lunes, 25 de septiembre de 2023

Carl Mayer, hojas de cine


A quien lo lea. Me llamo Carl Mayer (1), y seguramente la mayoría de ustedes no me conozcan, pero hubo un momento durante el cual mi nombre sonaba en boca de todos los profesionales del cine alemán. ¿Por qué? Algunos dirían que por mis guiones y por mi intención de ir un paso más allá. Si realmente lo hice, como hubo quien dijo, me alegro, pero, en todo caso, me siento satisfecho con mi trabajo porque lo hice lo mejor que supe y siempre asumiendo riesgos, explorando posibilidades. Quizá mi escasa estatura me empujó a querer ser más grande en mi profesión. Lo ignoro, pues soy mejor psicólogo de mis personajes que de mí mismo. Nací en Graz, en la actual Austria, aunque en 1894 todavía pertenecía al Imperio Austrohúngaro, Imperio que, como todos los que le precedieron, dejó de existir. El mundo se transforma, nosotros también; aunque no lo pensemos en el momento del cambio. En mi caso, la bancarrota y el suicidio de mi padre me llevaron de la adolescencia a la madurez, pues, a los dieciséis años, me vi obligado a dar un paso adelante y asumir la responsabilidad de cuidar a mis tres hermanos pequeños y sacar la familia adelante. Lo hice como buenamente pude, vendiendo barómetros, cantando en coros, trabajando en esto y en aquello, incluso llegué a probar suerte en el teatro, desempeñando labores de extra. Fue allí donde empecé a tomar conciencia de lo que quería ser, pero no fue en casa donde escribí mi primer guion. Lo escribí en Alemania, después de la Gran Guerra. Mas fue el siguiente el que supuso una revolución estética. Lo escribí al lado del gran Hans Janowitz, a quien conocí en Berlín poco después de concluir la guerra del 14, y el resultado visual convirtió a El gabinete del Doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, Robert Wienne, 1919) en abanderada de un tipo de cine que asumía características expresionistas.


El expresionismo se había iniciado a finales del siglo XIX, pero alcanzó su mayor esplendor en el XX. En el cine, su época dorada, arranca con El gabinete del doctor Caligari. No pretendo alardear del éxito de la película ni de mi contribución, porque tampoco estoy del todo satisfecho de su resultado. Hans y yo protestamos por el cambio en nuestra historia, pues aquello de convertirla en un sueño, eliminaba nuestra denuncia, la invertía; pero ni Pommer ni Wiene nos hicieron caso. Lo único que pretendíamos era hacer visible nuestro malestar y criticar abiertamente a la autoridad que nos había empujado a morir y a matar en la Gran Guerra. Hans había participado en la guerra y la odiaba, odiaba la autoridad porque enviaba a la muerte; y a mí, quizá por declárame pacifista, me habían sometido a constantes evaluaciones psiquiátricas. Acabé por desconfiar de los psiquiatras militares, también por aborrecerlos, y ese sentimiento lo quise expresar en Caligari. Puede que aquel bombardeo de supuestos expertos en mentes me inspirase, pero era exasperante. ¿Qué pretendían? ¿Por qué no intentaban comprender mi punto de vista, en lugar de juzgarme e imponer su “verdad” como única opción válida de cordura? ¿Qué querían de mí? Nunca he llegado a saberlo, pero eso también quedó atrás, mas no la autoridad destructiva y la guerra, que parece que nos persigue. De lo que me siento más orgulloso es de haber dotado de psicología a mis personajes y, aunque suene presumido por mi parte, fui uno de los máximos responsables de lo que se dio en llamar kammerspiel. Digamos que se trataba de un cine psicológico que encuentra en Sylvester (Lupu Pick, 1924), otro de mis guiones, su punto de arranque; pero su mejor ejemplo es El último (Der letzte mann, 1924), que escribí para Murnau, con quien ya había colaborado con anterioridad en tres películas y con quien volvería a colaborar en otras tres. En total, fueron siete las que escribí para él. Uno de esos guiones se lo llevó a Hollywood cuando William Fox le ofreció la oportunidad y el dinero para dirigir sin reparar en gastos. Por entonces, pocos rechazaban la llamada del dólar, pero dudo que Murnau decidiese cruzar el charco por lo que pudiese decirle la moneda. Más bien, creo que lo hizo por el reto, por filmar algo distinto, en un país distinto, para rodar un poema cinematográfico en las mejores condiciones posibles, pues era consciente de que Fox pondría a su disposición todos los medios de su gran empresa cinematográfica. Por supuesto que a muchos no le sonará de nada, pero Amanecer (Sunrise, 1927) marcó un hito en el cine silente, y quizá no sea exagerado decir que es una de las cumbres del cine. Mi siguiente trabajo con Murnau, que sería el último, también la rodó para la Fox. Se trataba de Los cuatro diablos (4 Devils, 1928), una película que se ha perdido, quizá para siempre.


