viernes, 30 de noviembre de 2018

Banda aparte (1964)


Para lo bueno y para lo malo,
Godard es Godard. Dicho así, esta afirmación parece una simpleza, pero no por ello deja de ser una de las realidades del cine de un cineasta que se erige en dios-creador de sus películas, consciente y consecuente con su necesidad-intención de realizar algo distinto a lo ya hecho. Pero esta intención creadora precipita su lado menos vistoso, aquel que nos recuerda constantemente que su cine es primero para él, después para él y por último para el resto de los mortales, un cine que nos remite a la búsqueda de su verdad cinematográfica, a su compromiso, el cual se agudizaría con el paso de los títulos (sobre todo a partir de 1968), y quizá a su convencimiento de ser indispensable en la evolución y supervivencia del cine. Las películas de Jean-Luc Godard son rupturistas incluso entre sí, y esto provoca que algunas resulten forzadas en su radicalidad. No es el caso de Banda aparte (Bande à part, 1964), una propuesta cinematográfica indispensable para comprender la evolución del cine del realizador y, ¿por qué no decirlo?, también del cine francés de la época. Lo que sí parece quedar claro a lo largo de su carrera es que, otra vez para bien y para mal, Godard ha sido sincero consigo mismo, con su manera de entender tanto su posición dentro del medio cinematográfico como su necesidad de ir a contracorriente, no por capricho, sino para liberar su cine de etiquetas genéricas y de cualquier convencionalismo que lo aleje de su constante por distanciarse del lenguaje narrativo común. Esto ha provocado en su obra aciertos y también desaciertos, al menos para quien redacta, y Banda aparte estaría incluida entre los primeros. Será por el humor que encierra, por su descaro, por su mayor accesibilidad o por la forma de narrar la no relación entre los tres personajes principales, un trío que remite al triángulo amoroso de Jules y Jim (Jules et Jim; François Truffaut, 1961), que Banda aparte es mucho más fácil de digerir que películas futuras en las que Godard iría evolucionando hacia el cineasta comprometido políticamente en ensayos fílmicos radicales de finales de la década de 1960, y hacia el cineasta que ya se lanzaría de lleno a su particular renovación del medio visual. Como en sus anteriores films, dicha constante de renovación, parte de la misma, ya se encuentra en la historia de Otile (Anna Karina), Arthur (Claude Brasseaur) y Franz (Sami Frey), tres jóvenes que comparten clases de inglés, pero también comparten momentos íntimos que anuncian la imposibilidad de la relación a tres bandas que el narrador, siempre irónico, quizá burlón, se niega a confirmar en los paréntesis que anuncia, como también la niegan las imágenes de un film que toma como excusa la supuesta atracción sexual-amorosa y el cine de atracos que Godard satiriza en las escenas finales. Pero el mayor acierto de Banda aparte lo encuentro en su falta de prejuicios a la hora de desarrollar su propuesta, que no busca el aplauso popular, aunque sea uno de sus films más comerciales, sino el enfrentamiento de las imágenes y de estas con aquello que escuchamos, e incluso con las omisiones y los silencios que nos exigen ponernos en el lugar de los protagonistas. A su manera, los tres se revelan (corren por el Louvre o asaltan la casa donde trabaja la ingenua Otile) como también lo hace el narrador, que no disimula su rechazo a los convencionalismos, al mal cine de atracos de serie B y a los finales felices de las novelas baratas, quizá porque ese narrador es el propio Godard rechazando la mediocridad, un Godard que en un momento determinado pone en boca del personaje de Anna Karina, la imagen femenina de su primera etapa, una frase que define uno de los porqués de su cruzada cinematográfica: <<todo lo que es nuevo se convierte irremediablemente en tradicional>>, y, definitivamente para bien o para mal, si de algo no se puede acusar al cine del realizador francés, es de ser tradicional ni convencional.

jueves, 29 de noviembre de 2018

Memorias del subdesarrollo (1968)


Similar a lo acontecido con el cine soviético de los primeros años, el cine cubano de la década de 1960 se encuentra estrechamente ligado a la necesidad de realizar un cine comprometido con la revolución y con revolucionar el propio cine, aunque la originalidad se hizo esperar, influenciado en un primer momento por el neorrealismo que se observa en los inicios de cineastas como 
Tomás Gutiérrez Alea; sin duda uno de los realizadores cubanos de mayor prestigio internacional y uno de los fundadores del ICAIC. Creado durante el año del triunfo revolucionario, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficas asumía el control de la práctica totalidad de la producción cinematográfica de la isla caribeña, una producción que mayoritariamente se decantaba por unir el documental y la propaganda. Pero que esto no lleve a engaño, pues iría evolucionando y alcanzaría cotas elevadas en películas <<de superior interés y que revelan una prodigiosa madurez técnica>>.1 Entre estas últimas encontramos varias de Alea, cuyo doble compromiso (cinematográfico y revolucionario) se fusionan en sus mejores películas de los sesenta para dar testimonio crítico de los hechos vividos durante aquel periodo de desorientación, cambios e ilusiones, algunas de las cuales ya se habrían roto cuando realizó la kafkiana Muerte de un burócrata (1966), en la que satiriza la burocracia desde los títulos de crédito iniciales hasta su conclusión, y sobre todo en Memorias del subdesarrollo (1968), mezcla de documentos de archivo y de ficción, donde el realizador reflexiona sobre los primeros años de la revolución desde una postura partidista que no oculta ni pretende ocultar. <<Revindico para Memorias del subdesarrollo la condición de un cine partidista y militante dentro de la revolución, porque complejiza la apreciación sobre nuestra realidad en la medida que provoca en el espectador una necesidad de pensarla y cuestionarla, al mismo tiempo que se piensa y se cuestiona a uno mismo>>.2 Su "Revindico" nos confirma que, al menos, existen tres niveles significativos en Memorias del subdesarrollo (1968): el retrato de la época (desde el documento de un momento histórico concreto y de un lugar concreto), las reflexiones de Sergio (Sergio Corrieri) y aquellas que se producen en quienes escuchan los pensamientos del protagonista que deambula por un espacio-tiempo (pasado-presente cubano) que despierta su curiosidad y, finalmente, le confirma el subdesarrollo que observa allí donde mira y del cual nos habla. Dichos niveles se desarrollan con tal grado de uniformidad que equilibran la complejidad, reflexiva y crítica, propuesta por el cineasta cubano a través de su personaje principal, de sus relaciones con las mujeres, de sus análisis de los hechos de los que se mantiene al margen, mientras se evalúa a sí mismo, y de su imposibilidad de encontrar su lugar, como tampoco lo habría encontrado durante el pasado burgués que recuerda a lo largo del film, que encontró su inspiración literaria en el libro homónimo de Edmundo Desnoes. Comprendemos que se trata de un hombre lúcido, culto e introspectivo, pero también que es un vestigio del ayer que camina desorientado (y poco a poco decepcionado con aquello que descubre a su alrededor) por el presente de cambio e ilusiones que no han alejado al país del subdesarrollo del que no puede huir.


