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viernes, 26 de abril de 2024

El dinero (1983)

Casi medio siglo después de haber realizado su primera película, el cortometraje Asuntos públicos (Affaires publiques, 1934), Robert Bresson filmó El dinero (L’argent, 1983), que, a la postre, sería su último largometraje, además de ser una espléndida muestra de la depuración que estiliza su cine. Era tiempo suficiente para que Bresson y el mundo hubiesen cambiado, tanto que apenas sería reconocible el mundo de 1934 y el de 1983; lo mismo podría decirse de las películas que se sitúan en los polos de su carrera cinematográfica. Pero El dinero no trata de esas diferencias entre “el ayer y el hoy”, aunque sí trata sobre la indiferencia del “hoy”, como ya lo había hecho El diablo, probablemente (Le diable, probablement, 1977) respecto a la falta de compromiso medioambiental en un planeta a la deriva o, exclusivamente, guiado por el capital. Para su película, Bresson encuentra el punto de partida en el cuento de Tolstoi El billete falsificado y pone en marcha una sucesión de hechos en los que nadie actúa, aunque lo hagan, ni se enzarza en diálogos que solo servirían de relleno. Bresson no precisa ocupar tiempo de metraje con banalidades y artificios que no respondan a una intención de ofrecer una visión de comportamientos y sucesos. No pretende reproducirlos, sino ofrecer su idea. Así, todo parece acelerarse, como si de una propagación se tratase.

Quizá sea la fiebre del dinero, la que produce un estado febril que provoca la inconsciencia sobre aspectos que quedan fuera del menguante radio de interés del individuo. Por ejemplo, el dueño de la tienda de fotos no duda en pasar tres billetes que sabe falsos. Solo piensa en no perder dinero, de modo que actúa buscando su beneficio y coloca a otro lo que a él le han colocado. Así, llegan a Yvon, en quien se desata la desesperación, apenas apreciable en gestos, palabras o actos. Se le acusa de intentar pasar billetes falsos, cuando, en realidad, es el único que desconocía tal falsedad. Bresson pone en marcha su película con un joven de clase media alta que pasa un billete de 500 francos falso. El muchacho lo hace por divertirse junto con su amigo, pero esa diversión tiene consecuencias que ninguno de los personajes del film puede prever, ya que solo piensan en distancias cortas, aquella que les atañe. <<Esta película está hecha contra la indiferencia de la gente de hoy, que no piensa más que en ella y en su familia>>, afirma Bresson en una entrevista (1), pero en las imágenes de El dinero deja claro que esa indiferencia no existe respecto al capital que mueve el mundo. <<Tanto para la gente como para los Estados, lo único que cuenta es el dinero>> (2) y en esa situación estamos, intentando nadar para no ahogarnos en un mar de consumo, de apariencia y máscaras que ocultan el rostro personal que se olvida, de huida de nuestra propia humanidad sin saber hacia dónde nos conduce. Cierto que siempre hemos vivido en el momento, aunque en el medievo una gran mayoría lo hiciese con la sedante esperanza de otra vida, pero ahora se vive en la inmediatez, en el resultado, en la que nadie parece tener un par de minutos para reflexionarse y hacer lo propio con las situaciones, más allá de las mínimas personales que puedan afectar cada ahora; entonces, ¿cómo saber hacia dónde vamos como sociedad? Las imágenes y los sonidos obedecen a un orden que va generando y sumando impresiones. Son concisas, apenas existe artificio en sus formas, salvo el necesario para que Bresson, cual impresionista cinematográfico, exprese, más que una historia, la idea o ideas de la propia idea…

(1) (2) Robert Bresson, extraído de Michel Ciment: Pequeño planeta cinematográfico. Akal, Madrid, 2007.

