<<Descubrí la Biblioteca Publica de La Ciénaga. Obtuve el carnet de lector. La biblioteca estaba cerca de la vieja iglesia de West Adam. Era muy pequeña y solo había una bibliotecaria. Ella tenía mucha clase. Tenía unos 38 años y ya su pelo era completamente blanco y recogido en un apretado moño sobre su nuca. Su nariz era afilada y poseía unos ojos verde-profundos tras unas gafas sin montura. Me sentía como si ella conociera todas las cosas.
Anduve por la biblioteca mirando libros. Los saqué de sus estantes, uno por uno. Pero todos eran un caramelo. Eran sosos y pesados. Páginas y páginas de palabras sin sentido. Y si lo tenían, tardaban mucho en demostrarlo, y cuando lo hacían ya estabas demasiado cansado como para que te importara en absoluto. Probé libro tras libro. Seguramente, entre todos esos libros tenía que haber uno.
Cada día andaba hasta la biblioteca en West Adams esquina La Brea y ahí estaba mi bibliotecaria, severa, infalible y silenciosa. Seguí sacando libros de sus estantes. El primer libro auténtico que encontré estaba escrito por un tipo llamado Upton Sinclair. Sus párrafos eran simples y llenos de furia. Escribía sobre las inmundas cárceles de Chicago. Decía cosas lisa y directamente. Entonces encontré otro autor. Su nombre era Sinclair Lewis y el libro se llamaba Calle Mayor. Mondaba las capas de hipocresía que cubrían a la gente. Pero parecía carecer de pasión.
Volví en busca de más libros. Me leía cada libro en una sola tarde.
Estaba un día dando vueltas y lanzando miradas furtivas a mi bibliotecaria, cuando divisé un libro con el título de Bow Dow to Wood and Stone. Por fin algo bueno, porque eso era lo que hacíamos todos. ¡Ya era hora de algo de fuego! Abrí el libro. Estaba escrito por Josephine Lawrence. Una mujer. Eso estaba bien. Cualquiera podía encontrar el conocimiento. Abrí sus páginas. Pero era como las de la mayoría de los otros libros: blandas, oscuras, aburridas. Devolví el libro a su estante. Y mientras mi mano estaba ahí, alcancé el libro siguiente. Estaba escrito por otro Lawrence. Abrí el libro al azar y comencé a leer. Trataba sobre un hombre frente a un piano. Al principio parecía una falsedad. Pero seguí leyendo. El hombre del piano estaba turbado. Su mente soltaba cosas. Cosas oscuras y curiosas. Los párrafos de las páginas eran densos como un hombre que gritara no “Joe, ¿dónde estás?, sino más bien “Joe, ¿donde hay algo?” Ese era Lawrence el de los párrafos espesos y sangrientos. Nunca me habían hablado de él. ¿Por qué ese secreto? ¿Por qué no se le hizo publicidad?
Leí un libro por día. Me leí todo lo de D. H. Lawrence en esa biblioteca. Mi bibliotecaria comenzó a mirarme de forma rara cuando le pedía los libros.
—¿Cómo estás hoy? —solía preguntarme.
Eso siempre sonaba bien. Me sentía como si realmente me hubiera ido a la cama con ella. Me leí todos los libros de D. H. y esos me condujeron a otros. A H. D., la poetisa. Y Huxley, el más joven de los Huxley y amigo de Lawrence. Todo me vino de golpe. Un libro me llevaba al siguiente. Así descubrí a Dos Passos. No era demasiado bueno, realmente, pero sí lo bastante. Su trilogía sobre los Estados Unidos me costó leerla más de un día. Dreiser no me gustaba. Sherwood Anderson sí. Y entonces vino Hemingway. ¡Qué subyugante! Sabía como escribir una línea. Era puro gozo. Las palabras no eran abstrusas sino cosas que hacían vibrar tu mente. Si las leías y permitías que su hechizo te embargara, podías vivir sin dolor, con esperanza, sin importarte lo que pudiera sucederte.>>
Charles Bukowski: La senda del perdedor (traducción de Jorge G. Berlanga y Ernesto Giménez-Caballero Alba). Editorial Anagrama. Barcelona, 1985.
