viernes, 2 de noviembre de 2018

La voz de la montaña (1954)


Algunas de sus películas presentan temas comunes que remiten a su tiempo, a la situación de la familia, de los hombres y de las mujeres. Son radiografías de la sociedad japonesa a través de la interioridad de sus personajes, reflexiones introspectivas, pausadas y rítmicas que conectan el cine de Mikio Naruse y el de Yasujiro Ozu, más allá de que ambos fueron dos grandes cineastas de estilos diferentes que triunfaron antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Un ejemplo de esta conexión se encuentra en las protagonistas femeninas interpretadas por Setsuko Hara para ambos realizadores, cuya presencia en la pantalla no solo desvela la delicadeza de sus facciones ni la sonrisa serena que brota para iluminar las sombras de películas como La voz de la montaña (Yama no oto, 1954). Su rostro es el silencio y su mirada nos abre una puerta a la interioridad, resignada y comprensiva, también melancólica y generosa, aunque el caso de Kikuko, la protagonista de este magistral film de Naruse, también se esconde la rebeldía. Esta es la imagen de Kikuko, quien calla y se esfuerza por mantenerse a flote en una soledad que solo mitiga en compañía de su suegro (Yô Yamamura). Kikuko no es una heroína al uso, ni tampoco una heroína de Ozu, ella es una mujer que silencia su dolor en una cotidianidad que la ningunea y la golpea, y que ella asume con la dignidad, la entereza y la fuerza de voluntad que la llevará a revelarse. En este crudo, pesimista y al tiempo delicado drama de Naruse, la actriz representó al personaje con la naturalidad que se observa en sus colaboraciones con Ozu, quizá el cineasta que mejor supo aprovechar el talento y los rasgos de Hara para desvelar el sufrimiento, el sacrificio y la soledad sin necesidad de palabras.


Con el silencio también Naruse describe a Kukiko en su cotidianidad familiar, dentro de una familia en la que las distancias se agrandan y el dolor se asienta para formar parte de la monotonía de todos sus miembros. Kukiko vive con su esposo y con sus suegros, sin embargo, parece más una hija que la mujer de Shuichi (Ken Vehara), quien apenas para en casa y cuando lo hace solo muestra indiferencia y reproche. Kukiko sufre este distanciamiento minimizándolo en sus atenciones domésticas y en su condición de la hija japonesa que cuida de sus padres (políticos) en la vejez. Pero Kikuro no puede continuar resistiendo una vida que la oprime y castiga, una vida que solo encuentra consuelo en la relación de complicidad y de reconocimiento que mantiene con su suegro, quien, como ella, muestra una apariencia externa tranquila, aunque rebosa preocupación por el presente matrimonial de sus dos hijos, aunque sin pensar en el por qué Shuichi engaña a Kukiko con otra mujer ni por qué su hija Fusaku (Chieko Nakakita) abandona a su marido y regresa con sus dos hijas a casa. Todos ellos son seres que silencian el dolor que sufren y viven en la soledad del fracaso existencial que Naruse apunta desde la sencillez y el lirismo de imágenes que no juzgan a los personajes, cuyos silencios son más elocuentes que las conversaciones que omiten las heridas, la desesperanza, los egoísmos o la rebeldía asumida por Kikuko hacia el final del film, cuando rompe las cadenas que la atan a una existencia que la somete a una vida que solo encuentra sentido en los momentos compartidos con su suegro, desde quien tenemos acceso a una segunda realidad dolorosa: aquella que el realizador nos descubre avanzado el metraje.

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