domingo, 21 de abril de 2024

Robert Bresson y el cinematógrafo


Cambió el pincel por la cámara y se alejó de la plasticidad para crear narrativa, poesía, fragmentos de vida. Robert Bresson llegó al cine con la idea de ser autor y artista. Sentía el audiovisual como arte y asumió la responsabilidad absoluta de sus películas. Quiso ser y fue el creador total de su obra, quien asume el control desde la escritura hasta el montaje, aunque para algunas de sus películas se inspirase en ideas de novelas y cuentos de escritores como Tolstoi, Bernanos o Dostoievski. Ante una película de Bresson, solo queda aceptar que cuanto se ve en la pantalla nace en él, salvo en sus dos primeros largometrajes, en los que contó con la colaboración de Giradoux y Cocteau, respectivamente. Como la de todo artista, la obra de Bresson es única, reconocible, abierta al estudio crítico y a la fuga de la explicación; pues el arte puede explicarse racionalmente hasta cierto límite, tras el cual queda el nudo emocional entre la obra y quien la siente. En ese punto, la obra se vuelve sensible y emocional, y no hay palabras exactas que puedan explicar las sensaciones e impresiones que recorren la distancia que separan y unen “objeto” y “sujeto”. Dicha distancia existe en Bresson, incluso podría decirse que es su “artificio”, el saber desprenderse de lo superfluo y de la actuación, el que la crea. Componía sus obras cinematográficas y durante su elaboración estaba abierto a la improvisación, a su reflexión. Es decir, inicialmente existía la idea en mente, pero no sería su forma definitiva, puesto que esta cobra forma, cuerpo, a medida que se crea. La idea inicial es un esbozo, el paso desde el que partir. Un guion puede ser una obra en sí misma, incluso podría hablarse de un “guion de hierro”, como en el caso de Pudovkin, pero ninguna película es su guion; son dos formas distintas. En Bresson, aunque exista la idea y la escritura, el artista no sabe de antemano la forma de su creación definitiva, la que finalmente cobra su cuerpo en la pantalla y en el como la vemos, oímos, sentimos...

En 1934 realizó su primera película, el cortometraje titulado Les affaires publiques, pero no sería hasta 1941, con Francia ocupada, cuando dirigió su primer largometraje. Los ángeles del pecado (Les anges du péché) fue un éxito de crítica y de público. Todo lo contrario sucedió con Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du Bois de Boulogne, 1945), su segundo largo, en el que ya confirmaba que lo suyo iba de psicologías atrapadas y de establecer un distanciamiento emocional entre la pantalla y el público para acercarse a las cosas y a las personas. Decía Bresson que se situaba <<a la distancia en la que me coloco en la vida. Por eso, el fondo es a veces borroso en mis películas. Pero no tiene importancia, porque, una vez más, es el sonido lo que proporciona distancia y perspectiva>>. (1) Buscaba desprenderse de cualquier teatralidad, de lo anecdótico e innecesario. Estaba convencido de que el cine era arte con lenguaje propio, en el que las transiciones de una imagen a otra serían como las notas de una escala musical y el plano sería la “palabra” sobre la que componer su narración. Sus Notas sobre el cinematógrafo lo apuntan. Aspiraba a hacer arte cinematográfico, que nada tendría que ver con el teatral y el decorativo; quizá por ello fuese ignorado por el público general. En todo caso, su cine se reconoce al instante, aspira a la pureza, rehuye de la interpretación y del suspense, es lineal, reflexivo, contenido, distante y antiteatral, en apariencia sencillo, casi minimalista, aspira a la pureza cinematográfica; quizá la que él suponía; pues ¿quién podría explicar la pureza del arte, más si cabe tratándose de cine? Según él, cada plano es una palabra, lo que vendría a decir que la suma de planos dan las frases cinematográficas: el lenguaje del cine, su narrativa. Esto se ve mas claro a partir de Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951), un film que apunta lo que vendría después. Solo sus dos primeras películas se distancian en la forma, que no en la intención, de lo que vemos en films como Diario de un cura rural o Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956), probablemente la cota máxima de su arte cinematográfico, o Pickpocket (1959). Con acierto, en uno de sus ensayos, Susan Sontag escribió que <<el verdadero drama de los temas de Bresson es el conflicto interior: la lucha contra uno mismo. Y todas las calidades estéticas y formales de sus películas tienden a ese fin.>> (2) Las imágenes los atrapa, todos los “modelos” y “psicologías” bressonianas viven encerradas, ya sea dentro de un espacio físico, como el protagonista de Un condenado a muerte se ha escapado o la Juana de Arco, o psíquico, tal cual el cura rural de su adaptación de la novela de Georges Bernanos…