<<No entiendo nada. ¿Cómo se sale del subdesarrollo?>>, su incapacidad para darse una explicación define su postura dentro de un espacio que reconoce y desconoce a partes iguales, y donde permanece por curiosidad, él mismo así lo dice, y asume su función de testigo de la historia de un país que, al igual que él, busca reinventarse y empezar de cero. Nuestro encuentro con Sergio nos ubica en el periodo que comprende entre 1961 (cuando la revolución abraza públicamente el socialismo, quizá mejor decir el castrismo) y octubre de 1962 (cuando se produce la crisis de los misiles de octubre). Son dos momentos cruciales para la isla, porque entremedias se produce la salida masiva de cubanas y cubanos hacia Estados Unidos, el acercamiento del gobierno castrista a los soviéticos y el distanciamiento definitivo con sus vecinos del norte, momento este que cierra la reflexión de Sergio, cuya curiosidad azuza la del espectador, a quien convierte en testigo y en analista de los hechos que su mirada (la de
Gutiérrez Alea) vuelve hacia el pasado (la situación cubana previa, las vistas contra militantes del antiguo régimen, la relación del protagonista con su mujer y sus amigos o la visita a la casa de Hemingway), hacia el presente (la mesa redonda donde se evalúa la situación cubana, su relación Elena (Daisy Granados) y, a través de ella, con un mundo que desconoce y con el propio cine cubano) y por su situación respecto a sí mismo. Su doble mirada: retrospectiva e introspectiva nos permite contemplar su conformismo, que le ha llevado hacia el vacío que se acentúa en su comprensión de que es un paria, que lo fue y lo será, porque mientras perviva el subdesarrollo y la inconstancia tanto él como Cuba continuarán anclados, sin posibilidad de (r)evolución.


1.Román Gubern: Historia del Cine. Editorial Anagrama, Madrid, 2014.

2.Tomás Gutiérrez Alea. Citado en Garcia Borrero, J. A: Cine cubano de los sesenta: mito y realidad. Ocho y Medio, Libros de Cine y Festival Iberoamericano de Huelva, Madrid, 2007.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Rapsodia en Agosto (1991)

En su última etapa como cineasta, la que abarca Sueños (Yume, 1990), Rapsodia en Agosto (Hachigatsu no Rapusodi, 1991) y Madadayo (1993), Akira Kurosawa se mostró más introspectivo, más calmado en cuanto a su exposición de inquietudes propias y aquellas que se agudizan con el paso de los años. En la primavera-verano de 1990, el realizador japonés filmaba Rapsodia en Agosto e iban a cumplirse cuarenta y cinco años desde los lanzamientos de las bombas atómicas sobre Hiroshima (el 6 de agosto) y sobre Nagasaki (el 9 de agosto) y del final de una guerra que había devastado la mayoría de los países que se vieron envuelta en ella. En aquel remoto pasado para quienes no lo vivieron, o eran demasiado jóvenes para recordarlo, la irá de los primeros artefactos atómicos, sus secuelas físicas y psicológicas, solo formaban parte de la realidad histórica del país. Para Kurosawa, como para cualquier japonés que vivió aquella época, las explosiones se grabaron en su memoria, también el peligro que implicaba el desarrollo del armamento atómico y nuclear que se produjo a continuación, como evidencia en su magistral, aunque desconocida, Notas de un ser vivo (Ikimono no Kiroku, 1955), en la que un hombre teme un ataque en el que ninguno de sus familiares cree. Dicho individuo vive hacia el futuro, un tiempo a todas luces terrible para él, pues está convencido de que el fin del mundo se aproxima, aunque lo que se confirma es su inevitable distanciamiento familiar. La protagonista de Rapsodia en agosto no mira hacia el porvenir, sino hacia el presente (agosto de 1990) que comparte con sus cuatro nietos y, en su compañía, revive parte de su pasado, aquel que conocemos a través de sus silencios, de sus vivencias y de las historias que comparte con sus nietos, inicialmente respetuosos y joviales, pero distantes respecto a las costumbres de la anciana. Como consecuencia del acercamiento entre las dos edades opuestas en la relación, los fantasmas de los seres queridos y ausentes regresan tras recibir una carta de su hermano mayor, a quien no recuerda y quien le pide que acuda a verla a Hawaii. Y regresan porque los niños le insisten en emprender el viaje y esto implica el esfuerzo de Kane (Sachiko Murase) por recuperar la imagen de aquel hermano que abandonó Japón en 1920, cuando ella era solo una niña. Su memoria no tiene la finalidad de retratar el horror que ella experimentó en 1945, sino el recordar a sus hermanos (al menos once) a esa nueva generación que desconoce el pasado, o que apenas puede comprenderlo hasta que se produce el contacto con la abuela. Pero inevitablemente entre las historias que cuenta a sus impresionables nietos, también se cuela la de aquella terrible explosión que ella recuerda en forma de ojo luminoso, un ojo que acabó con la vida de su marido. No obstante, aunque hubo quien así lo creyó, Rapsodia en agosto ni pretende moralizar ni buscar culpables en las nacionalidades, pues solo <<la guerra tiene la culpa>>, como dice la protagonista. La intención del cineasta es la de humanizar relaciones, las cuales nos llegan creíbles y cargadas de emoción contenida. De hecho, el film es un acercamiento familiar entre los nietos, la anciana y posteriormente Clark (Richard Gere), su sobrino medio estadounidense, un acercamiento en el que los padres de los niños no tienen cabida debido a su pensamiento materialista, aquel que solo contempla la fortuna de la rama familiar estadounidense. Y si algo señala, es eso, el materialismo y la mezquindad, pero lo que se imponen a lo largo del metraje son el humanismo y la sensibilidad de Kurosawa, presentes desde siempre en su cine, en obras magnas como Vivir (Ikiru, 1952), Barbarroja (Akahige, 1965) o Dersu Uzala (1975), y también en esta pequeña gran historia de ritmo pausado sobre la familia (tema que le acerca más que nunca a Ozu), sus nexos y sus diferencias, sobre la predilección del realizador por sus personajes desinteresados y sinceros (los niños, la abuela o el sobrino americano) y su rechazo a la mezquindad que caracteriza a los mayores cuando solo ven en la anciana la excusa que les permitiría acercarse a la riqueza de sus parientes hawaiianos. 

