jueves, 30 de septiembre de 2021

Hace un millón de años (1966)


Las criaturas gigantescas diseñadas por Ray Harryhausen sitúan Hace un millón de años (One Million Years, B. C., 1966) en la órbita de las “monsters movies”, pero la película dirigida por Don Chaffey, escrita y producida por Michael Carreras para la londinense Hammer Films, es algo más que una película de monstruos y también más que una nueva versión del largometraje homónimo dirigido por los Hal Roach, padre e hijo, en 1940. Es, junto Viaje alucinante (Fantastic Voyage, Richard Fleischer, 1966), el viaje a la fantasía que convirtió a Raquel Welch en objeto de deseo y en icono popular, como atestigua su imagen en la pared de la celda de Cadena perpetua (The Shawshank RedemptionFrank Darabont, 1994). Mezclando los orígenes de la especie humana y el remoto anterior a esta, Carreras y Chaffey proponen su anacrónico transitar por el paleolítico donde reúnen dinosaurios y arácnidos, cuyo tamaño nada tienen que envidiar a ¡Tarántula! (Jack Arnold, 1955), entre otras criaturas de tamaño monstruoso también creadas por ese gran maestro de los efectos especiales apellidado Harryhausen, y dos grupos de homínidos que se distinguen por el cabello rubio y moreno (los primeros con mayor desarrollo racional en sus costumbres que los segundos), y un tercer clan, de rasgos simiescos, varias etapas por detrás en la evolución.



La prehistoria antediluviana de
Hace un millón de años es menos musical y lograda que la expuesta dos años después por Stanley Kubrick en el prólogo de 2001. Una odisea del espacio (2001. A Space Odyssey, 1968) o, más adelante en el tiempo, por Jean-Jacques Aunnad en En busca del fuego (Le guerre du feu, 1981), porque, ante todo, pretende aventura, carnalidad y fantasía, pero también muestra a una pequeña tribu que todavía no ha desarrollado el signo lingüístico ni el culto a sus muertos. Sus miembros se comunican con gestos y sonidos guturales, y los conceptos de moral y familia aún quedan lejanos. No sienten curiosidad por el entorno y temen lo desconocido, explica el narrador que introduce a ese clan de hombres y mujeres de pelo moreno en el que desde el inicio se observa la lucha fratricida y la paterno-filial, pues los lazos familiares apenas significan para ellos. Los primeros instantes de Hace un millón de años se centra en ese pequeño grupo, primitivo, violento, condicionado por sus instintos y por la supervivencia en un medio inhóspito, plagado de criaturas gigantescas y de otros peligros naturales. En la tribu no hay cabida para el pensamiento racional o este solo se reduce a cierto ingenio que potencia su habilidad para la caza. Su escaso desarrollo intelectual se observa también en el trato dentro de clan, en la ausencia de los ritos funerarios o de la falta de desarrollo artístico, que sí existen en la tribu que Tumak (John Richardson) descubrirá durante su odisea, después de que su padre, Akhoba (Robert Brown), líder del clan, le arroje desde lo alto de una roca, ignorando que poco después él mismo será víctima de un trato similar por parte de Sakana (Percy Herbert), su otro hijo. Tumak recupera el conocimiento y se encuentra en la soledad que le obliga a recorrer lo inexplorado, ese espacio abierto a la novedad, al aprendizaje, pero también un lugar inmenso repleto de peligros, de criaturas monstruosas y, sobre todo, de la belleza escultural que observa a la orilla del mar. Tumak descubre un grupo de chicas rubias vestidas en bikini de piel, parece que han pasado por algún centro estético del lugar, aunque él no puede saberlo; lo mismo podría decirse de las chicas de su clan, entre quienes destaca Nupandi (Martine Beswick), cuyo deseo por Tumak derivará en su lucha con Loana (Raquel Welch), en el que acaso sea el primer combate por ataque de celos de una prehistoria tan incierta y llena de interrogantes como la propia Prehistoria. Nunca antes de su encuentro con la tribu rubia, Tumak habría visto el océano, tampoco un clan como el que le recoge y cuida sus heridas, pero del cual es expulsado tras una pelea. Y vuelta al camino, pero ya no a la soledad, pues Loana le sigue en una aventura que inevitablemente enfrentará a Tomak, ya civilizado y enamorado de la muchacha de los cabellos dorados, y Sakana, que solo es capaz de actuar por instinto, envidia y deseo.



miércoles, 29 de septiembre de 2021

El gran atasco (1978)


Años antes de que las primeras carreteras asfaltadas diesen paso a las autovías, autopistas, peajes, embotellamientos, desguaces, cementerios y demás compañeras de campo semántico de coche, Wenceslao Fernández Flórez apuntaba fino en la novela El hombre que compró un automóvil (1932), cuando en el epílogo imaginaba un futuro habitado por vehículos motorizados. Tiempo después, consecuencia del desarrollo industrial y tecnológico y de la conversión del proletariado en clase media, vehículos, conductores, atascos, cláxones, insultos, atropellos, depredadores, víctimas e igual miseria, aunque en diferente formato, eran realidades indiscutibles que podían observarse en cualquier parte del mundo motorizado, por ejemplo sobre el asfalto de Roma a Nápoles o de esta a aquella, según el sentido del carril escogido en la coral y satírica El gran atasco (L’ingorgo, 1978). Puede sonar exagerado, pero el mayor atasco registrado hasta la fecha duró diez jornadas; se produjo en la nacional 110 de China, en el año 2010. Inspirándose en un relato corto de Julio CortázarLa autopista del sur—, Luigi Comencini no necesitó tantas, le bastaron un día y su noche, tiempo más que suficiente para escenificar su sátira y su crítica en esa desesperante espera vial, que resulta una magnífica ocasión para estudiar el comportamiento humano, tanto el racional como el irracional de los individuos atrapados. Su historia se ubica en una autopista de la Italia del consumismo, de la industrialización, de la polución, la heredera del “milagro económico” de las décadas de los 50 y 60, donde el director igual atrapa al empresario Benedetti (Alberto Sordi) y a Ferreri (Orazio Orlando), su servil esclavo por un sueldo, como a Martina (Ángela Molina), que sufre el acoso y la posterior violación de tres hombres ante las miradas de cuatro amigos que, pudiendo intervenir, se quedan dentro de su auto. El atasco también retiene a Germana (Giovannella Grifeo) y familia, un núcleo “pobre, pero honrado” y de padre (Lino Murolo) proabortista, pues prefiere aprovechar la recién aprobada “ley del aborto” que permitir que su hija mancille su buen nombre —para él, su única posesión valiosa—, siendo madre soltera. Quienes sí están casados son Carlo (Fernando Rey) e Irène (Annie Girardot), un matrimonio de clase media en viaje de bodas de plata, que pretenden celebrar en el hotel donde pasaron su luna de miel. Pero su idílica intención sufre en esa carretera donde la ausencia u olvido de las llaves de casa precipita los reproches de Carlo, que se irán recrudeciendo, hasta que comprende que las llaves las tiene él y, entonces, suaviza su tono y le resta importancia al asunto. En ese momento, uno de los mejores y más cínicos de la película, el marido comprende que no puede borrar sus palabras, sus acusaciones, su crueldad verbal. Tampoco le vale disculparse, ya que es incapaz de encarar la vergüenza que le implicaría reconocer su vileza y su error, uno más entre tantos sufridos por ella, ni soportar un más que probable cambio de sentido en los reproches, así que decide una solución tan sutil como vil: introducirlas en el bolso de Iréne.



