martes, 28 de febrero de 2023

El médico y el curandero (1957)

Que Mario Monicelli fue uno de los más grandes cineastas italianos lo sabe cualquiera con una mínima noción histórica del cine; pero, curiosamente, incluso quienes se consideran expertos en la materia, suelen omitir al realizador de Un héroe de nuestro tiempo (Un eroe dei nostri tempi, 1955) cuando se les pide que citen los nombres de los directores transalpinos más destacados. De inmediato, y por méritos propios de cada uno de los nombrados, suelen pronunciarse los Federico Fellini, Vittorio De Sica, Luchino Visconti, Roberto Rossellini y quizá alguien indique Pier Paolo Pasolini; pero el de Monicelli, al igual que el de Marco Ferreri, otro indispensable e inimitable de la cinematografía italiana (y española), apenas se cita. El responsable de obras maestras como Guardias y ladrones (Guardie e Ladri, 1951), film codirigido junto a Steno, Rufufú (Il soliti ignoti, 1958), La Gran Guerra (La Grande Guerra, 1959) o Los camaradas (I compagni, 1963) fue fundamental en la evolución de la comedia, ya no a nivel italiano, sino mundial. En El médico y el curandero (Il medico e lo stregone, 1957) realiza una comedia más amable y menos lograda que otras sátiras suyas, por ejemplo que las arriba nombradas, pero no carece de atractivos.


Cuenta con un enredo “a la italiana” —que desarrolla el guion firmado por Ennio De Concini, Luigi Emmanuelle, Age & Scarpelli y Monicelli— y con dos protagonistas de lujo: Vittorio De Sica y Marcello Mastroianni. El primero representa la tradición y la superstición y el segundo la ciencia y el racionalismo que se enfrentan en el pequeño pueblo donde la llegada del doctor Franchesco Marchetti (Marcello Mastroianni) solo parece alegrar a su ayudante, la joven que se enamora de él. Las cosas no serán fáciles para el recién llegado, nunca lo son para alguien a quien se mira como a un intruso; tampoco lo son para la muchacha, que se desvive por conquistar a alguien más preocupado en ganarse la confianza de los habitantes que en corresponder las atenciones y el amor que recibe. No resulta tarea sencilla simpatizar con hombres y mujeres que lo considera sospechoso, alguien ajeno a sus costumbres y a sus creencias; más aún, alguien a quien ven como un enemigo que llega para destruir su mundo; en realidad solo quiere vacunarles y mirar por su salud. Pero todavía resulta más complicado, si cabe, al estar en juego los intereses y el prestigio de don Antonio (Vittorio De Sica), el curandero del pueblo. Monicelli expone todo esto desde el humor y la ironía. Habla de una situación que podría observarse en la realidad de entonces, cuando la ciencia y el progreso llegaban para imponerse y desterrar supersticiones y quizá la familiaridad de lo cercano. Don Antonio y Francesco son dos partes de un todo popular, pues ninguna por separado parece responder a las necesidades humanas, sobre todo aquellas que afectan al espíritu, tales como el amor y la confianza, dos básicos necesarios en la buena salud de cualquiera, incluso en la del médico y la del curandero, dos opuestos en medios a emplear, pero cuyos fines vendrían a ser similares.



lunes, 27 de febrero de 2023

La noche cae sobre Manhattan (1996)


El cine judicial y el policíaco en Sidney Lumet tiene tono oscuro. Se desarrolla en las sombras, zonas grises de la interioridad humana, condicionada por el espacio externo que los personajes transitan y descubren del mismo color. Desde sus comienzos en el cine hasta el final de su carrera, parece quedar claro que a Lumet no le interesan los “thrillers” de acción fabricados en Hollywood, aquellos que suelen navegar por la superficie de personajes estereotipados y de tramas no menos tópicas. La ofensa (The Offense, 1972), Serpico (1973), El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981) o Distrito 34: corrupción total (Q & A, 1990), son excelentes ejemplos de Lumet indagando en las profundidades del individuo y del ambiguo sistema en el que se encuentra atrapado, y que resulta diferente al supuesto por idealistas, románticos e ingenuos como Serpico o Sean Casey, el protagonista de la también espléndida La noche cae sobre Manhattan (Night Falls on Manhattan, 1996). Este maduro, oscuro y amargo drama policial y familiar, que pasó sin pena ni gloria por las salas comerciales, pero merecedor de mayor atención, indaga en la corrupción y en los entresijos del sistema judicial y de la fiscalía de Nueva York, que difiere del ideal de románticos como Sean (Andy García), quien, inicialmente, mira el mundo en blanco y negro, desconocedor de la zona gris de cualquier espacio humano. Esta zona en la que se adentra cuando pasa a ser ayudante del fiscal (Ron Leibman) le pone a prueba, le posibilita descubrirse a sí mismo y le confirma las palabras de Vigoda (Richard Dreyfuss): <<las cosas nunca son tan sencillas como queremos que sean>>.



Casey se hace abogado porque cree en el sistema legal, en su buen funcionamiento, en su transparencia y en su promesa de ser igual para todos. Como nuevo ayudante del fiscal, uno de tantos, él es de los que llega con la intención y la creencia de que ayudará a que se cumpla ese para todos. Inicialmente no se plantea que durante su labor, sus valores y su fe en el sistema entren en conflicto con sus sentimientos y sus relaciones personales, conflicto que se desata tormentoso cuando se encuentra de lleno con la corrupción policial, con los intereses en la sombra y con otros asuntos poco claros que le atañen profesional y personalmente, sobre todo cuando asoman las sospechas de que Joe (James Gandolfini), el compañero de su padre (Ian Holm), pueda ser un policía corrupto; lo cual siembra la duda y la posibilidad de que su padre también lo sea. De ese modo, el protagonista vive momentos de sospecha, de amargura y decepción, la cual se hace palpable en la comida con su padre y con Joe, y ya cuando padre e hijo se quedan a solas, en una intimidad hiriente, pero en la que el amor que les une no se debilita, más bien, se hace más fuerte. 



