miércoles, 30 de septiembre de 2020

Kamikaze Girls (2004)



Desde su inicio hasta su final, Kamikaze Girls (Shimotsuma monogatari, 2004) es en sí el relato rococó narrado por Momoko (Kyoko Fukada), su protagonista. Ella se encarga de contarnos su vida, pero la filtra mediante su inventiva, sus adornos y su desenfado; de ahí su forma animada, luminosa y exagerada. Es plenamente consciente de nuestra presencia, de que tiene nuestra atención, y no duda en dirigirse a nosotros para apuntar alguna idea que desea remarcar. Puede que lo haga caprichosa, pero no lo hace sin más, lo hace cuando considera necesario recordamos que sus palabras y sus pensamientos son para nosotros, son para afianzar su conexión con el público que acepta su juego.

Puede que mienta, seguro que exagera, pero es su drama y su comedia; y como autora de su historia, está en su derecho. Así lo asumimos, ella también lo hace, lo asume, y altera la realidad a su gusto, para ocultarse desde el primer instante, cuando, en su accidente, se despide del mundo. Dice adiós, pero recapacita, puesto que apenas han transcurrido dos minutos de metraje, y retrocede en el tiempo y regresa al momento en el que sus padres se conocieron. Con su relato rompe la linealidad temporal y confirma que estamos presenciando una representación de la realidad, no la realidad.

En esta exitosa comedia, Tatsuya Nakashina juega con la caricatura, mezcla géneros, da voz a su protagonista y, en rápida sucesión de secuencias, va dibujando rasgos de la familia de Momoko y de su entorno, hasta llegar al momento en el que Ichigo (Anna Tsuchiya) irrumpe en la vida, soledad y encierro, de la narradora y trastoca su fantasía. Nakashima concede presencia absoluta a estas dos adolescentes y realiza una farsa imaginativa, menos oscura que sus siguientes incursiones en el mundo adolescente, desconocido para el adulto, una farsa que, mezclando anime, comedia y cine de colegas, encuentra su principal motivo en la amistad que une a Momoko e Ichigo, y les permite salir del aislamiento y enfrentarse al entorno.

Ambas tienen diecisiete años, personalidades opuestas y similitudes que inicialmente no reconocen: su aislamiento y su fantasía. Momoko lamenta no haber nacido en Francia, durante el rococó, lugar y época que idealiza por su huída de la realidad, cuestión que, en parte, explica su manera de vestir y pensar. Desde sus primera aparición en pantalla se sabe (y nosotros sabemos) diferente al resto, lo mismo vale para Ichigo, motorista rebelde que sueña ser mecánica de motos y cuya rudeza provoca el rechazo inicial de Momoko, a quien, según su tendencia a alterar y exagerar la realidad, prácticamente obliga a ser su amiga. Ella la define como <<gamberra de pacotilla>>, pero su relación se afianza en el contraste, y también en rasgos que apenas se diferencian, salvo en su forma: ambas exageran sus gustos, su carácter y sus intereses, se protegen del medio y, fantaseando, mitigan su vacío. A pesar del choque inicial, no tardan hacerse inseparables, quizá porque comprenden que comparten la necesidad de desmarcase de reglas y normas de las que siempre han huido. Ese es su nexo, la rebeldía, la negativa a ser engullidas por un entorno homogéneo que no las distinguiría ni vería, que apagaría su capacidad de soñar y quizá agudizase la sensación de que a nadie importan, sensación que desaparece cuando aceptan la mutua compañía...

martes, 29 de septiembre de 2020

Stray Dogs (2013)



No me convence ninguna introducción de las que he barajado, así que seré directo y me limitaré a señalar que Tsai Ming Liang pinta más que filma, apenas mueve la cámara, lo mínimo necesario, prefiere componer con una sucesión de planos y encuadres en los que entran, salen o permanecen los personajes. Stray Dogs (Jiao you, 2013) se detiene en la marginalidad y en la soledad, atiende a una familia expulsada de cualquier espacio de bienestar. Sobreviven en la periferia, sin que nadie, salvo el cineasta, les presta la menor atención. Viven en fragmentos de soledad que Tsai Ming Liang prolonga en el tiempo, sin apenas palabras, a lo lejos los sonidos urbanos y, en la cercanía, el silencio. El cineasta malayo-taiwanés presta máxima atención, contempla a través de su cámara, apuesta por la inmovilidad o por mínimos movimientos que le permiten observar a un padre, a sus dos hijos, juntos o por separado, y a una mujer quizá obsesionada con los olores y la limpieza.

El adulto trabaja portando pancartas publicitarias e igual debe pasar la jornada laboral de pie, en un cruce vial donde, llueva o sople el viento, permanece estático, sin opción a escapar, atrapado entre el movimiento de autobuses, coches y motocicletas que no dejan de rozar su cuerpo; como si su existencia fuese la inexistencia, o un espacio que el resto ve vacío. ¿Siente impotencia? ¿Siente la necesidad de llorar? El hombre soporta el dolor, lo silencia cantando y continúa aguantando estoicamente, en un largo primer plano, la sumisión a un trabajo inhumano, que desvela una realidad social hiriente.

El ritmo pausado de Stray Dogs obedece a la estática de su cuerpo físico, es su manera de atrapar el tiempo y desvelar su esencia: la soledad no buscada, aquella que acompaña y envuelve a los protagonistas, a quienes vemos lavándose los dientes en un aseo público, compartiendo un colchón en un cuarto abandonado o comiendo a la intemperie. En un film humano y pausado como este se come y también se pasa hambre, se concede importancia a momentos cotidianos, a hechos vitales. La comida es vital, y ellos no olvidan alimentarse, también los son otras necesidades, como orinar o lavarse las manos o los dientes. Todo ello queda recogido por el ojo del cineasta de origen chino-malayo. Él contempla individuos vivos, atrapados en el mundo periférico donde su cámara puede permanecer en un mismo punto durante minutos, sin alterarse, encuadrando de fondo el mural que la mujer mira en su soledad o cuando, en compañía del hombre, no están juntos aunque se rocen, se encuentran en la distancia de dos soledades, sin decir palabra; dudando, el hombre, sí realizar algún movimiento que le acerque o soportando, la mujer, la aflicción que amenaza llanto...

lunes, 28 de septiembre de 2020

Un viaje por Galicia (1958)

Hoy, para el cine gallego, Un viaje por Galicia (1958) es un documental único, pero ya era singular en su momento. Rodado entre 1953 y 1958, este documento o <<trabajo fílmico de un aficionado>>, en palabras de su autor y narrador, ofrecía a los emigrantes gallegos en Argentina y Uruguay la posibilidad de ver su tierra natal y recordar sus <<bellezas, paisajes y monumentos>>. Aquellos hombres y mujeres llevaron sus raíces consigo, llevaron en su memoria tradiciones, tierra, mar, ciudades, pueblos y aldeas; las que les vieron nacer y partir, las que dejaron atrás porque se vieron obligados y, con el tiempo, a las que algunos regresaron o nunca lo hicieron y a donde otros volvieron de visita. Este fue el caso de Manuel Aris, cuyas raíces, como las de cualquiera ajeno al desarraigo, son algo más que materia, son emociones y sentimientos, son los lazos imaginarios con el origen que acompaña desde la cuna y perdura entre los nuevos brotes que crecen y florecen por y en el camino. Raíces de este tipo son las que Aris muestra en su documental, en su canto a la tierra que dejó atrás cuando contaba con nueve años, en 1929.

