sábado, 31 de diciembre de 2022

Ortega y lo ojos en pasmo

<<Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar el mundo con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo el mundo es extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, es la delicia vedada al futbolista, y que, en cambio, lleva al intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de visionario. Su atributo son los ojos en pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos siempre deslumbrando.>>*


Pues eso, embriagaros 2023 con los ojos en pasmo, aunque habrá quien prefiera hacerlo dando patadas al aire, durmiendo, soñando, jugando, silbando o babeando. En todo caso, siempre que podáis, sorprenderos y maravillaos como buenamente os venga en gana...



*José Ortega y Gasset: “La rebelión de las masas”. El País S. L., Madrid, 2002.

viernes, 30 de diciembre de 2022

Ad Astra (2019)


La primera opción de James Gray para protagonizar Z, la ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016) había sido Brad Pitt, pero, debido a compromisos profesionales del actor, este solo pudo participar en aquel film como productor ejecutivo a través de su productora Plan B Entertainment, función que también ejerce en Ad Astra (2019), en la que, aparte de ser uno de los productores, ya sí asume el protagonismo. En esta intimista e introspección ciencia-ficción, Gray vuelve a hablarnos de las relaciones paterno-filiales y de la búsqueda humana. Lo hace en un viaje espacial al corazón de las tinieblas en el que concede voz interior a Roy (Brad Pitt) para que hable del vacío, del dolor, de la pérdida, de la soledad y la pequeñez del uno en el universo infinito, y de la búsqueda de respuestas para preguntas como quién soy, qué tengo, hacia dónde vamos, para qué seguir, entre otras cuestiones que no son ficción, sino que forman parte de la realidad psicológica, metafísica y emocional humana. Si tuviese que buscar y señalar algún referente cinematográfico en el que se mira Ad Astra, diría que este no se encuentra en el viaje de 2001, una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968), al menos no solo, sino en los de la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) y en la propia Z, la ciudad perdida, pero, en cualquier caso, todas las preguntas planteadas por Gray/Roy parecen conducir a una única respuesta: el amor.




jueves, 29 de diciembre de 2022

Chernobyl (2019)


La última gran batalla que iba a librar la Unión Soviética no sería contra un enemigo visible, ni le enfrentaría al capitalismo, ni a humano alguno. Iba a librarla contra un enemigo invisible, letal y desconocido a tales niveles radioactivos que todavía no puede precisarse su número de víctimas ni de consecuencias. Este enemigo desató su furia nuclear inmediata sobre la localidad de Príepat, en Ucrania, cerca de la frontera bielorrusa, en abril de 1986, en la central de Chernóbil donde una serie de explosiones en uno de los reactores generó tal cantidad de radiación que superaba doscientas veces la suma de la desatada por las bombas estadounidenses arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto de 1945. La noche entre el 25 y el 26 de aquel abril, alrededor de la una y media de la madrugada (1 h 23’ 58”, para quienes exijan precisión), durante una prueba de seguridad, se produjo el accidente, fruto de negligencias en la seguridad y de otros fallos humanos, en uno de los cuatro reactores de la central. Fueron segundos, pero suficientes para provocar la peor catástrofe nuclear hasta ahora conocida; la única, junto a la de Fukushima I (marzo de 2011), declarada de nivel 7.


Aquel instante y los hechos que siguieron —la actuación de las autoridades, los padecimientos humanos, las investigaciones, las responsabilidades, el sacrificio colectivo, el éxodo, la limpieza, el silencio, las voces de Chernóbil—, han dado pie a películas documentales tal El desastre de Chernóbil (The Battle of Chernobyl, Thomas Johnson, 2006) y series de televisión como la estadounidense Chernobyl (Johan Renck, 2019) y la ucraniana Después de Chernóbil (Chyornyy tsvetok, Roman Barabash, 2016), a estudios y ensayos, quizá el más famoso sea Voces de Chernóbil (1997), de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, a congresos, a conversaciones de barra de bar y a discusiones de redes sociales sin apenas más conocimientos sobre el tema que las ganas de hablar y dejarse oír o leer. En todo caso, cada cosa tiene su lugar y todos distinguimos entre un estudio y una conversación. También somos lo suficientemente avispados para saber que la realidad del momento y de los sucesos no pueden ser tal cual sucedieron en documentales o dramas cinematográficos o televisivos. El cine y la televisión representan, la realidad se vive, se siente, se disfruta, se sufre o se padece “in situ”; y esta diferencia es insalvable. Apunto esto porque, cuando HBO estrenó Chernobyl, se habló sobre si lo expuesto en la miniserie escrita por Craig Mezin y dirigida por Johan Renck alteraba la realidad de los hechos o que si era una versión adulterada, sesgada y con incorrecciones científicas e históricas. Pero esas voces exigentes de precisión quizá olvidasen que lo que estaban viendo era una serie de ficción, y que lo veían en la pantalla, les gustase o no, era y es una dramatización de la tragedia, que busca mostrar y a la vez entretener, y no la tragedia vivida por las víctimas, la población civil y los voluntarios enviados a paliar la crisis medioambiental.


De cualquier forma, Chernobyl, miniserie protagonizada por Jared Harris, Stellan Skarsgård y Emily Watson, alcanzó gran popularidad en su estreno; de modo que los comentarios eran inevitables, fueron la previsible reacción popular: despotricar o alabar, probablemente, sin reflexionar sobre los hechos acaecidos aquellos días de 1986. La calidad de la miniserie de Renck y Mezin está fuera de dudas. Sus cinco partes forman un todo cinematográfico que, por ejemplo, no adormece como sucede con la serie ucraniana de 2016, más televisiva, estereotipada y excesiva y exageradamente melodramática. En esta última apenas se presta atención a las causas y a las consecuencias, solo toma como excusa aquel instante de 1986 que todavía nos alcanza, aunque no seamos conscientes de sus consecuencias o no sepamos determinarlas con exactitud, como parece concluir el documental de Thomas Johnson. No existe la menor duda, la recreación de Renck supera a la de Barabash, cuya trama, centrada en Lera, carece de interés. Chernobyl sí interesa, se gana a su público sin tomarle el pelo. Bebe de lo expuesto por Johnson en su documental y también por Alexéivich en su libro, quizá las dos inspiraciones inmediatas de la miniserie, para reconstruir el momento invita al entretenimiento y también a la reflexión, incluso a profundizar en las causas y las consecuencias de la catástrofe.


Por mucho que se base en aspectos reales, la propia historia universal está construida sobre terrenos sólidos y otros pantanosos, de ficciones, omisiones, alteraciones, desinformación, mentiras y verdades a medias. No obstante, la damos por válida, sin apenas dudar si los hechos sucedidos hace tres mil años sucedieron tal como los cuenta un libro de texto, un documento incompleto de la época o alguien que se gane la vida explicando historia en un centro de enseñanza homologada. Lo cierto es que el desastre de Chernóbil sucedió, pero sí alguien quiere exactitud qué investigue en documentos, lea libros sobre el tema, revise los testimonios de los afectados y olvidados, y acuda allí donde pueda encontrar respuestas, pero no a una serie de televisión que, al fin y al cabo, se sabe está condicionada por su tiempo de emisión, por el público al que va dirigida, por el entretenimiento. Incluso en una serie basada en hechos reales, estos nunca podrán ser más que su dramatización, a partir de la cual ofrecer las situaciones que apunten a la realidad ya sucedida. Lo que se busca en Chernobyl es recrear la catástrofe y el momento trágico que siguió, apuntando situaciones y circunstancias que sí sucedieron y otras que se introducen en la historia para alcanzar el equilibrio dramático, de ahí la necesidad de rostros que se hagan familiares al público, para facilitarle referentes con los que simpatizar y establecer un nexo emocional que lo mantenga frente a la pantalla.


