martes, 26 de septiembre de 2023

El santuario no se rinde (1949)

El asedio del Alcázar de Toledo dio la vuelta al mundo gracias a la propaganda de ambos bandos enfrentados. Una prueba de ello son los titulares de la prensa, otra sería las memorias de Winston Churchill, en las que hace eco de la resistencia de los asediados, apuntándola como un hito en la historia militar. En realidad, fue uno más de los hechos insólitos que componen las páginas de la historia sobre la guerra civil española, hechos que el político británico posiblemente desconociese o ignorase deliberadamente. Lo cierto es que alabó aquella resistencia que fue recreada por la propaganda cinematográfica franquista en una de las primeras producciones bélicas de la dictadura. Producida en la inmediata posguerra, y rodada en la Italia fascista, Sin novedad en el Alcazar (Augusto Gettina, 1940) detalla a su manera la victoriosa resistencia de los sitiados. Hubo más resistencias épicas, y también de mayor duración. Por ejemplo, la del santuario de la Virgen de las Cabezas, en la provincia de Jaén. Pero, al contrario que la victoria narrada en el film de Gettina, la resistencia expuesta por Arturo Ruiz-Castillo en El santuario no se rinde (1949) fue una derrota del bando franquista, tras nueve meses de cerco. No obstante, nada impide hacer victoria de la derrota; tal como años después haría John Wayne en su debut en la dirección en El Álamo (The Alamo, 1960), otro film que tampoco pretende objetividad histórica. Ambas son partidistas, también la película de Gettina o la soviética Días y noches (Dni i nichi, Aleksandr Stolper, 1944), que narra la resistencia de Stalingrado. La realidad siempre es más compleja, pues en ella interviene el factor humano que la determina y no la imagen pretendida por la propaganda, sea esta de la ideología que sea.

Basada en el hecho real, El santuario no se rinde no pretende rigurosidad histórica y tiende a la exaltación más nacionalcatólica, que era lo habitual en el cine bélico español de los primeros años cuarenta, a la entrega de la guardia civil. Narrativamente, la verborrea en pro de lo que se considera el deber supone un lastre para el desarrollo del film de Ruiz-Castillo, pues la exaltación y los diálogos cartón-piedra juegan en contra de la narración, ya desde su inicio, cuando suena la voz de la protagonista, que habla desde el presente y evoca el pasado, pero, más que en su memoria, parece leer sus recuerdos en un folleto. Marisa (Beatriz de Añara) recuerda los hechos y también los diálogos, incluso aquellos de los que no fue testigo. Pase como licencia narrativa, pero lo que no pasa inadvertido es que resultan excesivos y discursivos. Intentan ser poéticos y pronunciados para la gloria, pero caen en la “teatralidad” que empaña los logros visuales, que pierden protagonismo y vigor en beneficio del verbo que domina la película. Ruiz-Castillo recrea la resistencia de más de mil quinientos asediados que aguantan el hambre, la enfermedad, los ataques, centrando su interés en un puñado de héroes y heroínas, en su negativa a rendirse y en el romance que mantienen Luis (Alfredo Mayo) y Marisa, cuyo regreso al santuario de la Virgen de las Cabezas es el detonante que aviva la memoria de la chica. Marisa, condesa de Puerta Real, evoca para nosotros, más que para sí misma. Todo regresa a ella, cuando acude a poner flores sobre la tumba del capitán Cortés (Tomás Blanco), el heroico guardia civil que lideró la desesperada defensa expuesta en la pantalla por Ruiz-Castillo, que se encargó del guion técnico y de la dirección del film, y contó con el guion literario de José María Amado, de quien partió la idea de realizar la película. Pero si la parte técnica, fotografía, ambientación, iluminación, funcionan; la literaria, no. Aburre con tanta exaltación heroica y del deber.

El 1º de mayo de 1937, los sitiados del santuario de la Virgen de la Cabeza se rendían tras nueve meses. Las negociaciones iniciales habían sido rotas por el capitán Cortés, quien no estaba satisfecho con el trato que los milicianos habían dado a mujeres y niños. De modo que retomando las armas, decretó que nadie saliese ni entrase en el viejo monasterio, que había quedado vacío después de las violentas muertes de los monjes que lo habían ocupado. El film recuerda la situación desesperada. Lo hace, como ya se ha dicho, desde la memoria de Marisa, que vivió el largo asedio. En realidad, Ruiz-Castillo lo cuenta acorde a la visión del orden reinante en 1949, exaltando la marcialidad, la superación y la entrega hasta la última gota de sangre. Las palabras de Marisa son evocadoras porque se pronuncian en el presente, mas su evocación es de poética forzada. Su voz, y la cámara acercándose a la tumba de Cortes, inician El santuario no se rinde. En ese instante, la memoria actúa, reconstruye y las imágenes regresan al pasado, a un tiempo inmediatamente anterior a la resistencia numantina que ella misma vivió después de que Luis la salvase de los milicianos, con quienes este simpatiza por ideología (contraria a la de los los terratenientes y caciques). Pero eso no impide que la salve de quienes, reclamando justifica, están dispuestos a pasar por las armas a cualquier sospechoso de haberles oprimido. Y Marisa y su padre, el conde de Fuente Real, lo son debido a su cuna aristocrática y a su hacienda. Luis la salva y emprenden juntos su viaje hacia el santuario donde cree que ella estará a salvo. Viajan de noche, se ocultan donde pueden y, apunto de llegar a su destino, él es alcanzado por una bala. Ya en la fortaleza, Marisa se erige en su salvadora; con su declaración, le devuelve el favor y los sitiados permiten que el republicano se quede entre ellos. De ese modo, el amor entre la pareja —que representan dos posturas que se acercan— crece al tiempo que se gesta la caída del antiguo santuario, transformado en fortaleza desde prácticamente el instante del alzamiento, y el paso ideológico de Luis o, si se prefiere, su entendimiento con Cortés tras estar media película si no enfrentados, sí en lados ideológicos distantes. Luis es quien cambia, pasa de sospechoso a héroe, mientras que Cortés no se moverá de su postura; él es guardia civil y su deber es velar por el orden y por aquellos que piden la protección de la benemérita.



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