lunes, 29 de julio de 2019

Oficial y caballero (1981)



La figura autoritaria y totalitaria del sargento-instructor es clásica del cine ambientado en academias y campos militares. Dentro de sus perímetros, representa el orden marcial y se encarga de inculcar disciplina y la idea de uniformidad entre los reclutas o cadetes bajo su mando. Lo logra a base de palos, de someter y de hacer sufrir a los sonrientes, frágiles e inconscientes que se adentran en sus dominios para descubrir que han caído en el infierno donde aquel castiga, elimina el ego y el libre albedrío, pues, en su reino castrense, no hay lugar para la individualidad ni para el individuo. Esta figura, cuyo carácter semeja pulido a imagen y semejanza del de una piedra, no fue una aportación del Hollywood de la década de 1980, pero sí podría decirse que en los ochenta cobró mayor protagonismo y descargó toda su mala leche y un sin fin de insultos sobre sus jóvenes "galateas". Ese tipo duro, incluso inhumano en su trato con los reclutas, que adiestra, insulta y humilla, porque eso forma parte de su trabajo, no muestra el menor respeto ni compasión hacia las individualidades que pretende homogeneizar, quizás, erradicar, mientras les exige más esfuerzo, mayor aguante y total disciplina. Al menos, a primera vista, así se presentan los suboficiales ejemplificados en Oficial y caballero (An Officer and a Gentleman; Taylor Hackford, 1981), El sargento de hierro (Heartbreak RidgeClint Eastwood, 1986) o La chaqueta metálica (Full Metal Jacket; Stanley Kubrick, 1987), tres instructores cortados por el mismo patrón, el del ejército, que alcanzaron gran popularidad entre el público de los años ochenta del pasado siglo. El primero, aunque duro y dominante, podría pasar por justo e incluso por alguien paternal (hacia el final del film); el segundo, tres cuartos de lo mismo, pero más pétreo y malhablado si cabe, debido a la caracterización asumida por Eastwood; y el tercero, la imagen extrema del sinsentido militarista que lleva a reclutas como "patoso" a cruzar el límite que separa la cordura de la locura. En sus manos, los jóvenes son trozos de barro que adquieren la misma forma, el mismo corte de pelo, entonan las mismas canciones y visten el mismo uniforme, pero las circunstancias de los tres relatos difieren, también las tres personalidades y la importancia de cada uno de los sargentos dentro de las historias narradas. El veterano interpretado por 
Eastwood asume el protagonismo absoluto, mientras el de R. Lee Ermey en el film de Kubrick sirve para agudizar la postura antimilitarista del cineasta y, en el film de HackfordLouis Gosset Jr. asume el rol antagonista que, avanzado el metraje, da paso al paternal Pigmalión que luce su uniforme de gala, sus múltiples galones, y se muestra orgulloso de su obra.


Pero los protagonistas de la historia escrita por
Douglas Day Stewart, e inspirada en experiencias propias, son el cadete Zach Mayo (Richard Gere) y Paula Pokrifki (Debra Winger), empleada en una fábrica de papel que ella asume como su condena. Desde la aparición de ambos en pantalla, comprendemos que son dos marginados que pretenden dejar de serlo. Marcado por su pasado solitario e inestable, Mayo ve en la Marina, en su idea de ser piloto de reactores, la oportunidad de normalizarse, de encajar en alguna parte. Por su parte, Paula sueña con escapar, con viajar, con la llegada de un príncipe azul que la libere de un futuro de insatisfacción existencial que la convertiría en la imagen de su madre (Grace Zabriskie). Sus metas pueden parecer transgresoras, pero denotan el conservadurismo que predomina en un film que, sin apenas confianza por parte del estudio que la produjo, acabaría siendo uno de los éxitos comerciales de la década y el espaldarazo definitivo en las carreras cinematográficas de Gere y Winger; aunque más allá de esto, el film de Hackford no supuso ni introdujo grandes novedades cinematográficas. Alguien podría decir que la presencia de Seeger (Lisa Eilbacher), la joven aspirante a oficial que compite de tú a tú con los reclutas masculinos fue novedosa, pero en ese punto se adelanta La recluta Benjamín (Private Benjamin, Howard Zieff, 1980); y tanto la presencia de Seeger como la de Foley, el sargento de hierro, funcionan para resaltar las virtudes y la humanidad de Mayo. De un modo similar actúa la pareja formada por Lynette (Lisa Blount) y Syd (David Keith), que funciona para realzar la pureza y la sinceridad del lazo que se entreteje entre Paula y Zach. Pero el hecho en sí es que, por mediocre que me parezca, Oficial y caballero logró un éxito inesperado que aún perdura en la memoria popular, un éxito que encuentra parte de su explicación en la convencional historia de amor con final feliz que se aproxima al cuento de hadas. Aunque existe una postura que ensalza el militarismo, no estamos ante un film militarista, sino ante una historia de (supuesta) superación que tanto gusta entre el público. Superación individual y triunfo del amor entre dos supuestos perdedores que vencen los obstáculos que les salen al paso, incluidos los fantasmas y los complejos que habitan en la interioridad del aspirante a oficial y a príncipe azul, quizá a caballero, si alguien sabe en que consiste serlo. Como héroe de antihéroes, en ningún momento del film se duda de que Zach alcance su objetivo —su lugar en el mundo y la familia que nunca tuvo— y el respeto, puede que admiración, del suboficial a quien finalmente saluda y dice que <<¡jamás lo olvidaré, sargento. No lo hubiera conseguido sin usted>>. En definitiva, todo cuanto observo obedece a un orden —sean las escenas donde se muestra por separado las habilidades en combate de los antagonistas, con el fin de hacerlas visibles antes de su enfrentamiento, el convertir a Lynette en villana o mostrar a Paula como un ser que raya la pureza absoluta—, dicho orden intenta mostrar el lado humano de los personajes, pero resulta tan ordenado que acaba por convertirlos en estereotipos acomodados en la superficialidad donde se señala a las "cazadoras" y se olvida que los cadetes también son depredadores a la caza de jóvenes que, como Paula y Lynette, no ven en su cotidianidad más futuro que el presente del que desean huir en brazos de un piloto de la Marina.



sábado, 27 de julio de 2019

Lady Hamilton (1941)