Sean es un personaje totalmente adaptado al imaginario de Lumet, que se vale de la ingenuidad de su protagonista para regresar sobre temas por los que transita con paso magistral. Ex agente de policía y abogado, el protagonista de La noche cae sobre Manhattan se adentra en un entorno donde la línea que separa legalidad y criminalidad se difumina mientras la basura le envuelve y afecta no solo su relación paterna, sino la que le une a Peggy (Lena Olin) y la más íntima, aquella que mantiene consigo mismo, con sus valores y sus ideales. Ahí, en esa intimidad callada, Sean entra en conflicto y este es el que más interesa a Lumet, también autor del guion —que adapta al cine la novela Tainted Evidence, de Robert Daley—, pues desde el aprendizaje y decepción, resistencia e insistencia del personaje, reflexiona acerca de la inexistencia del blanco o negro. Todo es más complejo y complicado, fuera y dentro del individuo, que habita en las zonas grises. Llegar a comprender esto y no dejarse derrotar es el aprendizaje de Sean, el mismo que lega en sus palabras finales, las que pronuncia durante su discurso de bienvenida a los futuros ayudantes del fiscal.




domingo, 26 de febrero de 2023

Sí, recuerdo… (1996)

El siguiente fragmento está extraído del film documental Sí, recuerdo… (Mi ricordo, sì, io ricordo,1996) en el que la directora Anna Maria Tatò, aprovechando las pausas del rodaje de Viaje al principio del mundo (Viagem ao princípio do mundoManoel de Oliveira, 1996), filma a Marcello Mastroianni hablando de su vida y de su profesión. Mastroianni desborda lucidez, ironía, sensatez, cercanía y, como reza el título, recuerdos. No tiene desperdicio, tampoco el libro que surgió a raíz de la película. En sus páginas se recoge lo dicho por Mastroianni en el film, un actor que, como apuntó arriba, se hace cercano en cada uno de sus momentos evocados. Uno de ellos, que titula Mitología, dice así:

<<Desde que me dedico a este oficio raras veces he ido al cine. ¡Pero de niño…! Me alimentaba de cine, y al igual que yo toda mi generación. ¡Esa sala mágica, oscura, misteriosa! El haz de luz del proyector, que se mezclaba con el humo de los pitilllos. Aquello era también una cosa fascinante que ya no existe. Era un lugar de evasión…, no, aquello era algo más que evasión: en el cine se soñaba.

Íbamos al cine casi todas las tardes, y nos llevábamos el bocadillo, la merienda. Entonces se proyectaban “dos” películas, además del Giornale-Luce y Topolino (Mickey Mouse): entrábamos a las tres y salíamos a la hora de la cena.

Gary Cooper, Errol Flynn, Clark Gable, Tyrone Power. ¡Cuántos ídolos! Sentíamos pasión por estos actores. Al salir del cine, imitábamos sus gestos. La diligencia (The stagecoach), John Wayne con la pistola, y nosotros tratando de imitar sus andares.

¡Y las actrices! Busca alguna parecida hoy. Greta Garbo, Marlene Dietrich… Aunque, a decir verdad, estas dos no es que me gustasen mucho. Sí, apreciábamos su valía, pero a esa edad —quince o dieciséis años— uno prefería a la vecina. Aquellas eran reinas inaccesibles.

Pero estaban también nuestros divos. ¡Amadeo Nazzari! Sentíamos gran estima por Amadeo Nazzari. Una gran personalidad. Alguien decía que era el Errol Flynn italiano, pero no era cierto. Yo he trabajado con él; era un hombre muy generoso. Y Anna Magnani, Aldo Frabrizi…, eran extraordinarios. ¡Y Totò…, magnífico, grandioso!

Sentíamos pasión por Jean Gabin y Louis Jouvet. Era extraño, porque a esa edad los héroes más fascinantes eran precisamente Gary Cooper o Clark Gable. El cine francés requería más esfuerzo, y sin embargo a nosotros nos gustaba igualmente. E incluso algún actor alemán, ya que por entonces existía el Eje y, por tanto, las coproducciones con Alemania. Pero de los nombres no me acuerdo.

Ah, y no hay que olvidar a Ginger Rogers y Fred Astaire: con ellos entramos en la mitología. ¡Fred Astaire era un bailarín tan excepcional que viéndolo hasta podías llorar!

Pero ¿cómo describir la belleza de aquel cine de entonces? ¿O quizá éramos nosotros más ingenuos, y bastaba con poca cosa para encandilarnos, para entusiasmarnos?

Cuando pienso en lo que el cine, la gran pantalla, supuso para mí generación, me pregunto si hoy en día el cine ejerce efectos comparables en las nuevas generaciones, o si los ejerce más bien ese cine empequeñecido que soy incapaz de amar y que es la televisión.

Fellini me dijo un día:

—Fíjate, a Marilyn Monroe antes la veíamos así, gigantesca, ahora la vemos ahí abajo, diminuta.

Umm. No es lo mismo.>>

sábado, 25 de febrero de 2023

El curioso caso de Benjamin Button (2008)

Salvo el título y el decrecimiento/rejuvenecimiento anómalo de su protagonista, nada tiene que ver El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008), la película que David Fincher realizó a partir del guion de Eric Roth, con el tragicómico relato que Francis Scott Fitzgerald escribió en 1922. Fincher se decanta por desarrollar una historia de amor entre Benjamin (Brad Pitt) y Daisy (Cate Blanchett) que, en ciertos aspectos, guarda paralelismos con la expuesta por Robert Zemeckis en Forrest Gump (1994). El protagonista masculino de ambas películas es un personaje diferente y, por tanto, marginado, pero que descubre en una niña a su compañera de juegos y a la persona que cambiará su vida. Igual que Forrest y Jenny, Benjamin y Daisy se conocen en la infancia, les une la amistad infantil y les separa la adolescencia para, finalmente, reunirlos más adelante, cuando la “casualidad” decide que están preparados para reencontrarse y amarse. El tono subjetivo se introduce en ambas películas a través de la narración en primera persona; esa es otra similitud entre ellas y dudo que tales “coincidencias” sean fruto del azar. Se deben a que los dos guiones son obra de Roth. Si bien el tiempo es determinante, lo cierto es que más que mostrar la tragedia que implica ser diferente en cualquier entorno donde lo diferente trastoca y molesta el habitual devenir de las cosas y de las personas que adormecen en su seno, El curioso caso de Benjamin Button se decanta por otros temas.

El personaje literario solo puede abandonar su sensación de rechazo cuando se iguala al resto; es decir, cuando su edad física, que no la biológica, se adapta a la imagen de la biológica de quienes le rodean, observan o tratan. Fuera de ese falso equilibrio, Benjamin es marginado. A los demás, ya sea su padre, su mujer o su hijo, poco les importa los sentimientos y las emociones de quien nace anciano y muere como recién nacido. A ese resto con quien Benjamin solo comparte de igual a igual los instantes referidos, les interesa lo propio, y culpan al personaje que rejuvenece a contracorriente de sus males o le endilgan un egoísmo que les pertenece. En la película no hay nada de esto. Ya desde el mismo comienzo, Fincher pone tierra de por medio y filma su historia (y la de Roth), ajena a cualquier intento de adaptar el cuento de Scott Fitzgerald. Quiere filmar el suyo con libertad. Es decir, va por libre e introduce un tiempo presente que le permite ubicar la historia de Benjamin dentro de otra, la de Daisy, que en su lecho de muerte comparte con su hija. Caroline (Julia Ormond), que así se llama, lee a petición de su madre unas memorias extraordinarias. Son las de Benjamin, escritas de su puño y letra antes de que olvidase cuanto había vivido, pero también son las suyas, las de ambas.