Este fragmento sobre la biblioteca a la que acude a diario el joven Henry Chinaski define bastante aproximado el estilo de Bukowski: frases sencillas y cortas. Directo. Sin vergüenza, a la hora de expresar lo que piensan sus personajes (y él mismo a través de ellos). No busca ni necesita contentar a nadie, sencillamente habla de sus gustos o de la admiración que le despertó en su juventud ese estilo de Hemingway, un estilo por el que no siento especial simpatía, quizá porque no me reporta ese gozo aludido por el escritor californiano nacido en Alemania. La literatura del autor de Adiós a las armas no penetra bajo mi piel, aunque esa es otra historia. Lo que más me atrajo de los párrafos de Bukowski es la precisión con la que explica cómo de un libro llegó a otro, y de este al siguiente, algo que seguramente sucede a cualquier lector con cada lectura en la que encuentra referencias e influencias. Escogí ese texto y no otro porque habla de bibliotecas, en concreto de una biblioteca, la suya. Y supongo que los que no hemos crecido en la era de internet, con sus bibliotecas y librerías online, hemos pasado por alguna, e incluso hemos tenido la nuestra o ninguna. En mi niñez fui bibliotecario en la escuela. No hubo oposición, no porque fuese más fuerte que el resto, que tampoco era el caso, sino porque nos tocaba a los de mi curso atender el “negocio” y pocos levantaron la mano. Fue un capricho durante el sexto o séptimo curso, no puedo precisar cuál. Lo que sí recuerdo era que el trabajo no me atosigaba, pues no era exigente, tampoco yo lo era ni lo soy, incluso lo sentí llevadero en su horario, puesto que solo había que estar media hora antes de entrar en el aula y a la salida; pongamos que de 9.00 a 9.30 y 13.30 a 14.00 horas y por la tarde, de 15.00 a 15.30 y de 17.30 a no logro concretar el cierre. También acudíamos en algunos recreos, pero lo cierto es que me las apañaba bastante bien para que otros hiciesen ese turno. Así, digamos negociando con chicles y piruletas, no me quitaba tiempo para realizar otras actividades que me gustaban —jugar en el patio al baloncesto— o me disgustaban —huevo,pico,araña— cuando alguien de peso considerable caía sobre mi espalda o la parte baja del cuello. Otras actividades recurrentes eran vaguear y, gracias a ese instante de ocio escolar que prolongaba en algunas clases, fantasear con lo que hubiese que soñar en ese momento de mis once o doce años. Aquel fue el año en el que pude leer e investigar a mis anchas libros de Los Hollister, los de Los cinco ya los había leído en casa, viajar por algún atlas y hojear la historia en varios libros nada complicados. Acompañé a feirantes y xentes de Cunqueiro y devoré las aventuras de Astérix, de Tintín y de Lucky Luke, que fueron tres de las razones animadas de mayor peso por las que quise entrar a “trabajar” en aquel espacio de libros que, en su mayoría, dejé sin leer. Pero ni entonces ni ahora lo lamenté. Me dije que ya tendría tiempo, y así ha sido. Desde aquella, y sospecho que antes de aquella, nunca apuré las ocasiones, solo supe que quería vivirlas a mi ritmo y si la oportunidad pasaba de largo, ya la alcanzaría u otras vendrían, incluso una similar podría salir a mi encuentro para que pudiese disfrutar su momento, descubriendo sin prisas y sin forzar el instante vivido, un instante desordenado y pleno, uno que se alejase lo máximo posible de cualquier orden del día programado y del apuro de tener que cumplir las coactivas expectativas hechas de antemano.
¡Qué interesante toda la rememoración que llevas a cabo de aquella biblioteca escolar! Como tú, yo también me inicié en la lectura con la saga de los Hollister o las novelas de Enid Blyton.
ResponderEliminarSaludos.
Todavía me siento como un niño en las bibliotecas, en las ferias y puestos callejeros de libros y en las librerías; de hecho, de vez en cuando, me gusta perderme en alguna y disfrutar buscando libros que me hagan desearlos. Hace tiempo de aquellos héroes infantiles que compartimos los de nuestra generación (supongo que cada generación tiene los suyos), pero sus aventuras me abrieron el camino a la emoción y la magia de la lectura, que siguen ahí, quizá más vivas que nunca.
EliminarSaludos.