La serie plantea preguntas, también pretende dar algunas respuestas de la explosión que asoló la zona contaminada tras el accidente radioactivo que marcó uno de los momentos más trágicos de la década del último cuarto del siglo XX. La crisis pudo haber sido mayor o menor de lo que acabó siendo, pero es evidente que actuar con mayor presteza reduciría el impacto y el número de víctimas. Sin un plan que incluyese un accidente de tal envergadura y sin reconocer el fallo lo antes posible, su peligrosidad y su alcance fueron factores negativos determinantes, como también lo fueron la falta de rigurosidad en los controles, la incompetencia humana y la baja calidad del material; de tantas cosas, pero lo peor fue no asumir responsabilidades y no dar primera prioridad a la población (al día siguiente todavía no se había advertido del alcance de la catástrofe). Esto lo deja claro la serie. Apunta que se perdió un tiempo precioso y cuando se reconoció la magnitud del accidente, el problema afectaba a miles de vidas que nada sabían, que confían e ignoran. Solo unos pocos piensan que algo no marcha, que alguien miente y que haya que intervenir de inmediato, incluso entregando sus vidas de forma consciente. El núcleo descubierto, una radiación jamás testificada sobre la tierra y que se extiende por el aire donde no hay fronteras que den el alto o donde pidan pasaporte. No, la catástrofe atañe a todos, pero no todos actúan con la prontitud requerida, quizá porque nadie estaba preparado ni creía en la posibilidad de un accidente de tamaña envergadura.

miércoles, 28 de diciembre de 2022

Blue Collar (1978)


Desde su primer momento profesional, con sus guiones para Sidney Pollack, Martin Scorsese y Brian De Palma, lo de Paul Schrader con el cine ya se veía que no iba de animar al respetable al consumo de palomitas en las salas de exhibición, sino que iba a indagar en la cara oculta tanto de los personajes como de la sociedad estadounidense. En eso, a pesar de los altibajos que puedan descubrirse en su obra cinematográfica, ha sido fiel y ha seguido una línea en la que prioriza la reflexión y la psicología de los personajes, su moral, sus sentimientos, sus emociones. El cine de Schrader es el de un cineasta que indaga en las complejidades humanas y también en las del sistema-sociedad, consciente de situar en el centro de su universo creativo al individuo, sus contradicciones, su sentimiento de culpa (heredado de la educación religiosa, en su caso calvinista), la imposibilidad de escape y la búsqueda de redención al enfrentarlo a lo oculto que hay en él y en su entorno. Sus personajes, quizá el más famoso sea el Travis Bickle de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), son psicologías heridas. Sienten dudas, culpabilidad, ira, sufren en su intento de establecer relaciones e incluso, como sucede en Blue Collar (1978), se sienten oprimidos por el sistema. Están en constante debate consigo mismo y con su entorno, más bien se trata de un combate, son contradictorios y nunca uniformes —Zake (Richard Pryor) y Jerry (Harvey Keitel) son hombres de familia, hacen todo por protegerlas, pero eso no les impide una noche de juerga con alcohol, drogas y mujeres que no son las suyas—, en sus interioridades hay cabida para lo generoso y lo monstruoso. En Blue Collar, titulo que el director estadounidense toma de la expresión genérica que engloba a los trabajadores de labores manuales, los personajes viven sujetos a la cadena de montaje en la que se inicia su primer largometraje —uno de los grandes momentos cinematográficos del film—, pero, sobre todo, no pueden escapar a la cadena simbólica que tanto la compañía de automóviles para la que trabajan como el sindicato, que supuestamente debería defenderles y liberarles, no quieren que se rompa; porque ambos obtienen beneficios.


Zake, Jerry y Smokey (Yaphet Kotto), para el sindicato el más peligroso de los tres, al carecer de familia —una de las cadenas más fuertes con las que el sistema somete a los trabajadores—, comprenden que están atrapados y desprotegidos. Lo saben y por ello deciden vengarse ya no de la empresa que les explota, sino del sindicato que les traiciona y también les exprime. Lo cierto, es que ya en este primer largometraje asoma el universo Schrader, sí, uno personal e intimista, con estética y moral reconocibles. Por eso mismo, su cine no gusta ni contenta a todos, pero resulta innegable que es uno de los cineastas más personales de su generación. Este director y guionista nacido en Michigan, estado presente en varias de sus películas, Blue Collar entre ellas, habita su cine de seres al borde del abismo existencial donde la caída en el inframundo es una vía hacia el conocimiento, aunque no depare la salvación. Al contrario que en la filmografía de Steven Spielberg o en la de George Lucas, mismamente en la de John Milius, en la de Schrader no hay espacio para héroes ni grandes hazañas, ni para el escapismo cinematográfico que domina en la filmografía de Spielberg o Lucas. Tampoco hay intención de recuperar la fantasía del sueño americano; en todo caso, para él, habría víctimas de la pesadilla americana, tipos como los trabajadores de la factoría de automóviles de Blue Collar. <<Enfrentan a los veteranos contra novatos, los jóvenes contra los viejos, los negros contra los blancos, para mantenernos a todos en nuestro lugar>>. Estas palabras de Smokey desvelan parte del mensaje de Schrader en un film que muestra el rostro oculto del sistema —una cara que ha ido completando a lo largo de sus películas—, el que no suele vender entradas en las salas adonde la gente acude a ver un tiburón o unos cowboys galácticos que prefiere a unos obreros con problemas económicos, prisioneros de una cotidianidad en el que apenas logran sobrevivir. Su vida, tanto la laboral como la familiar, se encuentra marcada por sueldos irrisorios en un trabajo en el que la mayoría de las veces se sienten explotados y desprotegidos: son marionetas de los patrones, de los jefes de plata, de los delegados y directivos del sindicato. Incluso, como apunta el caso de Zake, se ven agobiados por los agentes tributarios, que ni comprenden ni les importa el desequilibrio económico-laboral que sufren tipos como ellos, cuyas necesidades de protección y dinero (que es la divinidad del mundo empresarial y social) y la rabia que les genera sentirse explotados y engañados, son motivos que les convencen para robar la caja del sindicato.



martes, 27 de diciembre de 2022

El detective y la doctora (1971)


La muerte de su mujer y la lectura de novelas de detectives han transformado a Justin (George C. Scott) en Sherlock Holmes, paranoia, ilusión o realidad subjetiva que provoca que la doctora Watson (Joan Woodward) sienta fascinación por él. Inicialmente, la psiquiatra lo ve un caso clásico, “uno en una generación”, dice, “capaz de hacer cosas que parecen las de un genio”, tan geniales que Justin deduce cual Holmes, actúa y viste del mismo modo que el detective victoriano creado por Arthur Conan Doyle. Más aún, piensa y se siente como tal, pero el Holmes y también la Watson de esta película dirigida por Anthony Harvey, quien ya había trabajado con anterioridad sobre un texto de James Goldman en El león en invierno (The Lion in Winter, 1968), no viven en el Londres decimonónico, sino en la bulliciosa y variopinta Nueva York de inicios de la década de 1970, lo que provoca que Justin/Holmes sea un simpático anacronismo que camina a contracorriente por una urbe repleta de corazones solitarios y heridos que encuentran su refugio en una sala de cine donde proyectan westerns, en el sanatorio donde trabaja Mildred Watson —allí un paciente asume el silencio como seña de identidad; al creerse la estrella del cine silente Rodolfo Valentino—, en la calle o en la biblioteca donde el bibliotecario interpretado por Jack Guilford todavía sueña con ser la Pimpinela Escarlata. Holmes y Watson representan a todos esos soñadores y neuróticos que, con sus excentricidades, sus locuras o su aislamiento, se niegan a ser autómatas. Es su forma de rebelarse, de buscarse, quizá de no encontrarse, pero sobre todo es su manera de expresar el mensaje que cierra el film: <<el corazón humano puede ver lo que está oculto a los ojos, y el corazón sabe cosas que la mente todavía no ha empezado a comprender>>.


