jueves, 20 de abril de 2023

La broma (1968)


Narrada en varias voces, La broma (Zert, 1965) fue una novela fundamental en la nueva literatura checoslovaca de la segunda mitad de la década de 1960, sobre todo, porque Milan Kundera ofrece en sus páginas la reflexión de un escritor lúcido, que mira con ojo crítico a su país, durante parte del periodo comunista, desde la posguerra hasta el deshielo, centrándose en la figura de Ludvik Jahn, el autor de una broma que provocó su expulsión del partido, de la universidad, del mundo que había conocido y en el que había creído. De ese modo, por escribir en una postal dirigida a Marketa, la universitaria con la que salía, <<el optimismo es el opio del pueblo. ¡El espíritu sano hiede a idiotez! ¡Viva Trotski!>>, fue desposeído y condenado a ser un marginado —dos años y medio en la mili, en el pelotón de sospechosos del Estado, año y medio en una prisión militar y varios más en las minas—. Pero no es el único personaje que vive atrapado entre el pasado y el presente: todos los de su generación parecen estarlo, lo cual imposibilita la posibilidad de cualquier futuro. Los distintos narradores en primera persona escogidos por Kundera hablan en la intimidad del presente. Son voces y pensamiento que recuerdan ese pasado cargado de promesas que les marcó; un ayer que incumplió o ¿fueron ellos quienes incumplieron, al creerlo, quererlo y crearlo sin posibilitarse el plantearlo? Aunque físicamente solo puedan existir en su ahora, viven en los dos tiempos que van asomando en las páginas, dos periodos que permiten hacerse una idea de la realidad vivida y sentida; el desencanto, el descubrir que sus intenciones nada pueden respecto a la gran broma existencial. Personajes como Helena, Jaroslav, Kostka, Lucie (ausente en la adaptación cinematográfica realizada en 1968 por el director eslovaco Jaromil Jireš) o Ludvik viven la imposibilidad de prever (y evitar) sus chistes más crueles. En “La broma”, Ludvik reflexiona sobre sí y sobre su relación con el entorno, recuerda su imagen de estudiante, de condenado, de enamorado. Recuerda un viejo amor, viejos amigos y enemigos, intenciones como la venganza que le ha llevado de vuelta a su ciudad natal, pesares y odios de los que no puede desprenderse y esa deuda que pretende hacer pagar al antiguo estudiante y miembro del partido que presidió su “juicio”. Como individuo, Ludvik es incapaz de vengarse del Poder que le condenó, esa ideología totalitaria que cobró forma de Estado autoritario, pero puede individualizarlo en Zemanek, que se ha convertido en su obsesión; quizá porque cree que al vengarse en él, pueda liberarse de la carga que le persigue desde su “destierro”.


El protagonista expresa que <<la autocomplacencia del poder no se manifiesta solo en su crueldad sino también (aunque con menor frecuencia) en su misericordia)>>. Lo que vendría a decir que ambas son atributos del Poder, o que están en sus manos, y que las usa a su antojo para demostrar hasta dónde llega su omnipotencia y su alcance. Es quien permite o prohíbe, quien decide, quien perdona o asfixia a los individuos bajo su control. A Ludvik le tocó sufrir por gastar una broma a Marketa, inconsciente de que al Poder totalitario (o tal vez al de cualquier tipo, porque el Poder siempre tiende a ser “total”) solo le gustan sus bromas. Es controlador, guardián y guía que obliga a seguir su camino establecido. Ningún Poder escucha ni busca el beneficio de sus oprimidos, aunque, en ocasiones, pueda favorecerles o presuma maternalismo, paternalismo o fraternidad, que se desvive por ellos. Más allá del Poder, el Poder solo es la fachada tras la que se esconde su rostro y su hambre insaciable. En definitiva, el Poder sobrevive controlando, dictando, vigilando, defendiéndose de la disensión o de las bromas ajenas. Cuando se ve amenazado, ataca. Cuando tiene hambre, se alimenta de los “suyos”. Aprieta y afloja; y siempre necesita guardianes dispuestos a velar por él. La novela es de una riqueza reflexiva extraordinaria, que permite acceder a los periodos recordados desde una perspectiva íntima y crítica, intimidad y crítica que recoge Jaromil Jireš en su adaptación cinematográfica, cuyo guion escribió en colaboración de Kundera. Por necesidades cinematográficas, no creo que sea preciso recordar la gran diferencia que existe entre cine y literatura, en La broma (Zert, 1968), Jireš prescinde de las voces de los personajes, salvo de la de su protagonista, Ludvik, a quien observamos deambulando entre el pasado y el presente, durante su regreso a su ciudad natal, donde piensa vengarse del tiempo pretérito que le persegue y que él mismo no puede abandonar. La ruptura narrativa de Jireš, el presente en el pasado, y este en aquel, su uso del plano-contraplano estableciendo un diálogo entre los dos tiempos enfrentados, los primeros planos y planos medios, que individualizan (necesidad de los cineastas del deshielo, tras el impuesto realismo socialista), y la práctica ausencia de planos generales, que agudiza la sensación de encierro que habita en Ludvik, captan las sensaciones expuestas por Kundera en su obra literaria, sintetizándolas al tiempo cinematográfico, que difiere del literario, y sacrificando un personaje clave como Lucile, ausencia que implica una pérdida emocional (y reflexiva) de gran riqueza, pero que no afecta al discurso crítico pretendido por Jireš.



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