miércoles, 28 de agosto de 2019

Nadie quiere la noche (2015)


Dudo que alguien haya filmado la comunión hielo y sol como lo hizo Akira Kurosawa en Dersu Uzala (1975), cuando sus dos protagonistas contemplan la armonía que también se produce en ellos, el acercamiento entre la civilización representada por el ingeniero y la inocencia del cazador, símbolo de la naturaleza que no ha sido pervertida o adulterada por la modernidad. Es al tiempo su amistad y la proximidad de dos mundos distantes, que conviven en ese momento que precede a la tormenta sin que uno intente imponerse al otro, dos mundos que también conectan en las protagonistas de Nadie quiere la noche (2015). Pero donde en la magistral y poética película de Kurosawa hay curiosidad, respeto y admiración mutuos desde que se produce el contacto de los personajes; inicialmente, en la de Isabel Coixet existe el rechazo que Josephine Peary (Juliette Binoche), inspirada en la exploradora real, la primera que formó parte de una expedición al Ártico, evidencia hacia Allaka (Rinko Kikuchi) —la pureza que en el film de Kurosawa recae sobre el inolvidable cazador— y hacia cuanto no entra dentro de su comprensión burguesa, ni de sus planes de reunirse con su marido, el capitán Robert Peary, en el Polo Norte. Como otras protagonistas de Coixet, la interpretada por Binoche en Nadie quiere la noche se distancia de los convencionalismos de su época —en esa lucha por distanciarse y sobrevivir en el intento, descubrimos a la librera de La librería (2017) o a las amantes de Elisa y Marcela (2019)—, convencionalismos que entorpecen o impiden su liberación, su supuesto e impuesto lugar dentro de la sociedad civilizada. En su desafío a lo establecido, Josephine deja atrás la civilización y se aventura por un espacio de exclusiva presencia masculina; salvo ella, el resto de exploradores son hombres. La Josephine Diebitsch Peary real rompió con lo establecido años antes de las imágenes que abren el film en 1908, cuando observamos a una mujer occidental, vestida con ropas de invierno también occidentales y abatiendo a un oso polar. Su puntería es incuestionable, y ya marca una diferencia con las mujeres de su época, diferencia que aumenta a medida que se adentra por un espacio salvaje, inexplorado, distante, un lugar donde romper con el puritanismo burgués y donde desarrollar su condición de mujer libre pensadora, aunque, en un primer momento, lleve consigo prejuicios, altivez y costumbres del entorno que abandonó no sabemos cuándo. Experta tiradora, autoritaria, autosuficiente, arrogante, la aventurera desoye consejos, consciente de que ha llegado lejos, más lejos que ninguna otra mujer blanca y que la mayoría de los hombres, y, para confirmarlo, impone su criterio (ya lo habría hecho con anterioridad) o graba su nombre en la puerta de madera del primer refugio donde hace un alto. No pretende detenerse, a pesar de las advertencias y de las señales de peligro que observa en su avance hacia el norte. Ni la amenaza del invierno, ni la certeza de que será un viaje repleto de peligros, merman sus intenciones, ni su búsqueda, todavía inconsciente de que se trata de la búsqueda íntima que le permitirá encontrarse. Durante su camino, hace oídos sordos y se impone, sin pensar en las consecuencias de sus decisiones. Así prosigue, altiva y humana, por el paraje blanco, frío, hermoso, desolado, que aún no ha hecho mella en ella, pero donde las circunstancias y la naturaleza amenazan en forma del alud que entierra su trineo, de la muerte de su guía (Gabriel Byrne) o de su encuentro con el explorador que, medio muerto, Robert Peary abandonó a su suerte, obsesionado por alcanzar su objetivo. Josephine también vive su obsesión, quizá aquella que, en su afán de reunirse con Robert —cuya ausencia física no impide su constante presencia, digamos, espectral—, oculta la necesidad y la ambición de llegar allí donde llegue cualquier hombre. Su osadía es comparable a la superioridad que asume en sus modales, en su ropas y en su trato con el resto, sobre todo con los nativos inuit, a quienes parece considerar seres inferiores. Puede que no lo parezca, y se considere por encima, y quizá por eso censure a Allaka con un <<no has entendido nada>> o le pregunte <<¿sabes lo que es el amor>>; y reciba una respuesta que le descubre que no son tan diferentes. Ambas sienten, ambas aguardan al mismo hombre y ambas sobreviven en un paraje inhóspito donde la noche invernal cae mientras se afianza la amistad y se completa el aprendizaje de la occidental. En ningún otro lugar podrían haber experimentado la comunión que las conecta en la cabaña o la liberación de Josephine, fruto de su relación con Allaka y con ese espacio físico donde la muerte llega cuando el sol duerme. Pero si como aventura íntima, la ausencia de épica y movimiento en Nadie quiere la noche son comprensibles, no lo es tanto la sensación de pesadez que finalmente se apodera del film, del paisaje (que por momentos solo parece cumplir la función de poner la nota preciosista en el discurso de Coixet) y de personajes cuya conexión pierde naturalidad a medida que avanzan los minutos, forzada por la intención de hacer visible lo invisible.