martes, 27 de noviembre de 2018

El tigre de Esnapur/La tumba india (1958)

No discuto que una película sea un trabajo de equipo (artístico y técnico), más si cabe si esta se produce dentro de una industria compartimentada como lo fue el Hollywood de las décadas de 1930 y 1940, pero tampoco creo que nadie discuta que existen películas en las que dicho equipo gira en torno a una única figura: la de quien habla a través de la cámara y del montaje. No se trata del operador ni del editor, ni de los actores y actrices, aunque se valgan de ellos, se trata de aquellos directores de mirada cinematográfica inimitable y reconocible, realizadores como Fritz Lang o Jean Renoir, dos cineastas a quienes dedicaré la atención de las líneas que siguen. Sus estilos y sus intereses difieren desde sus orígenes profesionales, pero existen coincidencias circunstanciales innegables entre ellos. Ambos realizaron sus primeras películas en la etapa silente (periodo durante el cual Lang alcanzó la madurez narrativa y Renoir maduraba en su constante evolución), los dos adaptaron a la pantalla magistrales versiones de las mismas novelas de Georges de la Fourchardiére y de Emile Zola, ambos vivieron el exilio en Estados Unidos (aunque el de Lang fue más prolongado) y ninguno se adaptó plenamente al sistema de estudios de Hollywood, donde, entre otras, realizaron películas antinazi durante la guerra (tres el director centroeuropeo y una el francés). Existen otras similitudes, como algunas de sus colaboraciones estadounidenses (Dudley Nichols, Walter Wanger o Joan Bennet) o que ambos influyeron de forma notable en la Nouvelle Vague, pero me llama la atención que, tanto el uno como el otro, encontrasen en la India el escenario que los devolvía al cine europeo. Sin embargo, mientras Renoir pintaba con imágenes coloristas (y a través de los recuerdos de su protagonista) la poesía intimista de El río (The River, 1950), Lang, tras desvanecerse la posibilidad de rodar la historia de la construcción del Taj Mahal, viajaba a sus orígenes cinematográficos y retomaba la estética del serial después de aceptar la propuesta de recuperar un antiguo proyecto que en su día no pudo dirigir. La primera versión de La tumba india (Die Sendung des yoghi/Das indiche Grabmal, 1921), también dividida en dos partes, iba a ser realizada por Lang, que había escrito el guión junto a Thea von Harbou, pero finalmente fue Joe May el encargado de dirigirla. Esto no sentó nada bien al futuro responsable de Los sobornados (The Big Heat, 1953), así que más de tres décadas después tuvo la oportunidad de sacarse la espina y, a pesar del mal recibimiento por parte de la crítica, lo hizo con sobrada maestría. De regreso a Renoir, el realizador francés había expuesto en El río el choque entre dos culturas que se desconocen desde la relación de una familia inglesa con el medio al que indudablemente no pertenece; Lang también lo hace, pero su enfrentamiento se produce desde la aventura folletinesca, que incluye intriga, traición, venganza y romance, y desde los dos espacios que se repiten en buena parte de su filmografía.
Como en la futurista Metrópolis (1926) o en las negras M (1931) y El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932-1933), el realizador vienés opone esos dos espacios a lo largo de El tigre de Esnapur (Der tiger von Eschnapur, 1958) y de La tumba india (Das Indische Grabmal, 1958): los luminosos exteriores y las sombras de los subterráneos del palacio. Luminosidad (luces) y oscuridad (sombras) son dos antagónicos presentes en Lang y dicha presencia se repite en su díptico hindú: arriba, el mundo exterior, y abajo, el inframundo donde el maharajá Chantra (Walter Reyer), el más languiano de los personajes, ha ordenado encerrar a los leprosos del reino. Esas luces y esas sombras también habitan en Chantra y afectan a los amantes, Harald (Paul Hubschmid) y Seeta (Debra Paget), que viven su amor en la clandestinidad que los protege y posteriormente durante su constante e infructuosa huida. La India de El tigre de Esnapur/La tumba india despierta nuevas pasiones en sus protagonistas, a quienes envuelve en misterio, color y conspiraciones. Es el lejano y exótico Esnapur, un lugar ajeno a los europeos que, en la primera de sus dos entregas, encuentran su imagen en el arquitecto Harald Berger, quien llega al país hindú invitado por el maharajá. Este desea construir hospitales y escuelas modernas, ya que, después de recorrer Europa, intenta importar los adelantos que allí descubrió para mejorar las condiciones de sus súbditos (de los que no encierra en el inframundo). Sin embargo, aquello que se inicia como una amistad se transforma en rechazo, pues las dos culturas chocan en la condescendiente superioridad de Harald hacia los ritos y tradiciones autóctonas y en la ira que lo extranjero provoca en los consejeros del príncipe regente. Incluso oriente y occidente chocan en Seeta, mitad hindú, mitad europea, y nexo entre dos mundos atrapados en su reflejo, el cual se desvanece premonitoriamente cuando contempla su rostro en el estanque. Ella es el objeto de deseo del monarca (que simbólicamente la encierra en una jaula de oro) y del arquitecto que ella ama desde que la salvó de las garras del tigre (algo que posteriormente también hará el maharajá). La bailarina ya ha decidido entre ambos hombres, quizá las dos caras de una misma moneda, y su decisión despierta la cólera de Chantra, cuyas palabras de amistad, amor y libertad se transforman en la obsesiva búsqueda de vengar la traición de la que acusa al arquitecto, una búsqueda obsesiva que lo ciega de ira y le impide ver que la verdadera traición se gesta dentro de su palacio, en la amable sumisión de su hermano Ramigari (René Deltgen), en la velada ambición de Padhu (Jochen Brockmann), el hermano de la difunta maharaní, y en la intolerancia de los sacerdotes de la diosa a la que Seeta honra con sus bailes.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Firefox, el arma definitiva (1981)