Filmografía


Affaires publiques (1934)


Los Ángeles del pecado (Les anges du péché, 1941)


Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du Bois de Boulogne, 1945)


Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951)


Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956)


Pickpocket (1959)


El proceso de Juana de Arco (Procès de Jeanne d’Arc, 1962)


Al azar, Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966)


Mouchette (1967)


Una mujer dulce (Une femme douce, 1969)


Cuatro noches de un soñador (Quatre nuits d’un rêveur, 1971)


Lancelot du Lac (1974)


El diablo, probablemente (Le diable probablement, 1977)


El dinero (L’argent, 1983)

(1) Robert Bresson, en Michel Ciment: Pequeño planeta cinematográfico. Akal, Madrid, 2007.

(2) Susan Sontag: Estilo espiritual en las películas de Robert Bresson. Contra la interpretación y otros ensayos. DeBolsillo, Barcelona, 2007.

domingo, 13 de enero de 2019

Las damas del bosque de Bolonia (1945)


Finalizada la Segunda Guerra Mundial, el cine francés miraba con nostalgia su etapa muda y el realismo poético de la década de 1930 al tiempo que intentaba reconstruir y recuperar el esplendor de una cinematografía rota por el conflicto bélico y por la ocupación alemana, y amenazada en aquel presente de posguerra por la supremacía de las producciones hollywoodienses. Algunos de los directores que, durante los años treinta, habían posicionado el cine francés entre los más punteros, caso de Jean Renoir, Julien DuvivierRené Clair o el centroeuropeo Max Ophüls, se encontraban en el exilio cuando se inició la reconstrucción cinematográfica de la mano de Claude Autant-LaraHenri-Georges Clouzot, Jacques Becker, Jacques TatiRené ClémentRobert Bresson entre otros realizadores. Pero, al contrario que sucedía en Italia o Japón, donde se realizaba un cine más realista y comprometido socialmente, en Francia predominaban las adaptaciones de obras literarias, aunque no todos los cineastas las planteaban desde el clasicismo narrativo que en los años venideros sería sustituido por la ruptura que, presente en Becker y sobre todo en Bresson, llevaron a cabo Jean-Pierre Melville, Alain Resnais, Agnes Vajda y demás predecesores de la Nouvelle Vague. Bresson no fue ajeno a ese cine literario, pero en él observamos un distanciamiento y un estilo, propio y novedoso, que remite a su personalidad y a su intención cinematográfica. <<Cabeza y corazón, riñones, hígado, manos y pies de su película, él quería ser todo y todos a la vez, interpretar todos los personajes, escribir el texto, encuadrar, fotografiar, hacer los trajes, fabricar los accesorios. Sospecho que incluso ser la cámara>>*. Las palabras de María Casares no hacen más que confirmar la personalidad cinematográfica de Robert Bresson, la cual mantuvo insobornable durante toda su obra fílmica. No cabe duda de que su intención de desprenderse de lo superfluo para centrarse en lo esencial ya se observa en títulos tempranos como Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du bois de Bologne, 1945), su segundo largometraje, iniciado durante la ocupación y concluido en un París liberado, pero su interpretación del cinematógrafo se fue agudizando y perfeccionando con el paso del tiempo, hasta convertirlo en uno de los cineastas más personales y precisos