martes, 27 de agosto de 2019

Coco (2017)

En el más allá expuesto por Lee Unkrich y Adrián Molina hay entretenimiento, derroche visual, fantasía y la idea dominante <<la familia es lo primero>>, una idea que también encontramos en la tierra de los vivos donde el pequeño Miguel Rivera fantasea con la ilusión de ser músico, al tiempo que siente la frustración que le acarrea la prohibición familiar de hablar, tocar o soñar con música. La familia como eje infalible, protector y perfecto, reaparece a lo largo de las producciones Disney-Pixar. Es una de sus constantes temáticas, como también constante es su empeño de que toda aventura implica un aprendizaje, o lección moral, que sus protagonistas completan en el final feliz de sus andanzas, sean estas por tierra, mar, aire o por el mundo de los muertos donde se desarrolla la mayor parte de Coco (2017). Dicha lección arraiga en el héroe infantil a medida que avanza su recorrido, durante el cual logra desprenderse de falsos ídolos y acepta la prioridad de los lazos familiares, a veces cadenas, sobre su desarrollo personal. ¿Las raíces son más importantes que la propia identidad, aquella que le anima a soñar? ¿O viceversa? Abanderado del cine familiar, para Disney-Pixar <<nada es más importante que la familia>>, y así lo asume Miguel cuando hace suyo el mensaje que la productora introduce en muchas de sus fantasías y aventuras, un mensaje que el niño se encargara de proyectar hacia el futuro (cuestión que observamos cuando sujeta entre sus brazos a su hermana pequeña y le nombra a los ancestros retratos). La realización personal de Miguel, el desarrollo de su creatividad, de un carácter propio y de su libre albedrío, que implicaría errores y aciertos que forman parte de cualquier aprendizaje (de la vida en sí misma), están supeditados a no transgredir las normas que imperan en el grupo. Su abuela le dice que <<solo importa la familia>>, en la que ella ejerce de guardiana sin plantarse que el bienestar familiar se reduce a lo impuesto por mamá Imelda generaciones atrás. Ninguno de los Rivera duda de la validez del orden establecido por la antepasada, un orden que acatan como autómatas y que la abuela guarda con sumo celo, pues ella es la guía matriarcal en el mundo terrenal. Su labor, una de ellas, consiste en velar por el mantenimiento de la línea establecida en el pasado y, para ello, prohíbe cualquier acercamiento musical o hablar del Rivera que abandonó a mamá Imelda y a la pequeña Coco para triunfar como músico. Tampoco permite que su nieto rechace la comida, aunque esté lleno, ni contempla que su autoritarismo afecte de forma negativa al resto de los miembros, que no preguntan ni protestan, salvo Miguel, el único que pone en duda las prohibiciones. Todo esto lo descubrimos en pocos minutos, suficientes para conocer a los personajes terrenales y al pequeño héroe, sus circunstancias y sus intenciones, durante el día de muertos. La jornada festiva se prepara para honrar a los difuntos, y en el altar de los Rivera lucen las fotografías de sus fallecidos. Allí, Miguel contempla los retratos y la ausencia del rostro del familiar que, escogiendo su camino, abandonó a su mujer e hija. Quizá, en ese instante, al pequeño músico no le llame la atención la gradación piramidal de la familia, en cuya punta luce la tatarabuela, a quien conocerá en su intolerancia protectora cuando se produzca su paso al reino de los muertos, donde descubrirá que las almas se igualan a los vivos: vibran de alegría, festejan su día de vivos, sufren la lentitud de la burocracia o rebosan ilusión, porque podrán visitar a sus familiares del otro lado. Pero, donde todo parece jovialidad, tanto en el pueblo como en la ciudad del más allá, encontramos dos existencias que contrarían la algarabía generalizada. Héctor, (semi)olvidado y marginal entre los muertos -pues carece de familia y apenas lo recuerdan al otro lado-, resulta imprescindible para el desarrollo de la acción, del humor y del aprendizaje de Miguel (y del resto de implicados, él incluido). Héctor se convertirá en guía, amigo y familia cuanto el pequeño tome una dirección contraria, simbólica y literal, a la establecida en el puente que le conduce al espacio espiritual. Su acceso se produce tras tomar entre sus manos la guitarra (su llave al otro lado) que reposa en el mausoleo de Ernesto de la Cruz, el ídolo de masas y la imagen idealizada que, al inicio de su aventura, el niño toma como ejemplo. Miguel reafirma sus intenciones cuando descubre la posibilidad (certeza para él) de que el mariachi admirado sea su tatarabuelo; reafirma su rebeldía contra las directrices familiares, aunque no lo hace por ambición, fama o éxito, como sí descubrirá en su admirado de la Cruz, sino porque la música es su pasión y, junto a su familia, su razón de ser. Como tantos otros héroes de animación, y de cine de personajes de carne y hueso, el de Coco emprende su búsqueda, -del equilibrio entre la música (el yo) y la familia-, que no solo implica salvar obstáculos y descubrir aspectos de la vida que lo harán más sabio, sino que conlleva el cambio radical en la actitud castradora de una familia donde ningún miembro osa contrariar ni asumir decisiones que se opongan a las establecidas por la abuela terrenal y por la tatarabuela espiritual.