Posiblemente, en su presente, Un viaje por Galicia no mitigase la morriña pero sí acercaba a los emigrantes los hogares que habían abandonado tiempo atrás. En el nuestro, hace algo similar, nos acerca aquella Galicia ya lejana, que pervive en el recuerdo y la memoria que, aunque condenadas al olvido como cualquier recuerdo y memoria, todavía laten en esta espléndida visita al “fogar” de Breogán. En este aspecto, quizá no seamos tan distintos a los emigrantes gallegos de entonces, puesto que existe un océano que nos separa de aquella Galicia, de la que mantenemos el contacto a través de testimonios, recuerdos e imágenes como las expuestas a lo largo del recorrido filmado por Manuel Aris durante sus esporádicos retornos a su tierra natal. De Montevideo a Vigo, puerta de entrada y salida, el documentalista recorre las cuatro provincias gallegas antes de regresar al mar. El nuestro, me refiero al mar, es de tiempo, no de agua, es el océano temporal que separa nuestro hoy de aquellos paisajes captados por la cámara de Aris, vistas y panorámicas de naturaleza y civilización apenas alteradas por la modernidad. Si nuestro mar es de tiempo, el suyo era el Atlántico, el que el documentalista nacido en Poio y tantos miles de anónimos con nombre y apellido cruzaron para alcanzar América, y quizá algún día regresar u olvidar el regreso.

El destino de Manuel fue Uruguay, pero nunca olvidó su origen, ni su “galeguidade”. Aunque nunca regresó para quedarse, sí lo hizo con asiduidad y, en varias ocasiones, se dedicó a recorrer Galicia y filmar su color, sus verdes o el azul de su Atlántico y de sus rías, su Miño... su recorrido, el que engloba a todas y a todos los emigrantes.

La entrada y salida viguesa, las islas Cíes, Santa Tegra o el curso del Miño, eje fluvial y vital que Aris remonta hasta llegar a Ourense y posteriormente a Lugo. De la ciudad amurallada a la costa lucense; de esta a la ferrolana y después a la playa coruñesa de Santa Cristina, antes de recorrer el Cantón Grande, la calle Real o la plaza de María Pita.

Las imágenes de Un viaje por Galicia cumplen la promesa de su título: recorren las tierras gallegas, deteniéndose en sus ciudades, en sus paisajes, en sus campos y en su comunión tierra-mar, alcanzado su ejemplo sublime en la villa de Combarro. Pero Aris no solo se ciñe al paisaje natural, habla de los monumentos, nombra a gallegos y gallegas ilustres -Concepción Arenal, el padre Feijoo, Curros, Manuel Luis Freire o Rosalía- a quienes sus paisanos han honrado con placas y estatuas, se recrea en las Burgas ourensanas, visita las residencias veraniegas de Sada, disfruta el trofeo Teresa Herrera, contempla el arte de la monumental Compostela, su paseo de la Herradura, la feria de ganado en Santa Susana o el inigualable Pórtico de la Gloria de su catedral. Sigue su recorrido y llega a Pontecesures, límite entre las provincias de A Coruña y Pontevedra. Para en Cambados o se acerca a la romería en A Lanzada, sin olvidar el puerto de O Grove o las fiestas de la Peregrina, donde descubrimos a Miguel Gila y a Manolo Morán. También nos habla del progreso, lo apunta en varias vistas, lo hace para sus compañeros de exilio, para quienes desean saber qué ha sido de la Galicia que llevan dentro. En el recorrido propuesto por el documentalista no queda provincia sin recorrer, aunque queden lugares por ver. Intenta ser un paseo completo y detallado por el país que despierta la morriña de quienes se encuentran fuera, a quienes Manuel Aris ofrece sus imágenes, su “galeguidade” y su ilusión.

domingo, 27 de septiembre de 2020

Perfume de mujer (1974)



Hay personajes que sus intérpretes recuerdan y otros que intentan olvidar, el Fausto de Perfume de mujer (Profumo di donna,1974) es de los primeros. Medio sátiro, medio vividor, todo mujeriego e infeliz al completo, el invidente que le reportó a Vittorio Gassman su premio al mejor actor en Cannes no quiere compasión, ya tiene la propia, la que le hace compararse con una piedra. Fausto prefiere encerrar sus emociones, silenciar su sufrimiento y causar la impresión de no necesitar a nadie -<<no seas ridículo, no necesito ayuda. Nunca la he necesitado>>, le espeta a su compañero de viaje. Con la máscara puesta es divertido, pendenciero, autosuficiente, abusón, grosero y grotesco. En esos momentos, busca evasión y escape, busca disfrutar de buena comida, buen vino y de compañía femenina que no implique ataduras, ni le haga sentir que puede sentir.

Sin su mano izquierda y sin vista desde el accidente durante unas maniobras militares, siete años atrás, toma las riendas e indica el camino a su joven y nuevo acompañante: el soldado Giovanni Bertazzi (Alessandro Momo), a penas un niño a quien ha decidido llamar Ciccio. El nuevo asistente disiente en su pensamiento, pero acata las órdenes sin protestar, quizá debido a su instrucción militar o a su docilidad e inocencia naturales, las cuales le disponen para ser el escudero leal e ingenuo, y el testigo de la impostada vitalidad, del protagonista de Perfume de mujer.

La versión de Dino Risi de la novela de Giovanni Arpino es un retrato de la apariencia, es una farsa tras la que se esconde la aflicción y la negación a la vida. Su tono cómico y bufón es contradictorio; al tiempo disimula y potencia las emociones, miedos y necesidades de un hombre destrozado por dentro. La primera imagen que tenemos de Fausto es en la soledad de su sala de estar. En esa escena bebe su querido bourbon, sin compañía, salvo la del gato que dice odiar, en mutua aversión, y la del muchacho que, en ese instante, no le presta sus ojos, puesto que su mirada es la nuestra. Los de Ciccio son los ojos del público, que todavía duda o no sabe si simpatizar o rechazar al gruñón que, en su exageración, disimula su sentir que es un “deshecho humano”.

Capaz de distinguir el perfume femenino a distancia, Fausto calla su pesar y habla de mujeres, de su predilección por las altas, de cabello negro y largo, y caderas anchas. Le gustan así, y así se lo dice a “Ciccio”, el sorprendido lazarillo que recorre las calles de Génova en busca de una prostituta que responda a la descripción hecha por su instructor. Quizá esa descripción y su afición por las prostitutas, sexo sin sentimientos por medio, mitiguen a Fausto el recuerdo de la mujer de la foto, la que desea amar, pero que él mismo se niega la posibilidad. Cuando Ciccio descubre el retrato de la chica, entre las pertenencias de su atípico guía, ignora quién puede ser, tampoco sabe por qué oculta una pistola entre las camisas, e ignora que el viaje tiene un fin u obedece a uno concreto. Salvo por una breve alusión, Fausto silencia sus motivos, de igual modo que omite su miedo a la vida, a su soledad y a que lo amen por compasión. En realidad, siente dolor (aunque afirme no sentir nada, en la reunión con su primo cura) y, en su ceguera emocional, levanta el muro que lo separa del mundo y de Sara (Agostina Belli).

