jueves, 9 de junio de 2022

Carmen (1983)


El Flamenco apenas suena en el húmedo norte atlántico peninsular, es un arte musical nacido en tierras meridionales, más secas y soleadas, quizá debido a ese baño de sol también sea más furioso y menos saudoso que los cantares de Rosalía y la poesía de Manoel Antonio o, ya en tierras al sur del río Miño, que el Fado portugués, del que dicen nacido en barrios lisboetas y de raíces que alcanzan las Cantigas de Amigo galaico-portuguesas, muchas de las cuales miraban al Atlántico evocando el amor lejano con el sustantivo “amigo”. El nombre propio Carmen es común en toda la geografía española, pero el personaje descrito por Prosper Mérimée en su relato es singular, se ancla en un lugar y en un tiempo determinado. La imagen femenina idealizada en la obra literaria es la referencia de las adaptaciones cinematográficas y de la famosa ópera de Georges Bizet, pero la mayoría de quienes la adaptaron, no así su creador literario, que mantenía un contacto estrecho con España, no estaban familiarizados con la Andalucia de 1830 en la que el escritor francés ambientó su historia de Carmen y José, el soldado que cae rendido ante ella. Respectivamente son la idealización de la mujer liberada, dueña de sus decisiones y con dominio de su entorno; y del hombre prisionero del deseo, de sus celos e inseguridades. Su historia, que nace del recuerdo imposible de borrar de quien la cuenta, es la sublimación del romance trágico, del sometimiento, de los celos y de la culpabilidad de quien la narra, don José, quien no logra olvidar ni a la mujer deseada ni el crimen que cometió. En esto, no deja de ser una historia más de tantas, la de un deseo que se convierte en obsesión y se confunde con amor. Carmen es la idealización que José ve en ella; es la pasión, la carnalidad, la furia indómita, los celos que le despierta. Pensando en esto me digo que si Bizet pudo crear una ópera y Walsh, DeMille y Lubitsch versiones cinematográficas, siendo ajenos a la cultura popular andaluza y a la gitana, por qué el aragonés Carlos Saura y el alicantino Antonio Gades, leyenda de la danza y del flamenco, no iban a hacer una película flamenca inspirada en Carmen, si el personaje lo pide a gritos desde que Mérinée lo escribió en 1845. De una belleza extraña y salvaje, de labios algo carnosos y de cabellos negros con reflejos azulados, el personaje encuentra en Laura del Sol una imagen aproximada a la que describe Mérimée en su obra. Carmen (1983) realizada por Saura es diferente, como también lo fueron otras llevadas al cine. Su peculiaridad reside en narrar la preparación de un montaje musical, pero no en plan Bob Fosse en la espléndida All That Jazz (1979), sino como algo más cercano a lo que ya había hecho en la lorquiana Bodas de sangre (1981). La propuesta de Saura iguala y confunde la realidad de la compañía de danza y la ficción que ensayan y que deben representar, pero la complejidad es dar cuerpo flamenco a la música de Bizet y a la novela que la inspiró, y ahí sobresale la inestimable y determinante colaboración y complicidad de Antonio Gades, suyas son las coreografías, con quien el aragonés ya había trabajado en Bodas de sangre y volvería a hacerlo en El amor brujo (1986), completando así la trilogía flamenca de Saura, pero innegablemente también suya —en su faceta de actor, coreógrafo, bailarín y guionista. Además, Carmen cuenta con atractivos extras como la música y la presencia de Paco de Lucía, uno de los grandes guitarristas de la historia, y la gran bailaora Cristina Hoyos, entre otros nombres propios del Flamenco, un arte musical que ignoro en la distancia donde apenas suena y del que prácticamente lo desconozco todo.




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