La pareja protagonista de El detective y la doctora (They Might Be Giants, 1971) está formada por dos corazones solitarios que juntos dejan de estarlo; no cabe duda de su química ni de la atracción que surge entre ellos desde el primer encuentro en la clínica psiquiátrica del doctor Strauss. Pero, aparte de la soledad y la aflicción que llevan a Justin a ser Holmes y a la doctora Watson a darle de vez en cuando a la botella, los personajes de James Goldman, el autor de la obra teatral en la que se basa el guion, que él mismo escribió, son dos individuos que deciden sentir y buscar liberarse a través de la ilusión; de ahí que El detective y la doctora se aparte de los personajes literarios originales. Pero si el texto es deudor de Conan Doyle, igual lo es de Cervantes, pues la pareja protagonista es la combinación de los personajes del escritor británico y del español. Justin es quijotesco, huye de la realidad para crear una nueva, mientras que la doctora, solitaria y profesional, le sigue en una aventura en la que ella pasa de ser la visión realista a compartir la ilusión del caballero detective. Sucede que, al igual que en la obra cervantina con la pareja Quijote-Sancho, en la de El detective y la doctora se produce una “quijotización” u “holmestificación” de Watson —y por un instante, en la biblioteca, Justin parece recuperar lo que se supone “cordura”—, porque ella despierta a la ilusión que se le ha negado hasta entonces, compartiendo no solos aventura sino el sentimiento que la une a Justin. En ese instante, ya ninguno camina solo, incluso otros idealistas y solitarios se les ubicarán en su búsqueda de Moriarty, pues si Justin es Holmes a fuerza ha de haber uno profesor a quien perseguir y desbaratar sus planes.



lunes, 26 de diciembre de 2022

Mi nombre es Ninguno (1973)


La música de Ennio Morricone para la trilogía del dólar de Sergio Leone dio al spaguetti western el inconfundible estilo musical que otros compositores imitarían; incluso el propio Morricone se imitaría a sí mismo en varios momentos de Mi nombre es ninguno (Il mio nome è Nessuno, 1973). Este film también podría ser un western a imagen de los de Leone, probabilidad sugerida por los nombres de sus responsables, que habían colaborado con el realizador de Hasta que llegó su hora (C’era una volta il west, 1968): el director, el guionista, el productor, varios actores que habían trabajado a las órdenes del cineasta romano —Henry Fonda, Mario Brega y Antonio Palombi— , así como el compositor, entre otros miembros del equipo. Sobre todo lo apunta el tictac del reloj invisible que, al inicio de la película, indica el transcurrir de segundos que se vuelven amenazantes con la presencia de los tres forasteros silenciosos, y seguro letales, que llegan al pueblo donde un cuarto hombre, a priori, parece la víctima de sus balas. El reloj insiste en remarcar que la muerte está de camino, siempre lo está, pero Mi nombre es Ninguno no es un film sobre la muerte física, aunque insista su presencia, sino sobre el final de un periodo, su mitificación y su desmitificación. Tampoco es una película de Leone, que asumió la producción ejecutiva y tuvo la idea a partir de la cual Fulvio Morsella y Ernesto Gastaldi dieron forma a la historia que depararía el guion escrito por este último. La dirección de Mi nombre es ninguno corrió a cargo de Tonino Valerii, que había sido asistente de Leone en Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964) y La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965), el guion fue obra de Gastaldi, especialista en westerns y en otros géneros muy de moda en la Italia de las décadas de 1960 y 1970, la producción la asumió Morsella y las influencias más notables son las del cineasta romano, quizá, haciendo del film el más de Leone sin ser suyo. Pero Valerii quiso rizar el rizo y hacer una farsa mezclando influencias del director romano, de Sam Peckinpah —el film le hace varios guiños: el nombre de una tumba, la “banda salvaje”, alguna muerte a cámara lenta y la presencia entre el elenco de R. G. Armstrong, actor asiduo en las películas del estadounidense—,  de Chaplin —el vagabundo que va por libre o la escena de los espejos— y, por descontado, Le llamaban Trinidad (Lo chiamavano Trinitá, Enzo Barboni, 1970), en la para mí inexistente, gracia de Terence Hill, cuya mejor versión cómica la alcanza junto a Bud Spencer. Cómo film hibrido —picaresca, western, farsa, homenaje—, Mi nombre es ninguno es intermitente que a veces logra su propósito y otras se pierde en su querer y no poder; entonces, sus intenciones se desequilibran y la farsa del héroe anónimo, que cabalga por el lejano oeste, y la caricatura crepuscular, de un tiempo que irremediablemente concluye para dar paso a otra época y a nuevas páginas de la Historia, se resienten.




domingo, 25 de diciembre de 2022

Los fantasmas atacan al jefe (1988)


El llamado espíritu navideño o lo de las buenas intenciones navideñas, el olvidarlas a la mañana siguiente o decidir caminar hacia ellas, no es para el señor Scrooge con cara de Bill Murray, que, como los interpretados por Reginald Owen, Alastair Sim, Albert Finney, George C. Scott o Michael Caine, prefiere que le dejen tranquilo, que no le incordien con problemas ajenos ni invadan su espacio vital, que para él es la emisora de televisión que dirige, ni le hagan perder el tiempo. Este Scrooge llamado Frank Cross es un tipo listo que “comprende” que todos buscan algo, que la solidaridad no existe y que la generosidad no es recíproca; quizá por ello decida ser un capullo integral o quizá lo sea de nacimiento, aunque la aparición del fantasma del pasado nos hace comprender que no se trata de una cuestión genética. Scrooge es un hombre triste, superado por su aislamiento y el encierro que implica y del que todavía no es consciente, al creerse un triunfador. Pero lo será. Su viaje hacia el conocimiento parte de otro Scrooge, del original de Cuento de Navidad, de Charles Dickens, que Richard Donner traslada a la actualidad de la década de 1980 para poner en marcha su fantasía, que desarrolla dentro del ámbito televisivo donde el ejecutivo, en ese instante a cargo de la programación navideña, llena su vacío existencial con sobredosis de egoísmo y narcisismo. Frank, Scrooge bufo e histriónico, es incapaz de querer a nadie porque ha dejado de quererse a sí mismo, obsesionado con alcanzar el éxito y el poder, que se han adueñado de su mente. Su humanidad corre peligro, su humanitarismo se encuentra al borde del adiós y, como le advierte el fantasma de su antiguo jefe (John Forsythe), cuando se presenta ante él para advertirle de la visita de tres espectros —de las Navidades pasadas, presentes y futuras—, solo le queda una oportunidad para recuperarse y recuperar su relación con los demás, la supuesta vía para liberarse y ser feliz.