El viaje de Fausto y Ciccio por Italia (De Turín a Nápoles, con paradas en Génova y Roma) no será liberador, como suelen ser los viajes cinematográficos, pero sí que les posibilita dar un paso en cualquier dirección, puesto que, en el mundo de Risi, los personajes tratan de sobrevivir: Ciccio quizá pueda replantearse el orden que daba por sentado, y el antiguo oficial vive su tormento y el final de su farsa: su negación de su dolor, la llave emocional que le permitiría aceptar que puede sentir y temer, que puede amar sin miedo a ser correspondido solo por compasión o dinero.

sábado, 26 de septiembre de 2020

El príncipe Valiente (1954)

Hubo un tiempo durante el cual una aventura sencillamente ofrecía evasión y fantasía. Este tipo de historia fue una de las grandes bazas de Hollywood, lo fue desde los orígenes y llegó hasta que los nuevos tiempos cambiaron la mirada del público y las necesidades del negocio cinematográfico. Henry Hathaway creció como cineasta en los viejos tiempos y en ellos se convirtió en el director todoterreno que, como mínimo, aseguraba entretenimiento y ofrecía un plus solo al alcance de aquellos realizadores que conocían los trucos y los entresijos del medio mejor que una brújula conoce dónde se encuentra el norte. Esta sabiduría, llamada experiencia o “yo ayudé a evolucionar esta historia“, le permitía hacer de cualquier material insustancial algo que valiese la pena ver. Por otro lado, estaba el Hathaway que igualaba a los más destacados realizadores de Hollywood, pero este, el responsable de Niágara (1953), El jardín del diablo (Garden of Evil, 1954), de varios policiacos semidocumentales a recordar o Los cuatro hijos de Katie Elder (The Son of Katie Elder, 1965) se tomó un descanso en El príncipe Valiente (Prince Vaillant, 1954).

Hathaway puso el piloto automático y se dejó ir por la senda de la aventura en su rostro de caricatura y diversión. El problema ya no fue repetir el abc del género, sino la poca complicidad que el héroe nos genera. El problema es doble, puesto que a un protagonista, Robert Wagner, que nada nos dice, al menos a su favor, habría que añadirle que la fórmula de este tipo de aventura se estaba agotando. Resultaba cansina, y carecía de la gracia colorista de dieciséis años atrás, cuando Robin Hood lucía la sonrisa de Errol Flynn. En el ahora de 1954, con la generación de la violencia golpeando con fuerza, la inocencia aventurera de caballeros y princesas rozaba lo ridículo en su cartón piedra. Tampoco las pelucas y los peinados, los colores chillones de las vestimentas, la chirriante ñoñez de los buenos o la villanía de postín de los malos jugaban a favor del film. Aun así, Hathaway, tomando el material adaptado por Dudley Nichols -a partir del cómic creado por Harold Foster en la década de 1930-, sacó el poco oro que encontró en donde apenas había hulla y ofreció cierta agilidad a la inocencia y a la ilusión que visualiza el bien, siempre lo reconoce, y vence al mal, algo que ya sabemos desde el primer plano del film, del mismo modo que, también desde su aparición en la pantalla, comprendemos quien es el malvado feroz y quien la heroína que vivirá el romance de rigor, en este caso, cuando se salve el malentendido que se genera entre Valiente (Robert Wagner) y su maestro sir Gauvain (Sterling Hayden)...

viernes, 25 de septiembre de 2020

El retrato de Midori (1948)


Lo primero que llama la atención de El retrato de Midori (Shozo, 1948) es que Keisuke Kinoshita no rueda un guion propio, sino que adapta a la pantalla uno de Akira Kurosawa, pero la historia y los personajes encajan mejor en su imaginario, con presencia mayoritaria femenina, que en el del autor de Vivir (Ikiru, 1952), cuyo universo cinematográfico es esencialmente masculino. Esto por una parte, por otra, hay dos retratos en el film: el que funciona como excusa argumental para que la historia avance y el que importa al realizador. El primero no se ve en ningún momento del metraje, y es el pintado por el señor Namura  (Ichiro Sugai); el segundo es el realizado por Kinoshita, quien, sensible y emotivo, va detallando el suyo a lo largo de las imágenes del film, pero no solo pinta el retrato de su personaje principal, también da pinceladas de la familia Namura.

Tras la introducción, donde dos especuladores deciden comprar y vender la casa habitada por los Namura, aparece Midori (Kuniko Igawa). En un primer momento, la vemos malhumorada, posteriormente, feliz y, algo después, desorientada. Poco a poco, nos llega su verdadero rostro, su conflicto interno, su pasado (del que se dan las suficientes líneas para comprenderlo o para que hagamos un esbozo), su presente de contradicción: del quiero y no puedo florecer y dejar de mentir. Quiere renacer fuerte, merecedora de la imagen que el pintor capta y plasma sobre el lienzo que nunca veremos, porque ya la vemos a ella; la vemos como la ve el artista (también Kinoshita).

Para el pintor y familia, Midori es la señorita del piso de arriba, la hija de Kaneko (Eitaro Ozawa), en realidad, su amante y uno de los especuladores que quieren desalojar la casa, aunque sin saber muy bien cómo hacerlo. Pero en su influencia capraiana, cómica y de buenos sentimientos, los supuestos personajes negativos no lo son, mantienen su humanidad y, como en Capra, esta vence. Lo hace cuando la pareja de amantes entra en contacto con una familia alegre, casi tan feliz y liberada como el anárquico y libertario núcleo familiar de Vive como quieras (You Can’t Take It with YouFrank Capra, 1938), que apenas necesita una excusa o la luz de la luna para evidenciar su felicidad y la libertad que les proporciona el saberse libres de más ambiciones que la de estar juntos y mantenerse fiel a los valores que acabarán seduciendo a la pareja del piso de arriba. Pero Kinoshita no es Capra (cuya influencia en la película posiblemente sea debida al guion de Kurosawa), ni el cine japonés de la época se resuelve al más puro estilo de Hollywood. El director muestra sus cartas, que son las de evidenciar la necesidad de su heroína por liberarse, por asumir las riendas de su vida y recorrer orgullosa la nueva senda escogida.


No obstante, esto no le resulta sencillo, implica una reconocimiento, un análisis introspectivo, al que accede sin pretenderlo, cuando llega al hogar de los Namura. Hay un antes y un después de este contacto humano, pero solo tenemos acceso al segundo momento, al después, que es el presente en el que Midori descubre un trato de aceptación, respeto y cortesía desconocido para ella en el antes al que solo tenemos acceso a través de algunas conversaciones.

El matrimonio y sus hijas son amables, alaban su belleza y su inocencia. Son tan ingenuos que la toman por la hija de Kaneko, confusión que ninguno de los amantes desmiente. Allí, desde su ventana, los observa y descubre relaciones desconocidas u olvidadas, lazos que no ha sentido o no recuerda, sensaciones y emociones que al tiempo le atraen y le generan rechazo, aunque no hacia ellos, sino hacia sí misma. Esta sensación se agudiza poco después de que acepte ser la modelo de un hombre de mirada limpia, que ve más allá de la apariencia, y de trazo honesto, con el que dibuja la pureza que ella se niega, avergonzada por la vida que ha llevado hasta entonces...

jueves, 24 de septiembre de 2020

Naturaleza muerta (2006)

China quiso ser una potencia, emular y superar a las naciones más desarrolladas; ser ella misma líder económico y puntal tecnológico. Lo consiguió, pero, como el resto de las grandes potencias, olvidó o pasó por alto que Desarrollo y Progreso no siempre son lo mismo. Aún más, todas parecen olvidar que el desarrollo (industrial, económico, tecnológico,...) sin progreso humano es desarrollo muerto.