que ha dado el cine. Su estilo puede o no conectar con el espectador, pero es innegable que su intención de transmitir sensaciones y emociones veraces despoja a sus películas de artificios y obliga a abandonar la comodidad del todo hecho. En la obra de Bresson no hay espacio para el clasicismo ni para explicar con palabras y exageraciones cuanto sienten los personajes, tampoco para la (sobre)actuación y lucimiento personal de actores y actrices y sí para individuos que rezuman veracidad en sus comportamientos, en sus silencios y en su contención expresiva, aunque en este melodrama no encuentro los modelos de los que posteriormente hablaría en su Notas sobre el cinematógrafo, ya que, a riesgo de equivocarme, los protagonistas son actores, y como tales actúan, mas no por ello los sentimientos que expresan u omiten resultan menos creíbles que aquellos que descubrimos en posteriores modelos humanos de la obra bressoniana. Inspirada en una de las historias que se narran en Jacques el fatalista, el realizador de Al azar Baltasar (Au hasard, Balthazar, 1966) sintetizó lo expuesto por Diderot en las páginas centrales de la novela prescindiendo del presente literario -durante el cual la mesonera narra los hechos, expuestos en la película, a Jacques y a su amo- y trasladando la historia del siglo XVIII al XX. No por la supresión de los tres personajes que hablan de la señora de la Pommeraye mientras vacían varias botellas de vino o por la transposición temporal Las damas del bosque de Bolonia deja de ser fiel a la esencia del texto, tampoco hay infidelidad en los diálogos firmados por Jean Cocteau, ni en la síntesis ni omisiones que atrapan y desnudan los sentimientos de los personajes a través de la, en apariencia, austera mirada de la cámara, la mirada del cineasta. La honestidad cinematográfica de Bresson es uno de los grandes aciertos de la película, otro, indudable, es la magnética presencia de Casares dando vida a Hélène, la mujer que por despecho amoroso, ha sido traicionada por el hombre a quien se ha entregado en cuerpo y alma, pretende vengarse del amante (Paul Bernard) que la abandona porque se ha aburrido de ella. Para llevar a cabo su venganza, Hélène manipula y utiliza a dos mujeres, madre e hija, que desean abandonar la vida licenciosa a la que han estado condenadas desde tres años atrás. En el presente de Las damas del bosque de bolonia comprendemos las emociones que impulsan a los cuatro personajes sin necesidad de que sean expresadas más allá del me "vengaré" de la vindicativa protagonista, de nuevo deseo que despierta en Jean o de la decisión de Agnés (Elina Labourdette) y su madre (Lucienne Bogaert) de alejarse del ambiente donde la primera baila y recibe amantes. Su pasión por el baile ha dado paso a la prostitución y a la desesperación, por ello desea huir y dejar atrás la podredumbre en donde solo ha sido el objeto que permite su supervivencia y la materna. Sin embargo, cuando aceptan la generosa y en apariencia inocente propuesta de Hélène, madre e hija desconocen que son las marionetas que su atormentada y vengativa protectora emplea para castigar a Jean, a quien empuja hacia esa joven de quien se enamora, ajeno al pasado que su antigua amante pretende como arma para hacerle sentir un tormento como el que ella sufre tras la ruptura. 