Durante los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial, 
Alexander Korda abandonó Inglaterra y puso rumbo a Estados Unidos. Viajó  con el beneplácito de Winston Churchill, Primer Ministro británico y amigo personal del cineasta de origen húngaro. Por aquel entonces, Korda era el productor de mayor prestigio de la industria cinematográfica inglesa y su posición en Hollywood, miembro de la directiva de la United Artists —creada por Chaplin, Fairbanks, Griffith y Pickford en 1919—, parecía indicar que tarde o temprano igualaría en poder a los magnates de los grandes estudios. Sin embargo, al director de La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIII, 1933) le disgustaba la ciudad californiana y tomó su estancia en suelo norteamericano como la espera a regresar a su país de adopción. Pero su paréntesis estadounidense no fue exclusivamente de reposo, ni una cuestión de negocios, entre otros la conclusión de El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1940), o de dejar atrás el conflicto armado que amenazaba la seguridad del Reino Unido. En cierta medida, desempeñó una función para el gobierno británico cuyo alcance continúa siendo un enigma. Puede que el productor trabajase para el servicio secreto inglés o, más probable, que sirviese de tapadera para la red de inteligencia con la que Churchill pretendía conocer la evolución de la postura oficial de la potencia americana respecto a la guerra, una postura aislacionista debido a diferentes presiones internas y a la negativa popular de volver a luchar en un enfrentamiento armado que, a primera vista, no les afectaba. Corría el año 1940/41 y Pearl Harbor todavía no había sufrido el bombardeo japonés que metió a Estados Unidos en una guerra que, hasta entonces, se vivía a través de los titulares de los periódicos y de los emigrantes que escapaban del nazismo y encontraban refugio al otro lado del Atlántico. Más que un exiliado, algo que ya había sido con anterioridad, existen indicios que señalan a Korda como una especie de caballo de Troya que empleó su Lady Hamilton (That Lady Hamilton, 1941) para introducir en las pantallas estadounidenses la propaganda pro-británica que desenmascara cuando la protagonista, Emma Hamilton (Vivien Leight), pregunta a su marido Sir William Hamilton (Alan Mowbray) <<¿por qué lucha Inglaterra?>>, y este responde que lucha por la libertad de los pueblos frente a la ambición de Bonaparte —trasunto de Hitler en la película.


Menos sutil resulta la intervención de Lord Nelson (
Laurence Olivier) en el almirantazgo, cuando acusa a Napoléon de dictador en su discurso —se rumoreaba que había sido escrito por el propio Churchill—, con el que pone en evidencia el error que implica el acuerdo de paz con alguien que no se detendrá hasta que someta al mundo. Otra muestra, quizá menos evidente pero más significativa, la encontramos en la voz de la heroína en el presente desde el cual narra, entre omnisciente y subjetiva, la Historia y su romance con el almirante Horatio Nelson. En ese instante apunta que <<luchamos solos, sin ningún aliado>> y, aquí, para quien no estuviese dormido durante la proyección, más que un llamamiento de auxilio, hubo un reproche hacia la neutralidad estadounidense que Korda sacó a relucir. El productor encontró en el pasado de las luchas napoleónicas un paralelismo con el presente bélico de 1941, cuando la potencia americana se mantenía al margen del conflicto y Hollywood apenas producía propaganda antinazi. Ese fue el reproche que el responsable de Rembrandt (1936) hizo al amigo americano, que permitiese que Inglaterra luchase sola contra la Alemania nazi en una guerra que afectaba de forma directa a medio mundo, e indirectamente al resto.


Pero si desde el punto de vista político y patriótico, lo importante era el mensaje que incluyó en el film; desde la perspectiva cinematográfica y comercial, el productor y director regresó a terreno conocido, a la Historia, donde encontró la inspiración para dar forma a un largometraje que tenía entre sus mayores alicientes a la pareja formada por 
Laurence Olivier y Vivien Leigh. Ambos fueron el reclamo popular para hacer rentable Lady Hamilton, una de las mejores películas sonoras de Korda, cuya acción se inicia en tiempo presente, en la nocturnidad francesa posnapoleónica donde descubrimos a la heroína, vencida por los años y por la tragedia. Es una mujer derrotada, un alma en pena que vaga por las calles e irrumpe en una tienda donde roba una botella de licor. Apenas hay vestigios de la bella, íntegra y vital Emma del pasado, aquella a quien vamos conociendo a medida que lo hace la joven (Heather Angel) que escucha su relato después de que las dos sean arrestadas. Sus recuerdos (y otros momentos en los que no estuvo presente) nos llevan hasta la joven bailarina que, tras sufrir un engaño pasional, acepta la propuesta matrimonial de Sir Hamilton, el embajador inglés en el Reino de Nápoles, que ve en ella a un <<ornamento>> para su colección de Arte. El relato avanza sin pausa para mostrar distintas etapas en la evolución de los personajes: la dama que se enamora a primera vista del apuesto capitán Nelson, las continuas separaciones y la brevedad de su convivencia o a la mujer que ha perdido cuanto ama, salvo el recuerdo del hombre a quien quiso hasta las últimas consecuencias, a quien ayudó a alcanzar la gloria y con quien vivió el adulterio que deparó las habladurías, la intolerancia y el rechazo de la moral imperante, y tan cuestionable como la moral impuesta en Hollywood por el código Hays, cuyos guardianes amenazaron con prohibir el film en Estados Unidos si Korda no eliminaba o castigaba el amor adultero (sincero en la pantalla y verídico en la realidad histórica) entre un hombre y una mujer atrapados en dos matrimonios de apariencia.

viernes, 26 de julio de 2019

4 meses, 3 semanas, 2 días (2007)

