lunes, 29 de diciembre de 2014

Open Range (2003)

La relación de Kevin Costner con el western se inició al principio de su carrera como actor, cuando formó parte del reparto de Silverado (Lawrence Kasdan, 1985). Desde aquel primer contacto, el protagonista de Los intocables de Eliot Ness (The Untochables; Brian De Palma, 1989) ha regresado al género con cierta asiduidad, o bien como actor en producciones ajenas: Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994) y Hatfields & McCoys (Kevin Reynolds, 2012), mini-serie ambientada durante la Guerra de la Secesión, o como actor, director y productor en Bailando con lobos (Dancing with Wolves, 1991), Mensajero del futuro (1997), un insustancial western postapocalíptico, y Open Range (2003), posiblemente su mejor aportación al género y un claro homenaje al mismo. Esta, hasta el momento, última incursión de Costner en el cine del oeste se presenta desde los espacios abiertos por donde deambulan cuatro vaqueros en busca de pastos libres. Dicha introducción describe al cuarteto como una familia errante cuya cabeza visible es Boss Spearman (Robert Duvall), un hombre de actitud paternal que se ha ganado el respeto, la admiración, el cariño y la confianza de sus compañeros de fatigas. Sin embargo, la armonía en la que viven los cuatro cowboys se interrumpe de modo fortuito a su llegada a Harmonville, una pequeña ciudad donde un cacique (Michael Gambon) manda acabar con ellos. La violenta muerte de Mose (Abraham Benrubi) y la herida de gravedad de Button (Diego Luna), el más joven del grupo, provocan que Boss y Charley Waite (Kevin Costner) asuman una postura que implica imponer justicia en una villa donde la ley se encuentra en manos de dicho ganadero (similar a lo que ocurre en Appaloosa (Ed Harris, 2008), otro destacado western realizado en una época en la que apenas se realizan). Antes de que se produzca el inevitable enfrentamiento, común a otros films del oeste, se detalla la sólida amistad que comparten Boss y Charley, así como sus diferentes perspectivas existenciales. Mientras el primero se muestra en paz consigo mismo, el segundo huye de un pasado en el que la muerte formaba parte del mismo, por ello, en ese instante presente, amenazado por el inminente brote de violencia, Charley se atormenta ante la posibilidad del regreso de ese "yo" de quien ha escapado durante los diez años compartidos con Spearman. No obstante, aquel pistolero ya no existe gracias a la asimilación de la sencilla y honesta filosofía vital de Boss, cuyo contacto ha conferido a su discípulo un pensamiento más reflexivo y sereno, una visión existencial que, en el pueblo, se ve confirmada y revitalizada por la presencia de Sue Barlow (Annette Bening), a quien, instantes antes de que se produzca el enfrentamiento final, Waite confiesa su temor a continuar siendo aquel tipo violento que le obligó a huir de sí mismo y de cuanto había conocido hasta entonces. La historia de Open Range fluye desde las relaciones de sus dos personajes principales, individuos ajenos a los tiempos que corren, condenados a desaparecer y obligados por los hechos a tomar una decisión que no desean, pero que resulta inevitable desde su sencillo punto de vista, que aboga por la libertad y que se ve entorpecido por la corrupción y la injusticia impuestas por el ganadero, una injusticia que les afecta y les obliga a asumir una postura beligerante que, para Charley, conlleva un enfrentamiento más doloroso, aquel que lo enfrenta a sí mismo.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

El fantasma invisible (1941)


Se puede definir 
El Fantasma invisible (Invisible Ghost, 1941) como un producto típico de la serie B de los años cuarenta (rodada en pocos días, con escaso presupuesto y con protagonistas en el ocaso de sus carreras), pero también como la primera película a destacar dentro de la filmografía de Joseph H.Lewis, responsable de estupendas producciones de cine negro: Relato criminal (The Undercover Man, 1949), El demonio de las armas (Gun Crazy,1950) o Agente especial (The Big Combo, 1955) y de sólidos westerns como: El séptimo de caballería (7th Cavalry, 1956) o Terror en una ciudad de Texas (Terror in a Texas Town, 1958). Lewis arrancó esta intriga con el retrato de la señora Kesleer (Betty Compton), que se ha convertido en la obsesión de Charles Kesleer (Bela Lugosi), a quien se observa cenando en una espaciosa mesa donde comparte su soledad con el asiento vacío que tiempo atrás era ocupado por su mujer. Este arranque delata la influencia que la literatura de Edgar Allan Poe tiene en el film y confirma a la señora Kesleer como el primer espectro que asoma en la película, aunque el verdadero fantasma, aquel al que hace referencia el título, se esconde en la mente de ese hombre atormentado por la desaparición de su mujer años atrás. Sin embargo, ella ni ha muerto ni se ha ido con otro (como él siempre ha creído), se encuentra oculta, enferma, incapaz de recordar quién es y bajo los cuidados del jardinero de la mansión. Este fantasma femenino, que se pasea por la nocturnidad y las sombras del jardín, se presenta ante Charles a través del cristal de un ventanal, como si formase parte de un sueño o de una pesadilla. En estos instantes dominados por la oscuridad y las tinieblas, el personaje encarnado por Lugosi entra en trance, apoderándose de él la incontrolable necesidad de matar, como si con ello acabase con la vida de quien lo abandonó y causó el dolor y el odio que habita en su subconsciente. El inicio de El fantasma invisible es una excelente muestra de economía narrativa y un primer aviso de la capacidad de Lewis para ofrecer, en pocos minutos, la información precisa para comprender a sus personajes y los hechos que, en este caso, se desarrollan en su práctica totalidad en el hogar de los Kesleer, un espacio por donde deambulan fantasmas que no se encuentran alrededor del personaje principal, sino en su interior, pues los espectros nacen de su subjetividad y de pensamientos que desea mantener enterrados en lo más recóndito de su cerebro, pero que salen a la luz de modo inconsciente para trastornarlo y convertirlo en víctima de una obsesión que lo impulsa a cometer una serie de asesinatos que no recuerda haber cometido.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Sangre, sudor y lágrimas (1942)


