jueves, 8 de diciembre de 2022

Giordano Bruno (1973)

<<Es menester llegar al gigante Giordano Bruno, el frailote heroico y enorme especie de Hércules espiritual, perenne luchador con monstruos, para hallar alguien en quien la teoría copernicana se ha convertido de invento particular en cambio del mundo.>> 

Ortega y Gasset: En torno a Galileo.


Una estatua de bronce observa desde su pedestal en la plaza de Campo de’ Fiori el recorrido que conduce hacia el Vaticano. No le quita ojo desde que el 9 de junio de 1889 se dio a conocer a Roma y al mundo. Es obra de Ettore Ferrari. Es el cuerpo de un gigante que vigila. Es la mirada pétrea de Giordano Bruno, quemado en ese mismo lugar en 1600. El fuego de su hoguera no surtió el efecto deseado por sus verdugos, aunque consumiese el cuerpo, no pudo quemar la luz de ideas que iluminaban en el albor del siglo de Galileo y Descartes, el siglo que llevó a la Humanidad a su Edad Moderna. Astrónomo, filósofo, matemático, poeta, Bruno fue, por encima de todo, un pensador libre de dogmatismos que rompía las cadenas del geocentrismo en busca de un nuevo inicio. Hay quien emplea el término librepensador para definirlo, pero, sea una u otra forma, en ambos casos añadir que fue uno de los más destacados de su época (quizá de cualquier época). Su pensamiento, radical para quienes establecían el inamovible y estático orden “cósmico” de su entonces, lo llevó a ser visto como un agente del desorden que amenazaba la realidad aceptada. Sin embargo, no hay intención de imponer un orden o un desorden en Giordano, hay necesidad de aunar filosofía y vida —<<Las artes, las ciencias, el trabajo incrementan enormemente el potencial humano y el hombre necesita de una filosofía adecuada para este desarrollo. Todos los hombres y no solo los filósofos>>—, de cuestionar y de conocer, de dar respuestas que acerquen la libertad a la raza humana en un Cosmos sin límites donde la Tierra ya no es más que uno de los infinitos mundos posibles.

<<El filósofo, aunque nada posea, es propietario de su propio destino>>, dice el pensador interpretado por Gian Maria Volontè en Giordano Bruno (1973). Su capacidad de pensar fuera de la guía del pensamiento establecido lo diferencia de la mayoría de sus contemporáneos; y la práctica de dicha capacidad será su “pecado”. Su creatividad y su crítica le posibilitan desarrollar un pensamiento que se libera de los grilletes dogmáticos que a él no pueden sujetarlo, consciente de las capacidades y aspiraciones humanas de aprendizaje y conocimiento. <<Los hombres no son como las abejas y las hormigas que siempre repiten los mismos actos. Ellos construyen su conocimiento. Pueden inventar y comunicar sus invenciones. La memoria del hombre no es solo repetición, es la adquisición de nuevos conocimientos>>. Son palabras del propio filósofo, leídas por el joven que en la película le visita en prisión. Bruno, personaje central del film de Giuliano Montaldo, es un individuo que no traiciona su pensamiento. No puede ceder ante el poder externo que lo amenaza y tortura, y no cede porque está en juego la libertad del individuo (no solo la suya) frente a la autoridad que pretende someterlo a su universo limitado y controlado.

Ortega realiza su ensayo sobre la Modernidad en torno a la figura de Galileo, otro ejemplo del individuo enfrentado al Poder, pero, a diferencia de Bruno, acaba retractándose y, por tanto, negándose a sí mismo ante la Inquisición. Esto no sucede con el filósofo de Nola (Nápoles), sobre quien Montaldo hace girar su película. El cineasta, también coguionista de esta coproducción italo-francesa, inicia su propuesta con la llegada del <<frailote heroico>> a Venecia —regresa a la península itálica después de su largo exilio en París, Londres, Praga— y la desarrolla durante su último desencuentro con la Inquisición. Por entonces, la Iglesia Católica no estaba pasando por su mejor momento; en realidad, estaba viviendo uno de los más complejos y difíciles de su historia: la Reforma luterana y la calvinista habían cambiado el tablero de juego y Roma sentía que empezaba a perder la partida, lo que precipitó mayor intervención de la Inquisición en los diferentes Estados y Repúblicas italianas, por temor a nuevas rupturas, —en la película, uno de los venecianos comenta que en los cincos últimos años ellos solo han condenado a cinco herejes a la muerte, mientras que Roma ha ejecutado a cinco mil.