Hay una gran diferencia entre amarse a uno mismo y ser egoísta y narcisista. En el primer caso, se trata de un amor que conlleva la aceptación de lo humano, la condición que todos compartimos, por lo que el sentimiento se generaliza a la humanidad; mientras que el segundo tipo esconde el rechazo hacia todos porque vive en constante rechazo hacia sí mismo, el cual pretende calmar con la aludida sobredosis de egoísmo que no le calma ni le llena. Frank es un egoísta y un narcisista, aunque no lo es de nacimiento, sino que se ha ido convirtiendo en ambos a medida que asciende profesionalmente, superando las exigencias y obstáculos en su camino hacia el éxito laboral (según el baremo social), y se agudiza su necesidad imperiosa de todo para sí. Pero eso resulta insuficiente, la insatisfacción crece y se traduce en un comportamiento hostil hacia el resto de personajes que campan por Los fantasmas atacan al jefe (Scrooged, 1988). La moraleja de todo el asunto llevado a cabo por Donner y compañía habla a favor de la solidaridad navideña y señala la deshumanización laboral. En otra “comedia navideña”, Plácido (1961), que nada tiene que ver con el relato del escritor inglés, Luis García Berlanga satiriza con magistral fiereza la falsa solidaridad logrando una cumbre de la comedia negra de un humor incómodo para la mente “bienpensante”, por su parte, la comedia de Donner es optimista y festiva, navideña, cuya finalidad es la de entretener durante hora y media llevando al personaje dickensiano a una época en la que el capitalismo se ha agudizado respecto al periodo en el que se ubican tanto la novela como la mayoría de las adaptaciones televisivas y cinematográficas del texto de Dickens, de los suyos, el más veces adaptado al cine y televisión, cuya primera versión data de principios de siglo XX: Scrooge; or Marley’s Ghost (Walter R. Booth, 1901). Finalmente, más allá de que pueda o no entretener y divertir, lo más interesante de la propuesta de Donner es llevar la historia a la televisión, el competitivo medio que, a fuerza de someterlo todo a los números (beneficios y audiencia), provoca que Frank se deshumanice y encaje perfectamente en el mundo catódico que, en su versión más sensacionalista y consumista, falsea sentimientos y emociones para ofrecer artificialidad a su público. En su aspecto laboral, Frank es un manipulador sin escrúpulos, ni le importan sus empleados ni los televidentes, solo que los haya pegados a la pantalla para elevar los índices de audiencia, pero las tres inesperadas visitas y su reencuentro con la mujer que ha amado (Karen Allen) le sirven en bandeja la oportunidad de rehacerse y dejar de ser el mezquino que ya no vive su humanidad, solo dirige, ordena, despide y programa.



sábado, 24 de diciembre de 2022

García Lorca en Compostela



“Danza da lúa en Santiago”, de Federico García Lorca

¡Fita aquel branco galán
olla seu transido corpo!

É a lúa que baila
na Quintana dos mortos.

Fita seu corpo transido
negro de somas e lobos.

Nai: A lúa está bailando
na Quintana dos mortos.

¿Quén fire potro de pedra
na mesma porta do sono?

¡É a lúa! ¡É a lúa
na Quintana dos mortos!

¿Quén fita meus grises vidros
cheos de nubens seus ollos?

É a lúa, é a lúa
na Quintana dos mortos.

Deixame o morrer no leito
soñando como froles d’outro.

Nai: A lúa está bailando
na Quintana dos mortos.

¡Ai filla, co ar do céo
vólveme branca pronto!

Non é o ar, é a triste lúa
na Quintana dos mortos.

¿Quén brúa co-este xemido
d’imenso boi melancólico?

Nai: É a lúa, é a lúa
na Quintana dos mortos.

¡Si, a lúa, a lúa
coronada de toxos,
que baila, e baila, e baila
na Quintana dos mortos!

Federico García Lorca

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<<Federico García Lorca me llegó, un día cualquiera de nuestra amistad, con un puñado de versos gallegos. Todavía traían en lo tierno de su blandor recién modelado, el movimiento arbitrario de una grafía nerviosa de tachones, curvas y añadidos; plástica de la inspiración –calumniada palabra romántica que hay que recuperar por tantos motivos–; movimiento casi involuntario de la mano, agarrotada por ese eléctrico torrente discontinuo, que al bajar de los sesos a los dedos, se apodera de todo cuanto puede extremecerse en nuestra carne. Y dijo: “—La verdad es que, a pesar de haberme bien leído mi Curros y mi Rosalía, el gallego lo aprendí en los vocabularios precaucionables que añades a tus libros de poemas. Debes ser tú, por lo tanto, quien ordenes éstos y quien los edite y quien los prologue. Y ya está. Y ya se acabó. Y no me hables más de esto hasta que me traigas el libro.”

Poco había que ordenar fuera de la simple anécdota amanuense de sacarlos del dorso de unos recibos, desenredarlos de entre las líneas de un telegrama o ponerlos a flote de las restingas de una carta. Se veía que habían sido escritos en una serie de impromtus, de urgencias y de incontinencias, como los otros; no cultivándolos en macetas de ocios trabajosos y de postizas filologías, sino recogiendo el lagrimón de resina madura en el momento caprichoso en que se le ocurría aparecer sobre la superficie del poeta. No son, pues, versos eruditos elaborados, por virtuosismo y presunción, en lengua prestada, sino tan naturales, tan irremediables y tan «inspirados» como los que le salen en su idioma de siempre…>>

Eduardo Blanco Amor: extracto del prólogo “Seis poemas galegos”. Revista NÓS, Santiago de Compostela, 1935.

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En 1916, un mozo granadino, de dezaoito anos de idade, visita por primeira vez Galicia e préndase da súa paisaxe e de localidades como Santiago de Compostela. Aínda que non teña conexión, tamén é o ano no que decide cambiar o seu probable futuro de pianista polo de poeta. Ese mesmo rapaz madura a súa arte lírica e dramática ata alcanzar recoñecemento mundial, pero el segue sendo o mesmo, continúa sendo Federico García Lorca. Pasan dezaseis anos ata que Federico volta a Galicia. Corre o 1932, a II República é a realidade política de España, e o poeta retorna a unha terra que leva dentro. Hai unha terceira e unha cuarta viaxe, incluso unha quinta, mais esta é onde os galegos na emigración e no exilio. Lorca visita aos emigrantes galegos cando viaxa a Bos Aires e a Montevideo. Destina un recuncho do seu corazón a Galicia e por iso cántalle seis poemas. Os temas van dende Rosalía, poetisa que admira, a Compostela, pasando polos emigrantes e a tradición. O 27 de decembro de 1935 aparecen publicados na Revista NÓS, fundada en 1927 polo seu amigo Ánxel Casal, e prologados por Eduardo Blanco Amor, outro dos ilustres amigos galegos do poeta andaluz que sería asasinado o 18 de agosto de 1936, o mesmo día que Casal foi “paseado” e abandoado o seu corpo nunha cuneta no concello de Touro. “Seis poemas gallegos” é a obra en galego máis traducida e un canto lorquiano, con influenzas de Rosalía e das cantigas, a unha terra que faille sentir <<poeta gallego>> e a necesidade de facer versos nun idioma orgulloso de acollelo entre as súas grandes voces poéticas, moitas das cales eran coñecidas por García Lorca (Alfonso X o Sabio, Martín Codax, Meendiño, Rosalía, Pondal, Amado Carballo, Manuel Antonio, Álvaro Cunqueiro)

Na fotografía (de Alvarellos Editora), tomada o 24 de agosto de 1932, Arturo Sáenz de la Calzada, Ketty Aguado y Federico García Lorca, na compostelana Praza da Quintana, o lugar compostelán favorito do poeta, onde esa mesma xornada ía representar unha obra coa súa compañía teatral La Barraca. O parecer, a montaxe foi un enorme éxito ao que asistiron máis de seis mil pares de ollos.