En sus tiempos de actor, Ronald Reagan era un intérprete mediocre (que alcanzaría popularidad en la televisión) cuyo talante anticomunista y conservador no afectaba al orden mundial. Su ideología no cambió cuando ganó las elecciones presidenciales de 1980 y esto se comprobó durante su administración (1981-1989), que fue el reflejo de aquel pensamiento que, unido a las también intransigentes posturas soviéticas, precipitó las ya delicadas relaciones entre las dos superpotencias hacia el punto límite que, por fortuna, no llegó a rebasarse. El neoliberalismo económico en su máxima expresión, el intervencionismo internacional, el anticomunismo a ultranza, las cortinas de humo, el patriotismo exacerbado y el rearme militar fueron las bases de la política reaganiana, ambigua en muchos aspectos y finalmente máxima responsable del ahogamiento económico de la Unión Soviética y de su posterior desintegración. Esto es Historia, y quien así lo desee puede investigar, profundizar, contrastar ideas y llegar a conclusiones, pero aquí solo nos sirve para constatar un hecho que también afectó al cine, en concreto al cine realizado en Hollywood durante la era Reagan. Por aquel entonces, parte de la industria cinematográfica aceptó las consignas de la nueva política en películas como Más allá del valor (Uncommon Valor; Ted Kotcheff, 1983), Amanecer Rojo (Red Dawn; John Milius, 1984), 
Desaparecido en combate (Missing in Action; Joseph Zito, 1984), Rambo. Acorralado, parte 2 (Rambo: First Blood Part II; George P. Cosmatos, 1985), Rocky IV (Sylvester Stallone, 1985) o Top Gun (Tony Scott, 1986), producciones todas ellas que exaltaban los valores patrióticos de sus héroes. Pero antes que Chuck Norris o Stallone, encontramos a Clint Eastwood vestido de "héroe reaganiano" y transitando por la propaganda en Firefox, el arma definitiva (Firefox, 1981). Esto nada tiene de sorprendente, ya que el realizador y actor era simpatizante de Reagan y, por lo tanto, compartía algunos de sus puntos de vista. De ese modo, tras leer la novela de Craig ThomasEastwood adquirió los derechos y se embarcó en la producción de esta monótona aventura de espionaje de "buenos" y "malos". Así de fácil, así de simple, pero reducirlo todo a una cuestión de enfrentar el bien y el mal ni fue invento del cineasta ni era una novedad.


El cine de propaganda siempre ha jugado esa baza, y 
Firefox no iba a ser distinta, más si cabe, al ser un producto de su época, un producto que, lejos del mejor Eastwood, (mal)funciona mediante la sucesión de tópicos que la limita y la ancla al tiempo de su rodaje. Más allá de su momento, el film resulta uno de los menos afortunados del responsable de Sin perdón (Unforgiven, 1992), no por su ideología (que es cuestión de cada quien, mientras se mantenga dentro de la cordura), sino por resultar aburrida en exceso y repetir clichés desde su inicio, cuando dota de humanidad al personaje del mayor Mitchell Gant (Eastwood) y, para ello, introduce sus recuerdos de Vietnam. Sin disimulo, se apunta el desequilibrio que estos le generan en su presente, durante el cual no puede superar las imágenes de la niña vietnamita que arde tras el lanzamiento de una bomba estadounidense, similar a las que él mismo habría dejado caer sobre el país asiático. Es la culpabilidad y el horror de la guerra, dos compañeras durante la aventura patriótica que Gant emprende tras ser escogido por hablar ruso con fluidez y, sobre todo, por poseer la misma constitución física del piloto soviético a quien debe suplantar para hacerse con el Firefox, el avión más letal jamás construido, una arma que en manos de los soviéticos podría destruir el estilo de vida estadounidense. Este tópico redunda en quienes son los "malos" y quienes los "buenos", y, como tópico, no plantea nada y menos aún qué uso darían los "buenos" al aparato. Salta a la vista que Gant tampoco piensa en cuestiones similares, así que abandona su aislamiento y viaja a la Unión Soviética bajo identidad falsa. Concluido el prólogo, Firefox se divide en tres partes diferenciadas por los espacios y por los personajes: el contacto en la ciudad entre el piloto estadounidense y la resistencia rusa, su estancia con los científicos disidentes en el centro donde se desarrolla y se prueba el avión y finalmente el periplo aéreo, que concluye con el duelo en las alturas que enfrenta al héroe norteamericano y al piloto soviético, a quien poco antes había perdonado la vida, pues, aunque mate a más de uno, la postura propagandística impide que Gant pueda ser un asesino.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Dante no es únicamente severo (1967)

De no existir renovaciones periódicas o, intentos de realizar algo diferente, el cine, como cualquier otro medio de expresión, caería en una prolongada y agónica monotonía. Y es verdad que, salvo excepciones, dicha monotonía ha estado ahí, instaurada desde los orígenes, perpetuándose en productos que, según su época, han repetido con mayor o menor éxito las mismas fórmulas. Ocurrió y ocurre, pero entre tanta homogeneidad también se han dado numerosos casos de ruptura (de forma o de fondo), no por los adelantos técnicos, sino por la escasez de medios, la agitación social del momento y la necesidad de gritar realidades incómodas (neorrealismo o el Tercer Cine latinoamericano), por la intención de algunos cineastas de alejarse de lo ya visto y hecho (las nuevas olas cinematográficas de finales de la década de 1950 y de la siguiente) o simplemente por la inimitable personalidad fílmica de los indispensables del séptimo arte. Quizá sea nadar a contracorriente, e intentar dar un paso diferente asuste, aleje del éxito, lleve al rechazo y, según el caso del país donde se produzca, a la censura y, en ocasiones, ni siquiera implique una ruptura total con lo ya visto, solo un paso más, incluso puede que equivocado, pero ese paso se convierte en indispensable para que se produzca el siguiente y así abrir vías opcionales a la línea trazada. No siempre el resultado ha sido satisfactorio, sin embargo es necesario que existan diferentes modos y perspectivas que abran esos caminos inexplorados (o poco explorados) que traigan nuevos aires al cine, un medio de expresión humano y, por tanto, vivo y en constante búsqueda de sí mismo. Esta evolución (mínima si se quiere) puede aplicarse a cualquier cinematografía, y, aunque sea a cuentagotas, en España encontramos ese cine distinto en cualquiera de sus etapas: en el silente al pionero aragonés Segundo de Chomón, a Nemesio M. Sobrevila en El sexto sentido (1929) o a Florian Rey en La aldea maldita (1930); en la República al Carlos Velo de Almadrabas (1934) o al Buñuel de Las Hurdes (1933); durante el decenio de posguerra a Rafael Gil en El hombre que se quiso matar (1942), Edgar Neville y Carlos Serrano de Osma o Llobet-Grácia con Vida en sombras (1948); y ya en el siguiente a Berlanga y Bardem, sin olvidarnos del Nieves Conde de Los peces rojos (1955), de Val de Omar y su Tríptico elemental de España (1955-1961), Fernán Gómez, Marco Ferreri o Carlos Saura y Los golfos (1959). Es cierto, fueron casos aislados dentro de un entorno cinematográfico que repetía las mismas propuestas y de un público que prefería la comodidad que implica consumir siempre lo mismo, como también fueron aislados los que les siguieron durante la década de 1960. A El cochecito (Marco Ferreri, 1960) y a El verdugo (Berlanga, 1963) habría que sumarle otro nuevo (y polémico en su momento) soplo de aire fresco con el retorno del eterno Buñuel con Viridiana (1961) y poco después con la trabada irrupción de los miembros de los llamados Nuevo Cine Español y Escuela de Barcelona, dos intentos distintos de romper con el cine hegemónico del momento. De esta última "escuela", tras Noche de vino tinto (José María Nunes, 1966), encontramos en Dante no es únicamente severo (1967) un título seminal y una película que se revelaba contra el clasicismo narrativo, contra el amodorramiento imperante en la sociedad urbana española y contra el uso del tiempo cinematográfico. A pesar de que el resultado no es del todo redondo, quizá autocomplaciente y algo pretencioso, sí trajo nuevos aires, aunque estos se encuentren influenciados por Buñuel, Godard e incluso Antonioni. Inicialmente planeada como un proyecto a cuatro bandas (Ricardo Boffil, Pere Portabelle, Jacinto Esteva y Joaquin Jordá), la película de Esteva y Jordá rompe con la linealidad temporal, de hecho juega con ella (como nos desvela la escena en la que el hombre retrasa las agujas del reloj y tanto él como la mujer retrocedan sobre sus pasos) y se abre a un prólogo, previo a los créditos, durante el cual observamos a un grupo de jóvenes, reunidos alrededor de una mesa en el exterior de un bar, que, salvo la modelo, ya no volverán asomar en la pantalla. Entre ellos se encuentran Esteva y Carles Durán, respectivamente co-director y ayudante de dirección de Dante no es únicamente severo, y la modelo que también cerrará el film, la misma cuyo ojo (operado durante el metraje) se inserta en varios planos que se introducen en la distante relación entre el hombre y la mujer, los dos personajes que sirven de escusa para introducirnos en una propuesta cinematográfica que fragmenta su discurso imposibilitando cualquier intento de narrativa convencional. Novedoso respecto al cine realizado en España, Dante no es únicamente severo se decanta por la visualidad subjetiva de sus realizadores, una subjetividad que es expuesta mediante la ruptura narrativa y la dislocación de planos y de secuencias, en color o en blanco y negro, de sueños, de historias imaginadas por la mujer ante el ninguneo masculino y de realidades que escapan al tiempo para sumergirse en un espacio humano también indeterminado.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Alas (1965)