La filmografía de
Comencini cuenta con títulos sobresalientes —Todos a casa (Tutti a casa, 1960), El incomprendido (Incompresi, 1966) o Sembrando ilusiones (Lo scopone scientifico, 1972)— y El gran atasco también pudo serlo; de hecho, lo es en varios momentos. Su mejor baza comercial es su reparto, uno de los mejores repartos que pudiese reunir el cine europeo. Sordi, Annie Girardot, Fernando Rey, Patrick Dewaere, Ángela Molina, Harry Baer, Marcelo Mastroianni, Stefania Sandrelli, Ugo Tognazzi, Miou Miou, Gerard Depardieu o José Sacristán hacen alto en la autopista donde Comencini les retiene para que, de un modo u otro, salvo excepciones, sus personajes y demás viajeros de esta coproducción italiana, francesa, española y alemana, acaben por mostrar el lado menos favorecido de la condición humana. En la idea, el individuo es ideal; en persona y en conjunto, quizá sea para decir <<la humanidad apesta>>, que comenta Montefoschi (Marcello Mastroianni), aunque él tampoco huela a rosas. Siempre existen salvedades, incluso en ese embotellamiento donde la ferocidad crítica de Comencini señala que el pensamiento racional, la nobleza, la generosidad, la solidaridad, el amor, florecen en situaciones favorables; en el atasco se abraza la irracionalidad, la mezquindad, la insolidaridad. Allí, apenas nadie se preocupa por alguien que no sea uno mismo. Pompeo (Gianni Cavina), el hombre que ofrece su casa, lo hace porque espera conseguir un trabajo en Cinecittà o, por su parte, Benedetti cree que su dinero lo puede todo y que le concede derecho a llamar <<chusma>> al resto, ante el asentimiento servil de su empleado. Nadie mueve un dedo para evitar la brutalidad y la violación sufrida por Martina, ni el gesto de Mario (Harry Baer) cuando estaba unos centímetros de incendiar el auto de los agresores deja de ser algo más que un gesto que no se atreve a materializar, quizá por miedo a las consecuencias penales. El herido (Ciccio Ingrassia) que agoniza en la ambulancia solo piensa en la cantidad que cobrará por ser la víctima de un transporte público. En El gran atasco la generosidad brilla por su ausencia. Nadie ofrece, si no es a cambio de algo, ni siquiera el padre de Germana, que no cobra el agua a Benedetti porque dársela es el pago que le permite superioridad moral y mantener el honor de su apellido, su única riqueza o así lo cree. Comencini satiriza sin distinción de clases sociales y sitúa a sus personajes en una situación límite que merma el aguante de unos y saca a relucir lo peor de otros; parte del humor, aunque es brutal cuando se decide a desvelar la mezquindad humana, para concluir su critica con la oración que reza el cura sin sotana (José Sacristán), que da gracias al Señor por llevarse y acoger en su seno al moribundo de la ambulancia, <<apartándolo de los desastres del mundo>>. Pero el mensaje que se adapta a la época viene después, cuando el religioso expresa <<Sálvanos del plástico. Sálvanos de la escoria radioactiva. Sálvanos de la política del poder. Sálvanos de las multinacionales. Sálvanos de la razón de Estado. Sálvanos de los desfiles, de los uniformes, de las marchas militares. Sálvanos del mito de la eficiencia y de la productividad. Sálvanos de los falsos moralistas. Respetad la naturaleza. Amad la vida. Uníos carnalmente en el respeto al prójimo. Fornicar no es pecado si se hace con amor. Amén>>. Estas palabras enfatizan la postura crítica de Comencini, que apuntaba sin disimulo hacia la Tierra y se dirigía al público, a personas quizá no muy distintas a las que componen la variopinta fauna de la autopista donde ubica su película.



martes, 28 de septiembre de 2021

La joven casada (1975)


Camino, el nombre del personaje de Ornella Muti en La joven casada (1975), adquiere un significado que transciende la historia que se cuenta en la pantalla. Apunta otro recorrido, otra encrucijada, la que puede deducirse del año de rodaje de esta coproducción hispano-argentina escrita y dirigida por Mario Camus. Por aquel entonces, también España tenía que decidir su futuro; quedaba un largo camino por recorrer. Como contemporáneo, testigo y protagonista del momento histórico, Camus era consciente del instante presente, de su incertidumbre, entre la espera de cambio o el continuismo. Nadie, ni los centros de poder, podía asegurar si la España posfranquista abrazaría el control paternalista del “régimen” o rompería con él. En este aspecto, de replantearse qué ser, hacia dónde ir, qué camino emprender, la muchacha de La joven casada refleja la realidad del país.