La historia vital del Benjamin cinematográfico comienza el día que concluye la Gran Guerra (1914-1918), cuando nace y su madre muere después del parto. En ese instante, es un bebé avejentado y su padre (Jason Flemyng) siente rechazo hacia él y lo abandona en las escaleras de la residencia de ancianos que dirige Queenie (Taraji P. Henson), quien se hará cargo del bebé y así se convertirá en su madre —de nuevo la casualidad, que introduce otra similitud entre films en la figura materna protectora que además sirve de referencia al niño—. Benjamin es recogido por ella y su marido (Mahershala Ali) y crece entre gente que parece tener su edad, pero él todavía es un niño, piensa y vive como tal. Su edad adulta le lleva a recorrer distintos lugares y a conocer a personas diferentes, lo cual va marcando su filosofía vital. Para Benjamin (Fincher y Roth) la vida es una serie de existencias cruzadas e incidentes que escapan a nuestro control. Fincher desarrolla el aprendizaje del personaje al tiempo que va mostrando su evolución en el amor: el infantil, su primera experiencia sexual, su primer amor, el que le une a la mujer madura, e insatisfecha en su matrimonio, interpretada por Tilda Swinton, el amor de su vida, aquel infantil que en él despertó Daisy, la niña, y que se transforma en el pleno compartido con la mujer que al inicio del film ya anciana. Todo ello va dando forma a El curioso caso de Benjamin Button de cuento sobre el amor y el paso del tiempo, en el que resulta indiferente el sentido de su transcurrir, pues en ambos casos existe un instante de plenitud y de comunión que procura la felicidad (siempre efímera, así es su natural) de la pareja protagonista, lo cual depara que también sea una fantasía sobre la resignación ante la imposibilidad de detener o retener ese tiempo de plenitud en fuga, que une y separa, que aleja y acerca, vaya hacia adelante o hacia atrás —hacia la vejez de Daisy y hacia la infancia de Benjamin—, pero también es un canto a vivir lo imprevisible, esa casualidad que en sí ya es la vida misma.



viernes, 24 de febrero de 2023

Antoine y Colette (1962)

Sin ser un actor extraordinario, Jean-Pierre Léaud se convirtió en rostro icónico del cine gracias a su Antoine Doinel, a quien dio vida en las cinco películas que François Truffaut dedicó a este personaje que asoma por primera vez en Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959). Aunque solo hubiese sido por este mítico film, Léaud figuraría en la historia del cine francés (y mundial), en la que también destaca por, entre otras, ser el protagonista de La mamá y la puta (La maman et la putain, 1973) y uno de los actores principales de la coral La noche americana (La nuit americaine, 1974). Su periplo como Antoine se prolongó durante dos décadas, desde 1959 hasta Amor en fuga (L’amour en fuite, 1979). Entremedias, el muchacho crece, vive experiencias y distintos amores y desamores, como el que cierra su segunda aparición en la pantalla, la cual se produjo como parte de una coproducción propuesta por Pierre Roustang. El amor a los veinte años (L’amour à vingtans, 1962) está compuesta por cinco historias, cada una filmada por un cineasta diferente: Truffaut, Renzo Rossellini, Shintaro Ishihara, Marcel Ophuls y Andrzej Wajda, que contó con la colaboración de Andrzej Zulawski.

Previo a la propuesta de RoustangTruffaut ya barajaba dar continuidad a su Antoine, así que aprovechó el encargo para regresar a él, cuando ya tiene 17 años. La voz del narrador lo confirma al inicio de Antoine y Colette, además de explicar que el adolescente ha encontrado trabajo, piso y que por fin es independiente. Continúa amando la música, la literatura y el cine, pero ahora otro amor despierta en él. Se llama Colette (Marie-France Pisier), a quien observa sin pestañear durante el concierto donde el flechazo profundiza en su corazón, pero, aunque vuelven a encontrarse e inician una relación, no es un amor correspondido. Como Truffaut, que toma de su propia experiencia personal para dar forma a Antoine, el personaje de Léaud es un romántico; y como el cineasta, el joven ama el arte y el amor. Todavía es ingenuo e impulsivo, de modo que coge sus bártulos (tocadiscos, vinilos y libros) y se va a vivir a una habitación que alquila enfrente de la casa de la chica que ama y que no le corresponde. Para Colette es solo un amigo con quien pasar el tiempo cuando no sale con chicos que sí le gustan; por lo que la relación de Antoine acaba siendo más estrecha con el padrastro y la madre de Colette —interpretados por François Darbon y Mery Varte— que con esta; y así se va conformando el primer desengaño amoroso de Antoine, que no será el último.



jueves, 23 de febrero de 2023

La mamá y la puta (1973)


La sombra del 68 se alarga sobre Alexandre (Jean-Pierre Léaud) durante su deambular frustrado, incapaz de dar el paso hacia cualquier parte diferente del desencanto y del tedio en el que ha caído. No logra sacudirse su esplín, ajeno al baudeleireiano, ni la desilusión de lo que pudo ser y quedó en nada, ni su pose de dandy y de bohemio de café literario. Más que fruto del nihilismo que no posee ni le posee, pero del que aspectos de su comportamiento presume, su carácter es el de un romántico narcisista —pero, ¿qué romántico no es un poco Narciso?—, quizá incurable, quizá autodestructivo, y en buena medida, reflejo de Jean Eustache, un cineasta entre el cine y la vida, al límite de su propio esplín. Con intención de aislar, algo que logra con nota, Eustache prescinde en La mamá y la puta (La maman et la putain, 1973) de planos generales e individualiza su película en torno a la figura de ese personaje infantil y mujeriego, egocéntrico y pedante, bebedor de whisky y que explica la vida (su modo de entenderla) a través del cine —y mediante frases que no suenan suyas—; alguien a quien, más que hablar, le gusta oírse sentenciando sobre esto o aquello, o expresando su apatía y su malestar mediante frases que pretende inteligentes, ingeniosas, transcendentes, quizá obligado por una interioridad que no es natural suya —lo que expresan los personajes no parece salir de sus “entrañas”, sino de frases aprendidas—. En realidad, Alexandre es la unidad cuerpo y mente dirigida por Eustache, que lo convierte en un ser entre la huída y la pasividad de la que parece salir exclusivamente en su gusto por las mujeres. Las observa y las desea, se acerca y se aleja, mantiene conversaciones, y cae en el monólogo, pero quizá no esté en su mente comprometerse consigo mismo, ni con nadie, ni asumir responsabilidades que sentiría pesadas como cadenas.