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En 1916, un muchacho granadino, de dieciocho años de edad, visita por primera vez Galicia y se queda prendado de su paisaje y de localidades como Santiago de Compostela. Aunque no tenga conexión, también es el año en el que decide cambiar su probable futuro de pianista por el de poeta. Ese mismo muchacho madura su arte lírico y dramático hasta alcanzar reconocimiento mundial, pero él sigue siendo el mismo, continúa siendo Federico García Lorca. Pasan dieciséis años hasta que Federico vuelve a Galicia. Corre el 1932, la II República es la realidad política de España, y el poeta regresa a una tierra que lleva dentro. Hay un tercer y un cuarto viaje, incluso un quinto, pero este es donde los gallegos en la emigración y en el exilio. Lorca visita a los emigrantes gallegos cuando viaja a Buenos Aires y a Montevideo. Destina un rincón de su corazón a Galicia y por ello le canta en seis poemas. Los temas van desde Rosalía, poetisa que admira, hasta Compostela, pasando por la saudade de los emigrantes y la tradición. El 27 de diciembre de 1935 aparecen publicados en la Revista NÓS, fundada en 1927 por su amigo Ánxel Casal, con prólogo de Eduardo Blanco Amor, otro de los ilustres amigos gallegos del poeta andaluz, a quien asesinan el 18 de agosto de 1936, el mismo día que Casal es “paseado” y abandonado su cuerpo en una cuneta en el muncipio de Touro. “Seis poemas gallegos” es la obra en gallego más traducida y un canto lorquiano, con influencias de Rosalía y de las cantigas, a una tierra que le hace sentir <<poeta gallego>> y la necesidad de hacer versos en un idioma orgulloso de acogerlo entre sus grandes voces poéticas, muchas de las cuales eran conocidas por García Lorca (Alfonso X el Sabio, Martín Códax, Meendiño, Rosalía, Pondal, Amado Carballo, Manuel Antonio, Álvaro Cunqueiro).

En la fotografía (de Alvarellos Editora), tomada el 24 de agosto de 1932, Arturo Sáenz de la Calzada, Ketty Aguado y Federico García Lorca, en la compostelana Praza da Quintana, el lugar compostelano favorito del poeta, donde esa misma jornada iba a representar una obra con su compañía teatral La Barraca. Al parecer, el montaje fue un enorme éxito al que asistieron más de seis mil pares de ojos.

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viernes, 23 de diciembre de 2022

Los vampiros (1915-1916)

Obra cumbre del serial policíaco y de Louis Feuillade, Los vampiros (Les vampires, 1915-1916) se compone de diez episodios cuya suma alcanza las siete horas de crímenes y persecuciones, de fugas espectaculares, romances, secuestros, engaños, disfraces y la complicidad que Mazemette (Marcel Lévesque) establece con el público. Él es el personaje masculino del film, aunque no sea el héroe o precisamente por no serlo, resulta mucho más atractivo que Philippe Guérande (Édouard Mathé) o cualquiera de los tres villanos que, sucesivamente, lideran la organización criminal que ambos persiguen. El otro gran personaje del serial es Irma Vep (Musidora), maestra del disfraz, villana incansable, quebradero de cabeza de las autoridades y experta en fugas imposibles, sea del barco que la transporta a la prisión argelina o del último piso del edificio del que escapa por la ventana, desenrollándose la cuerda que poco antes se había enrollado a la cintura. La presencia de estos dos personajes es un grandísimo acierto, pero lo que de verdad mantiene viva la acción de este largometraje por episodios es su desenfado, su ausencia de prejuicios, el buscar superarse, aunque en ocasiones caiga en la repetición, y en ser toda una lección de entretenimiento y de posibilidades cinematográficas, sin ir más lejos, cuando Philippe y Mazemette acuden a un cine a ver un noticiario sobre el crimen que investigan. Este momento es magnífico, por la posibilidad que aventura: el noticiero que ocupa la pantalla no es una proyección, es representación de la película que presencia la pareja de investigadores. Es un primer paso y de ahí a que los personajes salgan de la pantalla, hay el que Buster Keaton dará en El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Junior, 1924).

Rodado entre 1915 —las tres primeras entregas— y 1916, el serial da cabida a la fantasía, el crimen, el misterio, el humor, la aventura que asoma y completan cada episodio, de entre 30 y 50 minutos de duración, hasta alcanzar la resolución de su intriga, que se disfruta gracias al buen hacer de Feuillade, pionero cinematográfico que sentaba las bases del serial, el cual ha llegado hasta la actualidad en formato televisivo, en ciclos y en sagas cinematográficas. De principio a fin, Los Vampiros se centra en la lucha de Philippe y Mazemette contra la banda criminal que da título a esta película de larga duración, una de las más ambiciosas y logradas de Feuillade, lo que ya supone ser uno de los mejores seriales del cine. Su desenfado cinematográfico es uno de los mejores recursos de Feuillade, que no duda en romper la distancia con el público: por ejemplo, en el segundo episodio, escoge a Mazemette para ello. El personaje, hasta entonces ambiguo y cómico (atributo que no pierde a lo largo del serial), se dirige a nosotros para indicarnos que en el sótano hace calor, que la máscara que le cubría el rostro resulta asfixiante y que su prisionero, Philippe, debe estar pasándolo realmente mal, de modo que le quita el capuchón que le cubre el rostro y descubre a quién será su amigo. Lo libera y le salva la vida por primera vez; volverá a hacerlo a lo largo de la serie. Feuillade simpatiza con este personaje que inicialmente apunta a secundario y acaba convirtiéndose en el de mayor peso del serial, lo cual, beneficia el entretenimiento perseguido por el cineasta. Este parece divertirse, no juzga a los villanos, su propuesta no va de eso, sino de atrapar al público en un universo cinematográfico de crimen, persecuciones, fugas, engaños, rivalidades, amor a quemarropa —el que surge entre Juan José Moreno (Herrmann), jefe de la banda rival, e Irma Vep—, humor, camaradería, la que se va afianzando entre Philippe y Mazemette, y magnetismo, el que desprende Irma Vep, la escurridiza, habilidosa y peligrosa villana, mano derecha de los tres “Gran Vampiro” que sucesivamente lideran la banda. Irma asoma en la pantalla por primera vez en el tercer episodio, El criptograma rojo, y se hace con un merecido protagonismo y, ajustándonos a su pertenencia a la organización criminal “Los vampiros”, se convierte en una de las primeras vampiresas del cine, pero también es una de las más atractivas villanas del periodo silente y en influencia para futuras criminales de celuloide.




jueves, 22 de diciembre de 2022

Michio Takeyama y El arpa birmana


Fotograma de la película El arpa Birmana (Biruma no TategotoKon Ichikawa, 1956)

<<Escalando montañas, cruzando ríos… mientras enterraba a los cadáveres que allí encontraba sofocados por la hierba o anegados en agua, yo sentía el tormento íntimo de estas dudas: “¿Por qué ha de ser que en este mundo existan tales miserias? ¿Por qué ha de existir tanto dolor, tan inexplicable? ¿Qué debemos pensar sobre todo esto? Y ¿qué actitud tomar frente a tales problemas?