Aunque no se encuentre entre lo mejor de Camus —tal “mejor” lo ubico en la primera etapa de su carrera, desde su trabajo de fin de carrera hasta Con el viento solano (1965), y en títulos como La colmena (1982), Los santos inocentes (1984), La vieja música (1985) y Sombras de una batalla (1993)—, la película es un ejemplo de la profesionalidad que le permitió mantener la continuidad laboral y artística que daría frutos magistrales; la ya nombrada adaptación de la novela de Miguel Delibes. En apariencia, se trata de un producto cuyo atractivo principal sería la presencia de Ornella Muti, y su gancho comercial, pero si se presta atención, resulta más, a pesar de que el reparto masculino no ayuda. Aparece ese reflejo del momento en el que Camus filma el despertar de Camino, su incertidumbre, su lucha y también su amargura. La despierta a un presente matrimonial que le contraría y le genera el desencanto que le empuja a abandonar a su marido, cuya primera aparición en pantalla lo muestra dormido. A pesar de seguir enamorada, decide regresar a su tierra natal. Camino toma esa decisión porque sufre el desengaño —nada resulta ser como esperaba—, lo siente cada vez que ve a Jorge (Pedro del Corral) cediendo ante su padre (Alberto de Mendoza), renegando del hombre que era: el hombre de quien ella se enamoró. Las imágenes del presente introducen instantes de nostalgia que surgen de la mente de Camino, que recuerda aquellos primeros momentos, cuando un año antes se conocieron en el hospital de Santiago de Compostela donde trabajaba de enfermera y él cursaba el último año de Medicina. Pero aquel joven estudiante ha desaparecido y su lugar lo ocupa el médico que ha renunciado, el que prefiere la comodidad y acata el aburguesamiento y la ideología paterna. Ella quiere dejar eso, le asfixia, lo considera vacío, y regresa a Galicia, a la casa de su madre (Mayrata O’Wisiedo), una mujer que vive en la nostalgia del marido que se fue. Allí, entre la costa y la ciudad, Camino se aferra a su decisión y aguarda a que Jorge acuda a ella para ser él. Sin embargo, quien aparece en su avioneta es Raúl (Mark Edwards), el aventurero e inquieto piloto que conoció en el bar madrileño donde, huyendo de dos acosadores, entró la noche en la que decidió liberarse.


Además de la actriz italiana, en La joven casada brilla esa playa pontevedresa donde Camus posiciona a su protagonista frente al mar, quizá mirando a un mar de esperanza y de dudas. Camino creía ser un espíritu libre, creía saber hacia donde se dirigía, pero la disyuntiva que le plantea la irrupción de Raúl en su cotidianidad le generan dudas respecto a sus sentimientos y a su situación. Poco después, Jorge también acude a Galicia y la esperanza y la ilusión brillan en los ojos verdes de Camino, pero es un brillo que se apaga cuando comprende que su marido todavía no ha elegido entre ser quien quería ser o convertirse en una prolongación del padre. En este punto se encontraba también la España de 1975, en una encrucijada donde la senda se bifurcaba hacia el continuismo ideológico y político que la había controlado durante más de tres décadas o hacia un nuevo rumbo, como Camino desea para sí, aunque nunca sabremos si lo logrará.



domingo, 26 de septiembre de 2021

Juan y Junior en un mundo diferente (1968)


La gracia de Juan y Junior en un mundo diferente (1968) no reside en si entretiene o deja de hacerlo, ni en las estrellas musicales que lo protagonizan, sino en el descaro con el que Pedro Olea arrebata a los industriales de Hollywood y a la serie B estadounidense la casi exclusividad de producir invasiones extraterrestres y llevarla a suelo gallego. Era su segundo largometraje, un encargo que inicialmente Olea iba a rodar para lucimiento de Los Brincos, uno de los grupos españoles más exitosos de su época. Hoy, suena a chiste que cualquier banda que no fuese The Beatles quisiera imitar a The Beatles, pero en aquel momento era bastante lógico seguir la estela marcada por el mundialmente famoso cuarteto de Liverpool. La cosa funcionó y Los Brincos se ganaron a la juventud española de entonces, de ahí que realizar una película musical, como ya habían hecho George Harrison, John Lennon, Paul McCartney y Ringo Starr, no fuese una apuesta descabellada desde su perspectiva comercial, profesional y promocional, más bien lo contrario. Lo gracioso del asunto no es el musical en sí, ni que el grupo se separase antes de empezar el rodaje, sino la ciencia-ficción a la que se adscribe y situarla en una ciudad cuyo origen apunta a fantástico. El cineasta bilbaíno recordaba que <<había que hacer una película con “Los Brincos” y la historia era de Juan García Atienza. En plena preparación “Los Brincos” se separaron y quedaron dos. Como siempre, el ambiente de rodaje fue magnífico, pero el final fue un verdadero desastre plagado de juicios y de embargos de copias>>.1 Antonio Morales, conocido artísticamente como “Junior”, y Juan Pardo abandonaron la formación en 1966 y crearon su dúo, que se separó en 1969. Probablemente, esta separación contribuyó al fracaso comercial del film. Olea apuntaba que <<junto a todos los fallos artísticos se dieron también los problemas entre los productores y la distribución. Además, en el momento en que la película estaba lista para el estreno, ya no interesaba, Juan y Junior se habían separado>>.2 Pero el realizador vasco había cumplido el encargo y, hoy, Juan y Junior en un mundo diferente asoma en su filmografía como una curiosidad a años luz de su siguiente película: El bosque del lobo (1970). No obstante, la historia ideada por Juan García Atienza, responsable de la explosiva Los dinamiteros (1963) y escritor familiarizado con la ciencia-ficción, se convirtió en la base del guion de un film que tiene un punto entre “andar por casa”, infantil y desvergonzado que le confiere gracia, sobre todo si se prescinde de la sobredosis de "ñoñería" —en el romance de Juan y Alicia (Maribel Martín)— y se cuenta con la anomalía de que los alienígenas no pagan por sus crímenes, pues los dos asesinatos por desintegración molecular quedan sin castigo —el primero en la bañera de la habitación que ocupa Junior en el Hostal de los Reyes Católicos, y el segundo en la fuente de los caballos, en la compostelana plaza de Praterías—, o que su humanización vaya a cambiar el devenir del plan extraterrestre.