En tiempo de guerra, la maquinaria bélica no se reduce a las armas de combate. Hay otras muchas. Una de ellas sería la propaganda con la que se pretende elevar la moral de tropas y de civiles. En este caso, el cine juega un papel de suma importancia, ya que se trata de un medio que alcanza a un amplio sector de la población. Un buen ejemplo del cine de propaganda bélica realizado en el Reino Unido durante los años de la Segunda Guerra Mundial podría ser el debut de David Lean tras las cámaras, pero, más allá de las imágenes de Sangre, sudor y lágrimas (In Which We Serve, 1942), el film
inicia la colaboración de Lean con Noël CowardRonald Neame y Anthony Havelock-Allan, una asociación que marcaría la primera etapa del futuro responsable de El puente sobre el río Kwai. Aunque Sangre, sudor y lágrimas fue codirigida, escrita, producida e interpretada por Coward (también compositor de la banda sonora), sí se puede decir que es obra de Lean, hasta entonces reputado montador, que sugirió al dramaturgo reducir el guion (que inicialmente daba para unas cinco horas de metraje) y empleó una narrativa que se desarrolla a partir de los flashbacks (como también sucede en Amigos apasionadosBreve encuentro, Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago), que surgen de los recuerdos de los supervivientes del destructor británico que es alcanzado durante los primeros minutos de la película. A partir de estos marineros, que se encuentran flotando alrededor de una balsa, se observan sus relaciones familiares y sentimentales anteriores al conflicto armado y a su enrolamiento en el barco capitaneado por Kinross (Coward), un capitán paternal que busca la armonía y la eficiencia de los suyos. Este enfoque emotivo provoca que, más que un film bélico, Sangre, sudor y lágrimas se desarrolle como un drama que, por momentos, asume aspectos de melodrama para mostrar las emociones y las sensaciones que embargan a sus protagonistas mientras aguardan a un destino incierto. Sin embargo, en ocasiones, la intención emotiva lastra el ritmo del film, provocando que este resulte algo forzado y teatral, aunque esta irregularidad no impide que la película cumpla con su intención de loar a los miembros de la Marina Real Británica en un momento durante el cual el país se encontraba sumido en una guerra que afectaba a la vida tanto de militares como de civiles, por eso la película apenas muestra aspectos de la contienda y sí de la existencia de personas anónimas que ven como el estallido del conflicto rompe con una cotidianidad que echan en falta y a la que desean volver.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Mandy (1952)



De las tres películas que
Alexander Mackendrick realizó sobre la infancia, Mandy (1952) no presenta como protagonista a una víctima inocente que evoluciona hasta convertirse en manipuladora consciente de su entorno, ya que Mandy (Mandy Miller) vive rodeada de silencio y sin interactuar con el medio externo, condicionante de pensamientos y actos. Este alejamiento del entorno, consecuencia de su sordera de nacimiento y de la excesiva protección materna y paterna, la aleja de la forzosa transformación de los pequeños protagonistas de Viento en las velas y Sammy, huida hacia el sur, quienes, debido a las circunstancias que viven, pierden su inocencia inicial para defenderse en el mundo adulto al que acceden accidentalmente. Esta diferencia no impide que el personaje infantil del único melodrama de Mackendrick sea el detonante del comportamiento de la madre (Phyllis Calverty del padre (Terence Morgan), desbordados ante la ausencia auditiva que desequilibra sus personalidades y su relación matrimonial. Esta circunstancia no es consecuencia de la acción de la pequeña y sí del pensamiento que su discapacidad genera tanto en hombre como en la mujer, quienes, desde el mismo instante en el que descubren su sordera (a los dos años de edad), la apartan de todo contacto con el mundo exterior. Durante los cuatro años que siguen, los adultos consideran correcta su postura de proteccionismo extremo, sin caer en la cuenta de que esta impide la socialización de su hija, al tiempo que la condena a permanecer encerrada en su individualidad frustrada, donde no existe ni el sonido ni la posibilidad de comunicar o recibir emociones, sensaciones y sentimientos. De manera inconsciente los padres han perjudicado su desarrollo, y solo la madre acaba por comprender dicha realidad, por lo que decide romper las barreras que han levantado alrededor de la niña inscribiéndola, a pesar de la oposición paterna, en un centro especializado donde podría tener una posibilidad para evolucionar hasta convertirse en un ser social y autónomo. A partir de la acción materna, la postura de Mackendrick parece tomar a la joven como la excusa para acceder y estudiar el mundo adulto, tanto el de los padres como el de Searle (Jack Hawkins), el director de la escuela que se desvive por ayudar a superar las limitaciones y los miedos de sus alumnos, en particular los de Mandy. Sin embargo, el trabajo de Searle constantemente se ve torpedeado por los intereses de terceros, ya sean los económicos, uno de los administradores del centro le pone todo tipo de trabas por no seguir sus directrices, o los personales, el padre de Mandy, temeroso de perder el control que hasta entonces ha ejercido sobre su mujer y su hija, se comporta de un modo que puede ser calificado de aberrante. De tal manera, este melodrama, reflexivo, en ocasiones crítico, pero en ningún momento sensiblero, intenta mostrar, a partir de la figura infantil, un entorno de adultos que, consciente o inconscientemente, se descubre egoísta, a ratos cruel y en ocasiones (según los personajes) reacio a un proceso educativo que conlleva sufrimiento, pero también pequeñas satisfacciones como la de observar la evolución de una niña que poco a poco despierta a la vida, transformando su aislada perspectiva para encontrar su lugar entre los niños y niñas de su edad.

viernes, 12 de diciembre de 2014

El sol del membrillo (1992)