La propia China podría ser como la ciudad en descomposición y construcción que Sanming (Sanming Han) y Shen Hong (Tao Zhao) recorren por separado. Cada uno busca algo del pasado, porque pretenden algo de un futuro por venir (ella) y recuperar a alguien valioso del ayer (él). Escribía que China podría ser como Fengje, en parte ya anegada por las aguas del Yangtsé y en parte en demolición. Algunos edificios son escombros, otros lo serán en breve, después de salvar el material que pueda reutilizarse, pero el cambio ya es inevitable. No hay vuelta atrás, se ha dado el paso y el proyecto ideado décadas atrás cobra cuerpo en la gigantesca presa de “las tres gargantas”. 

La población vive a la espera, contagiada de ese instante suspendido y de suspense, consecuencia de una visión que va más allá de la construcción que cambia el paisaje. La sociedad china vive su transformación, global, vive el liberalismo económico, vive el desarrollo de una dictadura capitalista que entierra su pasado. Esto queda perfectamente expuesto en Naturaleza muerta (Sanxia haoren, 2006): hay un ayer bajo el agua, un presente de tránsito en superficie y la transición en el aire hacia un mañana que nadie puede asegurar cómo será, aunque lo que vemos y no vemos en pantalla apunta hacia un futuro un tanto deshumanizado.

Jia Zhang-ke observa el momento, contempla las Tres Gargantas, lo hace a través de los ojos de los dos personaje que llegan a lugar por motivos similares; ambos buscan a alguien del pasado. En el caso de Sanming, pregunta por su mujer y por su hija, a quienes no ve desde dieciséis años atrás. Menos tiempo lleva Shen Hong sin saber de su marido, de quien apenas ha tenido noticias en dos años. Los dos protagonistas transitan un espacio en transformación -como sucede con el país-, lo hacen tan desconcertados como los testigos de su caminar, de su búsqueda y de sus encuentros. Como público, también somos testigos de la naturaleza muerta, la ciudad en sí, toda ella lo es, sus edificios, sus piedras, sus calles, un espacio urbano moribundo y ajeno a las personas que al tiempo la habitan y no pueden habitarlo, puesto que ellos también existen en un proyecto, entre la vida pasada y la futura, en ese instante durante el cual el liberalismo económico se impone sin mirar atrás y sin preocuparse de su impacto humano.


La China de Naturaleza muerta vive su paso hacia una modernidad que no necesariamente implica evolución, más bien, las imágenes, apuntan lo contrario. Hay preocupación en Jia Zhang-ke, que mira con sensibilidad, pero no aparta sus ojos de esas aguas que ocultan un ayer e iluminan una nueva era: representada por la presa y la energía que ilumina el nuevo puente, colosal, moderno y ajeno a las dos historias que no cruzan sus caminos, aunque formen parte de la misma naturaleza y del mismo espacio. Quizá Sanming y Shen Hong hayan coincidido, mientras miran el río, y no se dieran cuenta, puesto que uno mira el pasado y la otra el porvenir. De cualquier manera, sus miradas contemplan también el ahora, la desintegración o desaparición de un algo que será ocupado por otro algo distinto, más moderno, quizá más inhumano, pero ambos continúan su recorrido con cierto grado de esperanza...

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Historia de una prostituta (1965)


Hay algo de irracional en acatar sin disentir, en soportar malos tratos y humillación sin protestar, en no dudar ni desobedecer órdenes que no se comprenden o que se comprenden aberrantes. Pero, a veces, dicha irracionalidad es forzada u obedece al adiestramiento, o a un condicionamiento previo, tan estudiado que suele ser efectivo y puede borrar la capacidad de ser y de elegir. Esto sucede con Mikami (Tamio Kawacha), el soldado japonés de quien Harumi (Yumiko Nogawa) se enamora perdidamente, como no podía ser de otro modo para alguien como ella: todo corazón y pasión. Ella es la mujer que camina al inicio del film, lo hace por un espacio desierto, en apariencia desolado, sobre el que se impresionan los créditos de Historia una prostituta (Shunpuden, 1965). En un momento del camino, se detiene y mira hacia atrás, posiblemente esté mirando o buscando su pasado, su historia, puede que su futuro ya anterior, uno que se repite y se representa en la pantalla para nosotros. El narrador —exclusivo de ese único instante— dice que Harumi se ha enamorado de un hombre que ha traído a su mujer de Japón, lo cual provoca la furia de la protagonista, y un nuevo desengaño en una vida condenada. Es una escena breve, ajena al estilo que se verá durante el resto del film. Su forma advierte cierta teatralidad, y la sensación de representación de un drama teatral, de una imposibilidad con tintes de tragedia. La siguiente escena muestra a Harumi en el interior de un camión militar, acompañada de otras mujeres que, al igual que ella, serán los cuerpos que satisfarán el apetito carnal de un batallón de soldados del ejército imperial japonés destinado en China. En ese aspecto, ellas son objetos, propiedades de quienes les pagan y golpean, pero resultan más libres de espíritu que los soldados, que son, salvo excepciones puntales como Uno, en cuerpo y alma propiedad del ejército, como corrobora la sumisión de Mikami.


En La puerta de la carne (1964), Seijun Suzuki realizó un demoledor y carnal recorrido por barrios marginales de Tokio, durante la posguerra, centrándose en un grupo de jóvenes prostitutas que trabajan en una zona depresiva donde delincuentes, policías y soldados estadounidenses completan su variopinta fauna humana. A través de las jóvenes de la calle se accede a uno de los niveles marginales de la sociedad japonesa de aquel presente durante el cual la desorientación y la reconstrucción compartían tiempo y espacio. Son mujeres fuera de la norma o fuera de la ley, si se prefiere. Son duras, porque han de sobrevivir, son carnales, apasionadas y no dudan en plantar cara. Son como la 
figura central de este drama bélico. Harumi es una de ellas, como parece confirmar el protagonismo de Yumiko Nogawa en La puerta de la carneHistoria de una prostituta y Carmen de Kawachi (Kawachi Carmen, 1966). Ella y sus personajes comunican los tres films, lo hacen sus mujeres que, para sobrevivir, se prostituyen, rasgo común que indica cierta intención de continuidad por parte de Suzuki.


