viernes, 25 de septiembre de 2020

El retrato de Midori (1948)


Lo primero que llama la atención de El retrato de Midori (Shozo, 1948) es que Keisuke Kinoshita no rueda un guion propio, sino que adapta a la pantalla uno de Akira Kurosawa, pero la historia y los personajes encajan mejor en su imaginario, con presencia mayoritaria femenina, que en el del autor de Vivir (Ikiru, 1952), cuyo universo cinematográfico es esencialmente masculino. Esto por una parte, por otra, hay dos retratos en el film: el que funciona como excusa argumental para que la historia avance y el que importa al realizador. El primero no se ve en ningún momento del metraje, y es el pintado por el señor Namura  (Ichiro Sugai); el segundo es el realizado por Kinoshita, quien, sensible y emotivo, va detallando el suyo a lo largo de las imágenes del film, pero no solo pinta el retrato de su personaje principal, también da pinceladas de la familia Namura.

Tras la introducción, donde dos especuladores deciden comprar y vender la casa habitada por los Namura, aparece Midori (Kuniko Igawa). En un primer momento, la vemos malhumorada, posteriormente, feliz y, algo después, desorientada. Poco a poco, nos llega su verdadero rostro, su conflicto interno, su pasado (del que se dan las suficientes líneas para comprenderlo o para que hagamos un esbozo), su presente de contradicción: del quiero y no puedo florecer y dejar de mentir. Quiere renacer fuerte, merecedora de la imagen que el pintor capta y plasma sobre el lienzo que nunca veremos, porque ya la vemos a ella; la vemos como la ve el artista (también Kinoshita).

Para el pintor y familia, Midori es la señorita del piso de arriba, la hija de Kaneko (Eitaro Ozawa), en realidad, su amante y uno de los especuladores que quieren desalojar la casa, aunque sin saber muy bien cómo hacerlo. Pero en su influencia capraiana, cómica y de buenos sentimientos, los supuestos personajes negativos no lo son, mantienen su humanidad y, como en Capra, esta vence. Lo hace cuando la pareja de amantes entra en contacto con una familia alegre, casi tan feliz y liberada como el anárquico y libertario núcleo familiar de Vive como quieras (You Can’t Take It with YouFrank Capra, 1938), que apenas necesita una excusa o la luz de la luna para evidenciar su felicidad y la libertad que les proporciona el saberse libres de más ambiciones que la de estar juntos y mantenerse fiel a los valores que acabarán seduciendo a la pareja del piso de arriba. Pero Kinoshita no es Capra (cuya influencia en la película posiblemente sea debida al guion de Kurosawa), ni el cine japonés de la época se resuelve al más puro estilo de Hollywood. El director muestra sus cartas, que son las de evidenciar la necesidad de su heroína por liberarse, por asumir las riendas de su vida y recorrer orgullosa la nueva senda escogida.


No obstante, esto no le resulta sencillo, implica una reconocimiento, un análisis introspectivo, al que accede sin pretenderlo, cuando llega al hogar de los Namura. Hay un antes y un después de este contacto humano, pero solo tenemos acceso al segundo momento, al después, que es el presente en el que Midori descubre un trato de aceptación, respeto y cortesía desconocido para ella en el antes al que solo tenemos acceso a través de algunas conversaciones.

El matrimonio y sus hijas son amables, alaban su belleza y su inocencia. Son tan ingenuos que la toman por la hija de Kaneko, confusión que ninguno de los amantes desmiente. Allí, desde su ventana, los observa y descubre relaciones desconocidas u olvidadas, lazos que no ha sentido o no recuerda, sensaciones y emociones que al tiempo le atraen y le generan rechazo, aunque no hacia ellos, sino hacia sí misma. Esta sensación se agudiza poco después de que acepte ser la modelo de un hombre de mirada limpia, que ve más allá de la apariencia, y de trazo honesto, con el que dibuja la pureza que ella se niega, avergonzada por la vida que ha llevado hasta entonces...

No hay comentarios:

Publicar un comentario