La deforestación de su espacio vital les condena, la abuela y el viejo monje lo saben y así se lo hacen saber al resto de mapaches, a quienes entrenan mientras estudian a sus agresores y aguardan la llegada de los maestros de la transformación. El llamado desarrollo humano se produce a costa de su hábitat y, ante tal amenaza, deciden defenderse. Algún Tanuki opta por la vía pacífica, otros por la acción violenta e incluso habrá quien acabará buscando refugio en la religión; pero en los tres casos resulta insuficiente para frenar la realidad que hace peligrar su modo de vida. Hasta entonces, los mapaches habían vivido tranquilos, salvo conflictos y disputas entre ellos, como la espectacular batalla territorial al inicio del film, entre otros conflictos que les acerca a los humanos; pues, en ciertos aspectos, asumen un comportamiento similar, ¿o es a la inversa? Como en la colonización de un territorio, los humanos llegan y llegan sin que los mapaches puedan frenar su avance, de modo que asumen estudiarlos y entrenar plenamente su capacidad de transformación, la que igual les permite pasar por un hombre, una mujer, una figura sagrada o por una piedra, y a Isao Takahata le posibilita acercarse a la mitología que asoma en las imágenes de este entretenido y combativo film de Studio Ghibli, el primero del estudio que empleaba imágenes generadas por ordenador.
Visual, desenfadada y fantasiosa, Pompoko (Hensei Tanuki Gassen Ponpoko, 1994) es una gozada animada en la que Takahata aboga por el equilibrio natural rebosando vitalidad y folclore, que son dos características de sus protagonistas mapaches. Salidos de la mitología popular japonesa, como los zorros Kitsune, los Tanuki ni son humanos ni ecologistas, aunque se verán obligados a pasar por ambos para proteger su hábitat de la deforestación que avanza con el desarrollo de un plan urbanístico nunca visto hasta entonces en Japón. Para hablar de esta megaurbanización, Takahata emplea humor y fantasía, aunque no bromea con los hechos de una realidad que transforma en fabula al conceder el protagonismo exclusivo a los mapaches de Tama, cuyos avatares para salvar su montaña de la destrucción humana es la lucha por su cotidianidad y, avanzado el metraje, por sus vidas.
Al tiempo que divierte, Pompoko toma partido y asume un discurso ecologista a pro del equilibrio entre naturaleza y civilización. Sin embargo, poco a poco, tal equilibrio se antoja imposible, incluso para los alegres protagonistas que asumen su entrenamiento y sus misiones con entusiasmo, aunque a veces sientan decepción con los resultados que obtienen. Su reto que se presenta ante ellos más que difícil, es imposible. Pero la desilusión que esta idea pueda generarles poco les dura, ya que su sustancia está hecha de ilusión y de ganas de disfrutar la vida. Así que no se rinden, ni pierden su fantasía, aunque vayan perdiendo el bosque que habitan y las pequeñas aldeas que merodeaban desaparezcan con la llegada de maquinaria y la erección de los primeros edificios. Su lucha contra el desarrollo es uno de los puntos de interés de Takahata, pero no es ahí donde el cineasta ve la heroicidad que atribuye a sus héroes. La encuentra en su simpatía, en su deseo de libertad, en su amor por la vida y su manera de saborearla: sin prisas, sin ser esclavos del ritmo mercantil que marca el compás de la cotidianidad humana. Al contrario que la humana, la comunidad mapache no ha perdido la ilusión de disfrutar cada jornada, lo cual la humaniza respecto a los hombres y mujeres cuyas vidas atrapadas en el mercantilismo les esclaviza y deshumaniza. Y esa deshumanización preocupa a Takahata, que mira con ternura a sus criaturas, quizá le gustaría ser una de ellas, quizá fuese un Tanuki libre y juguetón que luchaba con sus películas animadas contra la pérdida de humanidad que muestra en sus mapaches, en sus contradicciones y en sus relaciones, más que en su antropomorfismo o en su capacidad para transformarse en personas y actuar como tales, pero deseando ser los espíritus libres y despreocupados que gozan su existencia.
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