Alguien podría preguntarse ¿qué se les habrá perdido a los alienígenas en Galicia? ¿Llegan de peregrinación, debido al auge internacional del Camino, nunca concluido por los dos peregrinos que transitan por
La Vía Láctea (La Voie Lactee, 1968) de Luis Buñuel? ¿Se trata de un viaje gastronómico? ¿El vino, el pulpo y la empanada, en la escena de la romería, y la queimada preparada por los estudiantes de filosofía contribuyen en el proceso de humanización extraterrestre? La respuesta a la primera pregunta llega con las primeras imágenes de Juan y Junior en un mundo diferente, que sitúan la acción en la sala del Gran Consejo de un planeta a doce años luz de La Tierra, y cuyo exceso de población obliga a buscar fuera de su sistema solar el <<espacio vital>> a colonizar. El planeta bien podría ser una especie de Kripton o quizá similar al criadero de las vainas de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956), por aquello de que los visitantes llegarán con la misión de suplantar a humanos, pero, por lo que se entiende, es la viva imagen de la Tierra. En ese instante, el especialista expone la situación que les preocupa y el plan a seguir para reconducir la situación. Habla del problema, la superpoblación, y de la solución: enviar su excedente planetario a la Tierra. Señala que la invasión total será factible dentro de veinticinco años, pero, desde ya, enviarán unidades o parejas como los dos jóvenes que suplantarán a los terrícolas Juan y Junior, cuya juventud, popularidad y relación con las gentes terrestres les permitiría influir en quienes serán los dirigentes del futuro. Tras los títulos de crédito, que asoman cual viñetas de ciencia-ficción y musicalizados por un canción cantada en inglés por el dúo protagonista, la película de Olea se abre en la plaza del Obradoiro, con un travelling que muestra la fachada de la catedral de Santiago de Compostela y desciende hasta el empedrado por donde Ulises (Francisco Merino), el manager, camina hacia el palacio de Gelmírez. En el interior del edificio, se reúne con la pareja, que ensaya con su grupo. La siguiente escena tiene su punto simpático y apunta la fama del dúo. Juan, Ulises y Junior pasean por la plaza y un grupo de niñas uniformadas desatiende la explicación de la monja que les habla de historia y mitos relacionados con el monumento, sin ser consciente de que sus palabras no pueden competir con los ídolos musicales que las alumnas admiran sin romper la formación. Los tres continúan su transitar hasta que Ulises se encuentra con un conocido del seminario y Junior decide acompañar a una chica que llama su atención. Así, Juan se queda solo y decide regresar al Hostal, en cuya puerta aguardan admiradoras, entre las que se encuentra Alicia. Es un reencuentro que anuncia el romance y, sobre todo, presenta a la protagonista femenina, que será el elemento humano determinante para humanizar al doble extraterrestre de Juan. Pero, salvo puntualidades, la gracia que tienen los instantes iniciales de Juan y Junior en un mundo diferente se diluye a medida que avanza el metraje…


1,2.Pedro Olea en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres, Editor, Valencia, 1974

sábado, 25 de septiembre de 2021

El discreto encanto de la burguesía (1972)


¿Qué diferencia a un artista de otro, y a estos del resto? ¿Su mundo propio, edificado previo a su arte, sobre gustos, obsesiones, fobias, recuerdos, sueños y otras “irracionalidades” que, escapando a las explicaciones lógicas y científicas, se suman a la realidad en la que viven? Federico Fellini y Luis Buñuel tenían su universo personal y ninguno dejó de mostrarlo en la pantalla. Algunos cineastas, los nombrados son dos ejemplos excepcionales, convierten el cine en sueños y sus sueños en cine. Cierto que el italiano tomó contacto con el medio cinematográfico durante el neorrealismo, pero su filmografía evidencia que fue uno de los más grandes soñadores del celuloide y nadie más que él habría podido soñar la forma de sus películas, a pesar de crear escuela. Su personalidad artística, construida sobre experiencias y circunstancias propias, es irrepetible, como también lo son la de Buñuel y la de una minoría selecta de cineastas que ha hecho del cine un espacio de ensoñación que escapa de la realidad para insistir en ella, aunque “ella” sea la suya. Fellini habló de Buñuel, conocía su obra, pero en esto no hay nada de especial, pues ambos coinciden en el tiempo y en el oficio; se reconocen y, en ocasiones, lo expresan: <<De Fellini me gustan también La strada, Las noches de Cabiria, La dolce vita. No he visto I vitelloni, y lo siento. En cambio, en Casanova me salí mucho antes del final>>.1 Son ilusionistas de celuloide, crean imágenes físicas, al darles forma en la pantalla, a partir de las mentales. Por otra parte, Fellini decía muchas cosas y pocas deben interpretarse literal, pero de sus palabras sobre Buñuel y El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972) no creo que exagerase. Para alguien como él, que comprende que la exageración va en la misma interpretación de cuanto somos y de cuanto nos rodea, ¿qué puede significar “exagerar”, sino hablar de la realidad dotándola de su inseparable compañera la imaginación? ¿Exageraba cuando dijo que <<El discreto encanto de la burguesía es la película más enigmática, total y emblemática de Buñuel, que es un cineasta genial. Quisiera decir que Buñuel es el más genial de todos porque logra una operación que solo a él le sale bien: hacer que el cine se exprese con su lenguaje más propio, auténtico y puro, el lenguaje con el que se expresa el sueño. En sus películas, Buñuel sueña por nosotros, los espectadores>>2? Habrá quien no comparta su opinión y quien no comprenda a qué me refiero cuando hablo de exageración. No se trata de deformar la realidad, magnificándola o minimizándola; sencillamente, en artistas como Fellini es darle su forma, la de su sentir, y eso es lo que hace cuando atribuye a Buñuel la capacidad de soñar por nosotros, los espectadores. Y es cierto, el de Calanda sueña y construye El discreto encanto sobre instantes que no ocultan su origen onírico. Sueña mucho más que una película que le supuso el Oscar a mejor película de habla no inglesa, algo que por otra parte poco le importaría, y una cena gratis en casa de George Cukor, cuya afición por las celebraciones podría compararse con el rechazo que su homenajeado decía sentir por ellas.