*María Casares. El comediante frente a la cámara. Revista Nuestro Cine, nº 42, Madrid, 1965

lunes, 10 de diciembre de 2018

Al azar Baltasar (1966)


En su Notas sobre el cinematógrafo (Notes sur le cinématographe, 1975), Robert Bresson distinguía entre CINE (teatro filmado) y cinematógrafo (<<una escritura con imágenes en movimiento y con sonidos>>), que vive de su lenguaje propio, visual y sonoro, sin excesos, sin necesidad de música de fondo, con silencios elocuentes, sin actores que actúen y desnaturalicen, y sí con modelos vivos y naturales que lo acerquen a la sencillez expositiva. Y en Al azar Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966) encontramos a uno de los modelos vivos del cineasta en un burro y, por lo tanto, incapacitado para actuar y buscar su lucimiento, para emplear tics, métodos o entonaciones que lo alejen de su naturalidad y lo discapaciten para ofrecer vida, auténtica y pura. Baltasar es uno de los protagonistas de la película, al tiempo testigo y víctima de las distintas realidades que se suceden en la pantalla.


Testigo de la mezquindad, la violencia o de la tristeza de quienes lo rodean y víctima de la ruindad, del egoísmo y de los malos modos de esos mismos individuos que no lo contemplan como el ser vivo que sin duda es, un ser capacitado para sentir y sufrir el cariño o los arrebatos de ira ajenos. Solo Marie (
Anne Wiazemsky) parece tener en cuenta esto, porque ella misma padece sin que apenas nadie repare en su sufrimiento, quizá porque no expresa sus sensaciones, ni su dolor ni su tristeza con palabras, pero ¿por qué hacerlo si estas nunca podrían explicarlas como sí lo hacen sus silencios o sus miradas?


El inicio de 
Al azar Baltasar se produce en un estado idílico que remite a la infancia, al tiempo de la ensoñación, de la pureza y de la inocencia que no pueden sobrevivir más allá de los minutos iniciales, los cuales recrean la inmaculada estampa de dos niñas, un niño y un pequeño cuadrúpedo que comparten juegos y disfrutan del verano, ajenos al dolor, aunque este se encuentre latente y amenazante dentro del cuerpo de la niña enferma que no puede jugar. Ese instante es el de la ilusión, el del primer amor, el de Marie y Jacques, quien antes de partir para la ciudad graba en el banco el corazón que exterioriza sus sentimientos, e incluso el del bienestar de un animal que crece para abandonar su infancia y acceder al sometimiento que le depara el mundo adulto y real, aquel del que, por muchos dueños que tenga, no puede huir, ya que nada depende de él. Incluso cuando huye del maltrato de Arnold (Jean-Claude Guilbert) y vive su efímera gloria circense, Baltasar no es dueño de su destino, circunstancia que comparte con los personajes humanos. Bresson logra captar con imágenes el "alma" de Baltasar, pero también aquello que habita en la interioridad de víctimas como Marie, de seres violentos como Gerard (François Lafarge), enfermos como Arnold o derrotados como el padre de Marie (Philippe Asselin), cuya innegociable interpretación de la honestidad no tiene cabida en el espacio rural donde se exponen hechos y vidas, un espacio de hipocresía lejano de aquel mundo imaginario donde vivían los niños y el pequeño burro que en el presente aprenden y comprenden que la realidad nada tiene de idílica.

jueves, 11 de octubre de 2012

El diablo probablemente (1977)


El cine de Robert Bresson no está hecho para entretener, sino para la reflexión y el profundizar en el alma de personajes capaces de comunicar sin adornos y sin representaciones superfluas aquello que les preocupa, logrando de ese modo un estilo único, sincero y depurado que indaga en las sensaciones y en el pesimismo que habita en seres que parecen no encajar dentro de un mundo que aumenta su sensación de sufrimiento, aquélla que afecta a sus decisiones y a sus comportamientos. El joven protagonista de El diablo probablemente (Le diable probablement..., 1977) sucumbe ante esa imposibilidad de aceptar su entorno; en la primera imagen del film se advierte de ello en el titular de un periódico en el que se puede leer la noticia del suicidio de ese mismo individuo. Seis meses antes, Charles (Antoine Monnier) muestra su inconformidad o su pérdida dentro de un mundo que parece condenado a la extinción; la desaparición de especies animales o la contaminación del planeta provocada por la propia sociedad parecen confirmar que el mundo camina hacia su destrucción. Probablemente el diablo no fue el causante de aquella realidad que se vivía en 1977 (y después de esa fecha), quizá se tratase de un culpable más real y tangible, reflejado en las imágenes donde se muestran mares contaminados, acumulación de residuos o la caza indiscriminada de animales como las focas; se trata de la era atómica, de la Guerra Fría y de la carrera armamentística; así pues se advierte la incertidumbre de un futuro que a Charles parece que ya no le importa. En el film domina el lento caminar de ese joven que no sabe o no quiere escoger un camino, porque para él ninguno puede aportar la serenidad que no encuentra dentro de un ámbito que rechaza y del que quiere salir, sin embargo, a pesar de que no quiere vivir, tampoco encuentra el valor suficiente para poner fin a todo, con el suicidio que lleva tiempo planeando. El rechazo a su entorno es total, se observa en sus comentarios, en su relación con los amigos o con sus parejas, no es capaz de comprometerse ni con Alberte (Tina Irissari) ni con Edwige (Laetitia Carcano); pero algo similar les ocurre a ellas y a otros personajes, ya que se trata de jóvenes cuyo futuro parece estar condenado por los excesos cometidos por el ser humano. La mirada de Bresson muestra un escepticismo abrumador sobre su entorno, advirtiendo del peligro de una posible autodestrucción que se observa en el desencanto de los jóvenes protagonistas, y que alcanzan su grado extremo en la desesperación que domina a Charles, quien busca una salida a su indecisión de continuar o terminar para siempre.