Una buena difusión es fundamental para que cualquier obra musical, literaria o cinematográfica sea accesible y conocida, pero, debido a que la censura le concedió la calificación más baja, el segundo largometraje de Larisa Shepitko tampoco tuvo una distribución adecuada. Esto conllevó que, al igual que Calor (Znoj, 1962) y otras producciones posteriores, pasase desapercibido entre el público soviético y que actualmente aún resulte mayoritariamente desconocido. Pero Alas (Krylia, 1965) es una película que mereció mayor reconocimiento, y todavía lo merece, ya que su mirada, concisa, áspera y directa al desencanto, a la soledad y al vacío en el que vive Nadiezha Petrovna (Maya Bulgakova), es una mirada sincera que, lejos de sensiblerías mojigatas y engañosas, nos llega a través de la cámara que observa a su protagonista para hacernos testigos de su imposibilidad, de su encierro. Ex-piloto de las fuerzas aéreas y antigua heroína de guerra, a sus cuarenta y un años, Nadya vive su presente en soledad y en silencio, guardando sus emociones y mostrándose eficiente, marcial y entregada a su trabajo de directora en la escuela de aviación y al de diputada del pueblo. Así es cara al exterior, solemne y sobria como su vestimenta y su peinado, aunque solo es fachada, ya que resulta evidente que sufre, y que se está rompiendo por dentro. No tardamos en comprenderlo, se desgarra ante la insatisfacción creciente y ante su dificultad a la hora de comunicarse y de adaptarse a su monotonía: de frustraciones que no expresa y del distanciamiento que observamos respecto a su hija Tanya (Zhanna Balotova), el cual se remarca en la escena en la que se presenta inesperadamente para conocer a su yerno (Vladimir Gorelov), o en relación a su amigo Pavel (Panteleymon Krymov), a quien en su desesperación final le pide matrimonio, una vía de escape que sabe estéril porque no la liberaría de su encierro (simbolizado al final del film en el hangar donde los jóvenes pilotos pretenden guardar la avioneta "liberadora" a la que ella sube).


La mirada de Shepitko se centra en Nadya, la sigue allí donde va o donde se encuentra, pues ella es el principio y el fin de su estudio humano. Cuanto sucede nos llega de forma objetiva, salvo en momentos puntuales de planos aéreos (recuerdos, añoranza o ilusiones a las que se aferra). Pero el más significativo se produce cuando, durante su caminar, se pone a llover y la calle se vacía. Desde ese vacío y desde esa soledad que Nadya contempla tanto en el exterior como en su interior, la realizadora nos introduce la analepsis subjetiva que nace de la memoria de la protagonista. La mujer desaparece de la pantalla, solo descubrimos a Mitya (Leonid Dyachkov), porque las imágenes son las captadas por sus ojos y son las que habitan en su memoria. Son las imágenes de la nostalgia de aquel momento pasado e idealizado, pero también las del desamor o del amor incumplido porque Mitya fue abatido durante la guerra. Quizá ella también murió (como se plantea en el museo donde una niña pregunta lo mismo) en aquel conflicto bélico en el que pilotaba, luchaba y se sentía más viva e integrada que en su cotidianidad docente-administrativa, en la que solo encuentra el rechazo de sus alumnos, <<la desprecio>>, dice uno de ellos (Sergei Nikonenko), o el fracaso de su vida personal, distanciada e imposibilitada a cualquier tipo de acercamiento afectivo, sean en su relación materno-filial o en una hipotética amorosa.

jueves, 22 de noviembre de 2018

Sayat Nova. El color de la granada (1968)