El cineasta aragonés reúne en un mismo espacio cinematográfico su gusto por el tiro y las armas de fuego —la escena en la que el personaje de Fernando Rey dispara sobre un perro de juguete o la del obispo jardinero (Julien Bertheau), que hace lo propio sobre el moribundo a quien acaba de dar la extrema unción—, los sueños —el del soldado que se encuentra con un conocido muerto seis años atrás o el sueño dentro de un sueño de François (Paul Frankeur)—, lo inexplicable —el joven teniente narra a Simone (Delphine Seyrig), Florence (Bulle Ogier) y Alice (Stephane Audran) un instante trágico y espectral de su infancia—, la receta del Dry Martini —François los prepara a la manera de Buñuel mientras aguardan por una comida que nunca llega— y tantas otras cuestiones que, pieza a pieza, crean ese mundo donde lo irreal y lo real caminan por una carretera, sin destino, de la mano de la ironía y del humor de un cineasta consciente de que puede hacer su cine sin tener que dar explicaciones.



<<Adoro los sueños, aunque mis sueños sean pesadillas, y eso son las más de las veces. Están sembrados de obstáculos que conozco y reconozco. Pero me es igual>>.3 Tales obstáculos, sueños y pesadillas reaparecen en ese mundo reconocible e irrepetible del aragonés, un mundo por donde pasean fantasmas, ensoñaciones, humor y personajes tan pintorescos como ese grupo que en El discreto encanto de la burguesía no logra satisfacer su estómago en las distintas reuniones gastronómicas. La imposibilidad se presenta desde el inicio, cuando los invitados acuden a la casa de Alice y Henri (Jean Pierre Cassel) y este no se encuentra allí porque se ha confundido con la fecha. Esta situación, inspirada en la anécdota ocurrida al productor Serge Silberman, abre el recorrido de seis personajes que no precisan buscar a su autor, puesto que Buñuel les guía en todo momento, para jugar con ellos y, aunque no asome físicamente, introducirse en la pantalla y crear un ingenioso y esperpéntico deambular por sendas donde realidad y sueño se confunden, y donde lo inexplicable no busca explicación.



<<Es que los sueños son una continuación de la realidad, de la vida de vigilia. En una película solo adquieren valor si no anuncia usted: “Esto es un sueño”, porque entonces el público dice: “Ah, es un sueño, entonces no tiene importancia.” El público se decepciona. Y la película pierde misterio, poder de inquietar.>>4 Buñuel no precisa más hilo conductor para su relato que esos seis personajes a quienes castiga sin concluir una cena: en el restaurante donde escuchan los lloros lastimeros que proceden de la sala contigua y descubren que allí se vela un cuerpo presente o en la mansión de Alice y Henri, donde la comida apenas llega a servirse, sea por la confusión que genera a los invitados la ausencia de los anfitriones o debido a la irrupción del coronel (Claude Piéplu) y sus soldados, que adelantan un día sus maniobras. Así, Buñuel logra introducir en la misma sala sueño, Ejército, burguesía, Iglesia, representada en el obispo obrero cuya pasión por la jardinería da pie al esperpento y a la confusión de identidad por parte de los anfitriones, que, primero, le echan a patadas de la casa —ya que viste de faena— y, minutos después, vestido de obispo, se inclinan, piden disculpas y le tratan con sumo respeto. Si los burgueses de El ángel exterminador (1962) no podían abandonar una habitación, los de El discreto encanto de la burguesía no pueden hacer realidad ninguna de sus cenas ni almuerzos. Tal imposibilidad está cargada de comicidad, de la genialidad de un cineasta que encuentra en sus personajes la posibilidad para introducir sus temas y dar rienda suelta a su humor negro, antidogmático, y a su rica inventiva, que no deja de ser una vuelta de tuerca a imaginación que sueña y recuerda.



1,3.Luis Buñuel: Mi último suspiro (traducción Ana María de la Fuente). Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2018.


2.Federico Fellini: Les cuento de mí. Conversaciones con Costanzo Costantini (traducción de Fernando Macotela). Sextopiso, Madrid, 2006.


4.Buñuel en Tomás Pérez Turrent y José de la Colina: Buñuel por Buñuel. Entrevistas y conversaciones. Plot Ediciones, Madrid, 1993.

jueves, 23 de septiembre de 2021

En la red de mi canción (1971)


Plano de la torre de las Campanas, construida sobre la original del siglo XI y concluida por Peña de Toro y Domingo de Andrade entre 1667 y 1670, y de la torre de la Carraca, levantada a imagen de la anterior un siglo después por Casas de Novoa, la cámara desciende y se sitúa sobre la piedra del Obradoiro en el mismo instante en el que una furgoneta irrumpe en la plaza a ritmo de Pois eu. Por momentos, durante instantes musicales como este, en los que suena una canción de Andrés do Barro, En la red de mi canción (1971) podría pasar por una sucesión de vídeos pop-folk gallego donde igual vemos al cantautor ferrolano en la parte trasera y descapotable de esa furgoneta que recorre rúas y plazas monumentales de Santiago de Compostela como acudiendo a la romería, a ritmo de Camiño de San Antón, donde Elena (Concha Velasco) come rosquillas de feria, típicas de las fiestas populares, y prueba el vino barrantes que, junto o ribeiro, consume parte de la concurrencia que disfruta de la jornada al son de panderetas, gaitas y muñeira; cuando no rumbo a Madrid en un vagón desde donde contemplamos el paisaje ourensano, testigo natural de la letra y música de O tren, quizá el tema más famoso de un cantante que alcanzó la gloria, vivió el éxito y concluyó sus días en el olvido. En la figura de Andrés do Barro, probablemente la mayor estrella del pop galego de la década de 1970, y en la presencia de su música y sus letras en gallego, <<porque así lo he sentido y porque quiero colaborar con todo interés y cariño a dignificar mi idioma materno, caído durante muchos años en el más cruel menosprecio>> —expresó el músico en su primer disco—, En la red de mi canción es una película única, pues es el único largometraje en el que participó. Salvo en sus canciones, su voz original fue sustituida por la de un actor de doblaje y esta sustitución resta personalidad a su personaje, ya que, al ser un doblaje neutro, le borra identidad, elimina ese el acento que, más o menos exagerado en la pronunciación, los nacidos y criados en Galicia cantamos en el habla y musical delata nuestro origen.