Así, aburrido de aburrirse y sin ataduras aparentes, encuentra protección en Marie (Bernadette Lafont), que le libera, y liberación en Veronika (Françoise Lebrun), que le atrapa. El acercamiento a ambas relaciones y a la que Alexandre mantiene consigo mismo suman las más de tres horas y media de La mamá y la puta. Primero, se dan separadas y, posteriormente, parecen acercarse y equilibrarse en una a tres bandas o, como dicen los francófonos, ménage à trois. En apariencia emocionalmente neutra, la película ensaya la interioridad —el amor, el sexo, el aburrimiento, la decepción, el cine,…— que se exterioriza en la imagen atrapada y liberada de Alexandre; es su reflejo, el que durante más de doscientos minutos de metraje se erige en el centro de atención de primeros planos y planos medios que, en ausencia de los planos maestros —por otra parte, ausencia habitual en los “nuevos cines”—, le convierten en el centro de un París y de una época que Eustache encierra en el cuarto que el falso dandi y no menos irreal bohemio comparte con Marie, que lo acoge en su seno y bajo sus sábanas, o la sitúa en el interior de la cafetería donde, más que conversar, el personaje de Léaud mantiene monólogos que amenazan interminables y que Veronika, la enfermera sexualmente liberada en busca de amor (que asegura que no tiene que ver con el sexo, al menos con el que ha practicado hasta entonces), no sé si escucha, pero si observa a quien declama —la cámara es su mirada y el plano que observamos es el del rostro de Alexandre—; o la lleva a un exterior acotado, en los alrededores o en la terraza del café por donde pasea solo o a la espera, y donde se encuentra con algún conocido, en un momento de conformismo y de esplín que se prolonga después del ruidoso espejismo de liberación que significó para los jóvenes y no tan jóvenes ese mayo del 68 siempre presente y ausente en este film que, por distintas circunstancias, fue considerado maldito. En la actualidad, se ha elevado a las alturas; lo cual parece indicar que los extremos no son tan distantes ni son muy de fiar.



miércoles, 22 de febrero de 2023

El señor de la guerra (2005)


El cine, sobre todo el estadounidense, y también el mundo real se encuentran llenos de tipos listos que lo tienen claro, individuos como Yuri Orlov (Nicholas Cage), que sabe que el mundo está lleno de posibilidades. Solo hay que saber dónde buscarlas, meter mano, mejor las dos sin el menor miramiento, o esperar a que la fortuna llame a la puerta y eche abajo lo que parecía de acero. El sistema soviético se derrumba y su caída pone fin a la guerra fría y esto posibilita que Yuri tenga acceso al arsenal que, sin asomo de conflicto moral, transforma en millones y millones de dólares que le permiten un nivel de vida de fantasía y casarse con Ava (Bridget Moynaham), la mujer soñada. Aunque oriundo de Ucrania, Yuri es hijo del país donde nació y hace suya su filosofía capitalista y liberal. De modo que toma la promesa del sueño americano y hace que se cumpla, aunque lo haga en la ilegalidad y a costa de vidas humanas. Pero él se justifica con un simple y efectivo que no es quien dispara las armas que vende; y de no ser él, otros las venderían. Cierto, es cínico, pero no hipócrita. Además, afirma que <<Lo malo de ser honrado es que cuesta mucho ganar dinero>>. Así es el protagonista y también narrador de El señor de la guerra (Lord of War, 2005), un tipo desenfadado, orgulloso de sus logros y sin el menor asomo de arrepentimiento por su medio de lucro. La voz de Yuri expone sus recuerdos y su perspectiva, en cierto modo influenciada por el estilo y el desenfado practicados por Martin Scorsese en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990). Desde los años ochenta, aprovechando todos los conflictos armados, el narrador vende a cualquiera que pague. Se justifica asegurando que hay 500 millones de armas de fuego repartidas por el mundo, con mayor porcentaje en África, debido a los numerosos conflictos entre señores de la guerra, lo que vendría a ser algo así como que uno de cada doce habitantes del planeta tiene un arma. Para él, el dinero es importante, pero no es por el dinero; es porque se le da bien. Así se lo explicará a su mujer, a quien mantiene en la ignorancia y quién descubre, tras la visita del agente Jack Valentine (Ethan Hawke), la verdadera ocupación laboral de su marido. Yuri cuenta la suerte que para él significó la caída del comunismo soviético, pues el film de la Unión Soviética generó un excedente armamentístico del que él se haría cargo; habla de su hermano Vitaly (Jared Leto), de su peligrosa e inestable asociación con el dictador Baptiste (Ramon Walker), de su matrimonio con Ava y del juego del gato y el ratón que mantiene con Valentine, quien ignora que las reglas no son las que indica la ley, sino las que convienen a los distintos intereses. Y lo hace consciente de llevarnos la delantera, porque es su historia, la de un hombre de negocios en un mundo en el que todo parece ser negocio.




martes, 21 de febrero de 2023

El cielo sobre Berlín (1987)

La distancia que me separa de la pantalla en la que se proyecta El cielo sobre Berlín (Der himmel über Berlín, 1987) se reduce hasta desparecer. ¿Es una sensación mía o es un logro de Wim Wenders? ¿Una combinación de ambas? Es cine que establece comunicación y comunión entre las imágenes y quien las interpreta, entre las voces y quien las escucha. Ese inicio me conquista e invita a seguir al ángel (Bruno Ganz) que contempla y desciende al mundo, donde no pertenece ni existe, pero que no le resulta extraño; en realidad, le resulta familiar y al tiempo misterioso. Quizá en eso no se diferencie demasiado de Wenders, ni de Peter Handke, con quien el director de El amigo americano (Der Amerikanische Freund, 1976) escribió el guion del film, ni de tantos de nosotros. Desarrollada en dos planos sensitivos —en blanco y negro, el angelical; y en color, el físico que el cerebro humano descodifica a través de la mirada, también del oído, el olfato, el tacto, el gusto—, El cielo sobre Berlín contempla vidas e invita al público a vivir la propia: a ser protagonista de su historia. Wenders observa desde las alturas para descender a la cercanía terrenal, a escasos centímetros de la cotidianidad humana, de la intimidad de hombres y mujeres a quienes los ángeles escuchan pensamientos y contemplan comportamientos y soledades. A través de los seres mortales, los ángeles como Damiel descubren la belleza del mundo, para ellos enigmática, tan cercana y lejana: una belleza que observan distante, fría, monocromática. La contemplan, quieren acariciarla, la descubren en la suma de amor, dolor, infancia, vejez, dudas, anhelos, pero nada afecta a su devenir como testigos pasivos de cuando vive bajo el cielo. De las alturas al suelo urbano, Damiel se va humanizando, duda y cuestiona, mientras pasea Berlín: espacio humano que continúa su ritmo habitual, ajeno a la presencia de los ángeles, su sucesión de hechos y de pensamientos que pertenecen a cada individuo que los piensa. Damiel puede escuchar esas voces mudas que cada quien guarda para sí. Son reflexiones, decepciones, anhelos, soledades… que le generan las sensaciones humanas de curiosidad y deseo de conocer. El observador ve vidas, percibe misterios, pues eso son las cotidianidades: misteriosas, cuando descubren preocupaciones, sensaciones, impresiones, tal vez certezas que antes no estaban. ¿De dónde y cómo han surgido? Damiel contempla y descubre diferencias. Ve y escucha cotidianidades como la de los niños, que pueden percibirlo, todavía no han perdido la inocencia de su fantasía, la de del moribundo en la acera, la de Peter Falk, el actor estadounidense que también lo percibe —fue uno de ellos, quizá más exacto sea decir que fue como Damiel: un ángel que quiso existir—, o la de Marion (Solveig Donmartin), la equilibrista de quien se enamora, sin comprender el significado del sentimiento; pero ¿quién lo comprende, sin en realidad se vive?