La multiculturalidad que existía en la Unión Soviética, coexistencia de múltiples etnias y nacionalidades dentro de sus fronteras, explica parte del por qué resulta tan distinto el cine de realizadores contemporáneos entre sí como Eisenstein y Dovjenko o, más adelante en el tiempo, como Tarkovski, Shepitko o Paradjanov. Si el primero plantea un cine espiritual, pero comprensible, la segunda áspero y más terrenal e igualmente interpretable, el de Sergei Paradjanov me descoloca por su complejidad única. Esta dificultad se hace más fuerte en El color de la granada (Sayat Nova, 1968), una de las propuestas más radicales que he visto en pantalla. ¿Me gusta? No sabría decirlo o no podría, porque sus alegorías y sus simbolismos escapan a mi comprensión, limitada por mi desconocimiento de la cultura armenia y, previo al visionado de la película, por mi total ignorancia de la vida y obra del poeta y músico Sayat Nova. Pero, sobre todo, no podría porque es un film que me genera ideas enfrentadas, atracción por su osadía con las formas, de hecho ni siquiera Los corceles de fuego/Sombras de los antepasados olvidados (Tini zabutykh predkiv, 1965) resulta tan rupturista, y por su osadía visual, rechazo porque mi interpretación de la poética de Paradjanov me resulta insuficiente para conectar plenamente con las pinturas vivientes que se suceden en la pantalla. Por este motivo no voy a caer en la imprudencia de hablar de aquello que ignoro, o no conozco lo suficiente para opinar, y me limitaré a escribir que, más que una cuestión de comprensión o de cualquier otra circunstancia que corra a cargo del espectador (en este caso, quien comenta), la película es una sucesión de cuadros vivos que nacen de la individualidad de un artista personal, si se prefiere original en grado sumo, que refleja varios momentos en la vida del trovador armenio, de su martirio y de su espiritualidad. Cuanto se ve es una cuestión que nace de la personalidad del realizador, no hay medias tintas, y como consecuencia quien recibe las imágenes, le atraigan o no, debe decodificarlas, y ahí puede residir el problema, que el espectador no comprenda la intención del cineasta georgiano de origen armenio, que aspira a la belleza y a lo trascendente a través de planos pictóricos, de la iconografía religiosa y del folclore armenio que dan forma a su película. La ruptura de El color de las granadas es total y rompe con cualquier convencionalismo cinematográfico, con cualquier intento de narrativa y se decanta por adentrarse en la interioridad del poeta, ¿o nos adentra en la tortuosa interioridad del propio Paradjanov?, concediendo importancia a los encuadres, a los colores y a los elementos (objetos, personas, animales, construcciones) que enmarca en cada plano. <<Yo soy aquel, cuya vida y alma son tortura>>, leemos mientras contemplamos un libro al inicio del film. Ese alma torturada es la que se pretende retratar, nunca narrar, de ahí la importancia de comprender el significado de aquello que contemplamos, algo que por momentos escapa a mi entendimiento (y en otros interpreto como la propia tortura de un realizador en lucha contra un entorno marcado por la intolerancia y la incomprensión), aunque no escapa a la conclusión de que estoy ante una obra cinematográfica única, diferente. Y encontrar algo diferente puede resultar molesto, no fue mi caso, aunque sí lo fue de la censura soviética, incapaz de aceptar una película que o bien no entendía o bien no era la esperada, quizá porque atentaba contra la mediocre intención de controlar lo incontrolable. Entre otras circunstancias, la intolerancia administrativa precipitó que Sayat Nova fuese cortada, montada de nuevo sin el consentimiento de Paradjanov y finalmente prohibida, y todo porque el cineasta no se plegaba al tipo de cine oficial y aceptado como válido, sino que buscaba en sus películas la belleza, lo sublime, la voz de los pueblos minoritarios (como el armenio) y, muy posiblemente, buscaba revelarse contra cualquier imposición que le impidiese su arte o, dicho de otra manera, su expresión.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

El viejecito (1960)



<<Esta es la historia de un viejecito que no se quería morir...>>, y esta historia fue proyectada durante la octava edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Durante el certamen se exhibieron varias prácticas de fin de carrera de los alumnos del I. I. C. E., entre ellos Basilio Martín Patino, José Luis Borau, Manuel Summers y Miguel Picazo, jóvenes que, junto a otros, estaban llamados a renovar la anquilosada cinematografía española. Por lo que se pudo ver en aquella edición del festival, la renovación era factible, aunque otro cantar sería rodar fuera del seno de la escuela donde habían filmado con libertad, con escasos medios, con inventiva e ilusión. Dicha inventiva se observa en El viejecito (1960), una comedia de apenas veinte minutos de duración, pero veinte minutos cargados de humor negro e ironía, dos presencias que acercan la práctica de diplomatura de Summers a los guiones escritos por Rafael Azcona en su primera etapa como guionista de Marco Ferreri. Pero allí donde el riojano no muestra compasión por sus personajes, Summers mira con ternura (y compasión) a su viejecito, cuya leyenda ya nos indica su negativa a fallecer.


La primera secuencia nos ubica en una habitación donde un hombre le pregunta a su hija si <<se ha muerto el abuelo>>. Y lo hace sin mostrar mayor emoción, como si fuera algo esperado, que todos dan por hecho. De igual manera, ella le responde <<no. Está durmiendo>> y, a continuación, entra la habitación del anciano y lo despierta. En ese ese espacio el humor negro cobra forma en el ataúd apoyado sobre la pared, al lado de la cama del protagonista, un ataúd que parece insistir en ser empleado, aunque no convence al anciano para que se deje ir. Él desea ver la calle y tiene intención de vivir, como desvela su interés por aprender inglés o su acercamiento a la ventana desde donde mira el exterior. Lleva dos años enfermo, posiblemente sin salir de entre esas cuatro paredes donde inesperadamente se presenta una sombra que anuncia la figura de una anciana, portadora de un reloj de arena y de una guadaña. Es la muerte y, como tal, se presenta para hacer su trabajo, sin prisa y sin emociones, pero inexorable a la hora de anunciar el motivo de su visita. Al viejecito solo le quedan cinco minutos de vida y aprovecha este tiempo para rezar, una, dos, tres,..., oraciones iguales que apelan a su ángel de la guarda, el cual desciende del cielo (mediante una transparencia que delata la falta de medios y como estos pueden superarse) para preguntarle cuál es el problema y que nada puede hacer para resolverlo, porque solo es un simple funcionario. El humor de estas escenas es innegable (la figura de la muerte calcetando, la alusión a la burocracia celestial o las alas sujetas al cuerpo del ángel mediante una cinta), como también lo es la escasez que se supera con inventiva y con humor. <<De tener que elegir un film, me quedaría con El viejecito, de Manuel Summers, cuyos personajes están tratados con más amor y en el que encuentro mayor inspiración cinematográfica>>. Estas palabras de José Luis Guarner, extraídas de su artículo publicado en la revista Documentos cinematográficos (nº 4, septiembre de 1960), nos indican dos cuestiones que estarán presentes en posteriores trabajos del cineasta: el amor (ternura) hacia sus personajes y la inspiración cinematográfica. Ambas se dan la mano en El viejecito, en el deseo del protagonista de vivir y de volver a pisar la calle, en el deambular de la cámara por el asfalto urbano o en su alejamiento final, que distancia al protagonista del suelo callejero, que poco antes ha podido recorrer gracias a la tramposa intervención de su ángel de la guarda.