Por lo demás, la película de
Mariano Ozores no deja de ser una comedia que intenta aprovechar el gancho comercial de un cantante de éxito. En este caso, Andrés do Barro, cuyo éxito fue tal, que algunas de sus canciones en gallego —O tren, San Antón, Teño Saudades o Corpiño Xeitoso— alcanzaron los puestos más altos en las listas nacionales (e internacionales), con el mérito añadido de romper una barrera lingüística y cultural, al cantar sus canciones en gallego en la dictadura franquista, aunque fuese un período a las puertas del tardofranquismo. Ozores divide su atención dramática entre el romance de Elena y Andrés, y el distanciamiento generacional entre este y su padre (Alfredo Mayo); y la cómica se centra en el lucimiento de los humoristas Cassen, que asume el rol de caradura universitario que lleva doce años suspendiendo la única asignatura que le resta para licenciarse, y Antonio Ozores, que da vida a don Pepe, maquiavélico y patoso ejecutivo, cruce de Mortadelo, Clouseau y del personaje característico del actor, que intenta lograr que Andrés acepte formar parte del consejo de la empresa pesquera de su padre. Don Pepe no lo hace por generosidad, sino por intereses propios, ya que de no conseguirlo se ve sin empleo. Inicialmente, Elena persigue el mismo objetivo, por eso acepta formar parte del plan que le propone el maestro del disfraz: que enamore al joven aspirante a cantante y logre que abandone la música, su pasión, y acepte ser el heredero de la lucrativa empresa paterna. En cierto aspecto, la ficción guarda relación con la vida real, pues ambos Andrés, el real y el de celuloide, pasan por una situación de enfrentarse a lo que se espera de ellos: <<En mi familia, hay una tradición marinera muy arraigada. Tengo hermanos, padre, tíos, abuelos y bisabuelos marinos. Gente de mar, gente viajera. También emigrantes, que se fueron a América, que necesitaban cruzar el océano, no porque necesitasen salir de una casa para poder vivir. Yo estudié la carrera de marino mercante. Me quedaba una asignatura para acabarla. Un buen día me dije “¡zas!” y la dejé. No era lo mío. Quizá por eso no me hice marino de guerra. Me faltaba convicción. En mi familia el golpe no encajó muy bien. Fue un descalabro. Mi padre pensó que yo buscaba hacer el vago y el calavera. Ahora ya se ha dado cuenta de que la canción, con seriedad profesional, es importante y puede llenar una vida. Es mi vocación: componer canciones y cantarlas>> (de la entrevista publicada en Mundo Joven, 16 de enero de 1971).



miércoles, 22 de septiembre de 2021

El otro lado de la esperanza (2017)


La disparidad en las causas de los movimientos migratorios no cambia que, mayoritariamente, quien abandona su hogar lo hace obligado. En su imposibilidad presente, siente que solo lejos del lugar de origen —donde las circunstancias sociales, políticas, religiosas, económicas, o todas juntas, le niegan las necesidades básicas— podrá aspirar a tener un futuro. Cierto que la promesa no es lo mismo que la tenencia, pero la esperanza de mejora determina el movimiento, y dicha esperanza nace en la desesperación. La mayoría de las veces surge de la apremiante necesidad de dejar atrás situaciones tan insostenibles como las sufridas por Khaled (Sherwan Haji) y su hermana Miriam (Niroz Haji). Salvo por aventura o placer, nadie abandona su entorno, si es confortable y promete plenitud. Ni Idrissa, el niño inmigrante de Le Havre (2011), ni Khaled en El otro lado de la esperanza (Toivon Tuolla Puolen, 2017) dejan Gabón y Siria, respectivamente, por gusto o aventura. Tampoco lo hacen por fastidiar al prójimo del otro lado, como todavía creen los más ignorantes, descerebrados y extremistas, caricaturizados en el trío neonazi que ataca a Khaled por ser extranjero. “Judío”, le dice quien le apuñala; cuando, en realidad, el sirio es un exiliado musulmán que ha sufrido el bombardeo de su hogar y la violencia y el rechazo de las democracias, entre otras situaciones que le acercan al agnosticismo. Para quien nace donde la desesperación obliga a la esperanza, resulta lógico que haya una idealización del paraíso en alguna parte, sea el Londres idealizado en Le Havre o cualquiera de los puntos de Europa recorridos por Khaled hasta llegar a la ciudad portuaria finlandesa donde pide asilo y le dan esperanzas, pero no la confirmación de una nueva vida. Aki Kaurismäki busca la esperanza, pero no la falsea, ni evita, ni lo intenta, que sepamos que lo que estamos viendo es una representación, pero, precisamente, por eso mismo El otro lado de la esperanza suma un plus de sinceridad a cuanto el cineasta cuenta con humor, ironía, contención, crítica y absurdo. Pero la lucidez de Kaurismäki no es absurda, lo absurdo es la realidad que parodia. Precisamente, es ese humor negro el que permite hacer hincapié en la desolación, en la insolidaridad del sistema y en la desesperanza que se observa también al otro lado, donde todos los personajes fuman y fuman, porque ¿qué problema puede causarles el tabaco en un mundo donde la deshumanización, la ausencia de compasión y la falta de generosidad pueden dañar seriamente la salud?