Cortometrajes y participaciones en proyectos colectivos aparte, 
entre los que se cuenta Correspondencia (Víctor Erice y Abbas Kiarostami, 2005-2006), la filmografía de Víctor Erice se reduce a tres largometrajes —El espíritu de la colmena (1973), El sur (1983) y El sol del membrillo (1992)— que lo sitúan entre los cineastas más destacados y originales de la cinematografía española. Entre los rodajes de su primera y segunda película transcurrieron diez años, los mismos que pasaron desde el estreno de El sur hasta el de El sol del membrillo. Durante esas dos décadas el realizador vizcaíno trabajó en varios proyectos que, por un motivo u otro, quedaron en nada, entre ellos un cortometraje televisivo sobre una obra inacabada del pintor Antonio López. Aquel corto no llegó a materializarse, pero sirvió de embrión para este film atípico, complejo e inclasificable (desde un punto de vista genérico), que presenta una perspectiva narrativa que deambula intencionadamente entre el estilo documental y la poética que surge de las imágenes que muestran la experiencia de López ante el lienzo. A lo largo del otoño de 1990 se descubre al artista inmerso el proceso creativo que se desarrolla entre pequeños avances e importantes inconvenientes, los mismos que, con el paso de los días, provocan que cambie su idea inicial de pintar al oleo el sol reflejado en los membrillos por un dibujo que no alcanza a expresar su intención primigenia. Dicha circunstancia confirma la diferencia entre la captura del momento y la realidad en constante transformación, cuestión que invita a reflexionar sobre la imposibilidad del pintor a la hora de atrapar esa realidad condicionada por el paso del tiempo que la cambia, un tiempo que en El sol del membrillo se simboliza en el proceso pictórico, pero también en el cielo otoñal, dominado por las nubes que impiden el paso de la luz, y en la cotidianidad en la que se descubre a quien observa y pinta, consciente de que el arte es un "ser" cambiante que cobra vida a partir de la combinación externa-interna que la cámara recoge desde la estática asumida por Erice como parte de la mirada y de las sensaciones de su amigo. A medida que se desarrollan los movimientos, las pinceladas, las palabras o los silencios de Antonio López, su intención cobra forma en una obra en la que ha puesto su empeño y parte de sus sentimientos. Esta mezcla de aspectos humanos y artísticos se observan desde el primer momento, cuando el pintor delimita y crea el espacio donde se acomoda para dar forma sobre la tela a la esencia del árbol que se convierte durante días en su compañero y en su inspiración. El membrillero y sus frutos le retraen a tiempos pasados, momentos que comparte con su amigo y colega de profesión Enrique Gran, cuando aquel lo visita para observar el avance de un proyecto que evoca anécdotas e intenciones que no llegaron a concretarse, como tampoco se concreta la realidad cambiante que trastoca la pintura al natural. Durante estos instantes la serena nostalgia que mana de su conversación se combina con un entorno en descomposición (frutos caídos, el suelo mojado o la casa en reformas) y con aspectos ajenos al artista y a su idea, circunstancias que no afectan al pintor, pero que muestran la realidad externa que se descubre en el sonido ambiente, en la emisión radiofónica, que anuncia la reunificación alemana (1989-1990) y los conflictivos momentos que preceden al ataque aliado en la Guerra del Golfo (1990-1991), o en las personas que lo rodean: los obreros que rehabilitan la vivienda, su mujer o las hijas del matrimonio, parte humana de una cotidianidad de la que, por momentos, el artista parece abstraerse, inmerso en su empeño por materializar un pensamiento artístico que, como la vida, se encuentra condicionado por circunstancias que escapan a los conceptos humanos de realidad y tiempo.

jueves, 11 de diciembre de 2014

El gabinete del doctor Caligari (1919)



El estatus del que goza en la actualidad El gabinete del doctor Caligari (Das cabinet des Dr. Caligari, 1919) se debe más a su estética, obra de Hermann Warm, Walter Röhrig y Walter Reimann, que a la narrativa cinematográfica (por momentos irregular y teatral) de Robert Wiene, que adaptaba a la pantalla el guion que Carl Mayer y Hans Janowitz, guionistas fundamentales en el esplendor del cine alemán de la década de 1920, desarrollaron en común tras haber asistido a un espectáculo. Dicha estética, marcada por la exageración y las formas imposibles, es característica del expresionismo alemán, un movimiento artístico que llegó al cine tiempo después de desarrollarse en otros ámbitos del arte, y que alcanzó su máxima expresión cinematográfica en este film que inicialmente iba a dirigir Fritz Lang, pero el futuro responsable de M (1931) tuvo que abandonar el proyecto para filmar la segunda parte de Die Spinnen (1920). De ese modo, la dirección de este proyecto producido por Erich Pommer recayó en Robert Wiene, quien, como pretendía hacer Lang, introdujo un cambio fundamental en el guion, uno que no contentó a los autores.


Desde la distorsión, Wiene desarrolla El gabinete del doctor Caligari como el recuerdo de un hombre que narra a un oyente su extraña experiencia con el doctor Caligari (Werner Krauss). Y como todo recuerdo, no es más que una alteración subjetiva de la realidad, de ahí que cuanto se observa podría ser el delirio de un individuo que, hacia el final del film, asegura que el tal Caligari es el director de un centro psiquiátrico que se ha vuelto loco en su obsesión por inducir a un durmiente a cometer acciones que jamás realizaría estando despierto. La película se divide en un prólogo y un epílogo, sugeridos por Lang, en los que no se percibe la alucinación expresionista que domina el resto del relato, y un nudo en el que se muestra la historia que Francis (Friedrich Feher) ubica en una ciudad deformada, posiblemente por la propia deformación con la que percibe el entorno. Este hombre narra su presencia en el espectáculo de Caligari, que presenta como atracción a Cesare (Conrad Veidt), el sonámbulo que despierta para contestar a las preguntas que le realiza el público. Sin embargo, detrás de este número se esconde la mente criminal del psiquiatra, que emplea al durmiente para comprobar hasta dónde puede manipular la voluntad humana sin que esta sea consciente de ello. Pero la importancia del film de Wiene no se encuentra en la intriga, sino en la ruptura visual que se descubre en sus imágenes de calles torcidas y casas inclinadas que crean la subjetividad que se reafirma al descubrir a los personajes, exagerados en sus movimientos y maquillados en exceso, que deambulan por una atmósfera sombría, irreal y pictórica que podría ser el reflejo deforme de una sociedad compuesta por individuos inconscientes de la manipulación de la que son víctimas y aquellos que los manipulan para lograr sus objetivos.



lunes, 1 de diciembre de 2014

Jardines de piedra (1987)

