miércoles, 21 de noviembre de 2018

El viejecito (1960)



<<Esta es la historia de un viejecito que no se quería morir...>>, y esta historia fue proyectada durante la octava edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Durante el certamen se exhibieron varias prácticas de fin de carrera de los alumnos del I. I. C. E., entre ellos Basilio Martín Patino, José Luis Borau, Manuel Summers y Miguel Picazo, jóvenes que, junto a otros, estaban llamados a renovar la anquilosada cinematografía española. Por lo que se pudo ver en aquella edición del festival, la renovación era factible, aunque otro cantar sería rodar fuera del seno de la escuela donde habían filmado con libertad, con escasos medios, con inventiva e ilusión. Dicha inventiva se observa en El viejecito (1960), una comedia de apenas veinte minutos de duración, pero veinte minutos cargados de humor negro e ironía, dos presencias que acercan la práctica de diplomatura de Summers a los guiones escritos por Rafael Azcona en su primera etapa como guionista de Marco Ferreri. Pero allí donde el riojano no muestra compasión por sus personajes, Summers mira con ternura (y compasión) a su viejecito, cuya leyenda ya nos indica su negativa a fallecer.


La primera secuencia nos ubica en una habitación donde un hombre le pregunta a su hija si <<se ha muerto el abuelo>>. Y lo hace sin mostrar mayor emoción, como si fuera algo esperado, que todos dan por hecho. De igual manera, ella le responde <<no. Está durmiendo>> y, a continuación, entra la habitación del anciano y lo despierta. En ese ese espacio el humor negro cobra forma en el ataúd apoyado sobre la pared, al lado de la cama del protagonista, un ataúd que parece insistir en ser empleado, aunque no convence al anciano para que se deje ir. Él desea ver la calle y tiene intención de vivir, como desvela su interés por aprender inglés o su acercamiento a la ventana desde donde mira el exterior. Lleva dos años enfermo, posiblemente sin salir de entre esas cuatro paredes donde inesperadamente se presenta una sombra que anuncia la figura de una anciana, portadora de un reloj de arena y de una guadaña. Es la muerte y, como tal, se presenta para hacer su trabajo, sin prisa y sin emociones, pero inexorable a la hora de anunciar el motivo de su visita. Al viejecito solo le quedan cinco minutos de vida y aprovecha este tiempo para rezar, una, dos, tres,..., oraciones iguales que apelan a su ángel de la guarda, el cual desciende del cielo (mediante una transparencia que delata la falta de medios y como estos pueden superarse) para preguntarle cuál es el problema y que nada puede hacer para resolverlo, porque solo es un simple funcionario. El humor de estas escenas es innegable (la figura de la muerte calcetando, la alusión a la burocracia celestial o las alas sujetas al cuerpo del ángel mediante una cinta), como también lo es la escasez que se supera con inventiva y con humor. <<De tener que elegir un film, me quedaría con El viejecito, de Manuel Summers, cuyos personajes están tratados con más amor y en el que encuentro mayor inspiración cinematográfica>>. Estas palabras de José Luis Guarner, extraídas de su artículo publicado en la revista Documentos cinematográficos (nº 4, septiembre de 1960), nos indican dos cuestiones que estarán presentes en posteriores trabajos del cineasta: el amor (ternura) hacia sus personajes y la inspiración cinematográfica. Ambas se dan la mano en El viejecito, en el deseo del protagonista de vivir y de volver a pisar la calle, en el deambular de la cámara por el asfalto urbano o en su alejamiento final, que distancia al protagonista del suelo callejero, que poco antes ha podido recorrer gracias a la tramposa intervención de su ángel de la guarda.



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