<<Nogawa es una actriz que transmite a las películas de Suzuki la adecuada continuidad, y que siempre consigue cautivar al espectador con su sensual vitalidad. Quizá Suzuki se niegue a reconocer las diferencias entre hombres y mujeres, del mismo modo en que ignora las estaciones. Sus actores favoritos utilizan un acercamiento físico, no psicológico, para encarnar a sus personajes; y en este aspecto, Nogawa no es, de ninguna manera, inferior a las estrellas masculinas de Nikkatsu. No son las típicas señas de identidad de una prostituta, ni el ambiente en el que Suzuki la sitúa, sino la vitalidad física de Nogawa lo que determina la atmósfera de estas películas>>.La Harumi de Nogawa es una fuerza viva, emocional en grado sumo, independiente, ya que sólo entrega su corazón a quien ella escoge, quizá sea la única que demuestra estar plenamente viva. No duda en enfrentarse a quien debe entregar su cuerpo, aguanta estoica sus palizas, pues sabe que no la doblegará un acto de violenta barbarie; como tampoco duda en entregar su amor a quien elige, aunque su elegido sea un soldado que no muestra la menor emoción. No puede, han sido sustituidas por la sumisión al ejército imperial; de ahí, que siempre exista un contraste brutal entre los dos amantes, aunque su destino acabe siendo el mismo. Y quizá lo acabe siendo porque es el único instante en el que realmente sus cuerpos y sus espíritus están o podrán estar juntos.


1.Shigehiko Hasumi: Un mundo sin estaciones, en El desierto bajo los cerezos en flor: El cine de Seijun Suzuki. Festiva Internacional de Cine de Gijón, 2001

martes, 22 de septiembre de 2020

La verbena de la Paloma (1935)


El 15 de agosto de 1893 se abre al Madrid castizo y popular que celebra la festividad de la Virgen de la Paloma. Es media jornada de fiesta, la otra media hay que trabajar. Pleno de celos, música y canciones, es un día de costumbrismo, de aires exagerados, de un Benito Perojo que representa tópicos y mueve la cámara por los espacios donde también se fija en objetos -un brazalete, un espejo que refleja un baile o un bote de ungüento mágico-. Como si fuera Lubitsch, aunque sin opereta y sin serlo, Perojo hace cinematográfica su adaptación a la gran pantalla de La verbena de la Paloma, la zarzuela que Ricardo de la Vega y Tomás Bretón estrenaron en febrero de 1894 con enorme éxito, quizá un éxito sin precedentes zarzueleros.

Por entonces, los hermanos Lumiere aún no habían exhibido su primera película, ni existían señales de centros comerciales ni de la globalización que acabaría con un par de rasgos particulares y populares. En aquellos años, todavía cada pueblo, ciudad y país tenían sus rasgos exclusivos, mejor, quizás, decir propios. Eran señas de identidad que corroboraban singularidades como la aquel Madrid exagerado, de chulapas y chulapos, que también asoma, aunque con mayor gracia, en algunos films de Edgar Neville

La primera versión cinematográfica de La verbena de la Paloma la realizó José Busch en 1921. Pero, claro, por aquel entonces no existía el sonido, de modo que no fue hasta la realizada por Perojo cuando se escucharon en pantalla las canciones que los personajes entonan esa festividad, durante la cual Susana (Raquel Rodrigo) y Julián (Roberto Rey) tendrán sus más y sus menos, debido a los celos del segundo y a los coqueteos de la primera con el boticario don Hilarión (Miguel Ligero), un hombre rico y entrado en años que bebe los vientos por las dos hermanas, la rubia y la morena, está última es la que trae de calle a Julián. 

El gran acierto de Perojo no son los números musicales ni ser fiel a la zarzuela, es su exposición del espacio popular, de cómo su cámara capta y recoge la exageración madrileña, la caricatura y el costumbrismo del barrio, de la verbena, de la tasca y de sus gentes, que se engalanan y salen a paseo con descaro, con ganas de diversión y, las muchachas más coquetas y afortunadas, con <<mantón de Manila y vestido chinés>>. Es un retrato de tópicos, la puesta en escena de una farsa callejera y festiva, entregada a la popularidad de una ciudad, a la jerga de un pueblo, al coqueteo jovial de don Hilarión y a los intereses de la tía Antonia (Dolores Cortés), grotesca hasta el bigote, el personaje más desmesurado de un film que alardea desmesura y folclore popular...

lunes, 21 de septiembre de 2020

An Elephant Sitting Still (2018)


¿Dónde está la esperanza? ¿Existe? ¿Y la felicidad, aunque solo sea su promesa? ¿La hay? No en ese espacio vacío de gracia por dónde transitan cuatro almas que se desangran en busca de qué. Nada, eso es lo que buscan o encuentran en su caminar, porque, para ellos, no hay más. Para que luego se quejen caricaturas e histriones cinematográficos que reprochan al mundo el no haber vivido un instante de felicidad. Que introduzcan en sus maletas su parte de responsabilidad, de culpa, de compasión, salgan de sus películas y se acerquen al páramo de An Elephant Sitting Still (2018), y verán, si miran hacia atrás, lo feliz y afortunados que habían sido en su superficialidad y sus quejas.

Los protagonistas de An Elephant Sitting Still sufren, pero no se quejan, ni pueden exteriorizar su dolor con palabras, excesos o muecas. En un determinado instante, quizá uno se compadezca en un susurro y diga que <<mi vida es como un basurero. Los deshechos no paran de acumularse>> u otro concluya su brevedad existencial con un rotundo y definitivo <<el mundo es repugnante>>. Viven y sobreviven en basureros de egoísmos y miedos, desentendiéndose y desatendidos.

El dolor y la “basura“ les ataca, ya forman parte de ellos, impide relaciones, elimina cualquier gesto generoso y vuelve el entorno gris, mucho, demasiado. Ese gris por donde transitan sin saber si en algún momento dejarán de sentir la aflicción y el pesimismo que les acompaña y pesa como losas en interiores y exteriores donde la luz no brilla. No puede haber brillo ni luminosidad en una ciudad gris, en un mundo repugnantemente gris.

Hu Bo solo pudo realizar un largometraje, tras el cual, el silencio, pero dejó una obra brutal, de difícil clasificación, una obra de sufrimiento, de pesimismo, de derrota ante un espacio humano insolidario que sitúa a los personajes al límite, entre la supervivencia y la muerte. Sus imágenes, hipnóticas y dolorosas, son un grito silencioso, de desesperación y búsqueda de una salida que no se encuentra en Manzhouli o puede que sencillamente ya no exista en el espacio deshumanizado y gris. No hay un momento de luz, no hay respiro, las heridas no cicatrizan, ni lo harán, sangrarán siempre, hasta desangrar sus cuerpos. No hay felicidad en el camino de cuatro vidas cruzadas e infelices, que existen sin ya esperar vivir. Cada uno tiene su historia, de adolescentes, adultos y ancianos, de humanidad deshumanizada. Sienten la imposibilidad, que les persigue, y la angustia de la que quieren huir, aun conscientes de no poder hacerlo.

Atrapado en sus planos secuencia, en su desesperación romántica y en su realismo formal, tomo prestadas palabras de Seijun Suzuki (con las que se refería a la flor del cerezo)1 y me digo que, ante las imágenes filmadas por Hu Bo, <<surge todo tipo de pensamientos flotantes en la superficie, pensamientos sobre la soledad, el nihilismo, la vida, la muerte. Si esos pensamientos son realmente tuyos o el resultado del hechizo...>>, de lo que vemos y de lo que nos hace sentir la película, es tema para reflexionar aparte, mirando dentro, quizá buscando cuál es la responsabilidad en nuestro gris, que va formando parte del paisaje. Ante tal cantidad de desesperanza y dolor acumulado, solo cabe decir que An Elephant Sitting Still llora sin lágrimas, sin alzar la voz, en apenas suspiros, consciente de que de nada le vale gritar, solo contemplar y recorrer el medio en busca del resquicio que le permita esperar el instante que puedan salir y echar un vistazo a otro lugar, a otro espacio quizá igual de gris, quizá un poco más claro...

