La música de Ennio Morricone para la trilogía del dólar de Sergio Leone dio al spaguetti western el inconfundible estilo musical que otros compositores imitarían; incluso el propio Morricone se imitaría a sí mismo en varios momentos de Mi nombre es ninguno (Il mio nome è Nessuno, 1973). Este film también podría ser un western a imagen de los de Leone, probabilidad sugerida por los nombres de sus responsables, que habían colaborado con el realizador de Hasta que llegó su hora (C’era una volta il west, 1968): el director, el guionista, el productor, varios actores que habían trabajado a las órdenes del cineasta romano —Henry Fonda, Mario Brega y Antonio Palombi— , así como el compositor, entre otros miembros del equipo. Sobre todo lo apunta el tictac del reloj invisible que, al inicio de la película, indica el transcurrir de segundos que se vuelven amenazantes con la presencia de los tres forasteros silenciosos, y seguro letales, que llegan al pueblo donde un cuarto hombre, a priori, parece la víctima de sus balas. El reloj insiste en remarcar que la muerte está de camino, siempre lo está, pero Mi nombre es Ninguno no es un film sobre la muerte física, aunque insista su presencia, sino sobre el final de un periodo, su mitificación y su desmitificación. Tampoco es una película de Leone, que asumió la producción ejecutiva y tuvo la idea a partir de la cual Fulvio Morsella y Ernesto Gastaldi dieron forma a la historia que depararía el guion escrito por este último. La dirección de Mi nombre es ninguno corrió a cargo de Tonino Valerii, que había sido asistente de Leone en Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964) y La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965), el guion fue obra de Gastaldi, especialista en westerns y en otros géneros muy de moda en la Italia de las décadas de 1960 y 1970, la producción la asumió Morsella y las influencias más notables son las del cineasta romano, quizá, haciendo del film el más de Leone sin ser suyo. Pero Valerii quiso rizar el rizo y hacer una farsa mezclando influencias del director romano, de Sam Peckinpah —el film le hace varios guiños: el nombre de una tumba, la “banda salvaje”, alguna muerte a cámara lenta y la presencia entre el elenco de R. G. Armstrong, actor asiduo en las películas del estadounidense—, de Chaplin —el vagabundo que va por libre o la escena de los espejos— y, por descontado, Le llamaban Trinidad (Lo chiamavano Trinitá, Enzo Barboni, 1970), en la para mí inexistente, gracia de Terence Hill, cuya mejor versión cómica la alcanza junto a Bud Spencer. Cómo film hibrido —picaresca, western, farsa, homenaje—, Mi nombre es ninguno es intermitente que a veces logra su propósito y otras se pierde en su querer y no poder; entonces, sus intenciones se desequilibran y la farsa del héroe anónimo, que cabalga por el lejano oeste, y la caricatura crepuscular, de un tiempo que irremediablemente concluye para dar paso a otra época y a nuevas páginas de la Historia, se resienten.
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