He aprendido algo, enfrentado a estas dudas. He aprendido que todos estos “por qué” son al fin y al cabo irresolubles para la mente humana, por mucho que esta se ponga a pensar. Que sencillamente hemos de comportarnos como personas que aspiran a llevar un poco al menos de salvación a este nuestro mundo, lleno de pesares. Que hemos de tener ese valor. Por más aflicciones, por más sinrazones, por más absurdos a que hagamos frente, no nos rindamos nunca; mostremos la energía de los que testimonian con su vida que existe una paz más elevada.>>

Cuando Michio Takeyama asistía a los funerales sin cuerpo de antiguos alumnos suyos, imágenes del pasado, la realidad del presente y las dudas del futuro se acumulaban cual semillas que germinarían en su mente, quizá inconsciente en ese instante de que, idea a idea, darían forma a El arpa Birmana, su única novela y una de las grandes obras de la literatura japonesa contemporánea. Iniciada su escritura en 1946, con la guerra recién concluida, con la ocupación estadounidense de Japón y con un mañana incierto para el pueblo japonés, El arpa birmana superó sus problemas con la censura —en un primer momento, entre otras prohibiciones implantadas por la censura estadounidense, se prohibía escribir y filmar temas bélicos— y se publicó en 1947, convirtiéndose en uno de los grandes alegatos literarios antibelicistas de su época (y del siglo XX). En la década siguiente, en 1956, la novela de Takeyama sería llevada a la gran pantalla por Kon Ichikawa en su espléndida película homónima.


Michio Takeyama: “El arpa birmana” (traducción de Fernando Rodríguez-Izquierdo Gavala). Random House Mondadori, Barcelona, 2009.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

Yo serví al rey de Inglaterra (2006)


Junto Milan KunderaBohumil Hrabal fue el escritor checo que más influyó en la nueva ola de cineastas checos y eslovacos de la década de 1960, la del deshielo y su posterior glaciación. Entre aquellos cineastas, Jiri Menzel fue quien lo sintió más cercano, como apunta que desde sus orígenes profesionales los textos del escritor le inspirasen sus historias cinematográficas. La última adaptación que Menzel realizó de Hrabal fue Yo serví al rey de Inglaterra, una de las mejores obras literarias de su autor. Narrada en primera persona, por el Jan maduro (Oldrich Kaiser), Yo serví al rey de Inglaterra (Obsluhoval jsem anglického krále, 2006) recuerda las experiencias del narrador desde sus inicios laborales, cuando Jan (Ivan Barnev), un joven acomplejado y arribista, vende salchichas en la estación de tren y sueña ser millonario para codearse con quienes ya lo son. La desenfadada narración de Jan contagia su manera de ver la vida y su entorno, así como su capacidad de ver realizado lo que parece increíble, tal como ser el camarero que sirvió al emperador de Etiopía. Este personaje y guía es el antihéroe de una historia que va pasando de hotel en hotel, de jefe en jefe, de maitre en maitre, acumulando experiencias, lecciones, complejos y rencores que pretende vengar igualándose a quienes le miran por encima del hombro, ignorándole, porque solo ven en él a alguien indigno de sus atenciones de clase.



Jan no duda en trabajar sirviendo a los alemanes, cuando estos ocupan Checoslovaquia, ni rechaza a Liza (Julia Jentach) por su origen alemán. La socorre y se casan. Así, Jan accede a un nuevo puesto laboral mientras ella viaja por la Europa ocupada, reuniendo sellos que, concluida la guerra, harán millonario al protagonista. Pero el dinero no le proporciona felicidad, tal vez sí la alegría de su propio hotel, pero su plenitud, la que debe nacer de su interior, no asoma ni siquiera cuando logra que le encierren con quienes le han rebajado. Esto sucede cuando se produce el golpe de estado comunista. En ese instante, Jan insiste a las nuevas autoridades que le encierren en el campo junto al resto de millonarios, aunque tampoco allí tiene la sensación de ser aceptado. En la novela, no así en la película, participa de las comilonas, de las fiestas, del buen vivir, pero continúa sintiendo que le miran por encima; lo que le lleva a la comprensión de que se ha equivocado al aspirar a una meta que no le llena. Tras su tono cómico, Yo serví al rey de Inglaterra se abre a la búsqueda existencial de su narrador, una búsqueda que pasa por mirarse al espejo, por recordarse y despojarse de lo superfluo, en busca de conocerse a sí mismo para hallar la plenitud que solo es posible cuando Jan se acepta en soledad. A este respecto, Hrabal asimila y hace suyas las influencias del filósofo chino Lao-Tse; y Menzel, las del escritor checo, aunque resulta más optimista que aquel. En ambos, la sencillez, el vacío (lo que se puede llenar), la naturaleza y la quietud posibilitan al personaje descubrir su camino lejos de los lujos, una senda existencial que le acerca la serenidad que ni los billetes, ni su hotel ni su estancia entre los millonarios le ha proporcionado. Cuando apenas tiene nada, comprende. Por eso narra, para no olvidar y para reflexionar quién es; una cuestión presente en la obra narrativa de Hrabal y también en la de Menzel, el cineasta que mejor supo conectar y captar la esencia del escritor y llenarla con la propia. A diferencia de la novela, la película báscula entre el pretérito anterior y el pasado reciente, siendo el tono del primero luminoso, festivo, irreal, juvenil, exagerado —incluso el primer recuerdo, en blanco y negro, a imagen del cine mudo, vive en la caricatura—, mientras que el segundo asume la pausa y los colores serenos y grises que envuelven la estancia de Jan junto a Marcela (Zuzana Fialová) y el profesor de francés (Milan Lasica). Menzel hace suya la sátira del autor de Una soledad demasiado ruidosa, y la reflexión acerca de la búsqueda del narrador, un ser humano perdido, aplastado por el peso de la Historia —la ocupación nazi de Checoslovaquia y la posterior implantación del comunismo— y el de sus propios complejos, y encontrado en la intimidad de su existencia.




martes, 20 de diciembre de 2022

Evgenia Ginzburg y El vértigo


Noches claras y días oscuros (fragmento), por Evgenia Ginzburg*


<<Hablábamos veinte horas diarias hasta casi perder la voz. La moral era alta: nos sostenía el convencimiento de que el hombre, gracias a la palabra, se halla siempre en condiciones de entrar en relación con sus semejantes.


En poco tiempo supe, hasta en los detalles más nimios, no solo el currículum vitae de Julia, sino también la biografía de todos sus parientes, hasta los de tercer grado. Durante horas recitábamos versos. Nos contábamos las noticias ya viejas de la Butirka.


Luego, por reacción, un día nos quedamos taciturnas y comenzamos a pensar en las posibles soluciones de nuestro drama; mentalmente recorríamos los caminos más dispares, pero cada vez con mayor frecuencia la única salida era la muerte.