La sensación que le genera la chica le acerca más a la humanidad que, avanzado el metraje, le dará nueva forma, la que ya apunta en sus encuentros con Cassiel (Otto Sander). Damiel se diferencia de los demás ángeles porque desea, reflexiona, se interroga, posee la capacidad de plantearse como ser y filosofar al respecto: <<Cuando el niño era niño, era el momento de hacerse esta pregunta: ¿por qué yo, soy yo y no soy tú? ¿por qué estoy aquí y no estoy allí? ¿Cuándo empieza el tiempo y dónde termina el espacio? ¿No es la vida bajo el sol un mero sueño? ¿No es lo que yo veo, oigo y huelo, nada más que el reflejo de un mundo delante de otro mundo? ¿Existe realmente el mal y gente que de verdad es mala? ¿Cómo puede ser que yo, que soy yo, antes de serlo no lo fuera y que algún día yo, que soy yo, deje de ser lo que soy?>> No hay respuestas, hay miles. Hay el sueño de los ángeles que nos sueñan y sueñan ser nosotros; ir allí porque antes ya estuvieron aquí. Siempre han estado, viendo las eras pasar ante ellos, viendo aparecer y crecer a los humanos, su espacio y su tiempo, el que para los mortales amenaza su fin cuando empieza; ese instante inicial lleva de la mano el final en el que lo que es dejará de ser entonces. La única respuesta quizá válida sea que los humanos dan sentido a su propia existencia, la que los ángeles observan (y que Damiel desea para sí) en su inexistencia, en su bello y frío blanco y negro, y escuchan en las risas y llantos ajenos, incapacitados para existir. Son pero sin ser. Aprenden a hablar como ellos; posiblemente, también hayan adquirido su forma, pero no son humanos. Esa es su imposibilidad, no poder existir; condenados a no sentir ni lo mejor y lo peor del ser humano. Nada de cuanto observan en la cercanía que les distancia y en la distancia que les acerca, es para ellos. Damiel lo comprende y llega a la conclusión de que le falta algo: carece de su propia historia y, entonces, ¿para qué la eternidad, sino puede existir?




lunes, 20 de febrero de 2023

Las playas de Agnès (2008)


Es un documental autobiográfico, pero es más que eso; Agnès Varda lo deja claro en la presentación de su film, cuando juega con los espejos en la playa belga de su infancia. Agnès pasea sobre la arena y nos dice, antes de mostrar en ese arenal parte de su desbordante inventiva visual, que representa <<el papel de una ancianita, gorda y habladora, que cuenta su vida. Y sin embargo son los otros a quien quiero filmar. Los otros, que me intrigan, me motivan, me hacen cuestionarme, me desconciertan, me apasionan. Ahora, por hablar de mí, pensaba: si se abriera a la gente, se encontrarían paisajes. Si se me abriera a mí, se encontrarían playas>>. Esas playas reales y simbólicas son retratadas en Las playas de Agnès (Las plages de Agnès, 2008), son los espacios vitales, geográficos, íntimos y profesionales de una mujer que nunca dejó de ser fotógrafa, ni de mirar el mundo con ojos sorprendidos, ni de ser retratista de personas y de sí misma. Sin duda, fue una artista diferente, como lo es cualquier artista y cualquier playa con su brisa marina, su batir de olas y su vaivén sobre la arena mojada que pierde humedad en su contacto con la menos compacta y más seca.


Las playas, el azul y el gris, los recuerdos de la niñez, de la juventud, de la edad adulta, de alguien que contempla y experimenta, de instantes existenciales pretéritos que hacen ser en el presente, instantes propios, de otros y con otros. Los encuentros y el contacto con esos otros hacen posible vidas que no son las suyas (y viceversa). Agnès es consciente de que somos un poco de los demás, de quienes nos miran y de algún modo nos hacen ser al vernos; así nos regala un film sobre el paso del tiempo y su encuentro con las personas que significaron y todavía significan, a pesar de la ausencia de muchas. Lo quiera o no, y ella es consciente, cualquier biografía y autobiografía, sea literaria, fotográfica o cinematográfica, es una obra inacabada, sobre el devenir temporal, repleta de ganancias y pérdidas, de instantes que al recordar se sienten cercanos y provocan sonrisas o tristeza, pero nunca indiferencia. No solo se trata de eso, aunque el devenir marque el estar antes allí y después aquí. Ella sabe que las personas conocidas a lo largo de los años dejan su huella, y que de algún modo formaron y forman parte de su biografía. Desde sus inicios cinematográficos en La Pointe Courte (1954), Varda es una cineasta reflexiva y visual que se arriesga y experimenta, bromea, representa, juega con los reflejos o camina hacia a contracorriente —a su corriente— o hacia atrás, como hace en varios momentos de Las playas de Agnès, para ir del presente al pasado. Desborda imaginación, humor, sensibilidad y cercanía; se sincera, aunque esto lo hace en cada una de sus películas —de muchas habla a lo largo del film—, y en esta representa para hablar de su vida y de su obra, de las personas que, como Jean VilarJacques Demy, sus padres, su hija Rosalie o su hijo Mathieu, marcaron ambas, dejando sus huellas imborrables sobre la arena mojada de las playas que la cineasta lleva dentro.



domingo, 19 de febrero de 2023

El gran miércoles (1978)

Más que un film de surf, hecho por alguien que lo practicaba y lo amaba, que también lo es, El gran miércoles (Big Wednesday, 1978) es una película sobre la amistad, a ratos nostálgica —de una época vital de promesas por (in)cumplir y de relaciones que semejan eternas y brillan en su esplendor—, y sobre el complejo paso de la juventud a la edad adulta, la cual, quizá, depare el adiós definitivo al joven rebelde del ayer y a la sensación de libertad que inicialmente define a los protagonistas. Aunque su inicio se exponga festivo e irresponsable, debido a la edad de los protagonistas, nada tiene que ver este drama de John Milius con las anodinas y noñas comedias playeras y juveniles —las llamadas beach-party movies—, del tipo de las protagonizadas por Frankie Avalon y Annette Funicello, ni con el posterior y, para quien escribe, atractivo policiaco Le llaman Bodhi (Point Break, Kathryn Bigelow, 1992), también ambientado al margen, en ese mundo de las olas que Milius expone con sentimiento y admiración. Entre la nostalgia del ayer y el paso a la madurez, más que cualquier otra cosa, El gran miércoles es la mirada generacional y pasional de Milius a una época y a un ámbito en el que se encuentra, en el que quiere estar y que tiene en mente: el surf, que asoma en su filmografía en los personajes de Robert Duvall y Sam Bottoms en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) o en la participación de su amigo Gerry López, campeón de surf, en Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982). Pero su pasión por las olas, ese modo de sentir el surf al que se aferra Bear (Sam Melville), se dispara en este drama que abarca doce años en la vida de los protagonistas, en cómo mira y muestra a los amigos a quienes descubrimos en su máximo esplendor juvenil en el verano de 1962, momento en el que se inicia El gran miércoles. Pero los muchachos dejarán de serlo en el transcurso de las sucesivas estaciones y años en los que Milius se detiene para narrar su historia, escrita en colaboración de Dennis Aaberg, aunque algo de ellos y en ellos perdura —el surf y la amistad— y culmina esa jornada de 1974 en la que cabalgan las mayores olas de sus vidas.


