jueves, 23 de febrero de 2023

La mamá y la puta (1973)


La sombra del 68 se alarga sobre Alexandre (Jean-Pierre Léaud) durante su deambular frustrado, incapaz de dar el paso hacia cualquier parte diferente del desencanto y del tedio en el que ha caído. No logra sacudirse su esplín, ajeno al baudeleireiano, ni la desilusión de lo que pudo ser y quedó en nada, ni su pose de dandy y de bohemio de café literario. Más que fruto del nihilismo que no posee ni le posee, pero del que aspectos de su comportamiento presume, su carácter es el de un romántico narcisista —pero, ¿qué romántico no es un poco Narciso?—, quizá incurable, quizá autodestructivo, y en buena medida, reflejo de Jean Eustache, un cineasta entre el cine y la vida, al límite de su propio esplín. Con intención de aislar, algo que logra con nota, Eustache prescinde en La mamá y la puta (La maman et la putain, 1973) de planos generales e individualiza su película en torno a la figura de ese personaje infantil y mujeriego, egocéntrico y pedante, bebedor de whisky y que explica la vida (su modo de entenderla) a través del cine —y mediante frases que no suenan suyas—; alguien a quien, más que hablar, le gusta oírse sentenciando sobre esto o aquello, o expresando su apatía y su malestar mediante frases que pretende inteligentes, ingeniosas, transcendentes, quizá obligado por una interioridad que no es natural suya —lo que expresan los personajes no parece salir de sus “entrañas”, sino de frases aprendidas—. En realidad, Alexandre es la unidad cuerpo y mente dirigida por Eustache, que lo convierte en un ser entre la huída y la pasividad de la que parece salir exclusivamente en su gusto por las mujeres. Las observa y las desea, se acerca y se aleja, mantiene conversaciones, y cae en el monólogo, pero quizá no esté en su mente comprometerse consigo mismo, ni con nadie, ni asumir responsabilidades que sentiría pesadas como cadenas.


Así, aburrido de aburrirse y sin ataduras aparentes, encuentra protección en Marie (Bernadette Lafont), que le libera, y liberación en Veronika (Françoise Lebrun), que le atrapa. El acercamiento a ambas relaciones y a la que Alexandre mantiene consigo mismo suman las más de tres horas y media de La mamá y la puta. Primero, se dan separadas y, posteriormente, parecen acercarse y equilibrarse en una a tres bandas o, como dicen los francófonos, ménage à trois. En apariencia emocionalmente neutra, la película ensaya la interioridad —el amor, el sexo, el aburrimiento, la decepción, el cine,…— que se exterioriza en la imagen atrapada y liberada de Alexandre; es su reflejo, el que durante más de doscientos minutos de metraje se erige en el centro de atención de primeros planos y planos medios que, en ausencia de los planos maestros —por otra parte, ausencia habitual en los “nuevos cines”—, le convierten en el centro de un París y de una época que Eustache encierra en el cuarto que el falso dandi y no menos irreal bohemio comparte con Marie, que lo acoge en su seno y bajo sus sábanas, o la sitúa en el interior de la cafetería donde, más que conversar, el personaje de Léaud mantiene monólogos que amenazan interminables y que Veronika, la enfermera sexualmente liberada en busca de amor (que asegura que no tiene que ver con el sexo, al menos con el que ha practicado hasta entonces), no sé si escucha, pero si observa a quien declama —la cámara es su mirada y el plano que observamos es el del rostro de Alexandre—; o la lleva a un exterior acotado, en los alrededores o en la terraza del café por donde pasea solo o a la espera, y donde se encuentra con algún conocido, en un momento de conformismo y de esplín que se prolonga después del ruidoso espejismo de liberación que significó para los jóvenes y no tan jóvenes ese mayo del 68 siempre presente y ausente en este film que, por distintas circunstancias, fue considerado maldito. En la actualidad, se ha elevado a las alturas; lo cual parece indicar que los extremos no son tan distantes ni son muy de fiar.



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