En sus Historias de la Edad de Oro (Amintri din epoca de aur, 2009), Cristian Mungiu optó por intercalar la comedia costumbrista y el drama cotidiano para exponer distintas circunstancias político-sociales de la última década de Nicolae Ceaucescu al frente de Rumanía. Son historias extraídas del día a día, historias que reflejan la época que el líder rumano quiso vender como dorada, pero, brillo, lo que se dice brillo, no se descubre en ninguno de los seis episodios que componen el film que continuó el análisis crítico iniciado por Mungiu en 4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile, 2007). Tampoco existe esplendor en la vivencia de las dos universitarias protagonistas de esta película galardonada con la Palma de Oro en Cannes, dos jóvenes que sufren una experiencia que retrata el panorama político-social del periodo que el realizador rumano ubica en 1987, en espacios cerrados y en la sucesión de planos-secuencia que agudizan la opresiva realidad que atrapa a ambas amigas. Pero si el film por episodios se desarrolla entre los aciertos de unos capítulos y la irregularidad de otros, el segundo largometraje de Mungiu no presenta altibajos en su descarnado acercamiento a la realidad humana, hiriente, represiva y asfixiante que observamos en la pantalla. El pasado y el presente de su país natal vertebran (hasta el momento) la obra del director de Los exámenes (Bacalaureati, 2016), película esta que retrata el presente a partir de las consecuencias de la época "dorada" que en 4 meses, tres semanas, dos días es el hoy de Gabita (Laura Vasiliu) y Otilia (Anmaria Marinca), las jóvenes que sufren la situación límite que desconocemos durante los primeros minutos del film, como también ignoramos las causas que llevan a Otilia hasta el hotel donde Gabita ha reservado una habitación. Sabemos por la conversación telefónica y por la impaciencia de Otilia que algo escapa a la cotidianidad que habíamos descubierto minutos antes, en la residencia universitaria donde viven y comparten habitación, y donde uno de sus compañeros vende tabaco entre otros productos de contrabando. Es una sociedad controlada, de ahí que las leyes impuestas provoquen el mercado negro o la clandestinidad de la que seremos testigos avanzado el metraje. Se trata de un espacio donde, como en el hotel, rigen normas que remiten a las exigencias de un Estado que se sostiene sobre el control de los habitantes, sobre el miedo que genera, sobre la corrupción y sobre una legislación que no defienden los derechos del individuo, más bien atenta contra ellos. Una de las leyes prohíbe el uso de anticonceptivos y, como consecuencia, la proliferación de embarazos no deseados que nos llevan a la segunda ley, la del aborto. Embarazada de varios meses, Gabita ha decidido abortar en un país donde interrumpir el embarazo está penado por el sistema judicial, por lo tanto se ve obligada a hacerlo en la clandestinidad que Otilia le ayuda a preparar, consciente de que su amiga la necesita. Sin embargo, desde el primer instante, las cosas se tuercen, y más lo harán cuando la mirada de Mungiu observe los hechos y nos haga testigos de los mismos, y de cómo estos afectan a dos mujeres coaccionadas por quien solo las ayudará a cambio de sexo. El cineasta no pretende juzgar a este individuo que se aprovecha de la situación generada por el Estado, sino que expone y apunta las responsabilidades de ese sistema que, directa o indirectamente, depara experiencias aberrantes como la desarrollada en la película, un sistema de doble cara, como doble es la del hombre que les habla de los riesgos que corre en su intención de ayudarlas, aunque sus palabras solo tienen la finalidad de aprovecharse de las jóvenes atrapadas. Así sería la edad dorada de Ceaucescu, una edad donde el desamparo de la población estaba en la cotidianidad de cualquier esquina, calle y hogar, pero en este caso las víctimas son las dos estudiantes que, durante este instante cinematográfico que se reduce a unas cuantas horas de su realidad, comprenden que viven indefensas y en la ausencia de libertades individuales, de solidaridad y generosidad. Por existir, ni existe consuelo para ellas; se les ha privado de poder elegir entre más opciones que el lo tomas o lo dejas en el que siempre pierde el débil. Y ellas son las que pierden, las que sufren en silencio y en soledad las consecuencias, ya no las de sus decisiones sino de las de aquellos que eligen por ellas, de aquel que las coacciona, denigra y obliga, pues no hay otra salida que aceptar; sirva de ejemplo la amiga que demuestra su amistad más allá de palabras, lo demuestra con su sacrificio, con su entrega al hombre que ha visto la oportunidad de aprovecharse (sexualmente) de dos personas que no tienen opción, porque el espacio físico, político y moral que habitan las limita y las reduce a ser meros objetos.

miércoles, 24 de julio de 2019

Sor Angelina, virgen (1962)


El realizador vallisoletano Francisco Regueiro se destapó desde sus inicios como un cineasta a contracorriente, que se alejaba de la senda señalada para ir por libre, y libre realizó su práctica final en la carrera de dirección cinematográfica, por la que casi lo suspenden. No voy a hablar de la posible "ceguera" de sus profesores, entre ellos Carlos Saura, sino que, al ver Sor Angelina, virgen (1962), descubro una pequeña obra maestra, sencilla y austera, de influencias galdosianas, que la emparentan en la distancia con el Buñuel de Viridiana (1961), y neorrealistas —homenaje a la bicicleta de Zavattini y De Sica incluido—; una película que bebe en la pintura de Zurbarán e incluso intuyo en ella una figura fordiana: la madre de quien sospecho que mantiene a flote a la familia protagonista, una familia que, de darle tiempo y desarrollo a la trama hasta convertirla en largometraje, probablemente acabaría desmoronándose como consecuencia de la miseria en la que viven. En definitiva, Sor Angelina, virgen es la primera obra redonda de un director que sabe lo que quiere, que prescinde de adornos y de movimientos innecesarios de la cámara para poner en marcha su universo cinematográfico propio; y fiel a sí mismo, lo ampliará con mayor o menor acierto en sucesivas películas. El inicio de este espléndido cortometraje, a mi entender el mejor de los realizados por los alumnos del I.I.C.E. que dieron pie al Nuevo Cine Español, contrapone el blanco virginal del hábito de Sor Angelina, a quien su padre todavía llama Antonia, con la pobreza del hogar al que la hija pródiga regresa de imprevisto, quizás debido a dudas existenciales, a preguntas que no se escuchan pero que abren el interrogante de si el camino escogido es mejor o peor que el abandonado. De espaldas a la cámara, la religiosa ocupa el centro del encuadre donde, salvo el padre, también asoma el resto del núcleo familiar, que la trata con familiaridad, aunque con respeto, como si el hábito le concediera superioridad y merecimiento de mayor atención que los grises que visten madre y hermanas. Así, la madre le ofrece el plato de huevos con chorizo, que la monja da buena cuenta, o Rafaela, una de sus hermanas pequeñas, le prepara la cama ocupada hasta entonces por el padre. La presencia de Rafaela iguala en importancia a la de la monja, no por el hecho de sacudir el colchón, sino por su vocación religiosa, tras la que esconde su necesidad de huir de la miseria que le ha obligado a dejar la escuela y trabajar sin más promesa que la de convertirse en otra esclava de la pobreza. Quizás se trata de la misma necesidad que llevó a Antonia a tomar los hábitos y a asumir el Sor Angelina presente, un nuevo nombre que implicaba una nueva vida, distante de la anterior, y, posiblemente, opuesta a la realidad que observamos durante los veinticinco minutos que dura esta película que abre la obra fílmica de Regueiro, uno de los cineastas imprescindibles del cine español. Como inmigrantes rurales, la familia vive en los suburbios urbanos, cerca de la vía del tren; el padre, enfermo, carece de trabajo estable, la madre sostiene el núcleo limpiando en una oficina bancaria y las hermanas colaboran con sus empleos en el mantenimiento de un espacio humano que choca con la imagen de la silenciosa religiosa. Ella es el centro de atención, pero no el centro de la historia, más bien, es el detonante para que Regueiro desarrolle humor, esperpento, realismo y crítica, esta última hacia la pasividad, hacia la aceptación o claudicación ante la época y la realidad que encierra entre cuatro paredes —salvo la escena de la iglesia y el fotograma final, la práctica totalidad del metraje se desarrolla en el interior de la vivienda familiar—, y en apenas un día, lo mundano y lo espiritual, la realidad y el ideal que se enfrentan en Rafi, y quizá ambos también luchen en su hermana monja. Sor Angelina, virgen contiene parte de los que sería el posterior cine de Regueiro: la familia, el deseo de huir, el regreso, la inventiva o el esperpento tras el que encontramos la rebeldía del original cineasta, uno de los fundamentales del cine español.

