martes, 21 de febrero de 2023

El cielo sobre Berlín (1987)

La distancia que me separa de la pantalla en la que se proyecta El cielo sobre Berlín (Der himmel über Berlín, 1987) se reduce hasta desparecer. ¿Es una sensación mía o es un logro de Wim Wenders? ¿Una combinación de ambas? Es cine que establece comunicación y comunión entre las imágenes y quien las interpreta, entre las voces y quien las escucha. Ese inicio me conquista e invita a seguir al ángel (Bruno Ganz) que contempla y desciende al mundo, donde no pertenece ni existe, pero que no le resulta extraño; en realidad, le resulta familiar y al tiempo misterioso. Quizá en eso no se diferencie demasiado de Wenders, ni de Peter Handke, con quien el director de El amigo americano (Der Amerikanische Freund, 1976) escribió el guion del film, ni de tantos de nosotros. Desarrollada en dos planos sensitivos —en blanco y negro, el angelical; y en color, el físico que el cerebro humano descodifica a través de la mirada, también del oído, el olfato, el tacto, el gusto—, El cielo sobre Berlín contempla vidas e invita al público a vivir la propia: a ser protagonista de su historia. Wenders observa desde las alturas para descender a la cercanía terrenal, a escasos centímetros de la cotidianidad humana, de la intimidad de hombres y mujeres a quienes los ángeles escuchan pensamientos y contemplan comportamientos y soledades. A través de los seres mortales, los ángeles como Damiel descubren la belleza del mundo, para ellos enigmática, tan cercana y lejana: una belleza que observan distante, fría, monocromática. La contemplan, quieren acariciarla, la descubren en la suma de amor, dolor, infancia, vejez, dudas, anhelos, pero nada afecta a su devenir como testigos pasivos de cuando vive bajo el cielo. De las alturas al suelo urbano, Damiel se va humanizando, duda y cuestiona, mientras pasea Berlín: espacio humano que continúa su ritmo habitual, ajeno a la presencia de los ángeles, su sucesión de hechos y de pensamientos que pertenecen a cada individuo que los piensa. Damiel puede escuchar esas voces mudas que cada quien guarda para sí. Son reflexiones, decepciones, anhelos, soledades… que le generan las sensaciones humanas de curiosidad y deseo de conocer. El observador ve vidas, percibe misterios, pues eso son las cotidianidades: misteriosas, cuando descubren preocupaciones, sensaciones, impresiones, tal vez certezas que antes no estaban. ¿De dónde y cómo han surgido? Damiel contempla y descubre diferencias. Ve y escucha cotidianidades como la de los niños, que pueden percibirlo, todavía no han perdido la inocencia de su fantasía, la de del moribundo en la acera, la de Peter Falk, el actor estadounidense que también lo percibe —fue uno de ellos, quizá más exacto sea decir que fue como Damiel: un ángel que quiso existir—, o la de Marion (Solveig Donmartin), la equilibrista de quien se enamora, sin comprender el significado del sentimiento; pero ¿quién lo comprende, sin en realidad se vive?

La sensación que le genera la chica le acerca más a la humanidad que, avanzado el metraje, le dará nueva forma, la que ya apunta en sus encuentros con Cassiel (Otto Sander). Damiel se diferencia de los demás ángeles porque desea, reflexiona, se interroga, posee la capacidad de plantearse como ser y filosofar al respecto: <<Cuando el niño era niño, era el momento de hacerse esta pregunta: ¿por qué yo, soy yo y no soy tú? ¿por qué estoy aquí y no estoy allí? ¿Cuándo empieza el tiempo y dónde termina el espacio? ¿No es la vida bajo el sol un mero sueño? ¿No es lo que yo veo, oigo y huelo, nada más que el reflejo de un mundo delante de otro mundo? ¿Existe realmente el mal y gente que de verdad es mala? ¿Cómo puede ser que yo, que soy yo, antes de serlo no lo fuera y que algún día yo, que soy yo, deje de ser lo que soy?>> No hay respuestas, hay miles. Hay el sueño de los ángeles que nos sueñan y sueñan ser nosotros; ir allí porque antes ya estuvieron aquí. Siempre han estado, viendo las eras pasar ante ellos, viendo aparecer y crecer a los humanos, su espacio y su tiempo, el que para los mortales amenaza su fin cuando empieza; ese instante inicial lleva de la mano el final en el que lo que es dejará de ser entonces. La única respuesta quizá válida sea que los humanos dan sentido a su propia existencia, la que los ángeles observan (y que Damiel desea para sí) en su inexistencia, en su bello y frío blanco y negro, y escuchan en las risas y llantos ajenos, incapacitados para existir. Son pero sin ser. Aprenden a hablar como ellos; posiblemente, también hayan adquirido su forma, pero no son humanos. Esa es su imposibilidad, no poder existir; condenados a no sentir ni lo mejor y lo peor del ser humano. Nada de cuanto observan en la cercanía que les distancia y en la distancia que les acerca, es para ellos. Damiel lo comprende y llega a la conclusión de que le falta algo: carece de su propia historia y, entonces, ¿para qué la eternidad, sino puede existir?




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