Podría continuar numerando mis guiones, como la idea desarrollada junto Karl Freund y Walter Ruttman en Berlín sinfonía de una ciudad (Berlin - Die sinfonie der 
Großstädt, 1927), pero no le encuentro mayor sentido. En fin, la vida no siempre sonríe, y no me refiero a la pérdida de una película, sino a la propia existencia en manos de fuerzas ajenas, como pueda ser el devenir histórico que aupó al nacionalsocialismo al poder en Alemania. Entre otros factores, el miedo de los empresarios al comunismo, la fácil manipulación de la baja clase media, la crisis económica de finales de la década de 1920 posibilitaron al partido nazi el control de Alemania; así que decidí escapar antes de que fuese demasiado tarde. Me fui en 1932 y me trasladé a Francia donde participé en la película de Paul Czinner Mélo (1932). Tres años después, en 1935, me instale aquí, en Inglaterra, y desde entonces he escrito tres películas más —dos de ellas dirigidas por Paul y el documental de Rotha, cuyo nombre de pila también es Paul— y he intentado adaptarme; la verdad creo que lo he hecho. No me cuesta amar la vida. Me gustan las personas, tratarnos de tú a tú, en distancias cortas, alejados de las multitudes que imposibilitan el trato individual que posibilita el conocimiento y el reconocimiento. Pero, ahora, la vida que he construido en Inglaterra se ve amenazada, con la de millones más, por otra gran guerra. No llegaba una grande que ahora el mundo se ve envuelto en otra más letal, porque las armas y la locura desatada son más letales. Las sirenas ya no se escuchan en la noche, las bombas de la Luftwaffe ya no caen sobre un Londres que ahora se encuentra abarrotado de uniformes estadounidenses. Algunos domingos, las calles y los pubs se llenan de soldados yanquis, también los cines y los parques se convierten en los lugares donde intentan olvidar la distancia que les separa de sus hogares, de sus gentes, de sus ilusiones. A la espera de su entrada en combate, dan colorido juvenil a la ciudad, que vuelve a rebosar de vida y de ganas de vivir. Atrás queda el tiempo del terror nocturno y del miedo a la invasión. Ahora nos sentimos esperanzados, aunque todavía queda un largo camino por delante. Me pregunto si mi enfermedad me permitirá ver el final de todo esto; de cualquier modo espero que sea un final feliz. Lo que quiero decir con “feliz” es que espero que no volvamos a caer en la locura, que aprendamos de tanta muerte y destrucción y no volvamos a dejarnos arrastrar por nuevos mesías. ¡Ay, qué mundo este! ¡Cuantas lágrimas y sangre derramadas! ¡Qué mundo, cuando un solo hombre puede llevar al matadero a millones! Pero ya sé, basta de suspiros, rápido olvidamos y todo cae en el olvido, más si cabe las personas, nuestros nombres, nuestros hechos, cotidianidades, éxitos y fracasos. Lo sé, nos volvemos anónimos, somos futuros olvidos. Todo tiene su momento y el mío pasó hace tiempo, pero no por ello mi nombre deja de ser Carl Mayer y que un día fui uno de los más grandes guionistas del cine alemán. Hoy <<soy una hoja de otoño flotando sobre viento suave>> (2) que sonríe porque la noche empieza a clarear, anunciando el despertar de nuevo día en el que el mundo volverá a estar en paz.

Londres, a 4 de febrero de 1944

(1) Aunque basado en la realidad de Carl Mayer, el texto es de mi invención. Mayer nunca escribió esto; de haberlo hecho, probablemente lo haría en alemán y mucho mejor.

(2) Así lo definió Paul Rotha, cineasta inglés con quien Carl Mayer trabajó en The Fourth State (1940), la última película escrita por el guionista austriaco

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