La salvación de nuestros pensamientos nos llegó de forma completamente inesperada. Se abrió el ventanillo y apareció un folleto parecido a un diario de clase. Tras el folleto, la cabeza de color de estopa del carcelero apodado Yaroslavski. Esta vez la bondad salió airosa por encima de la costumbre cotidiana: la cara se le distendió en una sonrisa y con voz alegre pronunció una palabra mágica:


—¡El catálogo!


He aquí una lección práctica sobre el hecho de que la esperanza no debe perderse nunca. Había tiempo que habíamos llegado ya a la conclusión de que el inventario de la biblioteca duraría diez años y, sin embargo… Sí, era exactamente un catálogo, nada escaso por cierto: la biblioteca era importante y disponía de amplia posibilidad de selección.


El fin de la soledad. Al día siguiente, a esa misma hora, vendrían a verme Tolstói y Blok, Stendhal y Balzac. Y yo, estúpida de mí, pensaba en la muerte.


Apresuradamente transcribimos los números de los libros que deseábamos. Estábamos tan excitadas que cometimos errores. Al día siguiente nos mandarían dos a cada una. ¡Qué suerte no estar sola ya en la celda! Me hubiesen dado dos libros, pero ahora tendríamos cuatro. Era un reactivo que permitía sobrevivir.


Debíamos parecer radiantes de felicidad, porque Yaroslavski se rindió definitivamente. Después de habernos mirado con expresión furtiva, en una ancha sonrisa, mostró los dientes irregulares pero blanquísimos y movió la cabeza en señal de aprobación.


—Mañana.


Y llegó por fin ese mañana. Ávidamente apretaba en las manos los cuatro libros y no sabía discernir cuál había de pasar a Julia, que generosamente me había dejado a mí la selección. ¿Cuál leer primero? Sí, Resurrección; y a Julia, después de haberlo reflexionado bien, le di el volumen de Obras escogidas de Nekrasov. Julia, tras abrir el libro, lanzó una exclamación de estupor:


—Siempre había considerado que era imposible igualar el martirio de los decabristas, y sin embargo:


“Es cómodo, sólido y ligero

El vagón bien hecho…”


Si hubiesen probado los vagones de Stolypin…


Pero no había tiempo para conversaciones. Había que leer. Y me lancé sobre el ajado volumen de Tolstói.


En familia siempre me habían considerado una devoradora de libros, apasionada e insaciable. Pero solo allí, en aquel ataúd de piedra, descubrí el significado más secreto de la palabra lectura. Comprendía ahora cuán superficiales habían sido todas mis lecturas anteriores. Hasta entonces jamás supe lo que era el trabajo de un texto, no en extensión sino en profundidad. Y después de haber salido de la cárcel ya no fui capaz de leer así, como en la prisión celular de Yaroslavl, donde a mí misma me había descubierto a Dostoyevski, a Tiutchev, a Pasternak y a muchos otros. En aquella celda me acerqué por primera vez a la historia de la filosofía, estudiando escrupulosamente algunos volúmenes. Podrá parecer extraño, pero en la biblioteca de la cárcel se pueden pedir muchos libros que, en cambio, hace ya tiempo que han sido retirados de las bibliotecas comunes.>>

*Evgenia Ginzburg (1904-1977) fue una de las  miles de víctimas del Gran Terror, la purga a gran escala ordenada por Stalin en 1937. Fue detenida, acusada de enemiga del Estado y condenada a diez años de prisión. En 1947, fue puesta en “libertad”, sin derechos y sin poder abandonar la ciudad de Managan, en la inhóspita Kolymá. En total, pasó dieciocho en el Gulag, dos de ellos en la prisión de Yaroslavl y el resto de los años en la lejana Kolymá. Su libro El vértigo detalla su experiencia, su padecimiento, pero también es un testimonio de primera mano del terror de estado practicado por Iósif Stalin y de la realidad vivida en los campos de concentración soviéticos. Otros autores que relataron sus experiencias fueron Gustav Herling-Grudzinski en Un mundo aparte, Alexandr Solzhenitsyn en Un día en la vida de Iván Denísovich o ya más detalladamente en su monumental estudio Archipiélago Gulag y Varlam Shalámov en la no menos descomunal Relatos de Kolimá. Aunque fue rehabilitada, y la URSS vivió su espejismo de deshielo, Ginzburg nunca pudo ver su libro publicado en su país, donde sí circuló de forma clandestina.

Evgenia Ginzburg: El vértigo (traducción de Fernando Gutiérrez y Enrique Sordo) pp 204-205. Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2012.

lunes, 19 de diciembre de 2022

Una cronología en prosa del siglo XX

La cronología que sigue no tiene finalidad alguna, ni viene a cuento de nada, salvo que me ha dado por ahí. Las novelas, crónicas, memorias y ensayos nombrados me recuerdan algunos momentos literarios del siglo XX. No son los más ni los menos de nada, solo son los que he puesto. Hay muchos otros títulos; algunos los desconozco, otros los descubriré y millones los ignoraré, consciente o inconsciente de hacerlo. También los hay que, como los citados abajo, ya los he descubierto, dialogado, discutido y sentido en la intimidad de páginas que desbordan ideas, historias, dudas, fantasías, existencias... Quizá mañana sean esos otros los que escriba para recordar que la literatura es una de las mayores fuentes de riqueza de la humanidad. Lo dicho no es exagerado, como tampoco creo que lo sea decir que sin la lectura, el individuo y la sociedad se deshumanizan, se embrutecen, perdemos libertad y damos un paso más hacia el ser autómata, aunque neguemos que tal posibilidad nos alcance o que nosotros mismos la abracemos.


1900. Joseph Conrad: Lord Jim


1901. Selma Lagerlöf: Jerusalén


1902. Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas


1903. Jack London: La llamada de la selva


1904. Pío Baroja: La busca y Mala hierba // Luigi Pirandello: El difunto Matías Pascal // Joseph Conrad: Nostromo


1905. Pío Baroja: Aurora roja // Jan Potocki: Manuscrito encontrado en Zaragoza


1906. Leopoldo Lugones: La guerra gaucha // Robert Musil: Las tribulaciones del estudiante Törless


1907. Máximo Gorki: La madre


1908. Anatole France: La isla de los pingüinos


1909. Pío Baroja: Zalacaín el aventurero


1910. John Reed: México insurgente


1911. Pío Baroja: El árbol de la ciencia


1912. Pío Baroja: El mundo es ansí // Thomas Mann: Muerte en Venecia


1913. Marcel Proust: Por el camino de Swann (primera novela de En busca del tiempo perdido) // Miguel de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida


1914. James Joyce: Dublineses // Unamuno: Niebla


1915. Mariano Azuela: Los de abajo // Franz Kafka: La metamorfosis


1916. Ramón del Valle-Inclán: La lámpara maravillosa


1917. Unamuno: Abel Sánchez


1918. Bertrand Russell: Los caminos de la libertad


1919. John Reed: Diez días que conmovieron al mundo


1920. Jaroslav Hasek: Las aventuras del buen soldado Svejk // Ernst Jünger: Tempestades de acero


1921. Ortega y Gasset: España invertebrada // Unamuno: La tía Tula


1922. James Joyce: Ulises


1923. Julio Camba: Aventuras de una peseta // Joseph Roth: La tela de araña // Pelham G. Wodehouse: El inimitable Jeeves


1924. Thomas Mann: La montaña mágica


1925. Francis Scott Fitzgerald: El gran Gatsby


1926. Isaak Bábel: Caballería roja // Franz Kafka: El castillo (escrito en 1922) // Valle-Inclán: Tirano Banderas


1927. Sinclair Lewis: Elmer Gantry // Bertrand Russell: Por qué no soy cristiano // Stefan Zweig: Momentos estelares de la humanidad (la versión definitiva se publicaría en 1940)