En la cima de su popularidad como cineasta, Francis Ford Coppola presentó en Cannes su demoledora visión del conflicto vietnamita en la soberbia Apocalypse Now (1979). Ocho años después, su situación dentro de la industria era totalmente distinta, de modo que hubo de aceptar participar en films ajenos a sus intereses artísticos. Entre estas producciones, realizadas por encargo, se encuentra Jardines de piedra (Gardens of Stone), un drama que también guarda relación con la guerra de Vietnam, aunque esta se descubre desde la distancia, como si no afectase de forma explícita a los personajes, aunque sí a las ideas que marcan sus inquietudes; mientras, en el film que enfrenta al capitán Willard y al coronel Kurtz la guerra se muestra como una realidad dual, onírica y tangible, que forma parte misma de los personajes, pues los envuelve, la respiran y, en definitiva, habita en sus interioridades. La sensación de lejanía y desconocimiento del conflicto que se ofrece en Jardines de piedra se descubre a través de muchos de sus personajes, aunque mayoritariamente desde el punto de vista del inexperto soldado Willow (D.B.Sweeney) en su contacto con el sargento de la Vieja Guardia Clell Hazard (James Caan), a quien siempre se observa desencantado ante su convencimiento de que la mayoría de los soldados enviados a Vietnam regresarán en ataúdes que él mismo tendrá que dar sepultura. Como consecuencia, resulta lógico que Jardines de piedra se abra en el cementerio militar de Arlington durante el funeral del propio Willow, cuya última carta, leída en off, confirma la pérdida definitiva de la inocencia, la suya y la de tantos otros enterrados en ese campo de hierba y piedra que se convierte en la última morada de la ingenuidad y el sacrificio de los caídos en combate. Inmediatamente, las imágenes retroceden en el tiempo para mostrar a ese mismo soldado a su llegada a Washington, destino donde no desea permanecer (quiere entrar en acción) y donde se convierte en el protegido de un sargento en permanente conflicto con su entorno, debido a su postura ante la participación de su país en una guerra que, para él, solo puede proporcionar la muerte de una generación de jóvenes estadounidenses. A partir de este encuentro se suceden los momentos íntimos, centrados en relaciones afectivas como la amistad entre Hazard y el sargento mayor Nelson (James Earl Jones), la paterno-filial que se desarrolla entre Willow y el primero o las amorosas, por un lado la que une al suboficial y a Samantha Davis (Anjelica Huston), una periodista que se declara pacifista, y por otro la de Willow y Rachel (Mary Stuart Masterson), quien en un primer instante se muestra reticente a aceptar una vida en común con un militar de carrera que, una vez enviado a combatir, quizá nunca regrese al hogar, temor que queda confirmado al inicio de la película. Como consecuencia de la introducción realizada por Coppola, la idea de la muerte se encuentra presente a lo largo de todo el metraje, del mismo modo que también lo está la pérdida de la ilusión que se confirma mediante la lectura de la carta escrita desde el campo de batalla, que nunca se observa en pantalla y del que solo se tienen conocimientos a través de los comentarios de veteranos como Hazard y de las letras escritas por un muchacho que pagó un alto precio por descubrir que la realidad del frente nada tenía que ver con la imaginada.

martes, 25 de noviembre de 2014

El orgullo de los Yankis (1942)


Las biografías cinematográficas tienden a idealizar personajes, a sintetizar y a alterar hechos con el fin de servir a los intereses económicos, ideológicos y artísticos de quienes las llevan a cabo conscientes del imperativo de ajustar las vidas de los retratados a metrajes que apenas alcanzan las de horas de duración. En el caso de El orgullo de los Yankis (The Pride of The Yankees) los aspectos político-sociales de la época tuvieron suma importancia a la hora de conferir al Lou Gehrig interpretado por Gary Cooper la imagen modélica que admirar e imitar. Esta circunstancia encuentra su explicación en la situación por la que atravesaba el país tras el bombardeo japonés a Pearl Harbor en diciembre de 1941 y en la predilección de Hollywood (y de la sociedad estadounidense) por los individuos hechos a sí mismos, como sería el caso de este jugador fallecido un año antes del estreno de la película en la que se narra su vida. Por aquel entonces la moral de los ciudadanos norteamericanos había sufrido un duro golpe y, la necesidad de
 elevarla, provocó que se desarrollaran historias que concediesen el protagonismo a ciudadanos de incuestionable conducta que alcanzan el éxito desde su esfuerzo, sin renegar de sus principios éticos, los mismos que defendería su nación. El film de Sam Wood homenajea y concede a Gehrig el rol de individuo íntegro y modélico de incuestionable moral, es un buen hijo, un buen esposo, un buen amigo, en definitiva, es un hombre que se define por sus elevados valores, por su capacidad de sacrificio, por su humanidad y por su gran generosidad. Tal perfección provoca que, más que un deportista, este jugador de baseball sea la materialización humana del sueño americano, salido de la pobreza pero que no olvida ni rechaza sus orígenes humildes, del mismo modo, nunca deja de honrar a sus mayores y por ello, en su paso de la adolescencia a la madurez, acepta el sueño que su madre (Elsa Janssen) tiene para él (convertirse en ingeniero para ser alguien). De tal manera, el joven asume un futuro que no es el suyo, y lo hace para no dañar las esperanzas e ilusiones maternas, sin embargo, su destino le depara entrar a formar parte de los Yankis de Nueva York, el equipo en el que se convertirá en una leyenda al completar la cifra de 2130 partidos de baseball consecutivos. Pero, más que un film sobre una figura deportiva, El orgullo de los Yankis se decanta por centrarse en las bondades de su protagonista y en cómo este logra alcanzar la cima sin sacrificar su esencia, lo cual le permite disfrutar de la plenitud que le guía incluso en los momentos más dramáticos de su existencia, como sería ese instante en el que se le dictamina su enfermedad terminal, la cual encaja sin reproches, sin quejas y agradecido por su vida al lado de Eleanor (Teresa Wrigth). Así pues, la película de Sam Wood presenta a Lou Gehrig desde su faceta humana antes que como estrella mediática o atlética, y lo hace porque el personaje pretende ser un ejemplo de nobleza y fortaleza, de ahí que sus cualidades y sus sentimientos sean las que marquen el ritmo de este homenaje que avanza por los años para mostrar la evolución de un hombre sencillo, a quien no afectan ni la fama ni la gloria, porque para Gehrig lo importante son sus seres queridos y ese deporte que, día a día, le permite disfrutar y superarse.

martes, 18 de noviembre de 2014

Una partida de campo (1936)



