jueves, 18 de julio de 2019

Cleo de 5 a 7 (1961)



Mi simpatía hacia Agnès Varda es tanto por la cineasta cuya obra estimo como por la persona que tomó las riendas de su vida en su adolescencia, una mujer que superó trabas, se convirtió en una excelente fotógrafa y posteriormente en la aventurera cinematográfica que, sin apenas conocimientos del medio, tuvo la osadía de asumir la independencia creativa que ya nunca abandonaría. Así pues, el debut de Varda en la realización no parece filmado por una directora inexperta, que no había tenido contacto con el celuloide, sino por alguien consciente de dar un paso adelante, hacia lo desconocido, en su mezcla de documental y ficción; sin embargo la espléndida La Pointe Courte (1954) pasó desapercibida. Pocos comprendieron la innovación, la independencia y la ruptura propuesta por una debutante cuya inexperiencia cinematográfica no fue un lastre, más bien fue un acierto lleno de la frescura y la novedad de una entusiasta precursora de la nueva ola francesa. Pero tuvieron que pasar siete años y varios cortometrajes para que Varda tuviese la oportunidad de realizar su segundo largo, en un momento en el que la modernidad cinematográfica empezaban a imponerse en el cine internacional.


Si su primer largometraje ya había sido diferente al resto de producciones francesas de su época, Cleo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1961) también se distancia en el magistral acotamiento temporal durante el cual se produce la transformación de la protagonista. Son apenas dos horas en la vida de Cleo (Corinne Marchant), una cantante que vive angustiada por la sospecha y el temor a unas pruebas médicas que, desde la lectura del tarot, la aproximan a la idea de la muerte. Aunque su apariencia sea la de una película de ficción, estamos ante un film que expone el gusto de la realizadora belga por documentar los rostros humanos que deambulan por el espacio urbano que se convierte en la travesía existencial de una mujer que, ante la idea del cáncer y de la parca que se aproxima amenazante, busca el sentido de sí misma, busca perder el miedo, busca dejar de ser la imagen de una <<muñeca de porcelana>> y ser de carne y hueso. A lo largo del breve e intenso trayecto vital propuesto por Varda también destaca la música que fluye de la radio del taxi conducido por una mujer (Lucienne Marchand) consciente de su independencia y de su valía, durante el ensayo del cual la protagonista huye cuando decide iniciar su transformación —cambia su vestimenta y se quita la peluca—, del instrumento del niño en la calle o de la máquina de discos que ella misma enciende y pone su canción, que suena en la terraza del bar sin que nadie le preste la menor atención. La música forma parte de los espacios por donde transita Cleo, como también forman parte los hombres y las mujeres que se cruzan en su camino, ignorantes de la realidad que a ella la angustia y de la realidad argelina que se escucha en las ondas y de la cual algunos hablan sin ser conscientes de su significado. Pero, quizá, el mayor logro de la película resida en cómo la directora de La felicidad (Le bonheur, 1965) revindicaba la identidad de su protagonista femenina sin forzar el abanico de ideas que transcienden a la metamorfosis de Cleo, de la imagen femenina inicial a la mujer liberada de etiquetas, supersticiones y miedos que se despide en compañía de Antoine (Antoine Bourseiller), el soldado que a la mañana siguiente partirá para Argelia.


Como habían realizado Robert Wise en Nadie puede vencerme (The Sep-Up, 1949) o Fred Zinnemann en Solo ante el peligro (High Noon, 1952), la propuesta de Varda limita la acción temporal y nos muestra a alguien amenazada por el tiempo, pero en el caso de Cleo de 5 a 7 resulta un tiempo que transcurre en la interioridad de la protagonista, más que en el doble espacio —exterior e interior— que la separa de los resultados del análisis médico. Son minutos de vida, durante los cuales la idea de la muerte se hace fuerte en la cantante, pero también la idea de la vida, la de su necesidad de asumir su realidad y romper la superficialidad en la que posiblemente haya vivido hasta entonces. Durante su agonía, la heroína pasa de ser objeto de deseo y de admiración a la mujer que comprende su mortalidad y, por lo tanto, comprende su existencia, su vacío y su necesidad de encontrarse para rellenar aquellos espacios estériles donde parece apresada: un espejo, la cama donde descansa mientras su amante (José Luis de Vilallonga) le habla sin decir nada o el cuarto donde recibe la visita del pianista (Michel Legrand) y del letrista (Serge Korber) que componen sus canciones. De ahí huye, huye de su yo inicial para encontrarse, para alejar el miedo, para aceptar la vida y la muerte, para recorrer las calles parisinas en soledad, en compañía de Dorothée (Dorothée Blanck), su amiga modelo, o al lado de ese soldado que, apurando sus últimas horas antes de partir hacia la guerra, es testigo del nacimiento de la nueva Cleo.

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