Las democracias europeas, incluida la finlandesa, por las que ha pasado, huyendo del infierno de la guerra y más adelante buscando a su hermana, no le tienen en cuenta; como descubriremos poco después de que abandone la carbonera del barco donde se había ocultado. Ya en tierra firme, Khaled busca una ducha pública, se asea y se presenta en la comisaría donde busca legalizar su situación solicitando asilo —como su hermana hará avanzado el metraje, pretende hacerlo según las normas, pues la legalidad le permitiría conservar su identidad. Al contrario que Idrissa, perseguido por la policía debido a su condición de inmigrante ilegal, para Khaled todo parece ir bien con los agentes; le toman los datos, alguna foto para el archivo, le miden y pesan y lo encierran en una sala donde se produce su encuentro con Mazak (Simón Hussein Al-Bazoon), el iraquí que en su país era enfermero y que ahora vive una situación similar a la suya. Posteriormente, se produce su entrevista con la funcionaria que le pregunta <<¿cómo ha podido cruzar tantas fronteras? Con un esclarecedor y contundente <<nadie quiere vernos. Somos un problema>> contesta sin ambigüedad posible. Para las democracias que ha pisado resulta más fácil ignorarle y, en este caso, negar el problema de los refugiados que huyen del conflicto sirio que buscar una solución que temen desequilibre el estado de bienestar, su funcionamiento, su comodidad, su solidaridad de boquilla. Khaled no pretende favores, ni que le mimen con un trato exquisito o que le reciban con la fanfarria de ¡Bienvenido, Mister Marshall! (Luis García Berlanga, 1952); sencillamente, desea encontrar a su hermana, la única familiar que sigue viva, y vivir lejos de la guerra y de las bombas. Para ello está dispuesto a trabajar de lo que sea, a escapar cuando le esposan con la intención de repatriarlo, a vivir en un basurero o a renegar de su identidad. Para él, Finlandia es un lugar tan bueno como cualquier otro, no lo escogió por algo especial. Los pasos dados le han llevado hasta allí, igual que le llevan hasta Wikström (Sakari Kuosmanen), la otra historia que Kaurismäki narra cómo solo él puede y sabe hacerlo. Son momentos y personajes totalmente suyos. Las escena de la presentación de Wikström y la del casino donde juega al póker, y consigue el dinero para comprar su restaurante, apuntan contención de emociones y humor, un humor que desborda en silencio en las desarrolladas en el local, donde la comicidad roza lo surrealista. El esperpento funciona cual movimiento armónico que, al tiempo, aleja la realidad y la atrae con mayor fuerza a nuestras mentes, donde acude sin disfraz, pues, aunque deje un final abierto al optimismo, aunque sin la feliz conclusión de Le HavreKaurismäki no la idealiza, consciente de la deshumanización del sistema y de las carencias del paraíso donde, a pesar de las muestras de solidaridad de Wikström, de sus empleados o de la chica que le ayudó a escapar, prima la desesperada esperanza de encontrar ese otro lado donde vivir sin miedo a regresar a casa y encontrarse la familia bajo los escombros de un edificio que poco antes habían sido un hogar.



martes, 21 de septiembre de 2021

Sabela de Cambados (1948)


En las películas dirigidas por el coruñés Ramón Torrado ambientadas en Galicia —Mar abierto (1946), Botón de ancla (1947), Sabela de Cambados (1948) o Más allá del Río Miño (1969)— cobran protagonismo los paisajes marítimos y rurales gallegos, sus pueblos y ciudades, sus rías, sus gentes, pero no puede considerarse cine gallego propiamente dicho porque la época no daba para hacer más patria ni más ideología que las aprobada por la dictadura nacionalcatólica. No obstante, en su costumbrismo, hay más poso gallego en una película como Sabela de Cambados que en gélida Continental (Xavier Villaverde, 1989) —considerada junto Sempre Xonxa (Chano Piñeiro, 1989) y Urxa (Alfredo García Pinal y Carlos López Piñeiro, 1989) uno de los tres largometrajes seminales del cine gallego de la democracia—, y que en títulos del llamado Novo Cine Galego. Producido por el vigués Cesáreo Gonzálezel film de Torrado, basado en una comedia de su hermano Adolfo, tiene pinceladas de galeguidade en el folclore popular que suena en Ai, Sálvora y en otras canciones, en los sonidos de las gaitas, gaiteiros y muñeira, en la celebración de la boda de Tonucha (Amparo Rivelles) y Eduardo (Jorge Mistral), en la romería dos Caneiros, en Betanzos, o en la retranca, tópicos y expresiones de la servidumbre del pazo de Armental —destacando la caricatura del inolvidable Xan das Bolas, en el papel de Benito; estereotipo, sí, pero no por ello lejano de la realidad que representa—; mismamente en la emigración apuntada por la figura del indiano que regresa y de la madre que agradece seguir viva para volver a abrazar a ese hijo que partió veinte años atrás, en busca de fortuna, dejando tras de sí el hogar, la familia, el terruño y, en el caso de Juan de Mourente (Fernando Fernández de Córdoba), también el amor de su vida, del que le separó un matrimonio que, para su amargura, no fue el suyo, el océano y, a su regreso, la moralidad que condena a Sabela (María Fernanda Ladrón de Guevara) a sufrir pasiva y en silencio las ausencias e infidelidades del marido.


Sabela vive prisionera del deber impuesto por el orden social e ideológico, sin opción a aceptar la propuesta amorosa de Juan. Evidentemente, la moralidad de la época se lo impide, una moralidad hipócrita —vistas desde la distancia, posiblemente todas lo sean; de la nuestra, lo apuntarán las siguientes generaciones, si no pierden la capacidad de análisis crítico— pues cierre los ojos  ante el comportamiento de don Jaime (Rafael Bardem), el marqués de Soñeiro y el marido de Sabela, pero, de ser ella la infiel, ¿también los cerraría? La respuesta es tan fácil de contestar como lo fue preguntar. Ella no lo dice, quizá ni lo piense, ya que vive resignada y atrapada en la soledad del abandono, de donde no puede escapar porque su educación le obliga a acatar el patriarcado y el orden que se niega a aceptar lo evidente. Incluso Torrado se permite ironizar sobre la estrechez de miras del Arzobispo cuando Sabela y Jaime bailan en la boda de Eduardo, su hijo, y Tonucha, ahijada de los marqueses. En esa escena, don Antonio, el administrador de la finca, adula la buena vista del religioso, que quiere ver amor donde solo hay la obligación exigida por el lazo matrimonial que les ata de por vida. El administrador se burla del religioso para apuntar la ceguera de la Iglesia ante matrimonios sin más amor que las imposiciones establecidas por la institución eclesiástica e impuestas por el régimen, y asumidas como inalterables por la “inmaculada” sociedad de la época. Aunque el film lleve su nombre, ella no es la protagonista exclusiva de una historia que, salvo por su final conformista y acorde con el momento, presenta un conflicto que apunta rebeldía en Tonucha, a quien solo le falta dar el paso final para romper con ese paternalismo aceptado por Sabela, cuyo silencio, pasividad y aceptación difieren de la postura aguerrida que la joven enamorada pretende para su matrimonio con Eduardo, quien ya apunta maneras paternas durante su estancia universitaria en Santiago de Compostela, donde Tonucha le sorprende en plena fiesta y abrazado a una muchacha compostelana, que no es la del fotograma de abajo.