lunes, 19 de noviembre de 2018

La ascensión (1976)


Los cines en la antigua Unión Soviética eran estatales, el control, los permisos y las calificaciones de exhibición estaban en manos de la administración, por lo que esta elegía qué y cómo estrenar en sus pantallas. Inevitablemente, esta constante intervención administrativa afectó a todos los cineastas. Como otros colegas de profesión que cursaron estudios en el prestigioso instituto de cine moscovita VGIK durante las décadas de 1950 y 1960, entre quienes contaban Andrei Konchalovski, Sergey Parajanov, Andrei TarkovskiElem Klimov, Larisa Shepitko no fue ajena a la intervención de la censura estatal, cuyas trabas impidieron que la carrera de la cineasta fuese más fluida y reconocida, tanto dentro como fuera de las fronteras soviéticas. Y como la de aquellos miembros del nuevo cine soviético, no lo fue porque la directora de origen ucraniano tenía voz propia y tenerla dentro de cualquier sistema totalitario, donde la voz individual es sustituida por el eco de quienes ostentan el poder, conlleva como mínima condena el ostracismo y el silencio. Pero Shepitko, una de las cineastas más destacadas de su generación, no renegó de su voz ni de su búsqueda de la verdad a través del cine —y de los individuos que protagonizan su breve y espléndida filmografía— y acabó por darse a conocer fuera de la Unión Soviética gracias a Tú y yo (Ty i ja, 1971) y, sobre todo, a La ascensión (Voskhozhdeniye, 1976), película que le valió el Oso de Oro en el festival de Berlín de 1977. Poco pudo disfrutar de su merecido reconocimiento, pues fallecía dos años después, en un accidente automovilístico, durante el rodaje de su nuevo proyecto, la adaptación del relato Despedirse de Matiora.


La filmografía de Larisa Shepitko es corta, aunque imprescindible en la evolución del cine soviético de la década de 1960, y La ascensión, su última película completa, nos descubre a una cineasta que, tomando como referencias la novela Sotnikov (1970) del escritor bielorruso Vasili Bykov y la Pasión cristiana, recrea un impactante e incómodo drama bélico que nos adentra (nos obliga a ello) en el paisaje bielorruso, nevado, desolado, opresivo y angustioso por donde caminan Kolya Rybak (Vladimir Gostyukhin) y Sotnikov (Boris Plotnikov) en busca de alimentos que calmen el hambre de su grupo de resistencia (hombres, mujeres y niños). Emprendida la marcha, recorren el paraje de nieve y más nieve donde solo encuentran una aldea quemada, un anciano colaboracionista (y la mujer que suplica que no lo ejecuten por colaborar con los alemanes), la patrulla enemiga que hiere a Sotnikov, la cabra que Rybak finalmente abandona para socorrer a su amigo y el enfrentamiento interno que nos desvela las dos posturas antagónicas asumidas por la pareja protagonista. L
a debilidad física de Sotnikov y la aparente entereza de Kolya, son opuestas a la interioridad de cada uno de ellos: entera la del primero, al descubrir y aceptar la verdad que lo mueve, y quebrada la del segundo ante la siempre amenazante presencia de la muerte, una muerte que Kolya evita al delatar su presencia en la cabaña de Demchikha (Lyudmila Polyakova), trabajadora, madre de tres hijos y, al igual que ellos, víctima de fuerzas policiales rusas al servicio de los invasores alemanes.


La ascensión
 puede interpretarse como un film bélico que ubica la acción en un momento concreto, el invierno de 1942, aunque resulta intemporal porque se trata de una película que apunta hacia la interior de los protagonistas y hacia dos realidades presentes en cualquier sistema opresor y represor: el miedo y como este afecta de forma diferente a quienes lo sufren.
 La detención en casa de Demchikha, la arrastran y la obligan a abandonar a sus tres hijos a su suerte (frío, hambre y muerte), agudiza el sufrimiento de los personajes, así como la diferencia existente entre los dos prisioneros que el comisario Portnov (Anatoliy Solonitsyn), consciente de la entereza espiritual de Sotnikov y de la debilidad de Rybak, trata de forma muy distinta. Esto se reafirma en el puesto policial, donde Shepitko acentuó los simbolismos para mostrarnos la pasión de Sotnikov: marcan su torso con una estrella roja candente (su cruz de espinas) para que diga su nombre, delate a sus compañeros y reniegue de sus principios, pero resiste y se vuelve más fuerte, quizá divino. Frente a este comportamiento sobrenatural nos encontramos con la reacción terrenal de Kolya, tan humano que siente miedo, siempre lo siente, porque teme morir, y se muestra solícito con su carcelero. Él tiene un pensamiento distinto al de su amigo, para quien <<lo importante es mantenerte fiel a tus principios>>, principios por los cuales será conducido en una lenta y tortuosa ascensión hacia el patíbulo que comparte con aquel anciano (Sergey Yakovlev) colaboracionista (por mandato), con Demchikha y la adolescente Basya (Viktoriya Gondentul), pero no con Kolya, que salva su vida al traicionar y traicionarse (una mujer presente en el ahorcamiento se acerca a él y le llama Judas), aunque no consigue escapar de su castigo: saber que siempre vivirá víctima de su miedo, de su humanidad y de la imposibilidad de alcanzar la serenidad ante la muerte.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Gregory Peck. Elegancia y discreción