martes, 23 de julio de 2019

Stefan Zweig. Adiós a Europa (2016)



Publicadas después de su muerte, en sus memorias, 
Stefan Zweig nos habla de su vida, de sus ideales, de su pasado y de su tiempo presente, condicionado por el exilio, por el pesimismo y por la amenaza nazi que se extendía por la práctica totalidad de la Europa de 1941. La sombra de la ruptura europea, la figura de Hitler, sus implicaciones, o la desesperanza del escritor ante la sinrazón, se encuentran presentes en las páginas de El mundo de ayer. Memorias de un europeo y en el pensamiento de un intelectual consciente de que, al recordar su vida, comprende que <<ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped en el mejor de los casos>>, un apátrida que ha perdido su patria: <<la que había elegido mi corazón, Europa>>. Pero más que en un exilio físico, Zweig vivió en el exilio de la desilusión de ser <<testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorecido triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo>>, una derrota y un triunfo que podrían repetirse en cualquier momento, de ahí que la realizadora Maria Schrader escogiese al pensador austriaco para hablarnos del ayer y del hoy, de sus paralelismos.


El protagonismo exclusivo de
Stefan Zweig. Adiós a Europa (2016) es para el exiliado a quien observamos arrastrando su desilusión creciente en varios momentos de su destierro americano (Argentina, Brasil, Estados Unidos), desde 1936 hasta su suicidio en Petrópolis (Brasil), en febrero de 1942, cuando entrevemos, a través del reflejo de un espejo, los cuerpos sin vida de Stefan (Josef Hader) y Lotte Zweig (Aenne Schwarz). A la directora alemana no le interesa una transcripción audiovisual de las páginas de El mundo de ayer, tampoco realizar una biografía cinematográfica, le interesa tomar el momento de destrucción que no se observa en la pantalla de forma directa y al hombre, al escritor, al pensador, al defensor de la cultura europea y del humanismo, al hombre-nexo entre el pasado expuesto y el presente de nuestros días. El mundo de Zweig agoniza, amenazado por el auge y el avance de los extremismos, amenaza de la que el autor de Novela de ajedrez es víctima consciente y, por tanto, una víctima que sufre, asume y escribe que por su vida <<han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración>>; alguien que ha visto con sus propios ojos <<hacer y expandirse [...] las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolcheviquismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea>>. Estos venenos provocan la imagen del hombre derrotado que observamos en la película, derrotismo inseparable de la ruptura del sueño europeo que el escritor introdujo en su obra, en sus ideas, en sus ensayos sobre la Historia y sobre diferentes personajes de la Historia. El Zweig interpretado por Josef Hader siente la impotencia, el retroceso y el peligro, pero, más que sufrir por él mismo, lo hace por la utopía que la guerra, los nacionalismos y los totalitarismos han destrozado, una idea de paz, de florecimiento, de una Europa sin fronteras donde la diversidad ideológica, cultural y humana se respete y conviva en armonía, sin miedos, sin odios y sin destrucción.


*El entrecomillado extraído de El mundo de ayer. Memorias de un europeo (de la traducción de Joan Fontcuberta y A. Orzeszek). Editorial El Acantilado, 2012

lunes, 22 de julio de 2019

Berlín Alexanderplatz (1980)



<<Fassbinder fue uno de los pocos cineastas que, utilizando estereotipos, logró que millones de espectadores se quedaran pegados al televisor y les obligó a ver verdadero arte: la serie Berlin Alexanderplatz. Era también la época en la que la televisión realizaba auténticas obras maestras>>.