No me cuesta suponer que la Inquisición, durante el Renacimiento, desearía que todos los reinos y repúblicas fuesen “pías” como Castilla y Aragón, dos coronas que un miembro del Santo Oficio pone de ejemplo de pureza católica, cuestión desmentida por las imágenes del recuerdo del acusado —recuerda presenciar el juicio del arzobispo de Toledo. Pero sí es cierto que el caso de la península ibérica era distinto al de la itálica, cuyas repúblicas y principados eran más tolerantes y variables que las rígidas monarquías hispanas. La Italia renacentista estaba dividida en ciudades-estado como Florencia, Milán o Venecia donde se había desarrollado un pensamiento más liberal y comercial, de ahí que los Estados Pontificios no pueda obligar, solo presionar e insistir a las autoridades venecianas que le entreguen a Bruno. La Iglesia teme que sea puesto en libertad, tras haber confesado que ha pecado. Finalmente, tras una votación, el senado veneciano cede y el astrónomo es conducido a Roma, donde será juzgado por el Santo Oficio, excomulgado, prohibidos sus libros y entregado al brazo secular para que haga el resto: condenarlo a morir en la hoguera. Más que de una disputa teológica, la acusación de herejía es una cuestión política: frenar cualquier posibilidad de cambio. <<Una nueva concepción del Cosmos, supone una nueva concepción del hombre>>. Comprender esto resulta fundamental para entender la reacción de la Iglesia al pensamiento cósmico y filosófico de Bruno, que libera del estatismo medieval. El universo, tal como se había establecido y custodiado, y tal como había condicionado durante más de un milenio al ser humano, tocaba a su fin con el modelo copernicano, pero, por sí solo, lo dicho por Copérnico en su De revolutionibus orbium caelestium nada hubiese cambiado. Se necesitaba ampliarlo, se necesitaba la evolución que pasaba por el pensamiento de Bruno hasta confirmarse en la física de Galileo y Kepler, andado el tiempo en la de Newton, y en la filosofía de Descartes. Entonces, se confirmaría definitivamente el giro hacia la modernidad científica y filosófica que cambiaría la Humanidad para siempre: la liberaba y al tiempo la empequeñecía. Por tanto, se comprende que la reacción de la Iglesia no se trataba de una intolerancia fruto de la ignorancia y del odio, o no solo, sino del miedo al cambio que indudablemente se produciría.


La filosofía de Bruno asustaba al Orden porque echaba por tierra el pensamiento dominante durante la Edad Media. Este temor lo confirma la presencia en pantalla del cardenal Sactori (Hans Christian Blech). El Defensor de la Fe es implacable por su intolerancia natural, pero también porque cree firmemente que <<un hombre solo puede ser más peligroso que un ejército de bárbaros>>. Al asegurar esto, piensa en Lutero y en evitar a toda costa que Bruno sea otro reformador como el alemán. En realidad, el cardenal se equivoca. Un hombre solo no puede cambiar el mundo, pues los cambios no son espontáneos, se están produciendo antes de que los primeros síntomas salgan a la luz. En este sentido, Copérnico no revolucionó la Historia, tampoco Giordano, pero, entre otras psicologías y causas económicas y políticas, la sucesión de las ideas filosóficas, físicas y matemáticas que paulatinamente dejan atrás el pensamiento medieval —Erasmo, Tomás Moro, Luis Vives, Miguel Servet, Ramus, Michel de Montaigne, Franciscus Vieta, Bruno, Tycho Brahe, Johannes Neper—, hasta alcanzar a Galileo y a Kepler, sí. Al igual que los humanistas, que posiblemente lo influenciaron, Bruno no se odia a sí mismo ni odia a la Humanidad, ni a la Iglesia Católica. No actúa por despecho o resentimiento. Solo intenta servir a la verdad, buscándola, no poseyéndola: <<La valía del ser humano no reside en la verdad que uno posee o cree poseer, sino en el sincero esfuerzo que realiza para alcanzarla. Porque las fuerzas que incrementan su perfección sólo se amplían mediante la búsqueda de la verdad, no mediante su posesión. La posesión aquieta, vuelve perezoso y soberbio>>; de ahí que, por ejemplo, dude de la “Santísima Trinidad”, que ni la propia Iglesia puede explicarle racionalmente, o asuma que el espacio es infinito. Sea como sea, el motor de Bruno no es el resentimiento que mueve a Lutero y Calvino; reformistas, sí, pero también resentidos cuyas doctrinas tampoco liberan, más bien, exigen humillación y sometimiento, en ningún caso buscan la libertad del ser humano pretendida por Bruno. Bertrand Russell no duda en señalar en su “Historia de la Filosofía Occidental” que <<los teólogos protestantes eran (por lo menos al principio) tan fanáticos como los teólogos católicos, pero tenían menos Poder y eran, por consiguiente, menos capaces de hacer daño>>, aunque poseían el suficiente para dañar, como atestigua le muerte de Servet en una hoguera de Ginebra (Suiza) en 1553.



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