El tiempo es un regalo que no se detiene en su rápido avance hacia el olvido de quienes, habiéndolo vivido, han desaparecido o continúan viviendo en recuerdos que, tarde o temprano, también emprenderán su camino hacia esa inexistencia que en algunos casos, como el de los grandes artistas, se retarda gracias a su legado, el cual permite que sus nombres pervivan mientras lo hagan sus aportaciones artísticas. Dentro del ámbito cinematográfico se puede afirmar, sin riesgo a equivocarse, que Jean Renoir es uno de esos nombres propios que perdura más allá de su época, uno de esos cineastas que, ya ausente, se reafirma en el presente gracias a la riqueza formal y temática de una filmografía sobresaliente, compuesta por títulos indispensables -ToniLa gran ilusión
La bestia humanaLa regla del juego, Esta tierra es mía, French Can-CanLos crímenes del señor Lang,...- como esta película inacabada, cuyo metraje apenas alcanza los cuarenta minutos. Pero esta brevedad no impide que Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936) sea de las obras fílmicas que mejor definen el pensamiento de Renoir, quien, influenciado por los pintores impresionistas (entre ellos su padre Pierre-Auguste Renoir), filmó en Una partida de campo un instante de vitalismo o la vitalidad en un instante que se desarrolla y se vive por entero a orillas de un río alejado de la aglomeración parisina de donde procede la familia Dufeur, el grupo de domingueros que se traslada al campo para saborear una idílica jornada de domingo donde los estímulos y la naturaleza celebran la vida. Durante varias horas, los excursionistas disfrutan de aspectos que en la ciudad no tienen cabida. A quien más afectan los minutos en contacto con la naturaleza es a Henriette Dufeur (Sylvia Bataille), que se deja embargar por la sensación de plenitud que le confiere el experimentar la novedad que para ella significa disfrutar de la sencillez de aspectos tan naturales como comer bajo la sombra de un cerezo o mantener su primer contacto sexual, efímero e idílico con Henri (Georges D'Arnoux), un joven del lugar. A pesar de su corta duración (al inicio se informa de que es un film inacabado) y de que el montaje final fue realizado diez años después de su rodaje, Una partida de campo se descubre como un film completo y complejo, que se desarrolla a partir de unos personajes caricaturescos dentro de un entorno natural que sirve de escenario para el desarrollo de la visión de su autor sobre la fugacidad del momento presente, un momento que inevitablemente queda atrás, pero durante el cual Henriette se impregna de la sensualidad, las emociones y la exuberancia de una jornada que perdurará en su recuerdo cuando regrese a su cotidianidad urbana. Dicha cotidianidad se omite para concluir la narración dos años después del breve lapso temporal, de nuevo en el mismo espacio fluvial, aunque en un instante muy distinto, como confirma su reencuentro con Henri, aquel joven sátiro que pretendió su conquista. En este presente ya nada queda de aquella maravillosa y feliz jornada, cuando ambos fueron uno; ahora, para la joven, solo queda la decepción de una realidad amarga, ajena a aquel despertar al deseo y a las ilusiones compartidas en la fugacidad que ya solo existe en el recuerdo que les confirma que el tiempo, indiferente a las necesidades humanas, ni se detiene ni puede devolverles a aquel instante irrepetible en el que ambos fueron felices.

jueves, 13 de noviembre de 2014

América, América (1963)

La voz de Elia Kazan (director, guionista y productor de la película) introduce América, América como la historia de su tío, el primogénito de ocho hermanos y el responsable de que el cineasta naciese en suelo americano. Tras esa personal introducción, y a lo largo de sus casi tres horas de metraje, se detallan las dificultades a las que Stavros Topouzoglou (Stathis Giallelis) se enfrenta para alcanzar un sueño nacido de la necesidad y no de la ilusión, un sueño que conlleva numerosos sacrificios, así como la pérdida de la inocencia en un entorno donde, para poder sobrevivir, también se ve obligado a perder parte de su humanidad. El recorrido de Stavros se inicia a finales del siglo XIX en la península de Anatolia, donde los habitantes de origen griego y armenio son dos minorías étnicas que viven dominados por la mayoría turca; de modo que, como tantos otros personajes reales y cinematográficos, este joven de ascendencia griega sueña con dejar atrás la miseria y la opresión que descubre en su presente. En un primer momento es incapaz de decidirse a emprender el camino hacia la materialización de su objetivo (quizá por temor, quizá por falta de dinero, de seguridad en sí mismo o en aquello que desea por encima de cualquier otra circunstancia), pero, tras la masacre de sus vecinos armenios, su padre (Harry Davis) deposita en él la esperanza de mejora de los suyos y le envía a Constantinopla con todos los bienes materiales de la familia. Pero este personal homenaje de Kazan a sus raíces, y a la figura de su tío en particular, se centra en el alto coste personal que Stavros se ve obligado a pagar desde que abandona su hogar hasta que pisa suelo estadounidense, un periodo marcado por las pérdidas materiales (el dinero familiar a manos de un embaucador a quien acaba asesinando) y personales (comprende que debe dejar atrás su inocencia y su humanidad, aunque esta nunca llega a desaparecer por completo). Durante este itinerario lleno de trabas, el joven no abandona su obsesiva ilusión de alcanzar el continente americano, así lo confirma durante el camino que le conduce a Estambul o durante su estancia en la ciudad, donde contacta con un pariente de quien escapa al comprender que pretende casarlo con una joven heredera. A partir de este instante, su periplo urbano le depara hambre, miseria y los trabajos más duros, que acepta sin dudar porque cree firmemente que su esfuerzo le proporcionará el billete para esa tierra utópica a la que algún día también espera llevar a toda su familia. Sin embargo, el robo de sus ahorros provocan su desesperación y casi su muerte (al coquetear con el anarquismo), pero también una nueva estrategia cuando, sin otra opción, asume el matrimonio con Thomma (Linda Marsh) como su única vía para conseguir la cantidad que precisa para el pasaje. Su relación con esta joven le permite acceder a una etapa de comodidad, de la que reniega porque comprende que su necesidad va más allá de la dote o de una vida acomodada en un país donde no quiere ni puede permanecer. Experiencia tras experiencia, se va completando el sacrificio de alguien obligado a cambiar su pensamiento y su comportamiento, así lo exigen las circunstancias que marcan su experiencia y su comprensión de los actos de quienes se cruzan en su camino, individuos que le confirman que en su mundo la bondad y la inocencia son signos de debilidad de la que otros se aprovechan. No obstante, por muchos obstáculos o cambios que sufra su personalidad, en Stavros siempre pervive su anhelo (necesidad) de alcanzar una tierra que idealiza, al igual que hacen los protagonistas de Charlot emigrante (Charles Chaplin, 1917), Toni (Jean Renoir, 1935), El camino de la esperanza (Pietro Germi, 1950), Los emigrantes (Jan Troell, 1971), El padrino parte II (Francis Ford Coppola, 1974), Lamerica (Gianni Amelio, 1994), Bwana (Imanol Uribe,1996) o más recientemente Edén al oeste (Costa Gavras, 2009) y El sueño de Ellis (James Gray, 2014), porque en ella todos proyectan la ilusión que su lugar de origen les niega.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Motín en el pabellón 11 (1954)