lunes, 11 de junio de 2012

Diario de un cura rural (1951)


Pocos cineastas han sabido captar, reflexionar y dar forma audiovisual a la aflicción, la angustia y la soledad interior como lo hizo Robert Bresson en 
Diario de un cura rural (Journal d'un curé de campagne, 1951), que, más que una película al uso, siento cual reflejo cinematográfico de un alma desolada que, en su agonía, cae sobre mí como una pesada losa, de un ser 
perdido entre miedos, rechazo y dudas. Dicho reflejo, austero y frío, se materializa en las imágenes que nacen del pensamiento que el protagonista plasma en su diario, lo cual obliga al espectador, más que invita, a transitar por el dolor espiritual que siente el joven religioso, condenado por su naturaleza, por su interpretación ilusa del catolicismo y por el entorno que le repudia y donde no encuentra aceptación ni respuestas. El manuscrito del cura rural, de sempiterno rostro lastimero interpretado por Claude Laydu, recién llegado al pueblo de Ambricourt, desvela soledad y la crisis emocional y existencial en la que se ve inmerso, como consecuencia del rechazo de quienes le rodean, pero también se encuentra condicionado por su precaria salud, aquejado de cáncer de estómago, que le sume en una reflexión pesimista y en una dieta de pan duro y vino que considera adecuada para el mal físico que le aqueja, quizá porque crea que pan y vino son cuerpo y sangre de Cristo. La voz de párroco es la voz del narrador, la voz del diario, la voz de lo que calla y la que solo puede hablar al escribir en la intimidad donde describe sus impresiones y reflexiona, impresionable, afligido, solitario, deambula por su pensamiento, su universo interior, que cobra forma cinematográfica en las imágenes de las palabras de sus textos, que también nos descubren su entorno: el dolor espiritual que muestra la condesa (Marie-Monique Arkell), quien desde la muerte de su hijo no encuentra consuelo, o la ambición, manipulación y juventud de Chantal (Nicole Lamiral), la hija; realidades que muestran cierto paralelismo con la existencia del cura que, dominado por su dolor físico y metafísico, busca respuestas para su existencia y la validez de su fe.


J
unto Pickpocket (1959) y Un condenado a muerte se ha escapado (1956), Diario de un cura rural forma la excelente trilogía que indaga en el alma de tres seres que presentan dos aspectos comunes: la soledad y la desorientación que les produce su entorno. Robert Bresson, cineasta esencial, creó un ambiente de gran desolación para su adaptación de la novela de Bernardos (posteriormente volvería a adaptar al autor en Mouchette), pues el personaje principal siempre muestra su agonía y su incapacidad para encontrar respuestas a sus preguntas, compadeciéndose de sí mismo y alejándose de cualquier atisbo de esperanza. Su llegada a Ambricourt estaría condicionada por el rechazo de sus vecinos, cuestión que le afecta y que escribe en las líneas de un diario que se convierte en el hilo conductor del film, combinando su lectura con las imágenes que se observan. Su único consuelo serían sus charlas con su mentor, el cura de Torcy (Adrien Borel), pero no le bastan para hallar la serenidad interior que estabilice su pensamiento y le aleje de esa soledad que parece traspasar la pantalla, y que se convierte en una realidad tangible para quien observa su agónica reflexión sobre la existencia en un presente pesimista y doloroso.

martes, 25 de octubre de 2011

Mouchette (1967)


