Una de las cuestiones a valorar de la obra de Nietzsche es su franqueza a la hora de expresar sus gustos y sus disgustos, con los que se puede estar o no de acuerdo. También es cierto que, como pensador, tenía su pensamiento en alta estima, aunque en esto no difiere de las grandes mentes que le precedieron (y otras que le siguieron), algunas de las cuales aparecen citadas entre sus “imposibles” en El crepúsculo de los ídolos, o quizá mejor decir entre sus insoportables. Pero lo cierto es que cualquier pensamiento nace amenazado por su falibilidad en su confrontación con los diferentes aspectos prácticos de la propia existencia de quienes los piensan, más si cabe cuando tratamos de generalizarlos y se descubre la trampa o su imperfección —vanamente, intentamos justificar o ajustar la explicación o, si la evidencia es tal, nada podemos hacer salvo descartar o replantear las ideas a las que habíamos dado validez teórica. No obstante, y esto sí es una verdad incuestionable —sin ir más lejos, se demuestra cuando se intenta rebatir más allá de la negación simple—, las ideas resultan fundamentales para establecer puntos de partida y de contacto que dialoguen, duden, rebatan o amplíen los pensamientos anteriores y abran nuevas vías que transitar, aunque esto implique echar abajo “ídolos”. Nietzsche lo hizo, con cabeza (que no a cabezazos), y por eso es una de las grandes mentes pensantes de la historia y de la cultura que también fueron desarrollando Seneca, Rousseau, Schiller, Dante, Kant, Victor Hugo, Liszt, George Sand, Michelet, Carlyle, Stuart Mill o Zola, entre otros “imposibles” del autor de Así habló Zarathustra.
Entrecomillado: El crepúsculo de los ídolos (traducción Andrés Sánchez Pascual). Alianza Editorial, Madrid, 2013.
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