La voz de Jack narrador introduce cada una de las cuatro estaciones que Milius desarrolla en años distintos: verano de 1962, otoño de 1965, invierno de 1968 y primavera de 1974. El recuerdo le da su tono nostálgico y, combinado con el paisaje costero, poético. Los personajes bien podrían ser una combinación del propio Milius y de sus amigos de juventud, surfistas en el verano de 1962, como Matt (Jean-Michel Vincent), Leroy (Gary Busey) y Jack (William Katt) que aguardan el gran día, en el que demostrar que son los mejores. Son jóvenes y alocados, viven según sus reglas juveniles y disfrutan su vitalidad y el saberse los mejores, pero ¿los mejores en qué y para qué? Sencillamente es la sensación juvenil de ser diferentes, únicos, reyes de las fiestas, partícipes de amistades indestructibles y de amores que invitan al sexo o de sexo que acaba en amor. El verano del 62 ilumina jornadas playeras, surf, peleas, viajes a Tijuana, la imagen paterna de Bear, la admiración de otros surfistas y la sensación de ser invencibles. ¿Qué más pueden pedir, si el mundo todavía es suyo y el esplendor de la vida les pertenece? Pero el tiempo pasa y el 65 llega con la orden de presentarse en la oficina de reclutamiento. El tío Sam llama y Vietnam aguarda, pero ellos no están dispuestos a dejar la piel en un país al otro lado del océano. Así que despliegan su ingenio y su descaro e idean excusas que creen les salvará de la guerra. Sin embargo, Jack y Waxer (Darrell Fetty) son enviados al Sudeste asiático a combatir. En ese instante, la juventud dice adiós y la edad adulta cobra protagonismo en el invierno del 68, el año que devuelve a Jack al hogar que encuentra cambiado; aunque él sabe que solo es la gente la que ha cambiado, que unos se han ido y otros, como Waxer, han muerto. El mar sigue ahí, las olas llaman y Jack y Matt reviven momentos sobre las tablas, conscientes de que sus caminos siguen corrientes distintas. El tiempo pasa y la acción se sitúa en 1974, cuando la mayoría de los sueños han quedado atrás, pero no sus fantasmas. Matt necesita demostrarse que no es un fracasado para poder seguir su vida, junto a Peggy (Lee Purcell) y Melisa, la hija que ambos engendraron aquel verano del 62 en el que se inicia este drama filmado por un gran cineasta y guionista, menos popular y mediático que sus compañeros de generación —George Lucas, Steven Spielberg o Brian de Palma—, pero con una capacidad narrativa innegable, ya apuntada en sus guiones para otros y demostrada detras de las cámaras en El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975), Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982), Adiós al rey (Farewell to the King, 1989), tres películas en las que simpatiza sin disimulo con los rebeldes igual que hace en este film de amistad, de sueños perdidos, del tránsito de la juventud, cuanto todo todavía parece posible, a la aceptación de la madurez, que no significa derrota, solo ese paso en la existencia que cada uno de los tres protagonistas tiene que dar, y que en ningún caso se da igual ni al mismo tiempo.

sábado, 18 de febrero de 2023

Barry Seal, el traficante (2017)

De los actores de su generación —sus compañeros de reparto en Rebeldes (The Outsiders, Francis Ford Coppola, 1984) y otros como Timothy Hutton o Sean Penn—, Tom Cruise es quien mejor ha sabido llevar su carrera profesional hasta la cima de Hollywood y mantenerse en ella —así ha sido desde Top Gun (Tony Scott, 1986) hasta Top Gun: Maverick (John Kosinski, 2022)—, y todo parece indicar que allí seguirá, mientras el éxito y el cuerpo aguante. Película tras película, asumiendo algún riesgo calculado, dándose el lujo de participar en alguna producción de “modesto” presupuesto, tipo la exitosa Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996), protegiéndose de cualquier posible tempestad en la taquilla en la franquicia Misión imposible, ha ido tejiendo una de las filmografías más populares y rentables de la historia de Hollywood —no considero necesario recordar que “popular” y “rentable” no son sinónimos de calidad, tampoco antónimos; pero a veces me dejo ir y caigo en lo innecesario—. El poder y el saber escoger los proyectos, el querer ser dirigido por grandes cineastas de la época —Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Oliver Stone, Sydney Pollack, Neil Jordan, Stanley Kubrick, Brian De Palma, Steven Spielberg o Paul Thomas Anderson—, son puntos a favor de quien se luce en Barry Seal, el tragicante (American Made, Doug Liman, 2017) como narrador y protagonista absoluto. Barry es principio y fin de todo cuando sucede, aunque él no sea quien controle el juego. Narra subjetivo, es su visión de los hechos: el cómo vivió la realidad que, entre 1985 y 1986, registra en sus video-confesiones; cuando los narcos ya le han puesto precio a su cabeza.

Este piloto que “siempre cumple” deja constancia en las cintas de cómo su existencia pasa del aburrimiento que para él conlleva pilotar un avión comercial para la TWA a la hiperactividad laboral cuando empieza a trabajar para la CAI/CIA, un trabajo clandestino con el que se mezcla su vida privada y algún conflicto geopolítico de la era Reagan, un presidente que Barry compara con un sheriff que llega a la ciudad para poner su orden. El orden de Reagan pasa por ganar la guerra fría, pero, mientras el fin del conflicto no llegue, el nuevo presi se conforma con poner fin al brote comunista en Nicaragua. Con un Cruise en plena forma, exhibiendo en su personaje sentido del humor, en un mundo alocado que agudiza su locura con el ritmo del montaje, Barry Seal, el traficante avanza a velocidad de crucero por los últimos años de la década de 1970 y la primera mitad de los 80. Vuela por el narcotráfico —el personaje se encarga de introducir la cocaína del cártel de Medellín en Estados Unidos— , aterriza en el conflicto entre los sandinistas y la contra nicaragüense, o, apenas de pasada, por aquello de entregar y recoger, visita el Panamá gobernado por Noriega. Mientras la incongruencia y la ambigüedad, las armas, las guerrillas, las drogas, los dólares… asoman por la pantalla, el héroe intenta conciliar su vida laboral, en la que amasa millones y millones, y más millones, con su vida familiar, mujer, hijos y un cuñado descerebrado bastante acorde con el mundo que se vive. El tono escogido por Doug Liman es el asumido por Barry, o viceversa, es de un desenfado no novedoso —salvando las distancias, ya se ha visto con anterioridad en Uno de los nuestros (Goodfellas, Martin Scorsese, 1990), El señor de la guerra (Lord of War, Andrew Niccol, 2005) o El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, Martin Scorsese, 2013)—, pero efectivo en su ritmo hiperactivo, a imagen del protagonista que siempre cumple, ya sea para la Agencia, el cártel o las más altas esferas.