La vida de Mouchette (Nathalie Nortier) no puede decirse que sea feliz, ni siquiera puede decirse que sea una vida corriente y cómoda para alguien de su edad, como se observa al ser la única que recibe maltratos en la escuela, donde también resulta despreciada por sus compañeras, de quienes se venga lanzando puñados de tierra, como si quisiera resarcirse de esa soledad a la que se le condena. Sin embargo, su mayor condena se descubre en su propio hogar, donde su padre (Paul Hebert) la somete a un trato injusto y violento, mientras, su madre (Marie Cardinal) yace moribunda en un lecho desde el que la observa trabajar como una esclava. En el rostro de Mouchette no se encuentra el menor indicio de alegría, salvo un breve intervalo que se produce cuando sonríe en los autos de choque, el único instante de esperanza en una vida triste e injusta. El resto de su existencia se podría comparar con ese animal al que acosan los cazadores, una presa que huye intentando esquivar unas balas que terminarán por alcanzarle. Mouchette pretende sobrevivir a un mundo rural egoísta, ignorante e insolidario, que no la acepta y que la somete a un acoso constante. Desde el alma atormentada de Mouchette y desde su silencio, que rompe en contadas ocasiones, se observa la miseria, la infelicidad y la desolación que encuentra allí donde busca, encontrando individuos ajenos su sufrimiento, porque a nadie parece importarle sus problemas existenciales, salvo quizá a su madre que la observa cuidar a su hermano pequeño y realizar todas las labores dentro de un hogar que semeja su prisión. El retrato de esa joven mujer que Robert Bresson realizó en Mouchette no esconde su pesimismo ni su aire trágico, porque la tragedia rodea a Mouchette, la asola y le niega un lugar cálido donde pueda sonreír, oscureciendo su vida como demuestra la lluvia que la atrapa en ese bosque donde Arsène (Jean-Claude Guilbert) la sorprende, tras haberse peleado con Mathieu (Jean Vimenet), el guardabosques, con quien se disputaba las atenciones de Louise. Mouchette escucha las palabras de ese conocido que se encuentra bajo los efectos del alcohol, unas palabras que le indican lo que tiene que hacer y lo que tiene que decir cuando le pregunten; Arsène no es un amigo, sólo busca una coartada para un posible crimen, que ni siquiera sabe si se ha consumado; pero ella no le teme, ni espera nada a cambio de su ayuda, sin embargo, la violencia y la crueldad no tardan en asomar en esa noche lluviosa. ¿Qué hay de positivo en la vida de Mouchette? ¿A quién acudir y con quién hablar? ¿Qué salida le queda a una infeliz rodeada de desolación y de seres insensibles que ni siquiera se plantean el sufrimiento que la acompaña? Mouchette habla de la injusta soledad a la que se condena a su protagonista, observando las dudas y los pesares que la dominan en su contacto con el medio que la rodea, que parece decirle que no hay lugar para ella; información que Robert Bresson proporciona con unas imágenes cargadas de belleza trágica, alcanzando su punto más desgarrador en un desenlace final con el que Mouchette pretende alcanzar su salvación.

domingo, 31 de julio de 2011

Un condenado a muerte se ha escapado (1956)