Emir Kusturica1


Hermanos de sangre (Band of Brothers, 2001), 
Generation Kill  (2008), Carlos (Olivier Assayas, 2010) Mildred Pierce (Todd Haynes, 2011), Misterios de Lisboa (Raoul Ruiz, 2011), la primera temporada de True Detective (2014), El infiltrado (The Night ManagerSusanne Blier, 2016), Heridas abiertas (Sharp ObjectsJean-Marc Vallee, 2018) o Chernobil (ChernobylJohan Renck, 2019) pueden hacernos creer que el cine y la televisión han acercado e incluso igualado sus formas expresivas, acercamiento que durante el siglo pasado era inusual, por no decir inexistente o impensable salvo en los ejemplos que han pasado a la historia de ambos medios. En realidad, no es una cuestión de si tele o cine pueden o no compartir lenguaje, sino de si los cineastas asumen ambos como su medio de expresión. Se trata del cómo, del qué y del para qué se desarrollan historias y temas en cualquiera de los dos formatos audiovisuales. Además, cabe recordar que el cine, que madura persiguiendo dos aspiraciones fundamentales que en contadas ocasiones son compatibles  —ser arte, en un momento en el que el arte ha dejado de serlo para ser otro arte distinto, y ser un espectáculo popular que al tiempo que entretenga genere grandes beneficios económicos—, vive en el momento durante el cual se proyecta la película, que suele recibirse como un todo, mientras las series, que son fruto de la cultura de masas estadounidense, dividen en episodios y prolongan en temporadas lo que pretenden desarrollar, aun a riesgo de perderse transcurridos los capítulos o de no llegar a puerto por falta de audiencia. No me importa reconocer que evito las series, ni que me resulta indiferente perderme esta o aquella. La verdad, no siento necesidad de verlas, ni de hablar sobre aquellas series de moda que se imponen entre el público y en las conversaciones grupales. Elijo el cine y, salvo alguna miniserie, aquel Verano azul (Antonio Mercero, 1981-1982) que vi en la infancia, la inclasificable y revolucionaria Twin Peaks (David Lynch, 1990-1991) de mi adolescencia y la magistral The Wire (2002-2008) que tuve la suerte de disfrutar sin esperas de por medio, no me avergüenza escribir que (si la memoria no me falla) nunca he visto una serie de televisión completa. No llaman mi atención, y las que empecé dejaron de interesarme antes que después, puede que me aburriesen o quizás porque las ideas propuestas no despertasen mi interés ni mantuviesen mi curiosidad. Tampoco descartó que fuesen los prejuicios propios, entre los que se cuenta la sospecha de que si bien los creadores saben donde empiezan, a menudo desconocen por dónde caminan y durante cuánto tiempo podrán hacerlo sin perderse en su intención de posponer lo inevitable: la conclusión. Se dice que muchas series generan la impresión de ignorar cuándo se agota la inspiración y dónde poner punto y final a la idea, aunque supongo que eso también pasa en el cine, en la literatura y en una conversación trivial. Escojo las historias de noventa minutos o de cuatro horas asumiendo que puedo perderme algo interesante e igual, o similar, a quienes se decantan por la opción televisiva, soy consciente que escoger implica tomar esto y dejar aquello. Por otra parte, hay películas que necesitan mayor duración que la oficiosa, e impuesta por las distribuidoras y las productoras. Son films que, salvo en formato cinematográfico de trilogías —tetra, penta,... o enelogías en su mayoría forzadas exclusivamente para obtener mayores beneficios económicos—, no encuentran ni su acomodo temporal ni financiación en el cine y sí en la televisión. Esto lo comprobamos en dos Bergman imprescindibles —Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973) y Fanny & Alexander (Fanny och Alexander, 1982)—, en Twin Peaks de Lynch, en Edgar Reitz y su Heimat. Una crónica de Alemania (Heimat. Eine deutsche chronik, 1984), en Los pazos de Ulloa (Gonzalo Suárez, 1985), en Decálogo (DekalogKrzysztof Kieslowski, 1989) o en Berlín Alexanderplatz (1980) realizada por Rainer Werner Fassbinder a partir de la novela homónima de Alfred Döblin, publicada en 1929. Aunque el hecho de desarrollarse por capítulos las convierte en hitos e historia de la televisión, las siete son cine, más si cabe al ser obras de creadores no televisivos, sino de creadores y autores en cualquier medio que permita dar forma a sus ideas. Bergman vio como Secretos de un matrimonio y Fanny & Alexander tuvieron su estreno en las salas, pero era un estreno que reducían sus metrajes para adaptarlas a una duración más cómoda y atractiva para una proyección comercial, pero que provocó pérdidas sustanciales en ambas. Kieslowski filmó dos espléndidos largometrajes —No amarás (Krótki film o milosci, 1988) y No matarás (Krótki film o zabijaniu, 1988)— que extrajo del proyecto que dio pie a su famosa serie, Lynch realizó una precuela cinematográfica de su serie en Twin Peaks: Fuego camina conmigo (Twin Peaks: Fire Walk with Me, 1992) y Edgar Reitz hizo lo propio en Heimat, la otra tierra (Die Andere Heimat - Chronik einer Sehnsucht, 2013). Esto solo vendría a corroborar que, salvo por el tamaño de la pantalla y la tecnología de una sala comercial, lo intrínseco de las imágenes remite a lo que los cineastas pretenden exponer sin pensar en condicionantes de tiempo, ni en futuras secuelas o temporadas. Esto es válido para la adaptación que Fassbinder hizo de la novela de Döblin, que había sido llevada a la pantalla por Phil Jutzi en 1931.


<<He escrito guiones tan detallados que solo hacía falta filmarlos. Fue necesario por ejemplo con ALEXANDERPLATZ, porque de alguna manera tenía que apropiarme de ese libro. No había otra opción. O sea, se podría haber hecho distinto, pero esto fue lo más conveniente, porque a la vez que escribía el guion iba apropiándome del material, según mis conceptos>>2


Aunque condicionado por el formato televisivo, 
Fassbinder
 asumió su adaptación de la novela de Döblin como película, no como serie; así lo apunta: <<una película en trece capítulos y un epílogo>>. Esto lo tuvo claro y narró cinematográficamente. Lo hizo desde el exceso que domina sus trabajos fílmicos. La desmesura en la obra del cineasta alemán no deja indiferente: o gusta o se aborrece, y su Berlín Apexanderplatz no iba a ser distinta, tampoco su protagonista, Franz Bikerkopf (Günter Lamprecht), que sale de la cárcel para adentrase en otra prisión, más opresiva que el correccional. El espacio urbano por donde transita el ex-convicto resulta sórdido y enfermizo, de ahí que su promesa de enmendarse y su redención fracasen. Franz no logra su propósito debido al espacio humano que le rodea, pero también debido a su naturaleza infantil, voluble, en ocasiones violenta e irreflexiva. Lo cierto es que vive enjaulado, como el pájaro que tiene en su habitación, y nunca podrá dejar de estarlo. Para hacer hincapié en ello, Fassbinder genera la atmósfera malsana, opresiva y pesimista que envuelve cada uno de los episodios que componen su personal adaptación de la novela de Döblin, una adaptación que puede incomodar porque así lo desea el cineasta, pues su narrativa cinematográfica no pretende agradar, sino expresas y exteriorizar sensaciones, de ahí que parezca no avanzar en su empeño de enfatizar la decadencia moral que domina allí donde centre su cámara. El realizador de Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, 1973) se recrea en la atmósfera plomiza —que nos cae encima y nos hace partícipe de las sensaciones de Franz— para insistir en la falta de libertad, en la ausencia de opciones y de un respiro para Franz, quien apenas puede saborear la supuesta libertad que recupera tras cuatro años de presido, condenado por la muerte a golpes de su pareja. Su crimen se visualiza en tiempo pretérito, forma parte de sus recuerdos y de los recuerdos del autor (sea Döblin o Fassbinder), un crimen violento que lo llevó a la cárcel de donde sale para dar comienzo a su historia, a las historia de los bajos fondos del Berlín agonizante de la República de Weimar, a un punto sin retorno que elimina la esperanza de un inicio luminoso, ya que este es imposible para su heterogéneo trío protagonista —Franz, Reinhold (Gottfried John) y Mieze (Barbara Sukowa)—, para su época, para sus contemporáneas y contemporáneos, víctimas y verdugos que habitan en la decadencia, en la marginalidad, en la explotación humana y en las sombras de espacios claustrofóbicos y opresivos.


