Hubo un tiempo durante el cual una aventura sencillamente ofrecía evasión y fantasía. Este tipo de historia fue una de las grandes bazas de Hollywood, lo fue desde los orígenes y llegó hasta que los nuevos tiempos cambiaron la mirada del público y las necesidades del negocio cinematográfico. Henry Hathaway creció como cineasta en los viejos tiempos y en ellos se convirtió en el director todoterreno que, como mínimo, aseguraba entretenimiento y ofrecía un plus solo al alcance de aquellos realizadores que conocían los trucos y los entresijos del medio mejor que una brújula conoce dónde se encuentra el norte. Esta sabiduría, llamada experiencia o “yo ayudé a evolucionar esta historia“, le permitía hacer de cualquier material insustancial algo que valiese la pena ver. Por otro lado, estaba el Hathaway que igualaba a los más destacados realizadores de Hollywood, pero este, el responsable de Niágara (1953), El jardín del diablo (Garden of Evil, 1954), de varios policiacos semidocumentales a recordar o Los cuatro hijos de Katie Elder (The Son of Katie Elder, 1965) se tomó un descanso en El príncipe Valiente (Prince Vaillant, 1954).
Hathaway puso el piloto automático y se dejó ir por la senda de la aventura en su rostro de caricatura y diversión. El problema ya no fue repetir el abc del género, sino la poca complicidad que el héroe nos genera. El problema es doble, puesto que a un protagonista, Robert Wagner, que nada nos dice, al menos a su favor, habría que añadirle que la fórmula de este tipo de aventura se estaba agotando. Resultaba cansina, y carecía de la gracia colorista de dieciséis años atrás, cuando Robin Hood lucía la sonrisa de Errol Flynn. En el ahora de 1954, con la generación de la violencia golpeando con fuerza, la inocencia aventurera de caballeros y princesas rozaba lo ridículo en su cartón piedra. Tampoco las pelucas y los peinados, los colores chillones de las vestimentas, la chirriante ñoñez de los buenos o la villanía de postín de los malos jugaban a favor del film. Aun así, Hathaway, tomando el material adaptado por Dudley Nichols -a partir del cómic creado por Harold Foster en la década de 1930-, sacó el poco oro que encontró en donde apenas había hulla y ofreció cierta agilidad a la inocencia y a la ilusión que visualiza el bien, siempre lo reconoce, y vence al mal, algo que ya sabemos desde el primer plano del film, del mismo modo que, también desde su aparición en la pantalla, comprendemos quien es el malvado feroz y quien la heroína que vivirá el romance de rigor, en este caso, cuando se salve el malentendido que se genera entre Valiente (Robert Wagner) y su maestro sir Gauvain (Sterling Hayden)...
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