Una de las cuestiones planteadas en Motín en el pabellón 11 (Riot in Cell Block 11, 1954) partió de una experiencia personal de su productor Walter Wanger, e invita a reflexionar sobre si las cárceles están destinadas a fines integradores o simplemente a alejar de la sociedad a aquellos individuos que han cometido algún delito (o han sido encontrados culpables de haberlo cometido). No tarda en comprenderse que el film de Don Siegel se decanta por la primera opción, pero siendo consciente de que la realidad se encuentra en la segunda, por ello se expone desde una perspectiva crítica del sistema penitenciario de la época de su rodaje. Para ello, antes de que se inicie la acción, se produce una breve explicación de la precaria situación de los correccionales: el exceso de presos en los recintos, el trato que reciben o la falta de un plan educativo que permita su reinserción una vez cumplida la condena. Pero esta crítica inicial, que nunca llega a desaparecer del todo, queda relegada a un plano secundario para dar paso a un intenso drama carcelario en el que sus personajes emplean la violencia como medio para alcanzar el fin que persiguen. Este tono violento y opresivo se apodera del relato desde el mismo instante en el que se accede al complejo carcelario donde los presos se amotinan, como consecuencia del conflicto de intereses y posturas contrarias que mantienen con las autoridades. Entre los presos se descubre todo tipo de individuos, los hay como el coronel (Robert Osterloh) que, aguardando su puesta en libertad, no piensa en la violencia como medio de solución de los problemas (aunque acaba por aceptar la revuelta) y otros como Mike Carnie (
Leo Gordon), que no actúan para denunciar la precariedad en la que viven dentro de los muros de la penitenciaria, sino por su afán de dar rienda suelta a la brutalidad que los domina y que se propaga mientras amenaza con echar por tierra las intenciones de aquellos que han planeado el motín como el único medio posible para obtener la mejora en sus condiciones diarias. Las exigencias contemplan la reducción de presos por módulo, la separación de los reclusos (allí se juntan en una ubicación común tanto delincuentes juveniles como asesinos, violadores, ladrones o presos con problemas psicológicos), el fin de los malos tratos, la implantación de programas educativos y otras cuestiones que han provocado el motín liderado por Dunn (Neville Brand). En el pabellón 11 los convictos retienen a cuatro guardias a quienes ponen como moneda de cambio en la negociación con la que pretenden las mejoras, las mismas que el alcaide (Emile Meyer) lleva tiempo pidiendo a una Administración que desoye sus propuestas. Así que, mediante el empleo de la amenaza y de la violencia, el grupo de amotinados intenta conseguir ese cambio que se ha hecho esperar hasta el extremo de situarlos al límite. Desde un punto de vista autoral, podría decirse que Motín en el pabellón 11 es una de las primera grandes películas de Siegel, en ella ya se observan las características de su cine posterior, como sería la violencia inherente a sus protagonistas, que la utilizan como la única vía para expresar su postura ante aquello que les rodea, al tiempo que la usan para lograr aquello que de otra manera no serían capaces, de ahí que las personalidades de personajes como los asesinos de Código del hampa (The Killers, 1964), la del ladrón de La gran estafa (Charley Varrick, 1973) o la del propio Harry el sucio (Dirty Harry, 1971) se encuentren condicionadas por esa fuerza bruta necesaria para su evolución dentro de un entorno que parece fomentarla.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Bienvenidos al fin del mundo (2013)



La adolescencia es una etapa propicia para fantasear con comerse el mundo aunque más adelante, como en el caso de Gary King (Simon Pegg), uno se deje engullir por él.
 Este personaje, a punto de cumplir los cuarenta, revive en su memoria aquel lejano periodo de su vida en el que era admirado y arropado por cuatro amigos con quienes compartía ilusiones y borracheras, sin pensar que algún día su realidad le depararía soledad, decepción y una inmadurez nacida de su urgente necesidad de vivir en aquel pasado en el que él era el rey. Pero este adolescente de cuarenta años no actúa de modo alocado e infantil por capricho, lo hace porque es incapaz de aceptar el paso del tiempo y la derrota que para él ha significado, de ahí que haya intentado evadirse de la realidad mediante la masiva ingestión de alcohol, el suicidio frustrado o su eterna negativa a asumir que el fin de su yo juvenil podría ofrecerle nuevos y distintos horizontes de aquellos que, años atrás, llenaban su mente y la de aquellos amigos con quienes no pudo completar su recorrido cervecero por la "milla de oro". Como consecuencia de sentirse un perdedor en su etapa adulta, King decide volver a intentar aquel mítico y etílico recorrido en compañía de sus antiguos compañeros, quienes aceptan a regañadientes su propuesta, aunque con la silenciosa esperanza de revivir aquella época ya pasada como si con ello pudiesen alejarse de las decisiones que han marcado un presente insatisfactorio.


Para dar forma a esta divertida y gamberra reflexión sobre el paso del tiempo, Edgar Wright presentó 
Bienvenidos al fin del mundo (The World End's, 2013) como una comedia desmadrada que toma como referencia el cine de ciencia-ficción; anteriormente Zombies Party (Shaun of the Dead, 2004) había tomado el de zombies o Arma fatal (Hot Fuzz, 2007) el cine de acción. Sin embargo, tras la aparente sátira del cine de género se esconde una lectura amarga sobre el transcurrir de los años y las consecuencias que este tiene para sus protagonistas: hombres de mediana edad que no han visto cumplidas las expectativas de su juventud. Pero, al contrario de King, Andy (Nick Frost), Oliver (Martin Freeman), Peter (Eddie Marsan) y Steve (Paddy Considine) viven adaptados a su mediocridad, al orden social y a aquello que se espera de ellos, aunque esto no les exime de sufrir las carencias, los problemas y las frustraciones que salen a relucir con la irrupción de Gary King en sus respectivas cotidianidades. Con la misma vestimenta de antaño, el mismo automóvil y la misma intención (tomar una pinta de cerveza en cada uno de los doce pubs que componen la milla), la imagen de Gary les ofrece, aunque no lo reconozcan, la falsa ilusión de acceder a aquel periodo de sus vidas que ya nunca podrá volver, a pesar de que lo intenten con su regreso a la localidad que les vio crecer. En esa villa, de apariencia tranquila, el quinteto se encuentran con una población de "simples" que han sustituido a los humanos y, ante esta inesperada circunstancia, acaban por enfrentarse a ese suplantador alienígena convencido de la imperfección de la raza humana y empeñado en erradicar la individualidad que define a sus miembros. La imagen de la perdida de identidad se descubre en cada pub o en su reencuentro con su antiguo profesor (Pierce Brosnan), a quien todavía parecen temer (símbolo de la inmadurez del quinteto), pues este intenta convencerlos de lo positivo de aceptar esa perfección que no contempla ni el derecho a ser distinto ni una característica tan humana como la de errar, algo que King y compañía no contemplan al comprender que se trata de una perfección que ni puede ni debe existir por el bien de la imperfecta especie a la que pertenecen como individuos que buscan el camino que satisfaga su paso definitivo a la madurez.

jueves, 30 de octubre de 2014

Rebelión (1967)


En 1952, el mismo año que la revista Kinema Junpo premiaba la magistral Principios de verano (Bakushū, Yasujiro Ozu, 1951) como la mejor película japonesa del año anterior, Masaki Kobayashi debutó en la dirección con La juventud del hijo (Musuko no seishon, 1952). Era el inicio en la realización de uno de los grandes cineastas japoneses de posguerra, aunque su mayor reconocimiento le llegó a partir de la monumental trilogía La condición humana (Ningen no jôken, 1959-1961), a la que siguieron otras obras maestras como Harakiri (Seppuku, 1962), El más allá (Kaidan, 1964) o esta trágica historia coproducida y protagonizada por 
Toshiro Mifune, la única película de Kobayashi premiada por la prestigiosa revista como el mejor film del año. No fueron las únicas, pero estas cuatro joyas cinematográficas bastarían para posicionarlo entre los grandes directores del cine japonés.


En 
Rebelión (Jôi-uchi: Hairyô tsuma shimatsu, 1967), el responsable de la también espléndida Río negro (Kuroi kawa, 1957) expuso, al igual que había hecho en 
La condición humana y en Harakiri, un cine contra la intolerancia y el sinsentido, en este caso, igual que en la anterior, el de un sistema feudal que denigra a los individuos, al impedirles asumir decisiones propias y obligarles a acatar los caprichos de quienes, según la tradición y las leyes, deben lealtad. Esta situación se descubre a través de la familia Sasahara y de su relación con el daimyo del clan al que pertenecen, en un periodo (1727) durante el cual los grandes señores rigen los destinos de sus vasallos, entre quienes se cuenta Isaburo Sasahara (Toshiro Mifune), samurái sometido desde siempre al orden social que en el presente obliga a Yogoro (Go Kato), su primogénito, a casarse con la dama Ichi (Yoko Tsukasa), una víctima más del sistema autoritario que la ha convertido, contra su voluntad, en la amante de Lord Matsudaira (Tatsuo Matsumoto), quien posteriormente la ofrece en matrimonio a los Sasahara.


Suga (Michio Otsuka), la esposa de Isaburo, no ve con buenos ojos que su hijo se una a alguien que
 considera indigna por haber agredido al noble, sin plantearse los motivos que la condujeron a ello; por su parte, el cabeza de familia también muestra su malestar, aunque al contrario que su mujer no juzga el comportamiento de Ichi y sí la petición (mandato) del Lord, que obliga a su vástago a asumir un compromiso que le impide elegir y por lo tanto le denigra como persona. No obstante, Yogoro accede por el bien de los suyos (desobedecer un deseo del daimyo es una deshonra que implica un castigo) y no tarda en afianzar una relación amorosa con Ichi que despierta la admiración y el respeto de Isaburo (en ellos observa la felicidad que a él se le ha negado). Durante un breve periodo Kobayashi mostró la confianza y el amor que une a la pareja, así como la sensación de plenitud y de júbilo que invade al patriarca al observarlos, pero esta armonía se rompe cuando el hijo legítimo del señor del clan fallece y aquel reclama la presencia en palacio de Ichi, para que asuma el cuidado del nuevo heredero del feudo, una decisión que implica apartarla de cuanto ha construido al lado de Yogoro y que el trío protagonista califica como caprichosa y cruel, por lo que asumen rebelarse conscientes de que su lucha contra la intolerancia y el falso honor que crítica Rebelión conlleva pérdida, pero también la posibilidad de elegir.

domingo, 26 de octubre de 2014

Siete mujeres (1966)


El último largometraje de John Ford presenta a un grupo de mujeres inmersas en un conflicto más profundo que la amenaza física que significa la presencia del sanguinario Tunga Khan (Mike Mazurki) en los alrededores de la misión donde se desarrolla la acción. El verdadero interés de esta magnífica película reside en los comportamientos de los siete personajes femeninos que la protagonizan, sobre todo en dos de ellos: la directora del centro, Agatha Andrews (Margaret Leighton), reprimida y puritana hasta un extremo enfermizo, y la doctora Cartwright (Anne Bancroft), desencantada y marginal, pero con una idea de la vida más sincera que aquella que descubre a su llegada a la misión. Antes de que Ford presentase físicamente a este personaje, ya se apunta hacia su exclusión dentro de un espacio donde no encaja, como tampoco encajan en sus respectivos aquellos solitarios interpretados por John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, 1956) o El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shooted Liberty Valance, 1962), seres desarraigados que presentan una perspectiva más amplia y profunda que la de quienes les rodean, y por quienes se sacrifican. Esta similitud entre personajes es una constante en el cine del director de El sargento negro (Saergent Rutledge, 1960), atraído por este tipo de perdedores dignos y orgullosos que entran en contacto y en conflicto con un entorno humano en descomposición. Por ello, aunque a primera vista no lo parezca, la doctora de Siete mujeres (7 Women) viene a ser una variante de aquellos personajes masculinos fordianos, y como aquellos se caracteriza por un distanciamiento asumido, consecuencia de experiencias vitales fallidas, en su caso una relación amorosa que no llegó a buen puerto. La irrupción de esta antiheroína en la comunidad misionera resulta una sorpresa y una decepción generalizada, pues su miembros aguardaban a un médico varón y no a una mujer liberada de prejuicios y marcada por un pensamiento nihilista que provoca la antipatía de Andrews. El enfrentamiento entre ambas es evidente desde el primer momento, y se desarrolla a lo largo del metraje afectando y realzando las posturas de las demás mujeres allí presentes (la inocencia de Emma (Sue Lyon), la admiración sumisa de Jane (Mildred Dunnock) o la serena sabiduría de Miss Binns (Flora Robson)), al tiempo que remarca las carencias vitales de la misionera, temerosa de que se trastoque ese entorno creado a imagen de su intolerancia, un entorno que se desmorona definitivamente con la aparición del bandido.

