miércoles, 8 de febrero de 2023

Los renglones torcidos de Dios (2022)

En 1887, Nellie Bly se hizo pasar por loca y fue ingresada en el centro psiquiátrico de la isla de Blackwell (Nueva York). Como apunta la intrépida reportera al inicio de su crónica, el objetivo era <<investigar y descubrir su funcionamiento interno>>, y sacar a la luz pública las condiciones sanitarias y humanas en las que vivían las internadas. <<Describe las cosas tal como las veas, sean buenas o malas; alaba o culpa como creas que es justo, y cuenta la verdad todo el tiempo>>, recuerda que le dijo quien le encargó el artículo periodístico, que sería publicado en el New York World, el diario para el que ella trabajaba. Así lo hizo. Engañó a los médicos y la internaron (suponiendo los doctores que de por vida) en un centro que describió cual sacado de novela de terror. El resultado periodístico de su estancia entre mujeres olvidadas por el mundo de los “cuerdos” fue la crónica que precipitó una investigación oficial y la posterior intención de cambio en los usos de los centros psiquiátricos. Finalmente, ante la demanda del artículo, este acabó publicándose en formato libro; su título, Diez días en un manicomio, tiempo más que suficiente para comprobar en sus carnes y su mente las condiciones sanitarias y humanas de una institución heredera del terrorífico psiquiátrico “Bedlam”. Casi cien años después, en 1979, el escritor Torcuato Luca de Tena hacía algo similar con la protagonista de Los renglones torcidos de Dios, una novela de la cual, quien esto escribe, guardaba grato recuerdo hasta que vio la adaptación cinematográfica que Oriol Paulo realizó en 2022. Escribo “guardaba” porque mi lejano recuerdo de la novela, leída el siglo pasado, y la proximidad temporal de las imágenes de la película me confunden. En mi recuerdo no sentía que las líneas de Luca de Tena fuesen engañosas; es decir, que buscasen el efecto y lo hiciera seña de identidad. Esto sí lo noto en la película, pero lo cierto es que soy consciente de que la crónica (el artículo de Bly), la literatura (la novela de Torcuato) y el cine (el film de Paulo) difieren en expresión y en objetivos, ya no digamos las décadas que separan cada una de la siguiente.

Consciente de las distancias temporales y expresivas, asumo que Los renglones torcidos de Dios (2022) vive su propia identidad, la cinematográfica, la de una película que nace en la década de 2020 y, que a grandes rasgos, pretende misterio e intriga y no el adentrarse en la mente de la protagonista, tal como intentó con acierto John Carpenter en En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1994). Para generar el misterio, Paulo aprovecha el espacio acotado, también los recuerdos de Alice (Bárbara Lennie), el desdoblamiento temporal —que confunde presente y pasado— y en la banda sonora que pretende indicar cuando se agudiza el tono misterioso. Todo funciona para lograr el objetivo de mantener al público en suspense y conducirlo al momento final, a la sorpresa definitiva de un film que vive para esos momentos inesperados y que gana en la presencia de Bárbara Lennie, alma de Los renglones torcidos de Dios. La actriz saca adelante no solo a su personaje, sino también le da apariencia creíble a su tránsito por un espacio físico —que no llego a sentir claustrofóbico ni alucinado, como, por ejemplo, sí lo siento alucinado y febril en momentos de Corredor sin retorno (Shock CorridorSamuel Fuller, 1963) o en Shutter Island (Martin Scorsese, 2010)— en manos del doctor Alvar (Eduard Fernández), su antagónico, a quien se insiste en hacerlo sospechoso para el público, cuando no en villano que pretende someter a la heroína y ocultar sus malos usos o sus fechorías —quizá como una especie del personaje de Boris Karloff en Bedlam (Mark Robson, 1946)—. Pero este personaje no funciona natural en pantalla, al menos esa es la sensación que me genera, siendo una de las interpretaciones menos convincentes que recuerdo de Eduard Fernández; pero ya sé como me las juegan la memoria y la realidad y, cuanto aquí diga, bien pueda ser fruto de una enajenación transitoria o una permanente.



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