1928. Mario de Andrade: Macunaíma


1929. Alfred Döblin: Berlín Alexanderplatz // William Faulkner: El ruido y la furia // Robert Graves: Adiós a todo eso // Erich Maria Remarque: Sin novedad en el frente // Ernest Hemingway: Adiós a las armas // Richard Hughes: Huracán sobre Jamaica


1930. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas // William Faulkner: Mientras agonizo // Luis Martín Guzmán: La sombra del caudillo


1931. Louis Ferdinand Céline: Viaje al final de la noche


1932. Aldoux Huxley: Un mundo feliz // Wenceslao Fernández Flórez: El hombre que compró un automóvil // Enrique Jardiel Poncela: La tournée de Dios


1933. André Malraux: La condición humana


1934. Henry Miller: Trópico de cáncer // Kenji Miyazawa: El tren nocturno de La Vía Láctea  // Francis Scott Fitzgerald: Suave es la noche


1935. John Steinbeck: Tortilla Flat


1936. Henry Miller: Primavera negra


1937. André Malraux: La esperanza // J. R. R. Tolkien: El Hobbit


1938. John Fante: Espera a la primavera, Bandini // George Orwell: Homenaje a Cataluña


1939. Dalton Trumbo: Johnny cogió su fusil // John Steinbeck: Las uvas de la ira


1940. Dino Buzzati: El desierto de los tártaros // Graham Greene: El poder y la gloria // Carson McCullers: El corazón es un cazador solitario


1941. Erich Fromm: El miedo a la libertad // Stefan Zweig: El mundo de ayer


1942. Enid Blythe: Los cinco // Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte // Albert Camus: El extranjero


1943. Max Aub: Campo cerrado (primera novela de El laberinto mágico) // Wenceslao Fernández Flórez: El bosque animado  // Jean-Paul Sartre: El ser y la nada


1944. José Luis Borges: Ficciones


1945. Carmen Laforet: Nada // George Orwell: Rebelión en la granja


1946. Nikos Kazantzakis: Zorba el griego // Robert Penn Warren: Todos los hombres del rey


1947. Ray Bradbury: La feria de las tinieblas // Primo Levi: Si esto es un hombre // Michio Takeyama: El arpa birmana


1948. Eduardo Blanco Amor: La catedral y el niño // Ernesto Sabato: El túnel


1949. Simone de Beauvoir: El segundo sexo // Yukio Mishima: Confesiones de una máscara // George Orwell: 1984


1950. Miguel Delibes: El camino


1951. Alberto Moravia: El conformista


1952. Ernest Hemingway: El viejo y el mar


1953. Ray Bradbury: Fahrenheit 451 // Ramón J. Sender: Requiem por un campesino español


1954. William Goldwing: El señor de las moscas // Richard Matheson: Soy leyenda // J. R. R. Tolkien: El señor de los anillos


1955. Vladimir Nobokov: Lolita // Juan Rulfo: Pedro Páramo // Rafael Sánchez Ferlosio: El jarama // Pier Paolo Pasolini: Muchachos del arroyo // Graham Greene: El americano tranquilo


1956. Ignacio Aldecoa: Con el viento solano


1957. Alberto Moravia: La campesina // Boris Pasternak: El doctor Zhivago


1958. Hannah Arendt: La condición humana // Giuseppe Tomasi di Lampedusa: El gatopardo


1959. Eduardo Blanco Amor: A esmorga // Evgenia Ginzburg: El vértigo (no se publicaría hasta años después) // Vasili Grossman: Vida y destino (publicado en 1980)


1960. Harper Lee: Matar a un ruiseñor // John Updike: Corre, Conejo


1961. Kurt Vonnegut: Madre noche


1962. Miguel Delibes: Las ratas // Aleksandr Solzhenitsyn: Un día en la vida de Iván Denisovich


1963. Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén // Primo Levi: La tregua // Jorge Semprún: El largo viaje // Mario Vargas Llosa: La ciudad y los perros


1964. Herbert Marcuse: El hombre unidimensional


1965. Milan Kundera: La broma // Truman Capote: A sangre fría


1966. Miguel Delibes: Cinco horas con Mario


1967. Gabriel García Márquez: Cien años de soledad // Juan Benet: Volverás a Región


1968. Álvaro Cunqueiro: Un hombre que se parecía a Orestes


1969. Ursula K. LeGuin: La mano izquierda de la oscuridad


1970. Joseph Heller: Trampa 22 // Jerzy Kosinski: Desde el jardín


1971. Bohumil Hrabal: Yo serví al rey de Inglaterra // Tom Sharpe: Reunión tumultuosa


1972. Italo Calvino: Las ciudades invisibles


1973. Michael Ende: Momo // Aleksandr Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag


1974. Heinrich Böll: El honor perdido de Katharina Blum // Tom Sharpe: Zafarrancho en Cambridge


1975. Eduardo Mendoza: La verdad sobre el caso Savolta


1976. Ramón J. Sender: Imán // Tom Sharpe: Wilt


1977. Gonzalo Torrente Ballester: Fragmentos de Apocalipsis


1978. Penelope Fitzgerald: La librería // Eduardo Galeano: Días y noches de amor y de guerra // Patrick Modiano: La calle de las tiendas oscuras


1979. Michael Ende: La historia interminable // Torcuato Luca de Tena: Los renglones torcidos de Dios 


1980. Jean Marie Auel: El clan del oso cavernario // Umberto Eco: El nombre de la rosa 


1981. Gabriel García Márquez: Crónica de una muerte anunciada // Akira Kurosawa: Autobiografía (o algo parecido)


1982. Isabel Allende: La casa de los espíritus // Charles Bukowski: La senda del perdedor // Fernando Pessoa*: El libro del desasosiego


1983. Salman Rushdie: Vergüenza


1984. Alfredo Conde: Xa vai o grifón no vento


1985. Milan Kundera: La insoportable levedad del ser // José Luis Sampedro: La sonrisa etrusca


1986. Eduardo Mendoza: La ciudad de los prodigios


1987. Fernando del Paso: Noticias de Imperio


1988. Salman Rushdie: Los versos satánicos // Gonzalo Torrente Ballester: Filomeno a mi pesar


1989. John Le Carré: La casa Rusia // María Zambrano**: Delirio y destino


1990. Michael Crichton: Parque Jurásico // James Ellroy: L. A. Confidencial // Eduardo Mendoza: Sin noticias de Gurp


1991. Miguel Delibes: Señora de rojo sobre fondo gris


1992. Javier Marías: Corazón tan blanco


1993. Irvine Welsh: Trainspotting // Jorge Semprún: Federico Sánchez se despide de ustedes


1994. Umberto Eco: La isla del día antes // Antonio Tabucci: Sostiene  Pereira


1995. José Saramago: Ensayo sobre la ceguera


1996. Javier Marías: Cuando fui mortal


1997. Antonio Muñoz Molina: Plenilunio // Svetlana Alexiévich: Voces de Chernóbil


1998. Manuel Rivas: O lapis do carpinteiro


1999. Luther Blissett: Q


*publicado por primera vez en 1982. Pessoa lo inició en 1913, y siguió trabajando en él hasta 1934.


**publicada por primera vez en 1989, aunque fue escrita en 1952.