sábado, 27 de julio de 2019

Lady Hamilton (1941)


Durante los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial, 
Alexander Korda abandonó Inglaterra y puso rumbo a Estados Unidos. Viajó  con el beneplácito de Winston Churchill, Primer Ministro británico y amigo personal del cineasta de origen húngaro. Por aquel entonces, Korda era el productor de mayor prestigio de la industria cinematográfica inglesa y su posición en Hollywood, miembro de la directiva de la United Artists —creada por Chaplin, Fairbanks, Griffith y Pickford en 1919—, parecía indicar que tarde o temprano igualaría en poder a los magnates de los grandes estudios. Sin embargo, al director de La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIII, 1933) le disgustaba la ciudad californiana y tomó su estancia en suelo norteamericano como la espera a regresar a su país de adopción. Pero su paréntesis estadounidense no fue exclusivamente de reposo, ni una cuestión de negocios, entre otros la conclusión de El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1940), o de dejar atrás el conflicto armado que amenazaba la seguridad del Reino Unido. En cierta medida, desempeñó una función para el gobierno británico cuyo alcance continúa siendo un enigma. Puede que el productor trabajase para el servicio secreto inglés o, más probable, que sirviese de tapadera para la red de inteligencia con la que Churchill pretendía conocer la evolución de la postura oficial de la potencia americana respecto a la guerra, una postura aislacionista debido a diferentes presiones internas y a la negativa popular de volver a luchar en un enfrentamiento armado que, a primera vista, no les afectaba. Corría el año 1940/41 y Pearl Harbor todavía no había sufrido el bombardeo japonés que metió a Estados Unidos en una guerra que, hasta entonces, se vivía a través de los titulares de los periódicos y de los emigrantes que escapaban del nazismo y encontraban refugio al otro lado del Atlántico. Más que un exiliado, algo que ya había sido con anterioridad, existen indicios que señalan a Korda como una especie de caballo de Troya que empleó su Lady Hamilton (That Lady Hamilton, 1941) para introducir en las pantallas estadounidenses la propaganda pro-británica que desenmascara cuando la protagonista, Emma Hamilton (Vivien Leight), pregunta a su marido Sir William Hamilton (Alan Mowbray) <<¿por qué lucha Inglaterra?>>, y este responde que lucha por la libertad de los pueblos frente a la ambición de Bonaparte —trasunto de Hitler en la película.


Menos sutil resulta la intervención de Lord Nelson (
Laurence Olivier) en el almirantazgo, cuando acusa a Napoléon de dictador en su discurso —se rumoreaba que había sido escrito por el propio Churchill—, con el que pone en evidencia el error que implica el acuerdo de paz con alguien que no se detendrá hasta que someta al mundo. Otra muestra, quizá menos evidente pero más significativa, la encontramos en la voz de la heroína en el presente desde el cual narra, entre omnisciente y subjetiva, la Historia y su romance con el almirante Horatio Nelson. En ese instante apunta que <<luchamos solos, sin ningún aliado>> y, aquí, para quien no estuviese dormido durante la proyección, más que un llamamiento de auxilio, hubo un reproche hacia la neutralidad estadounidense que Korda sacó a relucir. El productor encontró en el pasado de las luchas napoleónicas un paralelismo con el presente bélico de 1941, cuando la potencia americana se mantenía al margen del conflicto y Hollywood apenas producía propaganda antinazi. Ese fue el reproche que el responsable de Rembrandt (1936) hizo al amigo americano, que permitiese que Inglaterra luchase sola contra la Alemania nazi en una guerra que afectaba de forma directa a medio mundo, e indirectamente al resto.


Pero si desde el punto de vista político y patriótico, lo importante era el mensaje que incluyó en el film; desde la perspectiva cinematográfica y comercial, el productor y director regresó a terreno conocido, a la Historia, donde encontró la inspiración para dar forma a un largometraje que tenía entre sus mayores alicientes a la pareja formada por 
Laurence Olivier y Vivien Leigh. Ambos fueron el reclamo popular para hacer rentable Lady Hamilton, una de las mejores películas sonoras de Korda, cuya acción se inicia en tiempo presente, en la nocturnidad francesa posnapoleónica donde descubrimos a la heroína, vencida por los años y por la tragedia. Es una mujer derrotada, un alma en pena que vaga por las calles e irrumpe en una tienda donde roba una botella de licor. Apenas hay vestigios de la bella, íntegra y vital Emma del pasado, aquella a quien vamos conociendo a medida que lo hace la joven (Heather Angel) que escucha su relato después de que las dos sean arrestadas. Sus recuerdos (y otros momentos en los que no estuvo presente) nos llevan hasta la joven bailarina que, tras sufrir un engaño pasional, acepta la propuesta matrimonial de Sir Hamilton, el embajador inglés en el Reino de Nápoles, que ve en ella a un <<ornamento>> para su colección de Arte. El relato avanza sin pausa para mostrar distintas etapas en la evolución de los personajes: la dama que se enamora a primera vista del apuesto capitán Nelson, las continuas separaciones y la brevedad de su convivencia o a la mujer que ha perdido cuanto ama, salvo el recuerdo del hombre a quien quiso hasta las últimas consecuencias, a quien ayudó a alcanzar la gloria y con quien vivió el adulterio que deparó las habladurías, la intolerancia y el rechazo de la moral imperante, y tan cuestionable como la moral impuesta en Hollywood por el código Hays, cuyos guardianes amenazaron con prohibir el film en Estados Unidos si Korda no eliminaba o castigaba el amor adultero (sincero en la pantalla y verídico en la realidad histórica) entre un hombre y una mujer atrapados en dos matrimonios de apariencia.

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