viernes, 17 de febrero de 2023

El buen amor (1963)


El primer largometraje de Francisco Regueiro confirmaba lo que había expuesto en Sor Angelina, virgen (1961), que se trataba de un cineasta diferente y con mucho que contar. Otra cosa sería que la censura y los intereses ajenos a él se lo permitieran, como sucedió con Carta de amor de un asesino (1972), que nunca llegó a estrenarse en cines. Pero esa es otra historia, la de El buen amor (1963), que toma su título de la obra del arcipreste de Hita, comienza en una estación madrileña donde, mediante un plano secuencia, Regueiro nos presenta a José Luis, el personaje interpretado por Simón Andreu, esperando e impacientándose. A nadie afecta su nerviosismo; ni siquiera a la cámara, que si bien le observa, se mueve al compás de la tranquila cotidianidad del lugar, hasta que aparece Mari Carmen, a quien da vida Marta del Val. Ambos corren hacia el vagón. Fundido en negro, sonidos de conversaciones y Regueiro muestra a la pareja protagonista en el interior del tren que les llevará a Toledo. Son novios desde hace casi un año, pero no se han besado, está mal visto, aunque él insiste durante ese corto trayecto que se hace largo, debido a las paradas y a la ausencia de intimidad, la que implica viajar en un vagón de tercera clase. Pero a nosotros, ese espacio nos da acceso a parte de la realidad de la época, la cual, evidentemente, afecta a los dos jóvenes enamorados que inician su esperado día fuera de la capital, lejos de aquello que les preocupa: el futuro, en un tren que les acerca y aleja. Él estudia Derecho, ella Filosofía y Letras; son jóvenes y guapos, tienen la vida por delante y la ilusión del amor para buscar la felicidad que pretenden acariciar en esa jornada que suponen de libertad, lejos de la castradora cotidianidad de una sociedad que ha perdido su juventud o que nunca ha sido joven. Pero una cosa es pretender hacerlo y otra lograr dejar atrás una tradición represiva que les sigue a todas partes. No son libres, ni siquiera están en disposición de elegir su futuro —él se plantea hacerle caso a su padre y presentarse a las oposiciones al banco—, pero ¿quien lo está, más allá de creernos dueños de una ilusión temporal con múltiples variantes que se nos escapan?


No me cabe duda del buen hacer de Regueiro en su primer largo, y en la mayoría de sus películas; de hecho lo considero uno de los mejores cineastas que ha dado el cine español. Aunque quizá actualmente olvidado por muchos, se trata de un cineasta con una filmografía difícil de catalogar, pero reconocible en sus rasgos fantasiosos, en su humor, a menudo negro, en su esperpento, en su personalidad creativa, la misma que provoca que la suya sea una obra tan corta. Salvo en Si volvemos a vernos (1967), un film más de su productor Elías Querejeta, Regueiro es un director fiel a sí mismo, al tipo de cine que deseaba hacer, y El buen amor es una espléndida carta de presentación, a pesar de que la crítica no la recibiese precisamente con aplausos —<<la pusieron como un estropajo>>, recuerda el director (1)—, pero sin duda es un título fundamental en el breve “nuevo cine español” de los años 60. La historia de El buen amor, en apariencia sencilla, íntima y con dosis de humor (que no de comedia), encierra la complejidad de toda una sociedad: la española. De igual modo, también es de los mejores acercamientos a la realidad de las jóvenes parejas, de chicas y chicos que heredan la represión y las ganas de liberarse, pero también les legan la imposibilidad de hacerlo. Siempre observados, lo mismo da el lugar, todo sigue igual, el mismo tedio y la misma sensación de no poder hacer, quizá por ello sea Toledo, ciudad que parece anclarse en el tiempo —y donde ellos intentan dar rienda suelta a su juventud corriendo y jugando por el museo, soñando por las calles, enfadándose, separándose, reencontrándose— el destino escogido por Regueiro para desarrollar la mayor parte de un film sensible que busca liberar a sus dos protagonistas de una sociedad controladora y aburrida de sí misma.


(1) Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres, Editor, Valencia, 1974.


jueves, 16 de febrero de 2023

Ilsa, la loba de la SS (1974)


Hacia finales de los 60 y primeros años de los 70, nos encontramos con un cine de tendencia artística y personal, heredero de los nuevos cines, y otro más comercial, enfocado hacia el público medio, con predominio juvenil y acomodado; claro que en ambos casos había distintas vías, intereses y modas cinematográficas consecuencia de los cambios sociales que trajo consigo la década de 1960. La serie B continuaba suministrando películas a sus fieles consumidores, aunque en algunos casos, de B saltó a S y a Z. Fueron en esos saltos de bajo presupuesto en los que se empezó a explotar temáticas concretas dirigidas a diferentes sectores del público adulto, entre ellas el cine gore, el de zombies y el sexploitation. El blaxploitation merece un aparte, pues evidentemente su aparición responde a una cuestión social y psicológica, relacionada con el conflicto racial y la necesidad de transformar la sociedad estadounidense hacia una sociedad no segregada. Este “género” tenía motivos sobrados para darse en ese instante, uno de ellos sería su público potencial: el afroestadounidense, numeroso y deseoso de sus propios héroes y heroínas de acción tipo Shaft o las mujeres a quienes dio vida Pam Grier. Pero ¿que motivó el nazisploitation, que, al parecer, inaugura Campo de concentración nº 17 (Love Camp 7, Lee Frost, 1969)? Lo ignoro, quizá fue fruto de la fiebre comercial de explotar temas que contasen con dosis de sexo y violencia —que parecían atraer a una parte del público—, tendencia que pegaba fuerte en los 70. Y ahí aparece Ilsa, la loba de la SS (Ilsa: She Wolf of the SS, 1974) y se convierte en un éxito inesperado para sus responsables —sospechando una acogida negativa, su productor David F. Friedman había empleado el seudónimo Herman Traeger—; más adelante en un referente de esta “cutre” tendencia que aprovechaba la temática nazi en producciones de bajo coste en las que la violencia, el sadismo, el sexo y los nazis son parte protagonista de historias como SS Experiment Camp (Sergio Garrone, 1976), La larga noche de la Gestapo (La lunghe notti della Gestapo, Fabio De Agostini, 1977) o Nathalie escapa del infierno nazi (Nathalie rescape de l’enfer, Alain Payet, 1978).