1.Seijun Suzuki. El desierto bajo los cerezos en flor: el cine de Seijun Suzuki.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Las extraordinarías aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (1924)


Revolución puede ser el giro completo sobre un eje, también puede referirse al título de una película protagonizada por 
Al Pacino en la década de 1980 o a un cambio radical, cuyo radicalismo se suavizará para que todo regrese a su lugar, a su nuevo orden, que en ciertos aspectos, sobre todo los relacionados con el reparto y uso de poder, no suele diferir del momento previo, aunque las situaciones, las instituciones y los personajes cambien de apariencia y de nombre.

Fue en el neolítico cuando dejamos de dar vueltas paleolíticas en busca de caza, frutos y refugio. Desde entonces, nuestra Historia contempla unas cuantas revoluciones agrarias, científicas, culturales, políticas, industriales..., todas humanas. Algunas más fértiles que otras, puesto que no todas posibilitaron explosiones demográficas como la neolítica ni el proceso industrial que se inició en la Gran Bretaña en la segunda mitad del XVIII y se desarrolló durante parte del XIX y, tomando un camino quizá equivocado, derivó en el mundo actual; o revoluciones científicas tan determinantes en el devenir de la historia, de la ciencia y de la filosofía como la copernicana y la darwiniana. Tampoco han sido todas violentas, aunque las que lo fueron dieron pie a enfrentamientos civiles que costaron su precio en sangre; un ejemplo: Rusia, entre 1917 y 1921.

Concluida la guerra civil entre rojos y blancos, llegó el turno de la propaganda y propagación de las ideas leninistas que permitieran asentar las posaderas del nuevo líder y de sus satélites, sus intenciones y los supuestos, los suyos, que transformarían al país, hasta entonces anclado el Antiguo Régimen. El nuevo orden político (un totalitarismo no muy diferente al previo, pero un poco menos purgante que el posterior de Stalin) presumía de libre, moderno y proletario, pero en otras partes del globo no vieron bien que los bolcheviques, para los Mr. West serían hordas salvajes, soviets o rojos radicales (los suaves eran los mencheviques) se hicieran con el control del antiguo imperio de los zares y amenazasen el estatus de las potencias mundiales.


No pretendo señalar las circunstancias socio-políticas que transformaron Rusia en la Unión de Repúblicas Soviéticas, ni el cambio que supuso a nivel internacional, sino otra transformación, quizá convendría llamarlo origen: la del cine soviético, pues es durante este primer momento (1924-1928) cuando se facilita a los cineastas una libertad de experimentación impensable apenas diez años después.

<<Y, de forma completamente semejante, las ideas sobre el montaje, las ideas sobre el nuevo cine fluctuaban alrededor, en el aire, y si Griffith simplemente las había cogido, así he hecho también yo. Pero la diferencia está en que yo he comenzado a tratar de elaborarlas teóricamente. He tratado de explicar porque era necesario y ya en 1917, antes de la revolución, escribí diversos artículos sobre el trabajo de la escenografía y sobre el montaje, además de sobre nuevos métodos para hacer cine, el cine de montaje que todavía hoy es actual.>>(1)


Era lógico que si la revolución rusa pretendía romper con el régimen zarista, encontrase su ejemplo de producción en los Estados Unidos, un país que atraía por su maquinismo e industrialización, aunque provocaba rechazo en su ideología capitalista. Esta atracción-rechazo por lo "americano" también se instauró en el cine soviético, que encontró en las películas de GrifftithThomas Harper InceMack SennettTom Mix, Charles Chaplin, imágenes que estudiar, imitar y, de ser posible, superar. Pero si en Hollywood el cine era práctica, con fines de entretenimiento y comercio, en la nueva Rusia quiso ser arte y teoría, tal como demuestran que Dziga VertovLev Kuleshov o Sergei Eisenstein, entre otros revolucionarios cinematográficos, realizasen estudios sobre el nuevo medio, y distinto para cada uno de ellos.

Aunque guarden puntos comunes, estos cineastas difieren en su interpretación del medio, así como su práctica. Solo hay que ver un film de cada uno de ellos para comprobar al instante que, por ejemplo, Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (Neobyciaynye priklivcenija Mistera Vesta v stra no bolsevikov, 1924), Cine-Ojo (Kinoglaz, 1924) y La huelga (Stachka, 1924) solo tiene en común su proximidad temporal, su país de origen y la experimentación con el montaje, distinta en cada caso. Por señalar una diferencia: si para el cine ojo de Vertov, cámara y montaje accedían a una realidad imposible para el ojo humano; para Kuleshov, el cine era una espacio que relacionaba la vida con su interpretación.

El “americanismo” soviético se deja ver de forma clara en el primer largometraje de KuleshovLas extraordinarias aventuras de Mr. West..., en el que muestra esa dualidad con la que las vanguardias rusas observaban a los estadounidenses. El personaje de West es una caricatura del blanco estadounidense, anglosajón y protestante, del mismo modo que su ayudante es la exageración del cowboy típico de los westerns silentes hechos en Hollywood. Ambos son protagonistas de la odisea que viven en Moscú, adonde llegan con una idea alterada de cómo y qué son los bolcheviques —su pensamiento queda perfectamente explicado al inicio, cuando West ve retratos y lee la descripción que una revista estadounidense hace de los bolcheviques.

West llega a la Unión Soviética ignorándolo todo sobre el país, pero con ideas preconcebidas, así como con su patriotismo en los calcetines u otras prendas donde lucen las barras y estrellas. Debido a su inocente y sesgada visión del medio y de quienes lo habitan vivirá la aventura de su vida, aunque, en realidad, es víctima de su engaño, del que varios delincuentes, antiguos nobles y burgueses (un guiño de Kuleshov a la propaganda), intentarán sacar provecho de la ignorancia del recién llegado. Esto por una parte, por otra, el secuestro de West posibilita a Kuleshov un montaje vibrante, entre el slapstick y el western, que sigue al cowboy durante su intento de rescatar al jefe, lo que aumenta la sensación de caricatura de un film que nunca, ni en el contacto que el ingenuo capitalista tiene con la realidad hacia el final de su aventura, abandona el engaño...