1.Kusturica, Emir: ¿Dónde estoy en esta historia? Memorias (traducción Noemí Sobregués). Ediciones Península, Barcelona, 2012


2.Fassbinder, Rainer Werner: Fassbinder por Fassbinder. Las entrevistas completas (traducción Ariel Magnus). Hueders, Santiago de Chile, 2018

domingo, 21 de julio de 2019

La vida privada de Enrique VIII (1933)


El primer gran éxito internacional del cine británico fue obra de un cineasta húngaro que, tras recorrer distintos países y ser contratado por Paramount para dirigir su filial británica, arribó a Inglaterra en 1931. Por aquel entonces, Alexander Korda ya era un director experimentado a quien no le gustaba estar atado de pies y manos, atadura que había experimentado durante su etapa en Hollywood, de donde salió decepcionado, sin apenas dinero en los bolsillos y con una visión más amplia de la industria cinematográfica. Pero Korda era un superviviente ambicioso y con recursos, un pionero que supo aprovechar sus conocimientos, sus contactos y su afán de independencia para crear su imperio cinematográfico. Sin fortuna propia, pero con facilidad para convencer a quien sí la poseía, el futuro "Sir" buscó el apoyo financiero que le permitiese realizar una película de bajo coste que produjese beneficios suficientes para consolidar su empresa. Ese éxito sin par, nunca tendría otro igual, que <<costó 60.000 libras y reportó un millón>> (1), fue La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIII, 1933), un film que encuentra su absoluto en la interpretación de Charles Laughton, principio y fin de cuanto vemos en la pantalla.


Más allá del nombre del personaje histórico, de la imagen del monarca inspirada en el retrato pintado por Hans Holbein el joven en 1537 y de los seis matrimonios —el primero omitido por falta de interés— extraídos de la realidad, tanto la dirección de 
Korda como la recreación de Laughton descartan la Historia, apuntan hacia el mito y priorizan la ironía y el humor que asoman en una película que se aleja de la biografía real y se decanta por exagerar y frivolizar. Ahí reside unos de los aciertos del film, en la burla, en adulterar y jugar con la imagen del "barbazul" infantil, glotón y caprichoso, magistralmente caricaturizado por Laughton, un personaje grotesco, lujurioso y, ya en la madurez, patético, un personaje regio en su postura de piernas separadas y brazos en jarra y humanizado (incluso humillado) cuando escucha la reprimenda de su anciana niñera (Lady Tree) en el jardín real, en la intimidad de la alcoba donde juega, apuesta y pierde con Anne de Cleves (Elsa Lanchester), su cuarta esposa, o cuando decide dejar la mesa y lucha en un espectáculo donde pretende demostrar a Katherine Howard (Binnie Barnes), su quinta mujer, que su fuerza legendaria y su monárquica virilidad se mantienen intactas a pesar del paso del tiempo. Nadie se lleve a engaño, La vida privada de Enrique VIII no busca la lección de Historia, busca entretener sin ahondar en la psicología emocional de los personajes. Tampoco pretende revolucionar el cine con innovaciones técnicas o narrativas, busca y consigue la caricatura de personajes y hechos de alcoba, que expone con rapidez y que abarcan desde el día de la ejecución de Ana Bolena (Merle Oberon), su segunda esposa, hasta 1546, cuando el rey, ya anciano, (nos) reconoce que tuvo <<seis esposas y la mejor es la peor de todas>>. La frase anterior cierra el periplo pseudobiográfico expuesto por Korda con excesiva teatralidad —estoy tentado a escribir que, sin los cortes entre planos y escenas, estamos contemplando teatro filmado—, aunque dicho exceso, quizás fruto de sus intenciones o de sus limitaciones como director cinematográfico, no merma sino que agudiza la alteración cómico-burlesca de la película; no la mejor, pero sí la que le deparó fortuna y el mayor éxito de su carrera.



(1) Román Gubern: Historia del cine. Anagrama

jueves, 18 de julio de 2019

Cleo de 5 a 7 (1961)



Mi simpatía hacia Agnès Varda es tanto por la cineasta cuya obra estimo como por la persona que tomó las riendas de su vida en su adolescencia, una mujer que superó trabas, se convirtió en una excelente fotógrafa y posteriormente en la aventurera cinematográfica que, sin apenas conocimientos del medio, tuvo la osadía de asumir la independencia creativa que ya nunca abandonaría. Así pues, el debut de Varda en la realización no parece filmado por una directora inexperta, que no había tenido contacto con el celuloide, sino por alguien consciente de dar un paso adelante, hacia lo desconocido, en su mezcla de documental y ficción; sin embargo la espléndida La Pointe Courte (1954) pasó desapercibida. Pocos comprendieron la innovación, la independencia y la ruptura propuesta por una debutante cuya inexperiencia cinematográfica no fue un lastre, más bien fue un acierto lleno de la frescura y la novedad de una entusiasta precursora de la nueva ola francesa. Pero tuvieron que pasar siete años y varios cortometrajes para que Varda tuviese la oportunidad de realizar su segundo largo, en un momento en el que la modernidad cinematográfica empezaban a imponerse en el cine internacional.


Si su primer largometraje ya había sido diferente al resto de producciones francesas de su época, Cleo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1961) también se distancia en el magistral acotamiento temporal durante el cual se produce la transformación de la protagonista. Son apenas dos horas en la vida de Cleo (Corinne Marchant), una cantante que vive angustiada por la sospecha y el temor a unas pruebas médicas que, desde la lectura del tarot, la aproximan a la idea de la muerte. Aunque su apariencia sea la de una película de ficción, estamos ante un film que expone el gusto de la realizadora belga por documentar los rostros humanos que deambulan por el espacio urbano que se convierte en la travesía existencial de una mujer que, ante la idea del cáncer y de la parca que se aproxima amenazante, busca el sentido de sí misma, busca perder el miedo, busca dejar de ser la imagen de una <<muñeca de porcelana>> y ser de carne y hueso. A lo largo del breve e intenso trayecto vital propuesto por Varda también destaca la música que fluye de la radio del taxi conducido por una mujer (Lucienne Marchand) consciente de su independencia y de su valía, durante el ensayo del cual la protagonista huye cuando decide iniciar su transformación —cambia su vestimenta y se quita la peluca—, del instrumento del niño en la calle o de la máquina de discos que ella misma enciende y pone su canción, que suena en la terraza del bar sin que nadie le preste la menor atención. La música forma parte de los espacios por donde transita Cleo, como también forman parte los hombres y las mujeres que se cruzan en su camino, ignorantes de la realidad que a ella la angustia y de la realidad argelina que se escucha en las ondas y de la cual algunos hablan sin ser conscientes de su significado. Pero, quizá, el mayor logro de la película resida en cómo la directora de La felicidad (Le bonheur, 1965) revindicaba la identidad de su protagonista femenina sin forzar el abanico de ideas que transcienden a la metamorfosis de Cleo, de la imagen femenina inicial a la mujer liberada de etiquetas, supersticiones y miedos que se despide en compañía de Antoine (Antoine Bourseiller), el soldado que a la mañana siguiente partirá para Argelia.