Si pienso Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951) como un film de transición, Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné a mort s'est échappé, 1956) confirma y reafirma lo expuesto en aquella y va un paso más. Es una película en la que Robert Bresson continúa usando la voz interior, pero agudiza su minuciosidad narrativa minuciosa. Resulta más austero si cabe. Para su cine no existe la opción ornamental, no es un espacio expresivo para las florituras de ningún tipo, incluso sus historias son algo más o no lo son en absoluto. Son algo así como estados del alma. En todo caso, sea historia y/o interioridad, lo que vemos y escuchamos comienza en Lyon en 1943, con un automóvil que transporta a tres presos a la prisión de Montluc, en ese instante controlada por los alemanes. Antes de llegar al presidio, Fontaine (François Leterrier) intenta la fuga, no obstante, esta no tiene éxito. Sin embargo, el vano intento por alcanzar la libertad es una muestra de la constante que domina al joven oficial condenado a muerte, su única intención consistirá en escapar. Alejándose de los tópicos del cine de evasiones y fugas carcelarias, Bresson rueda un film intimista-realista del que se ausenta todo tipo de efectos artificiales que entorpezcan el relato mental que realiza el preso. Fontaine expone desde su pensamiento: la soledad, las intenciones y los movimientos que realiza para perpetrar su fuga, asimismo, detalla los medios que utiliza y el material con el que cuenta. Su situación se reduce a la estancia en su celda, mientras trabaja con su cuchara para abrir un hueco en la débil puerta de madera. Bresson concede una menor parte del metraje a mostrar las escasas relaciones entre los presos, apenas existentes hasta que Jost Blanchett (Charles Le Clainche) es encerrado en la celda de Fontaine, poco antes de que este lleve a cabo sus intenciones. El joven Jost le provoca ciertos recelos, ¿ha sido puesto allí para controlarle?¿será un chivato? ¿tendrá que asesinarle o le llevara con él? Esa pregunta necesita una respuesta, y debe ser lo más inmediata posible, pues a Fontaine ya no le queda tiempo y debe fugarse o morir ante un pelotón de fusilamiento. Un condenado a muerte se ha escapado, junto con Diario de un cura rural y Pickpocket (1959), forma parte de la conocida como trilogía de la soledad de Bresson, quien a través de unas imágenes y una puesta en escena sin adornos acerca ese sentimiento de aislamiento que domina a sus personajes principales. De este modo se puede apreciar el personal estilo de Robert Bresson: actores no profesionales, austeridad de medios y a la hora de exponer la situación, un realismo en el que se puede encontrar ciertas influencias religiosas, una minuciosidad narrativa que influirá en los jóvenes directores de la Nouvelle Vague, así como la soledad de sus protagonistas. La sensación de aislamiento queda patente entre esas cuatro paredes donde se encuentra retenido Fontaine, quien debe hablar consigo mismo exponiendo un plan de fuga que, de ese modo, llega hasta espectador, así como sus ansias de comprobar si hay algún otro prisionero al otro lado de la pared, alguien con quien hablar, aunque sea mediante golpes en el muro o conversaciones entre los barrotes de las ventanas.

jueves, 30 de junio de 2011

Pickpocket (1959)


Qué decir tiene que en Pickpocket (1959) no hace falta ni dos minutos de visionado para reconocer el personal estilo de Robert Bresson, quien con todo lujo de detalles y con un elenco de actores no profesionales recrea las circunstancias que rigen la existencia de un carterista que reflexiona sobre su vida, pero que es incapaz de enfrentarse a ella, incapacidad que le conduce a su aislamiento interior y que le impide alejarse de la propia sensación de aislamiento que, posiblemente, él mismo ha creado. Bresson filma la pesadilla de un carterista (Martin LaSalle) empujado al robo por su debilidad de carácter, pero no lo hace desde el punto de vista de un relato policial, sino personal, austero, que se aleja de las florituras innecesarias, y profundo, que se apoya en los sonidos y en las imágenes, con la que Bresson muestra ese entorno interno y externo en el que se descubre a Michel, inmerso en un mundo en el que no sabe muy bien cómo ha llegado a parar, pero en el que sobrevive gracias a los trucos y las artes de un oficio en el que siempre debe estar alerta. Su encuentro con un inspector de policía (Jean Pelegri) le advierte del peligro que corre, sabe que pueden atraparle, pero no es capaz de abandonar una profesión en la que el riesgo y el miedo van unidos. La habilidad con la que Bresson expone los saqueos es excelente, enfoca una mano que se introduce en una chaqueta al tiempo que dos dedos sustraen la cartera, que posteriormente se desliza por el interior de la americana del carterista hasta caer sobre su mano. Del mismo modo, profundiza en el malestar que sufre este delincuente de poca monta, un hombre que no se encuentra, y que no tiene el suficiente valor para enfrentarse a sus deseos, representados en la figura de la joven silenciosa que cuida a su madre, y que cree enamorada de Jacques (Pierre Leymarie), un amigo. Sus relaciones personales se encuentran afectadas por una soledad que le ha restado confianza o interés en aquello que le rodea, su debilidad le impide apartarse de las carteras, pero, gracias a ello, conoce el amor de Jeanne (Marika Green).