viernes, 24 de octubre de 2014

Joseph H. Lewis, una precisión de cine


Sin ánimo de desprestigiar el medio televisivo, que ya el propio medio se encargó de ello allá por la década de 1980 y 1990, un director de la capacidad narrativa y cinematográfica de Joseph H. Lewis acabó sus días dirigiendo episodios de El hombre del rifle (The Rifleman, 1958-1963), Bonanza (1963), La ley del revólver (1965) o Valle de pasiones (1965-1966). Pero Lewis no fue una excepción, muchos otros directores de talento, como el caso de Budd Boetticher, corrieron la misma suerte, mientras, también se producía un efecto inverso, ya que nombres surgidos del medio televisivo (y también dotados de talento) como Arthur Penn, Martin RittSidney Lumet dieron el salto al cine. Un par de décadas antes de que esto sucediese, en 1935, Lewis ejercía como supervisor de montajes y editor; dos años después accedió a la realización con The Navy Spy (Crane Wilbur, 1937) y The Gold Racket (Louis J. Gasnier, 1937), aunque en ninguna de ellas su nombre aparece acreditado. El primer film firmado por Joseph H.Lewis fue Luchadores del oeste (Courage of the West, 1937), un western al que siguieron otros de apenas una hora de duración (Texas Stagecoach, The Man from Tumbleweeds o su continuación The Return of Wild Bill). Años más tarde, en la segunda mitad de la década de 1950, regresó al género para cerrar su filmografía con: El séptimo de caballería (7th Cavalry, 1956), La calle sin ley (A Lawless Street, 1956), ambos interpretados por Randolph Scott, Odio contra odio (The Halliday Brand, 1957) y Terror en una ciudad de Texas (Terror in a Texas Town, 1958), su último largometraje.


Durante sus veinte años como director de largometrajes, Lewis destacó por desarrollar un estilo propio condicionado por la rapidez con la que encaraba los rodajes, acostumbrado a tener poco tiempo para ellos, lo que le obligó a perfeccionar una habilidad narrativa precisa, contundente, pero también creativa, que indaga en aspectos emocionales de los personajes que pueblan sus films; un estilo que emplearía tanto en sus producciones de serie B como en aquellas de las que gozó de mayor holgura económica. En todas ellas (o en su mayoría) destaca su afán por mostrar las reacciones de los protagonistas ante las situaciones que los condicionan y les obligan a tomar decisiones en ocasiones extremas. El fantasma invisible (The Invisible Ghost, 1941) es su primera producción destacada y una de las primeras grandes obras de la denominada serie B.
 Realizada en el pequeño estudio Monogram, contó con la participación de Bela Lugosi en el papel de un hombre obsesionado con la imagen de su esposa, desaparecida tiempo atrás, hasta el extremo de convertirse en un asesino inconsciente de serlo. Esta producción de terror de bajo presupuesto presenta características que se irían encontrando en films sucesivos ya fuese en la aventura de El espadachín (The Swordsman, 1947), en la que narró de manera ágil el odio entre dos clanes escoceses, o en la bélica Paralelo 38 (Retreat Hell, 1952), película que se desarrolla en plena guerra de Corea y se centra en las emociones de sus tres protagonistas principales, aunque desde una perspectiva que no esconde un posicionamiento que ensalza al cuerpo de marines al que pertenecen los soldados. Pero sin duda alguna, fue el cine negro el género en el que mejor pudo desarrollar su estilo, plasmado en obras imprescindibles como: Mi nombre es Julia Ross (My Name is Julia Ross, 1945), So Dark The Night (1946), Relato criminal (The Undercover Man, 1949), A Lady without Passport (1950), El demonio de las armas (Gun Crazy, 1950), quizá su obra más conocida, y Agente especial (The Big Combo, 1955).



martes, 21 de octubre de 2014

Sabotaje (1942)


El movimiento es constante en las películas de espionaje de Alfred Hitchcock, de modo que en ellas es habitual encontrar a personajes obligados a trasladarse de un lugar a otro, persiguiendo un objetivo que descubren a medida que avanzan en su deambular como si fuesen marionetas en manos de un destino que juega con ellos. En esta situación se encuentran los protagonistas de 39 escalones (The 39 Steps, 1935), Enviado especial (Foreign Correspondent, 1940), Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) o Barry Keane (Robert Cummings), el falso culpable de Sabotaje (Saboteur, 1942), un individuo que guarda en común con aquellos el ser ajeno al ámbito de espionaje (un ambiente dominado por las falsas apariencias) en el que se encuentra atrapado como consecuencia de una situación que inicialmente no comprende, le desborda y lo convierte en la presa de los representantes de la ley y de aquellos que la han provocado. Antes del incendio en la fábrica de aviones donde trabajaba, Keane era un tipo corriente, pero a raíz del incidente se le acusa de saboteador, traidor y asesino; una imagen adulterada que pasa por verdadera y que implica que su vida penda de un hilo y de su inseguro recorrido desde Los Ángeles a Nueva York, pasando por la pequeña localidad de Soda City.


Convertido en falso culpable, el fugitivo descubre que tras la respetabilidad de hombres y mujeres de la alta sociedad se esconde el rostro de los culpables de los hechos de los que le acusan las autoridades. En este punto se encuentra otra de las constantes del cineasta británico: las falsas apariencias que pasan por reales, no la de su "víctima inocente" sino la de aquellos que se ocultan y protegen detrás de fachadas respetables como la del diplomático de Enviado especial, la del antagonista de Encadenados (Notorious!, 1946) o los espías contra quienes se enfrenta Keane. A medida que se adapta a su nueva circunstancia existencial, Keane deja de comportarse como una víctima y acepta su papel en el juego, decisión que le permite sobrevivir y posteriormente comprender en toda su magnitud la trama que descubre cuando acude a la fiesta solidaria que se celebra en la mansión de la señora Sutton (Alma Kruger). En ese instante, similar a la escena de la subasta de
Con la muerte en los talones, Keane intenta llamar la atención de los presentes tanto para salvar su vida como para desenmascarar a los artífices del sabotaje. Como en otras películas de espías de Hitchcock, también se desarrolla un romance paralelo a la intriga de espionaje, aunque en el cine del británico las relaciones sentimentales suelen complicarse desde el primer momento, de ahí que Pat (Priscilla Lane) asuma como reales las acusaciones difundidas por los medios, lo cual conlleva el rechazo que evidencia cuando se conocen en casa del tío de la joven y que desaparece durante el periplo que comparte con el supuesto traidor, ya sea en el desierto o durante su estancia con la troupe circense que les oculta de la policía. Pero este acercamiento se interrumpe cuando Keane se ve obligado a asumir la identidad del saboteador para acceder al entorno de mentiras y engaños, en apariencia elegante, amable y generoso, que conspira en la sombra a favor de un totalitarismo similar al que por aquel entonces amenazaba a medio mundo; y aquí, el cineasta aprovechó para emitir un discurso antitotalitario que también se descubre en otras de sus películas de la época.