Como habían realizado Robert Wise en Nadie puede vencerme (The Sep-Up, 1949) o Fred Zinnemann en Solo ante el peligro (High Noon, 1952), la propuesta de Varda limita la acción temporal y nos muestra a alguien amenazada por el tiempo, pero en el caso de Cleo de 5 a 7 resulta un tiempo que transcurre en la interioridad de la protagonista, más que en el doble espacio —exterior e interior— que la separa de los resultados del análisis médico. Son minutos de vida, durante los cuales la idea de la muerte se hace fuerte en la cantante, pero también la idea de la vida, la de su necesidad de asumir su realidad y romper la superficialidad en la que posiblemente haya vivido hasta entonces. Durante su agonía, la heroína pasa de ser objeto de deseo y de admiración a la mujer que comprende su mortalidad y, por lo tanto, comprende su existencia, su vacío y su necesidad de encontrarse para rellenar aquellos espacios estériles donde parece apresada: un espejo, la cama donde descansa mientras su amante (José Luis de Vilallonga) le habla sin decir nada o el cuarto donde recibe la visita del pianista (Michel Legrand) y del letrista (Serge Korber) que componen sus canciones. De ahí huye, huye de su yo inicial para encontrarse, para alejar el miedo, para aceptar la vida y la muerte, para recorrer las calles parisinas en soledad, en compañía de Dorothée (Dorothée Blanck), su amiga modelo, o al lado de ese soldado que, apurando sus últimas horas antes de partir hacia la guerra, es testigo del nacimiento de la nueva Cleo.

miércoles, 17 de julio de 2019

Lilith (1964)


Dirigida, escrita y producida por Robert RossenLilith (1964) rompía con las formas comunes en el Hollywood anterior a su realización. Pero su apariencia solo es la fachada tras la que descubrimos la doble reflexión del cineasta: la social —Estados Unidos y el resto del mundo vivía una época como mínimo convulsa— y la que refleja a Vincent (Warren Beatty) y Lilith (Jean Seberg) —quizás también refleje al propio Rossen—, su desequilibrio y su equilibrio, la intimidad que comparten y que solo a ellos pertenecen.
 Son los dos rostros del último film de Rossen, el más complejo, íntimo, pesimista y doloroso de su filmografía, un retrato que escapa de la realidad física para transitar por la vulnerable y contradictoria interioridad de la pareja protagonista. Pero ¿de qué trata Lilith? ¿Del amor? ¿De su destrucción? Puede. ¿De la búsqueda del ideal y de la dignidad perdida en algún instante existencial que permanece oculto en el subconsciente? Tal vez. ¿De la crispación, del miedo y de la desorientación social de la época de rodaje? Posiblemente. ¿De la culpabilidad y la aflicción que el sentimiento de culpa genera? Seguro. Una de las grandes diferencias entre quienes se consideran cuerdos y quienes son conscientes de haber perdido la razón estriba en que los primeros niegan su locura, como descubrimos en Vincent, quien padece un desequilibrio que no reconoce y que Rossen apunta cuando el personaje interpretado por Beatty camina por el jardín del centro de reposo. Mediante un encuadre subjetivo de la cámara, Lilith lo observa desde su ventana. Hacemos nuestra su mirada y, debido a esto, no es a ella a quien vemos encerrada, sino a él, que avanza por un espacio abierto, aunque para nosotros se trata de un espacio que, visto tras las rejas del ventanal, se convierte en una jaula. Vincent está atrapado, aunque no lo comprende ni lo asume, solo piensa en ayudar a otros cuando en realidad es él quien necesita ayuda. Quizá sea una manera de no mirar hacia sí mismo, hacia su pasado bélico y a su relación materno-filial, algo que hará avanzado su contacto con Lilith, la imagen ideal que no puede atrapar, ni poseer.


Ella es el reflejo del que Vincent
se enamora, la imagen que desea ver y hacer suya. Puede que le recuerda a la de su madre, cuyo retrato remite a los fantasmas internos de los que nunca habla, ni reconoce. La culpabilidad y el dolor forma parte del personaje, de igual manera que formaba parte del cineasta, pues es probable que en Rossen existiesen las sensaciones expuestas en su film. El haber claudicado ante el HUAC (Comité de Actividades Antiestadounidenses) durante la caza de brujas, su exilio europeo, su desencanto ante la realidad social y los hechos que acabarían por pasarle factura, algo posible si tenemos en cuenta su discurso pesimista y su estudio cinematográfico sobre la cobardía, la (auto)destrucción y la angustia en sus tres últimos largometrajes. Quizá fuese su manera de expresarse, de comprender e intentar comprenderse y de que otros comprendiesen que el mundo no se define con tonos blancos y negros, ni que está habitado por héroes y villanos, sino que predominan los grises, que brevemente desaparecen entre los destellos luminosos de seres como Lilith.


El espacio de Lilith escapa del mundo físico, también de apariencias que pasan por reales, pero que solo son proyecciones de la realidad, y se sumerge en el mundo interior donde predomina el desequilibrio, la lucha de opuestos, las complejidades y el sufrimiento que a menudo se transforma en la angustia existencial que acabará por hacer mella en los amantes. Similar a la
 de El buscavidas (The Hustler, 1961), la pareja de Lilith se encuentra condenada a vivir en constante contradicción, atrapada entre la negación de Vincent y la luminosidad intermitente de la paciente con quien entabla una relación que traspasa el ámbito profesional. Comparten deseo y frustración en un espacio donde lo real y lo fantasioso se confunden para dar pie a su unión, pero también a su inevitable destrucción. Para ellos no existe la redención que concede a Eddie Felson una segunda oportunidad, para ellos solo existe su mundo interior, que se desmorona y al que nosotros tenemos el acceso restringido. Solo podemos intuir su dolor, sus deseos o sus negaciones. <<No sé por qué, destruyo todo lo que amo>>, dice la protagonista a Vincent, cuando es este quien en realidad acabará por ser el agente destructor de la ilusión. Desde el primer contacto, surge entre ellos un vínculo que empuja al empleado a intentar algo digno respecto a Lilith, algo que a él le devuelva el equilibrio perdido en sus experiencias bélicas —quizá no pueda olvidar las muertes de las que fue testigo y en las que participó como sujeto activo— o en sus decepciones pasadas —sea su relación no consumada con su antigua novia o la que desconocemos mantuvo con su madre. Por su parte, Lilith es consciente de su locura, también de que la dignidad no la salvará, pues no cree en la salvación, en la cura de la aflicción y de la culpa. Y, desde la suma de ambos, Rossen habla del dolor y del amor, de la culpabilidad, de la inestabilidad, de la huida hacia espacios idílicos, de emociones, de seres desgarrados en su existencia, que <<han sido destruidos por sus propias experiencias>>, tal como asegura el doctor (James Patterson).

