domingo, 19 de febrero de 2023

El gran miércoles (1978)

Más que un film de surf, hecho por alguien que lo practicaba y lo amaba, que también lo es, El gran miércoles (Big Wednesday, 1978) es una película sobre la amistad, a ratos nostálgica —de una época vital de promesas por (in)cumplir y de relaciones que semejan eternas y brillan en su esplendor—, y sobre el complejo paso de la juventud a la edad adulta, la cual, quizá, depare el adiós definitivo al joven rebelde del ayer y a la sensación de libertad que inicialmente define a los protagonistas. Aunque su inicio se exponga festivo e irresponsable, debido a la edad de los protagonistas, nada tiene que ver este drama de John Milius con las anodinas y noñas comedias playeras y juveniles —las llamadas beach-party movies—, del tipo de las protagonizadas por Frankie Avalon y Annette Funicello, ni con el posterior y, para quien escribe, atractivo policiaco Le llaman Bodhi (Point Break, Kathryn Bigelow, 1992), también ambientado al margen, en ese mundo de las olas que Milius expone con sentimiento y admiración. Entre la nostalgia del ayer y el paso a la madurez, más que cualquier otra cosa, El gran miércoles es la mirada generacional y pasional de Milius a una época y a un ámbito en el que se encuentra, en el que quiere estar y que tiene en mente: el surf, que asoma en su filmografía en los personajes de Robert Duvall y Sam Bottoms en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) o en la participación de su amigo Gerry López, campeón de surf, en Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982). Pero su pasión por las olas, ese modo de sentir el surf al que se aferra Bear (Sam Melville), se dispara en este drama que abarca doce años en la vida de los protagonistas, en cómo mira y muestra a los amigos a quienes descubrimos en su máximo esplendor juvenil en el verano de 1962, momento en el que se inicia El gran miércoles. Pero los muchachos dejarán de serlo en el transcurso de las sucesivas estaciones y años en los que Milius se detiene para narrar su historia, escrita en colaboración de Dennis Aaberg, aunque algo de ellos y en ellos perdura —el surf y la amistad— y culmina esa jornada de 1974 en la que cabalgan las mayores olas de sus vidas.


La voz de Jack narrador introduce cada una de las cuatro estaciones que Milius desarrolla en años distintos: verano de 1962, otoño de 1965, invierno de 1968 y primavera de 1974. El recuerdo le da su tono nostálgico y, combinado con el paisaje costero, poético. Los personajes bien podrían ser una combinación del propio Milius y de sus amigos de juventud, surfistas en el verano de 1962, como Matt (Jean-Michel Vincent), Leroy (Gary Busey) y Jack (William Katt) que aguardan el gran día, en el que demostrar que son los mejores. Son jóvenes y alocados, viven según sus reglas juveniles y disfrutan su vitalidad y el saberse los mejores, pero ¿los mejores en qué y para qué? Sencillamente es la sensación juvenil de ser diferentes, únicos, reyes de las fiestas, partícipes de amistades indestructibles y de amores que invitan al sexo o de sexo que acaba en amor. El verano del 62 ilumina jornadas playeras, surf, peleas, viajes a Tijuana, la imagen paterna de Bear, la admiración de otros surfistas y la sensación de ser invencibles. ¿Qué más pueden pedir, si el mundo todavía es suyo y el esplendor de la vida les pertenece? Pero el tiempo pasa y el 65 llega con la orden de presentarse en la oficina de reclutamiento. El tío Sam llama y Vietnam aguarda, pero ellos no están dispuestos a dejar la piel en un país al otro lado del océano. Así que despliegan su ingenio y su descaro e idean excusas que creen les salvará de la guerra. Sin embargo, Jack y Waxer (Darrell Fetty) son enviados al Sudeste asiático a combatir. En ese instante, la juventud dice adiós y la edad adulta cobra protagonismo en el invierno del 68, el año que devuelve a Jack al hogar que encuentra cambiado; aunque él sabe que solo es la gente la que ha cambiado, que unos se han ido y otros, como Waxer, han muerto. El mar sigue ahí, las olas llaman y Jack y Matt reviven momentos sobre las tablas, conscientes de que sus caminos siguen corrientes distintas. El tiempo pasa y la acción se sitúa en 1974, cuando la mayoría de los sueños han quedado atrás, pero no sus fantasmas. Matt necesita demostrarse que no es un fracasado para poder seguir su vida, junto a Peggy (Lee Purcell) y Melisa, la hija que ambos engendraron aquel verano del 62 en el que se inicia este drama filmado por un gran cineasta y guionista, menos popular y mediático que sus compañeros de generación —George Lucas, Steven Spielberg o Brian de Palma—, pero con una capacidad narrativa innegable, ya apuntada en sus guiones para otros y demostrada detras de las cámaras en El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975), Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982), Adiós al rey (Farewell to the King, 1989), tres películas en las que simpatiza sin disimulo con los rebeldes igual que hace en este film de amistad, de sueños perdidos, del tránsito de la juventud, cuanto todo todavía parece posible, a la aceptación de la madurez, que no significa derrota, solo ese paso en la existencia que cada uno de los tres protagonistas tiene que dar, y que en ningún caso se da igual ni al mismo tiempo.

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