lunes, 14 de septiembre de 2020

La condena (1988)


<<Así es una bonita historia familiar. Pero acaba como cualquier otra historia. Y todas las historias acaban mal, porque siempre son historias de desintegración. Los héroes siempre se desintegran, siempre lo hacen exactamente igual. Si no se desintegraran sería resurrección en lugar de desintegración. Y hablo de desintegración. Desintegración eterna e irrevocable, por cierto>>. Y
La condena (Kárhozat, 1988), punto de inflexión en el cine de Béla Tarr, es un historia de amor y, como todas las historias, también es de desintegración. No hay opción para los protagonistas, atrapados en el espacio-tiempo donde se descubren heridas, distancias, deterioro y un vano intento de <<tapar la grieta>>.


Los sonidos de las vagonetas en la distancia, la cámara que retrocede sin apenas delatar movimiento, envuelven al hombre que vemos de espalda, observando a través de la ventana. Corte y siguiente escena. Ahora vemos al mismo hombre afeitándose. Vemos su rostro reflejado en el espejo. Rasura la barba con la navaja, el sonido del contacto de la piel con el acero se entremezcla con el de las gotas de agua. El tiempo se dilata en el plano, la imagen escapa del tiempo para ser su prisionera. La cámara de Bela Tarr se mueve lenta, al cineasta húngaro no le interesan los cortes, ni los planos breves, prefiere tomas largas y planos secuencias. Se toma su tiempo, dilata y contiene el mundo de Karrer. El tiempo, como parte de los personajes o estos como parte de aquel, danza en cada escena, al compás de los sonidos o del acordeón que suena; lo hace en el bar donde una canción distancia y acerca o en esa calle oscura y gris donde la lluvia parece una emoción humana, quizá la única manera de llorar el dolor o la desintegración que el protagonista mantiene oculta en su interior. Tarr ubica a los personajes en un sitio, y allí permanecen, estáticos, en su quietud y en la lentitud de movimientos de una imagen que, con precisión milimétrica, genera la sensación de un espacio temporal donde todos parecen atrapados; es un lugar entre la existencia y la inexistencia, entre su insistencia y su resistencia.


La representación está servida, la cámara, suave y lenta, como si no quisiera interrumpir ni intervenir o advertir su presencia, se acerca, los acaricia, los abandona. A menudo, el objetivo capta la existencia y la ausencia, con el protagonista de espalda o de lado, mirando sin ver, ante la ventana o frente al espejo, cuando habla en la puerta con ella y le dice/exige que le deje entrar, e insiste; cuando aguarda frente al Titanik, en las conversaciones dentro del bar o cuando espera bajo la lluvia. ¿La vida, le da la espalda? ¿Se desintegra? ¿Y a ella, que el objetivo siempre la encuentra o la busca, y la halla de frente, la encara?



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