lunes, 15 de julio de 2019

El azar (1981)


Hablamos de decisiones erróneas y acertadas como si existieran elecciones correctas o incorrectas, pero ¿y si solo existe la elección en sí, y, una vez tomada, aceptamos la imposibilidad de conocer los resultados de las posibilidades que decidimos no escoger? Afirmar esta cuestión impide cualquier comparativa entre la decisión asumida y las negadas, y, por tanto, elimina el cómo habrían sido las otras. De tal manera, aunque conduzca a supuestas fortunas o adversidades, el azar abre o cierra posibilidades pero no evita la toma de decisiones, ni la responsabilidad de tomarlas. Nos trae encuentros inesperados, hechos o instantes que no prevemos y, como consecuencia, escapan a la planificación previa y al control perseguido por muchos. En la mayoría de los casos, estas probabilidades no encuentran explicación aparente, y las que damos conducen a la especulación simplista y, en consecuencia, a hablar de buena o mala suerte; y al hacerlo según la interpretación escogida, solemos omitir que tanto la fortuna como el infortunio conllevan ambas caras, pues ninguna existe sin la otra. En definitiva, el azar pone ante nosotros personas y situaciones, pero nos corresponde a nosotros actuar y transitar los caminos que, ni buenos ni malos, se encuentra poblados de nuevas decisiones y posteriores encuentros con la casualidad. Quizás estemos predestinados, y el destino emplee el azar para llevarnos hacia el lugar que ha escogido de antemano; o quizás no, y optemos por usar el “destino” para eludir responsabilidades propias, para culpar por aquello que disgusta o agradecer lo que gusta. El azar solo es "culpable" de formar parte de nuestras vidas, pero no obliga a ser de este o de aquel modo, eso lo determinan otras circunstancias y los pasos que decidimos dar; en ocasiones evitando reflexiones complejas y la relevancia del llamado libre albedrío en los sucesos que van dando forma a nuestras experiencias vitales.


Existe la frase hecha "el azar es caprichoso", se dice que a veces juega a favor y otras desfavorece, pero el azar no escoge, solo existe y, al final, el resultado de su acción lo determina nuestra interpretación de lo casual y del orden que se establece tras los imprevistos. Ese aspecto incontrolable de la existencia puede presentarse sin que seamos conscientes de que se gesta en una mujer en nuestro camino, en detenernos más o menos segundos en disculparnos por haber tirado su moneda, que rueda por el suelo hasta que alguien la pisa, la recoge y la emplea para pagarse una cerveza en el bar de la estación donde llegamos con el tiempo justo para subir al tren. Ese desconocido la bebe sin ser consciente de que se ha convertido en un obstáculo entre nosotros y la máquina que arranca. Esta serie de sucesos en apariencia intranscendentales, con mínimas alteraciones que deparan la pérdida o la ganancia de segundos, es la que viven los tres Watiek (
Boguslaw Linda), quienes, en realidad, son el mismo hombre y el personaje que Krzysztof Kieslowski escogió para mostrar las tres posibilidades que, diferentes entre sí, componen El azar (Przypadek, 1981). En cualquiera de las opciones que se presentan (tome o no el tren a Varsovia), el protagonista de El azar necesita encontrarse a sí mismo en un país donde las elecciones y libertades individuales se reducen al mínimo. Para ello, tras el fallecimiento paterno, decide abandonar sus estudios de medicina y correr por una estación donde el azar entra en juego, provocando las tres existencias que observamos a lo largo de este film que, en su momento, fue prohibido por la Ley Marcial de 1981. La primera posibilidad, la única en la que Watiek logra subir al tren, conlleva su encuentro con Warner (Tadeusz Lomnicki), a quien cree en su discurso, lo que provoca que se afilie al Partido Obrero Unificado Polaco, el único oficial; la segunda, depara que conozca a Marek (Jacek Borkowski), el activista clandestino que lo contacta con la oposición y el catolicismo; y la tercera, lo ubica al margen de los dos poderes que llevan décadas enfrentados. Descontadas las variantes que le deparan sus elecciones y sus encuentros, tome o no el tren, en esencia siempre contemplamos al mismo individuo, ya que ni las situaciones ni las circunstancias, que en los dos primeros casos conllevan decepción-desilusión, logran transformarlo. Censurada por su contenido político, El azar es ante todo un film apolítico que pretende (y logra sin manipular) exponer las tres elecciones posibles para el individuo de la Polonia de inicios de la década de 1980: formar parte del partido único, unirse a la oposición clandestina o distanciarse de ambas. Estas son las tres opciones de Watiek y, aunque Kieslowski se reconozca en la opción apolítica, el realizador de Sin fin (Bez Konca, 1984) se limita a mostrarlas, sirviéndose de el azar para concluir que, si bien este nos lleva de aquí para allá, finalmente somos quienes decidimos que hacer tanto allí como aquí. Son las decisiones del protagonista, su pensamiento y su comportamiento, llámese si quiere libre albedrío, las que lo definen sin apenas variaciones, porque, sea en Lodz o en Varsovia, siempre es él, el hombre decente que descubrimos en las tres realidades, en dos de las cuales los poderes a los que se acerca lo utilizan e intentan condicionarlo, en su caso sin éxito -tanto la oposición como el partido acaban por rechazarlo-.Y más allá del cúmulo de casualidades que le impiden o no subir al tren, son las decisiones, aquellas que siempre toma desde su carácter (ya formado) y su interpretación ética de la vida, las que le hacen ser el individuo que asoma en cualquiera de los momentos expuestos en la pantalla.