(1).Mariniello, S: El cine y el fin del arte. Teoría y práctica cinematográfica en Lev Kuleshov (traducción de Anna Giordano y Poncio Almodóvar) Pág. 26. Cátedra, Madrid, 1992

sábado, 19 de septiembre de 2020

Tootsie (1982)


El travestismo en el cine clásico hollywoodiense encontró dos cumbres cómicas en La novia era él (She Was a Male Bride; Howard Hawks, 1949), en la que Cary Grant se viste de mujer para engañar a las autoridades y sortear la burocracia para entrar en Estados Unidos, y en Con faldas y a lo loco (Some Hot Like It; Billy Wilder, 1959), con Tony Curtis y Jack Lemmon disfrutando de una improvisada fiesta de pijama en una litera tan concurrida como el camarote de los hermanos Marx. Ambas son comedias ingeniosas, irreverentes, divertidas y más transgresoras que Tootsie (1982). ¿Digo más? ¡Mucho más! El film de Sydney Pollack es conformista, aunque en apariencia se disfrace de vanguardia feminista y se maquille de transgresión. 
En el film de Hawks, Grant vive su enredo al tener que hacerse pasar por esposa de guerra de una soldado estadounidense, pues, solo de tal guisa puede sortear las trabas burocráticas y entrar en Estados Unidos junto a su esposa norteamericana; en la película de Wilder, los protagonistas masculinos se transformaban en mujeres para huir de una organización de gánsteres y de paso se regalan unas seductoras vacaciones en Florida; y en el film de Pollack, el travestismo obedece a la necesidad de un actor en paro que busca trabajo. Estos personajes travestidos tienen en común que mienten, lo hacen por necesidad y acaban sintiendo su lado femenino, aunque, salvo el personaje de Lemmon, nunca pierden, olvidan o ponen en duda ni su masculinidad ni su heterosexualidad. Donde Hawks casi dio en el blanco y Wilder acertó de pleno, Pollack se queda a medio camino de ningún sitio. Ni su discurso, si así puedo llamar a su capa de superficialidad y a su ligera caricatura de las soap operas, ni su humor tienen claro a qué obedecen, más allá del supuesto lucimiento de Dustin Hoffman. La diferencia entre los primeros y este film reside en que tanto Wilder como Hawks manejan la comedia a su antojo. Saben dónde y cómo colocar el chiste, sin que pierda naturalidad, conocen los entresijos cómicos y son plenamente conscientes de que la comedia tiene su ritmo propio, y que cualquier añadido puede adulterarlo y acarrear irregularidades que depararán altibajos. En Pollack, la comedia no es fluida, quizá porque no es su campo de acción -sólo de pensar en su versión de Sabrina (1995), tiemblo de frío-, de ahí que Tootsie funcione a ratos, pero nunca lejos de lo previsible. Se mantiene en una zona cómoda, en la que los gags y los chistes prefieren apostar sobre seguro: la confusión que Dorothy/Michael genera en los demás.


Conocemos a Michael (
Dustin Hoffman) cuando es un actor a quien nadie desea contratar, supuestamente porque se trata de alguien que no se calla o que no reniega de sus principios como actor. Su agente (Sydney Pollack) le dice que tiene fama de conflictivo y que es incapaz de lograrle un contrato. Esto lleva a Michael a transformarse en la mujer de mediana edad que se presenta a las pruebas de un papel para una telenovela. La supuesta gracia del asunto se encuentra (o debería) en las situaciones de enredo que se generan en torno a esa figura femenina que debe lidiar en varios frentes sentimentales, profesionales y personales. Ella, Dorothy Michaels y no “querida” ni “tootsie”, es la nueva estrella de la serie, y lo es porque se erige en guía, en la mujer que se reivindica e indica el camino de la liberación femenina, el fin del acoso laboral y el paso adelante que Julie (Jessica Lange) no ha sido capaz de dar hasta entonces. Este es a priori el posicionamiento del film de Pollack, el de la liberación de mujeres que, como las enfermeras del hospital ficticio de la telenovela, sufren el acoso de superiores como el doctor Brewster, a quien el cineasta muestra cómo un depredador inocente cuya presencia obedece o sirve a fines cómicos. Sin embargo, en manos de la heroína o la libertadora "Espartaca", cualquier depredador es un gatito, pero resulta que ella es él y él es consciente de ser un hombre que miente y miente, sin posibilidad de dejar de mentir, para mantener su engaño y estar cerca de su nueva cruzada: Julie. Como consecuencia de su dualidad, Michael y Dorothy se reparten el tiempo, así como las relaciones y las sospechas: Sandy (Teri Garr) llega a pensar que el primero es homosexual y Julie cree que la segunda también. Además, ha de lidiar con la petición matrimonial del padre (Charles Durning) de la mujer de la que se ha enamorado y recuperar la identidad que nunca pierde, la mantiene oculta mientras intenta lograr sus fines. Pero los personajes son comparsas que carecen de chispa, de vida, son estampas que parecen puestas ahí para responder a una necesidad funcional, no a la naturalidad de las situaciones que se producen ni a la naturaleza de las caricaturas, que acaban siendo insípidas en una comedia que, menos forzada y previsible, habría sido más caótica, irreverente, airada y salada.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Larga es la noche (1947)


Antes de la guerra, Carol Reed ya había realizado películas tan logradas como El amor manda (Happy Holyday, 1938), pero fue tras la Segunda Guerra Mundial cuando enlazó una serie de títulos magistrales que da cuenta de su calidad como cineasta. La película que abre ese periodo de esplendor, Larga es la noche (Odd Man Out, 1947), es un soberbio y sombrío retrato humano, urbano y nocturno con el conflicto británico-irlandés de telón de fondo. Calles, locales, casas y personas, todos parecen estar atrapados entre dos antagónicos, pero también entre egoísmos y miserias propias y extrañas.


Su tono espectral y nocturno; sus personajes, las interpretaciones, la sensación de estar atrapados en una pesadilla, la imposibilidad de despertar y liberarse, la tensión y la subjetividad potenciadas por el estilo empleado por Carol Reed hacen de esta magistral película un film moderno que no se ancla en más tiempo que el de la interioridad humana. Tanto la oscuridad de la noche como la lluvia o la nieve responden más a un estado interno, espiritual, que al espacio urbano donde se desarrolla el drama existencial del fugitivo interpretado por un espléndido James MasonLarga es la noche desarrolla su trama en una sola jornada, la mayor parte durante la nocturnidad apuntada en su título en castellano. Frío, lluvioso y, avanzadas las horas, nevado, el ocaso temporal y vital expuesto por Reed es nervioso y alucinado —sombras, planos inclinados, espectros del pasado,... realzan tal sensación—, como dos años después lo será El tercer hombre (The Third Man, 1949), mezcla de pesadilla, traición, persecución, huida, pero también de pureza y amor. Es la noche de Johnny McQueen (James Mason) y de las personas que le buscan y de quienes se encuentra con él después del robo en la fábrica donde, tras un forcejeo durante la fuga, mata al empleado que le hiere de gravedad.