lunes, 20 de septiembre de 2021

Corredor hacia China (China Gate, 1957)


Su nombre antes del título, para enfatizar su autoría, y el <<escrito, producido y dirigido por Samuel Fuller>> dejan claro que Corredor hacia China (China Gate, 1957) es un film de Fuller. No cabe duda respecto a eso, pero no por lo apuntado en los créditos, sino en las imágenes, los personajes y los temas que se verán a continuación. Se trata de un Fuller en toda regla y en plena forma, con sus temas y su estilo, sin adornos ni sentimentalismo, directo al asunto, golpeando donde duele y posicionándose con los antihéroes marginales, pero antes introduce información y un poco de propaganda que sitúan la acción en Indochina, en un periodo ya de guerra fría entre capitalismo y comunismo, momento durante el cual se produce el enfrentamiento armado entre el Vietminh, que domina el norte del país, y la Legión Extranjera francesa, que intenta frenar el avance comunista e independentista (que pretende descolonizar el país).



<<Esta película está dedicada a Francia. Hace más de trescientos años los misioneros franceses fueron enviados a Indochina a predicar el amor de Dios y el amor fraternal de los hombres. Poco a poco, la influencia francesa tomó forma en la tierra vietnamita…>> Así introduce el narrador de China Gate el espacio donde no explica si los indochinos tenían Dios propio antes de la llegada de los franceses; ni si una colonización puede o no ser fraternal, lo da por hecho, o, mismamente, si la naturaleza humana tiende a hermanarse cuando unos pisan tierras lejanas con la idea de superioridad y con el fin de dominarlas y establecer sus costumbres, imponiéndolas a las de otros. Las dudas me asaltan, pero la voz explicativa me arrastra veloz en su occidental recorrido por la historia indochina mientras las imágenes de arrozales o de la invasión japonesa durante la Segunda Guerra Mundial nos acompañan. A modo de crónica, el guía invisible nos sitúa en los momentos anteriores a la aventura bélica con la que Fuller se alejará del discurso de propaganda inicial, para insistir en temas que se repiten en su obra: el racismo, la guerra y los fuera de lugar, supervivientes como Lia “Lucky Legs” Summer (Angie Dickinson) o la protagonista de Una luz en el hampa (The Naked Kiss, 1964). La voz continúa su informe sobre Vietnam para introducir la figura de Ho Chin Minh, quien, de ideología marxista-leninista, en 1945 fundó el Vietminh y proclamó la República Democrática de Vietnam, lo que supuso un primer paso para la guerra de Indochina, que no concluiría con la partición de Vietnam en 1954, pues, la no celebración del referéndum pactado en los acuerdos de paz, derivaría en la guerra entre el norte y el sur que se prolongaría hasta la década de 1970.



El profesor de historia ha cumplido su misión; su voz desaparece al tiempo que la propaganda pierde peso, ya que a Fuller no le interesa seguir esa senda. Le interesa el conflicto humano, la suma de sentimientos y emociones silenciadas, los rechazos que esconden cercanía, el sacrificio de una madre y la negación de un padre estadounidense ante los rasgos orientales de su hijo, el amor que parecía perdido, la traición, la vida, la muerte. Fuller toma ese camino en el mismo instante que su cámara se fija en un niño y su cachorro. Les sigue hasta unas piernas femeninas, por las que asciende su curiosidad hasta descubrirnos el rostro de Lia “Lucky Legs” Summer, de madre china y padre francés, ajena a los comunistas del norte y a los capitalistas del sur. Consciente de su marginalidad, y de ser marginada por ambos extremos, sobrevive, que ya es mucho, en la inestabilidad en la que vende alcohol a ambos lados para poder alimentar a su hijo de cinco años, el niño del cachorro, por quien accede a ser guía en una misión en la que no quiere participar, pero que acepta a condición de que su hijo sea admitido en Estados Unidos. No obstante, se echa atrás al ver que uno de los miembros es el sargento Brock (Gene Barry), a quien abofetea porque los abandonó cinco años atrás, cuando descubrió que el bebé tenía rasgos orientales. Finalmente, “Lucky” accede por su hijo, para que pueda crecer lejos del conflicto y donde cree que la “cruz” —ser mestizo de rasgos orientales— del hijo será menos pesada, algo que el propio cineasta desmiente en The Crisom Kimono (1959).



El racismo es un tema que se repite en Fuller, también la individualidad y la marginalidad de sus protagonistas, frente al orden y la hipocresía establecidas. Y Lucky, también Brock y Goldie (Nat King Cole), son personajes que cumplen los requisitos para encajar en el imaginario del director de 40 pistolas (Forty Guns, 1957). Ella se debe a su hijo,  al amor que le profesa. Esa es su causa —la de Brock es la guerra, la de Goldie acabar con los comunistas y la del comandante Chen (Lee Van Cleaf), enamorado de Lia, expulsar a los occidentales y asumir el lugar que cree corresponderle dentro del orden por venir—, no las ideologías y los intereses que se enfrentan en una lucha que no mira por el bienestar del pequeño ni de tantos miles, millones, que sufren las bombas y la hambruna consecuencia del conflicto del que ella quiere alejar al niño. Lia acepta sacrificarse por amor y, a pesar de valerse del engaño para alcanzar su meta, es el personaje de China Gate, la heroína de Fuller, la que presenta mayor fortaleza y nobleza, puesto que actúa persiguiendo un fin constructivo y no uno destructivo. Su personalidad pone en evidencia al resto, sobre todo a su ex-marido, cuya negativa a sentir —su apariencia externa es fría y sus palabras son crudas, directas— solo es una fachada tras la que oculta el amor que le niega a Lucky, cuando se produce su acercamiento nocturno durante el cual ella le confiesa sus sentimientos, sin saber que, instantes después, volverá a ser herida por ese mismo hombre que ahora le abraza y la desea, pero que se negará una vez más la posibilidad de amar a su hijo.