domingo, 21 de julio de 2019

La vida privada de Enrique VIII (1933)


El primer gran éxito internacional del cine británico fue obra de un cineasta húngaro que, tras recorrer distintos países y ser contratado por Paramount para dirigir su filial británica, arribó a Inglaterra en 1931. Por aquel entonces, Alexander Korda ya era un director experimentado a quien no le gustaba estar atado de pies y manos, atadura que había experimentado durante su etapa en Hollywood, de donde salió decepcionado, sin apenas dinero en los bolsillos y con una visión más amplia de la industria cinematográfica. Pero Korda era un superviviente ambicioso y con recursos, un pionero que supo aprovechar sus conocimientos, sus contactos y su afán de independencia para crear su imperio cinematográfico. Sin fortuna propia, pero con facilidad para convencer a quien sí la poseía, el futuro "Sir" buscó el apoyo financiero que le permitiese realizar una película de bajo coste que produjese beneficios suficientes para consolidar su empresa. Ese éxito sin par, nunca tendría otro igual, que <<costó 60.000 libras y reportó un millón>> (1), fue La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIII, 1933), un film que encuentra su absoluto en la interpretación de Charles Laughton, principio y fin de cuanto vemos en la pantalla.


Más allá del nombre del personaje histórico, de la imagen del monarca inspirada en el retrato pintado por Hans Holbein el joven en 1537 y de los seis matrimonios —el primero omitido por falta de interés— extraídos de la realidad, tanto la dirección de 
Korda como la recreación de Laughton descartan la Historia, apuntan hacia el mito y priorizan la ironía y el humor que asoman en una película que se aleja de la biografía real y se decanta por exagerar y frivolizar. Ahí reside unos de los aciertos del film, en la burla, en adulterar y jugar con la imagen del "barbazul" infantil, glotón y caprichoso, magistralmente caricaturizado por Laughton, un personaje grotesco, lujurioso y, ya en la madurez, patético, un personaje regio en su postura de piernas separadas y brazos en jarra y humanizado (incluso humillado) cuando escucha la reprimenda de su anciana niñera (Lady Tree) en el jardín real, en la intimidad de la alcoba donde juega, apuesta y pierde con Anne de Cleves (Elsa Lanchester), su cuarta esposa, o cuando decide dejar la mesa y lucha en un espectáculo donde pretende demostrar a Katherine Howard (Binnie Barnes), su quinta mujer, que su fuerza legendaria y su monárquica virilidad se mantienen intactas a pesar del paso del tiempo. Nadie se lleve a engaño, La vida privada de Enrique VIII no busca la lección de Historia, busca entretener sin ahondar en la psicología emocional de los personajes. Tampoco pretende revolucionar el cine con innovaciones técnicas o narrativas, busca y consigue la caricatura de personajes y hechos de alcoba, que expone con rapidez y que abarcan desde el día de la ejecución de Ana Bolena (Merle Oberon), su segunda esposa, hasta 1546, cuando el rey, ya anciano, (nos) reconoce que tuvo <<seis esposas y la mejor es la peor de todas>>. La frase anterior cierra el periplo pseudobiográfico expuesto por Korda con excesiva teatralidad —estoy tentado a escribir que, sin los cortes entre planos y escenas, estamos contemplando teatro filmado—, aunque dicho exceso, quizás fruto de sus intenciones o de sus limitaciones como director cinematográfico, no merma sino que agudiza la alteración cómico-burlesca de la película; no la mejor, pero sí la que le deparó fortuna y el mayor éxito de su carrera.



(1) Román Gubern: Historia del cine. Anagrama

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