Todos los personajes se encuentran conectados en un espacio que les cerca y donde el miedo, la pobreza y la desconfianza les aconseja esconderse o desentenderse del prójimo, salvo si hay posibles beneficios. Entonces, como sucede con la ambiciosa confidente que traiciona a dos compañeros del fugitivo, la vida de un hombre no vale nada o vale oro. Theresa O’Brien (Maureen Delaney) no es la única que pone precio o pretende sacar tajada de vidas humanas, lo hacen aquellos que ven en Johnny su opción de mejora o el modelo trágico que pintar. Pero dónde
 hay miseria, también puede existir generosidad y amor, aunque solo por un instante, hasta que la pureza encuentre una salida que la lleve lejos de allí. Emociones y sentimientos positivos los hay en Kathleen (Kathleen Ryan), la muchacha que busca a Johnny por las calles de esa ciudad norirlandesa donde el enfrentamiento más importante se produce en la cotidianidad, en los hombres y las mujeres, en el rechazo a un acercamiento, en la ausencia de compasión y de caridad. <<...Si no tengo caridad, no soy nada>>, delira el protagonista ya avanzada su pasión, de la que no hay escapatoria. La huída a ninguna parte de Johnny se inicia mucho antes de esa noche lluviosa y nevada, se inicia en un tiempo anterior al expuesto en el film, así lo muestran las primeras imágenes. Lo descubren atrapado, cansado, escondido, desencantado. Ya no cree en un lucha armada, pero todavía cree que podría existir un mañana. Posiblemente, tal esperanza, está relacionada con Kathleen, la única a quien realmente importa el hombre, no el líder de la organización que nunca le dejará libre —<<mientras viva, Jonnhy pertenecerá a la organización>>, afirma Dennis (Robert Beatty)— ni el criminal perseguido por la policía, para la que —en palabras del jefe (Denis O'Dea)— no hay ni buenos ni malos, solo culpables e inocentes, ni el pecador que el padre Tom (W. G. Fay) quiere salvar...

jueves, 17 de septiembre de 2020

Still Walking (Caminando) (2008)


Caminando lo efímero, la vida avanza en la brevedad de pequeños pasos que despiden instantes que se suman a nuestro pasado. Cada paso anterior nunca será igual que el siguiente, ni puede desandarse, ni podemos volver sobre él para recuperar lo perdido o elegir otro camino. Eso lo sabemos, como se comprende que, más allá de la distancia, la que separa realidad y ficción, son pasos similares a los dados por la familia que camina o se pausa en las imágenes de Still Walking (Aruitemo, auritemo, 2008), imágenes que captan detalles, sentimientos, sensaciones y vidas que existen en el ahora durante el cual se desarrolla el movimiento y se produce la quietud. Quizá seamos testigos del presente, al menos a primera vista así lo parece; sin embargo, la voz de Ryota Yokoyama (Hiroshi Abe), hacia el final del film, parece apuntar que la reunión familiar fue anterior. En realidad, la hemos visto durante un tiempo que se fuga y que nos conduce hasta el presente, ya pasado, de algunos personajes que, con su presencia y su caminar, nos indican que aún les queda (y nos queda) camino por recorrer.

El espacio temporal de Still Walking abarca mucho más que la jornada en la que se desarrolla su práctica totalidad, pues la exposición que Hirokazu Kore-eda realiza de ese día, en realidad, parte de uno y del siguiente, permite comprender el pasado anterior, el pasado o supuesto presente y el futuro, que es el ahora.


Conocemos tres generaciones de la familia Yokoyama, padres, hijos, nietos, sus sensaciones, sus frustraciones y el distanciamiento generacional o el dolor ante la pérdida del ser querido a quien homenajean. Nos acercamos a ellos: a su pasado, presente y posibles futuros, pero Kore-eda nos invita a presenciar la continuidad del tiempo expuesto en la pantalla.

La proximidad es el presente, el recuerdo es atributo futuro, la aflicción llega desde la memoria del hijo fallecido doce años atrás, ahogado al salvar la vida del niño que, cada aniversario, la madre (Kirin Kiki) invita a la celebración. Lo hace para que no olvide, para que sienta parte de su dolor, para ella aliviar el suyo. El ayer también asoma en los textos del pequeño Ryo, en el ahora distante e incómodo, por pasar con sus padres ese día, noche y mañana que se muestra en la pantalla con la delicadeza y honestidad con las que Kore-eda aborda las relaciones familiares y humanas que van dando forma al todo de su obra cinematográfica.

Still Walking es un film pausado, repleto de matices, de detalles, de silencios que no se atreven a hablar y de circunstancias que nos invitan a reflexionar sobre la relación entre padres e hijos, lazos paterno-filiales que no tienen que ser sanguíneos, entre hermanos, sobre la cercanía y la distancia, acerca de la opacidad y el desconocimiento de seres supuestamente cercanos y queridos. La película delimita su espacio, su tiempo y sus personajes, pero desde ese aparente círculo cerrado los temas tratados por el realizador japonés se abren más allá de los límites de la casa, de las fronteras de Japón y alcanzan la internacionalidad de los sentimientos y las relaciones.

Para Ryo visitar a sus padres significa un esfuerzo, no por trasladarse hasta allí, sino por el malestar que le produce reencontrarse con su padre (Yoshio Harada), a quien de niño admiraba, quería ser médico igual que él, y de adulto contempla desde la lejanía, pero sin poder olvidar las numerosas cuestiones que los han alejado. Su relación materna tampoco resulta mucho más cercana, quizá porque tampoco comprende el comportamiento de una mujer que no duda en afirmar que desea que el joven, salvado por el fallecido a quien se conmemora, sufra y no olvide que su hijo perdió la vida por salvar la suya. Quizá Ryo no pueda vivir entre los tiempos que se dan en ese instante y necesite encontrar los propios, quizá los pasos que lo llevan a la continuidad con la que se despide de nosotros...

martes, 15 de septiembre de 2020

Iré a Santiago (1964)




Federico García Lorca escribió Son de negros en Cuba -conocido también como Iré a Santiago- y dedicó el poema a Santiago de Cuba; treinta y cuatro años después, la directora y guionista Sara Gómez recogía el testigo del poeta granadino y encontraba sus propios versos en las santiagueras y los santiagueros, en sus cuerpos y rostros, en las fachadas de sus edificios, sobre el asfalto o en el mercado, en el calor y la vivacidad de la ciudad cubana.

Los títulos de crédito de Iré a Santiago (1964) llaman la atención por su desenfado y por la originalidad de formar parte del espacio urbano, de paredes y escalones, donde descubrimos la primera estrofa del poema lorquiano, el título o los nombres del equipo técnico, pincelados en las escaleras que sube la muchacha, quizá la propia Sarita, cuyo caminar va desvelando que las letras han sido pintadas para la ocasión, en esos espacios que la joven deja tras de sí.

La cámara la sigue (hasta que ella se pierde en la distancia) y las imágenes nos introducen en pleno Santiago de Cuba, principio y fin de este gozoso cortometraje con el que la cineasta concede musicalidad e imagen a las santiagueras y a los santiagueros, mientras su voz nos habla de la historia local o de lugares que visitar. Sarita Gómez se acerca y nos acerca gentes, calles, color, aunque la fotografía de Mario García Joya "Mayito" sea en blanco y negro. Ese color es el colorido, el de costumbres y sabores, de ritmos antillanos y mulatos, pues <<mulato es un estado de ánimo>> cálido, vivo, bañado por el mar y brisas de compadreo, tabaco, raíces y quizá gotitas de ron.





<<Cuba trabaja y se divierte>> reza un letrero que el objetivo capta mientras se celebran los carnavales en julio, pero hay algo más que diversión o música en la propuesta de la cineasta cubana, hay pasión, por cuanto observa, y gracia en su labor cinematográfica. Algo estaba sucediendo en el cine cubano en la década de los sesenta, y Sarita fue puntal de ese algo que apuntaba modernidad y cercanía, en ocasiones, y no es el caso, también una evidente propaganda ideológica. Ella fue la primera mujer directora en el ICAIC, y desde sus inicios cinematográficos siempre mostró interés por las gentes, por acercarse a ellas y darles presencia en su cine, con la certeza de ser una más...