Ambientada en un campo de concentración, e inspirada en Ilse Koch (1), en quien se basa la doctora interpretada por Dyanne Thorne, Don Edmonds y sus guionistas Jonah Royston y John C. W. Saxton —Howard Maurer, el marido de la actriz, recordaba (2) que Dyanne le pidió que leyese el guion para darle su opinión y que, una vez leído, lo arrojó contra la pared, de tan malo que era— idean una historia que mezcla los experimentos con humanos llevados a cabo en los campos de exterminio nazi, el sexo y el sadismo que definían al personaje real. Pero la película, a pesar de que dista de ser un producto de calidad, no carece de “honestidad”, me refiero a que es lo que es y lo asume sin rubor, insistentente, más bien con descaro y juega sus bazas, que se centran en su villana protagonista, una científica loca, brutal y sádica en grado superlativo. Dominante, ardiente, voluptuosa, brutal, devoradora de hombres cual viuda negra, Ilsa emplea el sexo como acto de dominio. Goza con el poder, sintiendo que se impone y somete a sus objetos sexuales y a sus prisioneras, realizando cualquier acto que le pase por la mente, ya sea castrar a los hombres con quienes se acuesta —ninguno, salvo uno, le satisface como para perdonarles—, como mandar matar a quien le apetezca porque, sencillamente, en su infierno y harem carcelario puede hacerlo a voluntad, sin tener que pagar por ello. Como científica loca, Ilsa experimenta con las prisioneras que selecciona —al resto de jóvenes las envía (y obliga) a satisfacer a la soldadesca— y somete a todo tipo de torturas. Busca el límite del dolor, pero algo se le escapa y es el instinto de supervivencia que lleva a sus presas a rebelarse. Sorprendentemente, el film fue un éxito, en gran parte debido a la presencia de Dyanne Thorne, que se convirtió en un icono de este tipo de producción, como corroboran las secuelas Ilsa, la hiena del harem (Ilsa, Harem Keeper of the Oil Sheiks, Don Edmonds, 1976) e Ilsa, la tigresa de Siberia (Ilsa the Tigress of Siberia, Jean LaFleur, 1977) o la apócrifa Ilsa (GretaJesús Franco, 1977).



(1) Ilse Koch, de nombre Margareta Ilse Köhler, casada con Karl Otto Koch, comandante del campo de concentración de Buchenwald, fue conocida por sus practicas sexuales y su sadismo, entre otras aberraciones, se calcula que fue responsable de torturas, de más de 5000 muertes y de coleccionar tatuajes en piel humana e idear lámparas del mismo material. Jorge Semprún, prisionero en Buchenwald, la recuerda en su novela El largo viaje<<Aquellos ojos de Ilse Koch, clavados en el torso desnudo, en los brazos desnudos del deportado que había escogido como amante, algunas horas antes, su mirada recortando ya de antemano aquella piel blanca y enfermiza, según el punteado del tatuaje que la había atraído, su mirada imaginando ya el hermoso efecto de aquellas líneas azuladas…>> (Jorge Semprún: El largo viaje. Austral, Barcelona, 2014)

(2) Entrevista a Dyanne Thorne y Howard Maurer, publicada en Proyecto Naschy.


miércoles, 15 de febrero de 2023

Undercover (1942)


Del cine de propaganda bélica producida por Ealing Studios durante la Segunda Guerra Mundial, Undercover (1942) es la única que no tiene a los británicos como protagonistas. Los héroes de esta segunda y última película dirigida por Sergei Nolbandov son yugoslavos. En concreto, la familia Petrovich: padre (Tom Wells) y madre (Rachel Thomas), dos hijos: Stephan (Stephen Murray), prestigioso cirujano, y Milos (John Clements), oficial del ejército yugoslavo, derrotado al inicio del film, y una nuera, Anna (Mary Morris), casada con el segundo hijo y profesora en la escuela del pueblo. De un modo u otro, son miembros de la resistencia. Es decir, cada uno resiste y se enfrenta al invasor hasta las últimas consecuencias, pues luchan por su hogar, por sus raíces, por su libertad. Es una guerra que implica a todos: hombres, mujeres, niños. No hay más campo de batalla que el país entero, sea en los pueblos y montes donde la guerrilla golpea al invasor o en las ciudades donde, entre las sombras, se infiltran individuos como el doctor, que se gana la confianza del general von Staengel (Godfrey Tearle), el gobernador militar alemán.



Por su parte, Milos, teniente yugoslavo, asume el mando de un grupo de partisanos y realiza acciones de guerrilla, responsabilidad que le aparta de Anna, que resiste la brutalidad del invasor que pretende sonsacarle información sobre el paradero de su marido. Con la ayuda de los niños de la escuela, logra escapar y puede reencontrarse con Milos, uniéndose a la lucha armada, pero los pequeños héroes que la ayudaron sufrirán las consecuencias de su valerosa acción. La represión es brutal y el coronel alemán (Robert Harris) obliga a Petar —con este papel, Stanley Baker debutaba en el cine— a ser testigo de la ejecución de sus compañeros, para darle una lección que no olvide mientras viva. La primera reacción de los guerrilleros es la de vengar a los niños. El padre de los Petrovich defiende esta postura, quiere venganza inmediata, pero Milos pide paciencia y disciplina e impide que los voluntarios se precipiten en sus ganas.



Undercover inicia su recorrido en la primavera de 1941, previo a que el ejército alemán ocupe el país, en un instante en que los yugoslavos sospechan que el conflicto es inminente. Se está celebrando el aniversario del matrimonio Petrovich, pero la fiesta se ve ensombrecida por aviones alemanes que la sobrevuela y arrojan octavillas, que indican que se unan a ellos, que sus líderes les han traicionado. Obviamente, la treta propagandística no funciona, como corrobora la siguiente escena, formada por imágenes de archivo en las que se bombardea y destruye una ciudad. La trama avanza y se confirma la ocupación alemana de Yugoslavia, gobernada por un general que pretende someter el país corrompiendo a sus líderes con dinero y privilegios. Así entra en contacto con el doctor Petrovich, quien poco después se gana su confianza al salvarle la vida tras sufrir el impacto de una bala. Stephan lo hace porque comprende que si deja morir al general será peor para el pueblo; sabe que en caso de muerte, habrá represalias. Además, necesita mantener su tapadera para continuar informando a su hermano, que dirige a un grupo de hombres y mujeres, incluso niños, que aprenden a luchar y a resistir las duras condiciones a las que se ven obligados; condiciones que chocan con las que se intuyen del nuevo jefe de estación del pueblo, el antiguo operario ferroviario que ha visto como la llegada de los alemanes eleva su condición laboral. Entre su tono propagandístico y los dos espacios en los que se mueven héroes y heroínas, Undercover avanza por la lucha al tiempo que envía su mensaje de resistencia y sacrificio a la población inglesa, que si bien no sufrió la presencia de un ejército de ocupación en su territorio, sí padeció los constantes bombardeos que preparaban una invasión que no se produjo.