John Wayne, el rostro del oeste
En una de sus entrevistas con Peter Bogdanovich, John Ford contó que descubrió a John Wayne (nacido Marion Morrison) entre los miembros del personal de sus películas un día en el que el joven barría el plató sin darse cuenta que salía en la toma que se estaba filmando. Y cuando lo hizo, se avergonzó de tal manera que salió corriendo, acción que divirtió y llamó la atención de Ford. Quizá la anécdota no sea cierta o forme parte de un recuerdo, pero lo cierto es que el director sería fundamental en la carrera del actor. Wayne se inició como doble y figurante en media docena de films dirigidos por Ford, mucho antes de convertirse en el rostro más reconocible del western, protagonizando a las órdenes de su amigo obras maestras del género como La diligencia, Fort Apache, La legión invencible, Río Grande, Tres padrinos, Centauros del desierto, Misión de audaces o El hombre que mató a Liberty Valance. Además de sus actuaciones en las películas de John Ford, trabajó para realizadores de la talla de Howard Hawks (en cinco fructíferas colaboraciones: Río Rojo, Río Bravo, Hatari, El Dorado y Río Lobo), Henry Hathaway (seis películas juntos, entre las que destacan Arenas de muerte, Los cuatro hijos de Katie Elder o Valor de ley, film que le proporcionó el Oscar al mejor actor en 1969), Michael Curtiz (Un conflicto en cada esquina y Los comancheros), Nicholas Ray (Infierno en las nubes), Raoul Walsh (La gran jornada y Mando siniestro), John Huston (El bárbaro y la geisha), William A. Wellman (Infierno blanco o Callejón sangriento), entre otros cineastas que contaron con él en sus películas.
La década de 1930 no pudo comenzar mejor (y peor) para Wayne al ser escogido por Raoul Walsh (se dice que recomendado por Ford) para interpretar la superproducción La gran jornada (1930); no obstante, el fracaso comercial de esta epopeya del oeste relegó al actor al ostracismo y a interpretar numerosos western de escaso interés y de bajo presupuesto para la productora Lone Star, la mayoría dirigidos por Robert N. Bradbury, películas que a duras penas alcanzaban la hora de metraje, en las que sus personajes parecían ser siempre el mismo, pero que le valieron para adquirir la experiencia necesaria para convertirse en el cowboy por excelencia del celuloide. Pero no sólo del western vivió The Duke, también se prodigó en el bélico (La patrulla del coronel Jackson, No eran imprescindibles, Arenas sangrientas, Primera Victoria o El día más largo), se dejó ver en películas de aventuras (Piratas del mar Caribe o La leyenda del Bergantín), interpretó dramas (Hombres intrépidos o Escrito bajo el sol), policíacos (Branningan o McQ) y se paseó por la comedia (Sucedió en el tren, El hombre tranquilo o La taberna del irlandés). Pero sin duda alguna el momento clave en la vida artística de John Wayne se produjo en 1939, cuando John Ford (a pesar de las negativas de los productores) le brindó la oportunidad de su vida al ofrecerle el protagonismo de La diligencia, clásico indiscutible que marcó un punto de inflexión en su carrera y su meteórica ascensión al Olimpo de las estrellas de Hollywood. Gracias al éxito de La diligencia sus papeles fueron cobrando mayor importancia hasta alcanzar ese estatus que conservaría durante toda su carrera, que se cerró con El último pistolero (1976), film dirigido por Don Siegel, título premonitorio, pues, Wayne padecía cáncer y, al igual que su personaje, sabía que se encontraba al final de su vida. A pesar de ganar un Oscar por su interpretación en Valor de ley y haber sido nominado por Arenas sangrientas, la mejor interpretación de John Wayne se produjo en Centauros del desierto (1956), película mítica en la que interpretó a un solitario que se embarca en una búsqueda incansable, aparentemente por su sobrina secuestrada por los indios, que se convierte en la búsqueda de su propia identidad; un personaje de gran complejidad que desarrolló de manera esplendida a las órdenes de John Ford. Otra de sus grandes interpretaciones sería en otra obra maestra de Ford, El hombre que mató a Liberty Valance, donde encarnó al olvidado de la historia, quizá el derrotado por la historia; todo lo contrario que en la realidad del actor cuya popularidad nunca dejó de crecer. El reconocimiento de la industria hollywoodiense le llegó en el año 1969, cuando la academia le concedió el Oscar al mejor actor protagonista por la película Valor de ley, en la que dio vida a un viejo marshall, tuerto, borrachín y pendenciero, que ayuda a una joven a atrapar a los asesinos de su padre. John Wayne se puso detrás de las cámaras en dos ocasiones: El Álamo (1960), western histórico que recrea la defensa de la misión del Álamo, narrada desde la perspectiva de los asediados, y Los boinas verdes, un film de propaganda bélica ambientado en Vietnam, que abogaba por el intervencionismo estadounidense en el conflicto vietnamita. Al observar la filmografía de John Wayne se descubren limitaciones dramáticas, así como la irregularidad de sus dos films como realizador, sin embargo, ni las primeras ni los segundos fueron un impedimento para que su carisma en la pantalla lo convirtiera en una de las grandes leyendas del séptimo arte y en el rostro por antonomasia del western.
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