Al recordar la filmografía de Gregory Peck observo algo que no sucede con la mayoría de los grandes actores del Hollywood clásico: su inteligencia o su buen criterio a la hora de escoger proyectos y no encasillarse en un tipo de personaje concreto. Esto fue debido en parte a que ya desde su debut en Días de gloria, un film cuyo resultado no le satisfizo, mantuvo distancias respecto a los estudios, negándose a contratos de exclusividad, para así evitar personajes y films impuestos por terceros. Al firmar por película y no con un estudio, que le obligase a aceptar papeles determinados (posiblemente, una y otra vez el de galán romántico o héroe sin tacha) en films también impuestos, Peck pudo elegir y participar en comedias, dramas, westerns, bélico, ciencia-ficción, suspense, terror o aventuras. Descontando el musical, prácticamente tocó todos los géneros, hecho que le posibilitó una gama variada de personajes que encuentran sus polos opuestos en el honesto abogado de Matar a un ruiseñor, su interpretación más aplaudida, premiada y recordada, y en el monstruoso doctor Mengele de Los niños del Brasil. Y, entre estos antagónicos, diferentes roles que demostraban su intención de no repetirse y de demostrar que era algo más que una imagen elegante y estereotipada. Poco tienen que ver el forajido de 
Cielo Amarillo con el marino de El mundo en sus manos o con el ingenuo periodista de Mi desconfiada esposa. Su independencia (y su potencial éxito cara la taquilla) también le permitió trabajar con cineastas tan dispares y sobrados de talento como William Wyler, Raoul Walsh, Henry King, con quien repitió hasta en seis ocasiones, King VidorJohn Huston o Alfred Hitchcock, quizá de estos grandes realizadores con quien peor funcionó en pantalla, o arriesgarse a interpretar antihéroes con bigote como Ringo en El pistolero, una de sus películas favoritas y también una de sus mejores interpretaciones, obsesivos como el capitán Ahab en Moby Dick o de amargura, desilusión y desorientación crepuscular como el sheriff de Yo vigilo el camino, personajes que escapaban de la imagen de galán que se pretendía de él. Antes de dar el salto al cine, Peck no contemplaba ser ni galán ni actor cinematográfico, él era actor teatral y no escondía sus preferencias, sin embargo, su difícil situación económica y la necesidad de las productoras de encontrar nuevos rostros coincidieron en un momento que le decidió a probar fortuna en el film de Jacques Tourneur, cuyo resultado fue un fracaso comercial, aunque no por ello dejaron de llegarle ofertas. Ese mismo año, 1944, pudo quitarse la espina de su primera película al vestir los hábitos religiosos en Las llaves del reino, hábitos que volvería a lucir cuatro décadas después en la televisiva El escarlata y el negro. Su segunda película fue su primer éxito y a partir de entonces no podemos hablar más que de interpretaciones que le valieron el favor del público, aunque no siempre de la crítica, en títulos que superaban la media, películas que, como el titánico western Duelo al sol, en el que siendo el "malo" conquistó la simpatía popular, la dramática La barrera invisible, la bélica Almas en la hoguera, la aventura marina El hidalgo de los mares o la romántica Vacaciones en Roma, lo encumbraron a lo más alto de Hollywood, posición que se reafirmaba con cada nuevo título (entre ellos, los taquilleros Horizontes de grandeza y Los cañones de Navarone) que sumaba a su exitosa carrera profesional.


Filmografía

Días de gloria (Days of Glory; Jacques Tourneur, 1944)

Las llaves del reino (The Keys of the Kingdom; John M. Stahl, 1944)

El valle del destino (The Valley of Decision; Tay Garnett, 1945)

Recuerda (Spellbound; Alfred Hitchcock, 1945)

El despertar (The Yearling; Clarence Brown, 1946)

Duelo al sol (Duel in the Sun; King Vidor, 1947)

Pasión en la selva (The Macomber Affair; Zoltan Korda, 1947)

La barrera invisible (Gentleman's Agreement; Elia Kazan, 1947)

El proceso Paradine (The Paradine Case; Alfred Hitchcock, 1947)

Cielo Amarillo (Yellow Sky; William A. Wellman, 1948)

El gran pecador (The Great Sinner; Robert Siodmak, 1949)

Almas en la hoguera (Twelve O'Clock High; Henry King, 1949)

El pistolero (The Gunfighter; Henry King, 1950)

El hidalgo de los mares (Captain Horatio Hornblower; Raoul Walsh, 1951)

Solo el valiente (Only the Valiant; Gordon Douglas, 1951)

David y Betsabé (David and Bathsheba; Henry King, 1952)

El mundo en sus manos (The World in His Hands; Raoul Walsh, 1952)

Las nieves del Kilimanjaro (The Snows of Kilimanjaro; Henry King, 1953)

Vacaciones en Roma (Roman Holidays; William Wyler, 1953)

Decisión a medianoche (Night People; Nunnally Johnson, 1954)

El millonario (The Million Pound Note; Ronald Neame, 1954)

Boum Sur Paris (Maurice de Canonge, 1954)

Llanura roja (The Purple Plain; Robert Parrish, 1954)

El hombre del traje gris (The Man in the Gray Flannel Suit; Nunnally Johnson, 1956)


Mi desconfiada esposa (Designing Woman; Vincente Minnelli, 1957)

Horizontes de grandeza (The Big Country; William Wyler, 1958)

El vengador sin piedad (The Bravados; Henry King, 1958)

La cima de los héroes (Pork Chop Hill; Lewis Milestone, 1959)

Días sin vida (Beloved Infidel; Henry King, 1959)

La hora final (On the Beach; Stanley Kramer, 1959)

Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone; Jack Lee Thompson, 1961)

El cabo del terror (Cape Fear; Jack Lee Thompson, 1962)

Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockinbird; Robert Mulligan, 1962)

La conquista del oeste (How the West Was Won; George Marshall, Henry Hathaway, John Ford, 1962)

Y llegó el día de la venganza (Behold a Pale Horne; Fred Zinnemann, 1964)

Capitán Newman (Captain Newman M. D.; David Miller, 1965)

Espejismo (Mirage; Edward Dmytryk, 1965)

Arabesco (Arabesque; Stanley Donen, 1966)

La noche de los gigantes (The Stalking Moon; Robert Mulligan, 1968)

El oro de McKennan (McKenna's Gold; Jack LeeThompson, 1969)

La sombra del zar amarillo (The Chairman; Jack Lee Thompson, 1969)

Atrapados en el espacio (Marooned; John Sturges, 1969)

Yo vigilo el camino (I Walk the Line; John Frankenheimer, 1970)

Círculo de fuego (Shoot Out; Henry Hathaway, 1971)

Billy Dos Sombreros (Billy Two Hats; Ted Kotcheff, 1973)

La profecía (The Omen; Richard Donner, 1976)

MacArthur, el general rebelde (MacArthur, The Rebel General; Robert Sargent; 1977)

Los niños del Brasil (The Boys from Brazil; Franklin J. Schaffner, 1978)

Lobos marinos (Sea Wolves; Andrew V. MacLaglen, 1980)

El escarlata y el negro (The Scarlett and the Black; Jerry London, 1984) (película para televisión)

La voz silenciosa (Amazing Chuck and Grace; Mike Newell, 1987)

Gringo viejo (Old Gringo; Luis Puenzo, 1989)

El cabo del miedo (Cape Fear; Martin Scorsese, 1991)

El dinero de los demás (Other's People Money; Norman Jewison, 1992)

El retrato (The Portrait; Arthur Penn, 1994) (película para televisión)