domingo, 27 de septiembre de 2020

Perfume de mujer (1974)



Hay personajes que sus intérpretes recuerdan y otros que intentan olvidar, el Fausto de Perfume de mujer (Profumo di donna,1974) es de los primeros. Medio sátiro, medio vividor, todo mujeriego e infeliz al completo, el invidente que le reportó a Vittorio Gassman su premio al mejor actor en Cannes no quiere compasión, ya tiene la propia, la que le hace compararse con una piedra. Fausto prefiere encerrar sus emociones, silenciar su sufrimiento y causar la impresión de no necesitar a nadie -<<no seas ridículo, no necesito ayuda. Nunca la he necesitado>>, le espeta a su compañero de viaje. Con la máscara puesta es divertido, pendenciero, autosuficiente, abusón, grosero y grotesco. En esos momentos, busca evasión y escape, busca disfrutar de buena comida, buen vino y de compañía femenina que no implique ataduras, ni le haga sentir que puede sentir.

Sin su mano izquierda y sin vista desde el accidente durante unas maniobras militares, siete años atrás, toma las riendas e indica el camino a su joven y nuevo acompañante: el soldado Giovanni Bertazzi (Alessandro Momo), a penas un niño a quien ha decidido llamar Ciccio. El nuevo asistente disiente en su pensamiento, pero acata las órdenes sin protestar, quizá debido a su instrucción militar o a su docilidad e inocencia naturales, las cuales le disponen para ser el escudero leal e ingenuo, y el testigo de la impostada vitalidad, del protagonista de Perfume de mujer.

La versión de Dino Risi de la novela de Giovanni Arpino es un retrato de la apariencia, es una farsa tras la que se esconde la aflicción y la negación a la vida. Su tono cómico y bufón es contradictorio; al tiempo disimula y potencia las emociones, miedos y necesidades de un hombre destrozado por dentro. La primera imagen que tenemos de Fausto es en la soledad de su sala de estar. En esa escena bebe su querido bourbon, sin compañía, salvo la del gato que dice odiar, en mutua aversión, y la del muchacho que, en ese instante, no le presta sus ojos, puesto que su mirada es la nuestra. Los de Ciccio son los ojos del público, que todavía duda o no sabe si simpatizar o rechazar al gruñón que, en su exageración, disimula su sentir que es un “deshecho humano”.

Capaz de distinguir el perfume femenino a distancia, Fausto calla su pesar y habla de mujeres, de su predilección por las altas, de cabello negro y largo, y caderas anchas. Le gustan así, y así se lo dice a “Ciccio”, el sorprendido lazarillo que recorre las calles de Génova en busca de una prostituta que responda a la descripción hecha por su instructor. Quizá esa descripción y su afición por las prostitutas, sexo sin sentimientos por medio, mitiguen a Fausto el recuerdo de la mujer de la foto, la que desea amar, pero que él mismo se niega la posibilidad. Cuando Ciccio descubre el retrato de la chica, entre las pertenencias de su atípico guía, ignora quién puede ser, tampoco sabe por qué oculta una pistola entre las camisas, e ignora que el viaje tiene un fin u obedece a uno concreto. Salvo por una breve alusión, Fausto silencia sus motivos, de igual modo que omite su miedo a la vida, a su soledad y a que lo amen por compasión. En realidad, siente dolor (aunque afirme no sentir nada, en la reunión con su primo cura) y, en su ceguera emocional, levanta el muro que lo separa del mundo y de Sara (Agostina Belli).

El viaje de Fausto y Ciccio por Italia (De Turín a Nápoles, con paradas en Génova y Roma) no será liberador, como suelen ser los viajes cinematográficos, pero sí que les posibilita dar un paso en cualquier dirección, puesto que, en el mundo de Risi, los personajes tratan de sobrevivir: Ciccio quizá pueda replantearse el orden que daba por sentado, y el antiguo oficial vive su tormento y el final de su farsa: su negación de su dolor, la llave emocional que le permitiría aceptar que puede sentir y temer, que puede amar sin miedo a ser correspondido solo por compasión o dinero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario