte y ensayo, se dedicó a lo que sabe hacer.



El cine no deja de ser un negocio, como también lo son las productoras musicales o las editoriales literarias, aunque no suelo escuchar a nadie que no sepa alemán, ruso, inglés, sueco o castellano antiguo, quejarse de que hay que leer a Schiller en alemán, a Dostoyevski en ruso, a Hemingway en inglés, a Selma Lagerlöf en sueco o el Cantar de Mío Cid en castellano de finales del XII o inicio de XIII, ni que en la traducción literaria se pierde parte de la esencia original y cobra presencia la del traductor o traductora. En cuanto a que hoy continúe el doblaje es una cuestión por una parte laboral, hay todo un sector que se dedica a ello, y por otra costumbrista, la mayoría de la gente tiene la costumbre de no leer y dejaría de acudir al cine o de ver películas si tuviese que leerlas —llevaría protestas, leyes y varias generaciones cambiar esta actitud y quién predice con qué resultados. Puede que sea una cuestión de comodidad, pero esa es una realidad del consumo. Otra, apuntada por Hitchcock y otros detractores, reside en los propios subtítulos. Decían algo así como que el texto en la película desviaba la atención de la acción cinematográfica, desconectando al espectador —en ese momento lector— de la película. En cierto modo, no les faltaba motivos para creerlo así; al menos en mi caso, a veces pierdo la conexión entre la imagen, el sonido, los diálogos, la postura en el asiento y las letras —lo único junto a mi postura que todavía no es cinematográfico— que van sucediéndose en la parte baja de la pantalla.



El doblaje incluso era habitual entre los propios cineastas, y no me refiero a lo hecho por Jardiel Poncel en sus películas rancias o a Mihura y Tono en Un bigote para dos (1940). Por ejemplo, lo más sencillo hubiese sido emular la decisión de Harpo y no hablar con palabras, pero ese fue un caso excepcional, como lo fue el de Chaplin, que se negaba a hablar hasta que le tomó gusto al discurso. Ya hemos dicho que la Paramount abrió su filial europea en Francia, que es un país que gusta mucho del doblaje, y allí también se doblaron las primeras películas en español. Poco después, por 1933, se abrieron los primeros estudios de doblaje en España, donde gustó tanto que hasta se doblaron al castellano las voces de películas rodadas originalmente en la lengua romance de Castilla. Sin ir más lejos, al inicio de su carrera, allá por los años cincuenta, la voz de Emma Penella fue doblada porque creían que no era apropiada, cuando, en realidad, era parte de su encanto y de su talento —si quieren, imaginen que se hubiese doblado la voz a José Isbert. En Italia, Roberto Rossellini o Vittorio De Sica o mismamente Pier Paolo Pasolini y Federico Fellini solían emplear la grabación en estudio y después, en el montaje, ya mezclarían imágenes y diálogos, en ocasiones grabados con voces de actores y actrices que no correspondía a las de quienes asomaban en la pantalla. Este método les permitía rodar la película que ellos deseaban; era su film y su obra. Nada hay reprochable en ello, solo hay que ver los magníficos resultados para exclamar ¡Maestros!. Por otro lado, nadie con sus capacidades mentales a medio gas niega que la voz de los actores y de las actrices forman parte de sus actuaciones, ni que sus matices ni sus tonos puedan ser calcados por los dobladores, pero las circunstancias mandan y estas llevaron a que el cine dejase de ser el idioma universal que había sido en el periodo mudo. Una de las primeras explicaciones de esta pérdida de universalidad se encuentra en la Torre de Babel, donde, por culpa de la ambición de unos y otros, se armó tal alboroto que ahora tenemos más de siete mil lenguas en el mundo y, dato curioso, no todos las hablamos con fluidez, lo que implica las traducciones, los intérpretes, los diccionarios de bolsillo, las escuelas de idiomas, los subtítulos o los doblajes. La primera película doblada de la historia dicen que fue The Night Flyer, al alemán, en 1928, durante la República de Weimar y al castellano Rio Rita (Luther Reed, 1929), y la primera doblada completamente por actores y actrices españoles fue Entre la espada y la pared (Devil and the Deep, Marion Gering, 1932). A partir de entonces, el doblaje empezó a ser una herramienta asidua, aunque en España no fue de uso obligatorio hasta abril de 1941, obligatoriedad que duró hasta 1946. Durante este periodo y el que siguió, la censura franquista controlaba los doblajes de las películas, a veces, provocando incongruencias, y siempre aferrado al discurso del régimen nacionalcatólico. Lo cierto es que la historia del doblaje es muy interesante, más allá de los aspectos políticos de cada país, pues reducirlo a un asunto político, según la ideología que hable, ningunea los motivos que le dieron vida. Y no se puede olvidar a aquel señor de negro, que sospecho que a veces cambiaba o alteraba la historia, ni que el doblaje sonoro se origina como consecuencia de un avance tecnológico que implica consecuencias empresariales, culturales y sociales en la vida cotidiana, aparte de las políticas posteriores, que forman parte de la evolución e involución de la Historia.




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