Del azul de la mañana, una cigüeña desciende sobre el tejado de la familia Melville, de Nueva York. Abajo, en el suelo de tierra, frente a la puerta, una chiquilla de unos trece años lanza el periódico matutino sobre el último escalón de madera. La doble hoja, enrollada en cilindro, bascula sobre su área lateral hasta que el vaivén se detiene. Alguien abre, lo recoge y lee 1 de agosto de 1819, pero un llanto de recién nacido llama su atención y precipita su carrera de regreso. El hombre desaparece en el interior del inmueble. Ese primer llanto de vida tiene un significa especial para él. Le anuncia que su tercer hijo, el segundo varón, acaba de abrir los ojos y respira por primera vez. Se acerca a su mujer, intentando serenarse. Ella está tumbada en el lecho y sostiene al bebé sobre su cuerpo cansado, pero receptivo. El bebé, aún cubierto de la vérnix caseosa, ha vuelto a cerrarlos. Duerme. Quizá sueñe sin todavía saber o sin recodar que puede soñar. “Ya te llegará el momento de despertar”, parece que dice la madre cuando le acaricia la mejilla con su índice derecho. Herman, que así deciden llamarle, crece robusto, sano, con ganas de echar a volar, pero, primero, debe aprender a caminar y, más adelante, a correr por las calles de la ciudad que lo ve crecer. A lo lejos, la adolescencia le alcanza y sus ojos despiertos divisan el Hudson, cuya corriente le invita a fantasear viajes por aguas y tierras lejanas, pero comprende que no es tiempo para emprender la aventura. Ahora, debe entrar en la Academia y labrarse un futuro, como le dicen sus padres. Pero él duda y piensa que si cualquier mañana posible se hiciese real, con solo abonar y trabajar el presente, ¿por qué se cruza con tantos rostros y cuerpos tristes? “Pues no”, exclama para sí, y concluye que ese porvenir pensado, por el que se ha trabajado y sacrificado tanto, a veces no llega o nunca es el esperado.
La vida está llena de imprevistos, sencillamente lo son porque no se esperan. Así que dos años después, Herman ya no puede continuar sus estudios. La muerte paterna le obliga a buscar empleo y a iniciar su formación autodidacta. Trabaja en un banco, pero estar sentado, contando monedas y cubriendo recibos no es para un culo inquieto como el suyo. Lo sabe, y comprende que tampoco su posterior ocupación de maestro podrá asentarlo. En 1839, cansado de la sensación de inmovilidad docente, se enrola en la marina mercante y viaja a Liverpool. La travesía abre su apetito aventurero y, a su regreso a Norteamérica, sus ganas de viajar le llevan a Illinois, a una mina donde trabaja extrayendo plomo. Inevitablemente, este primer periodo de inquieta vitalidad juvenil concluye cuando se ve obligado a volver a Nueva York, para ayudar en la maltrecha economía familiar. Lo que parece una estancia definitiva, no es más que un periodo de ausencia de oportunidades laborales. Quiere ser pasante, oficio que no pega con el nervio que decide aventurarse en un ballenero, que parte rumbo al Pacifico sur.
Corre el año 1841 y Melville, sin pensar en ello, acumula experiencias que posteriormente inspirarán algunas de sus páginas literarias. No obstante, su travesía en el “Acushuet” no le resulta nada agradable, más bien lo contrario. El trato y la compañía, compuesta en su mayor parte por bribones, buscavidas y malhechores dignos de compartir una botella de ron con John “Long” Silver, le convencen para desertar apenas un año después de embarcarse. Lo hace junto a otro marinero en las islas Marquesas, donde una tribu caníbal los encuentra apetitosos y los hace prisioneros, quizá los guarden al aire fresco o en su despensa de adobe y paja —de esta aventura, saldría su primer libro: Typee, que sería adaptado al cine por Richard Thorpe en El último pagano (Last of the Pagans, 1939) y Allan Dwan en La isla encantada (Enchanted Island, 1958)—, pero, in extremis, apunto de ser condimentado y con el agua hirviendo, el viento sopla a favor de Melville, que es rescatado y enrolado por otro ballenero. Arribado a puerto, se niega a seguir en el barco. Su <<prefería no hacerlo>> precipita su arresto y su juicio en tierra. La sentencia conlleva su encierro, pero solo hasta que el ballenero zarpe. Entonces, el futuro escritor es puesto en libertad. Viaja a Hawaii y, de nuevo, como si no tuviese suficiente con los malos tratos, los caníbales y el encierro, se enrola pensando en que será su pasaporte a casa. Esta vez se trata de un navío de la marina estadounidense, en el que navega hasta que se licencia en 1844. Tras varios años viviendo lo que algunos no viviremos en cuarenta vidas, ¡ecco! arriba a casa. Eran otros tiempos, los caníbales actuales no beben aquel café ni comen carne humana, solo se alimentan de nuestras mentes.
En su tierra natal, no tiene claro qué hacer, así que se entretiene relatando sus aventuras a conocidos y familiares. La reacción positiva que observa, le lleva a la pregunta ¿por qué no escribirlas? Decide convertirse en escritor profesional, una decisión que le llenará de sin sabores, pues sus obras, la mayoría de ellas, serán ignoradas por sus contemporáneos. Hoy, su nombre suena entre quienes han abierto más de veinte libros en los primeros sesenta años de sus vidas. Sobre todo, se le recuerda por Moby Dick —inspirada en la trágica experiencia del ballenero “Essex”, que Ron Howard narró en la película En el corazón del mar (In the Heart of the Sea, 2015)— y llevada a la pequeña y gran pantalla una veintena de veces, la primera en 1926, dirigida por Millard Webb y protagonizada por John Barrymore, que también sería el capitán Ahab en la primera versión sonora, a cargo de Lloyd Bacon; y la más popular (y probablemente la mejor), la versión realizada por John Huston en 1956 (Michael Curtiz, William Dieterle u Orson Welles son otros ilustres cineastas que lidiaron con la ballena blanca). Otra de sus grandes obras (y pequeña en extensión), Bartleby, el escribiente, vio la luz por primera vez en 1853, en la revista Putmam’s Monthly Magazine, en la que colaboraba a razón de cinco dólares por página escrita y publicada. De este cuento existencial destaca la adaptación cinematográfica realizada por el actor francés Maurice Ronet en 1976. Y no menos fundamental es Billy Budd, que concluye pocos meses antes de fallecer, en 1891. Este relato, daría pie a un musical, que lo frivoliza, y, entre otras, a una adaptación cinematográfica que hace justicia al texto: La fragata infernal (Billy Budd, Peter Ustinov, 1962). Billy Budd reúne gran parte de las preocupaciones temáticas de su autor y cierra de modo brillante una obra literaria (tanto narrativa como poética) que adelanta cuestiones que abordaría la novela del siglo XX: el individuo, su existencia, la profundidad psicológica y filosófica; cuestiones que quizá lo hicieron minoritario, ignorado, marginal o puede que los lectores de su época viviesen en la comodidad lectora y les costase enfrentarse a páginas que les invitaban al esfuerzo de pensar, o quizá ocurriese algo similar a lo que se vive en la actualidad en la industria del cine y en la narrativa comercial actual, que ofrecen leer y ver siempre el mismo tipo de novela y película. No vaya a ser que alguien cambie un fotograma o una coma y nos despierte a nuevos sueños.
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