domingo, 25 de agosto de 2019

Miedo súbito (1952)


A diferencia del cine hollywoodiense, en el que los guionistas no suelen ser los máximos responsables de las películas que escriben, entre las bambalinas de Broadway, los autores de las obras teatrales tienen la última palabra sobre la puesta en escena de sus piezas. Nadie pone en duda su autoría. Para ellos suelen ser los mayores elogios o las críticas negativas, ni se les niega el acceso a los ensayos ni la posibilidad de eligir a los directores escénicos o al elenco que conformará el reparto. Sin entrar en materia, <<cuando escribes para el teatro, los derechos de autor te pertenecen. La obra es tuya, y nadie puede cambiar una palabra sin tu permiso. Cuando escribes para el cine, eres un empleado al que se contrata para que entregue un producto, y ese producto puede ser modificado según el capricho de quienes te han contratado>>1. Esta diferencia, señalada por David Mamet en Una profesión de putas, solo es una entre tantas. El cine y el teatro difieren desde sus orígenes, el uno basado en la imagen en movimiento y el otro en la palabra escrita. Pero tampoco habría que olvidar que el guión es una parte más de la película, mientras que en el teatro el texto es principio y fin, pues ¿cuál sería el sentido de representar obras de Shakespeare, Lope de Vega, MoliereIbsen, PirandelloLillian Hellman o Mamet dejando de lado sus escritos? Las distancias entre el cine y las palabras son más grandes que las estas mantienen con el teatro, donde la autoridad del escritor o de la escritora resulta indiscutible, y así lo descubrimos al inicio de Miedo súbito (Sudden Fear!, 1952), individualizada en Mayra Hudson (Joan Crawford), la exitosa dramaturga que asiste al ensayo de su última obra. En ese instante, el productor y el director escuchan sus peros y aceptan sin apenas discusión que Lester Blane (Jack Palance), el actor que ellos han elegido, no es el adecuado. Mayra impone su criterio y, consecuentemente, Blane pierde su oportunidad de triunfar en la ficción, aunque, fuera del ámbito teatral, que no de la actuación, encontrará una más lucrativa en el tren donde se reencuentra con la escritora, y heredera de una fortuna considerable. La casualidad los ha reunido, y Lester se encargará del resto: prolonga su viaje más allá de Chicago, su destino inicial, se muestra encantador y despierta la ilusión en su acompañante. Es un inicio luminoso y un viaje idílico. El rostro de Mayra cobra esplendor cuando ve en el hombre a su príncipe azul. Irremediablemente se enamora, quizá porque desea la felicidad, de la cual habla a su abogado cuando decide cambiar su testamento, una felicidad que existe hasta que sufre el desengaño y el despertar al pánico que supone la terrible realidad a la que tiene acceso mediante la grabación accidental de la conversación entre quien ya es su marido e Irene (Gloria Grahame), la amante de este. Hasta entonces, Blaine era su ideal de felicidad, de ahí que le resulte más terrorífico descubrir su verdadero rostro, su relación clandestina con Irene y las intenciones criminales de ambos. <<Tiene que parecer un accidente, un accidente perfecto y creíble>> concluye la pareja, inconscientes de que su intención ha sido revelada y de que ellos se convierten en las víctimas del crimen perfecto que la desengañada idea y escenifica para salvar su vida. Tras dominar el miedo y la decepción, Mayra toma la iniciativa, crea una nueva trama, manipula a los personajes, actúa como parte implicada pero también como la marionetista que mueve los hilos de la fantasía del crimen perfecto. Aparte de ser una película para el lucimiento de Joan Crawford, Miedo súbito funciona como thriller gracias a la subjetividad por la que apuesta David Miller y al suspense que se genera al transformar a los supuestos verdugos en víctimas de la fértil inventiva de la escritora. El desarrollo del film avanza en relación a ese subjetivo, el de la protagonista. De la luz -el romance del que ella no duda durante la primera media hora de metraje- a las sombras que la amenazan, tanto las exteriores como las internas, que apuntan a la posibilidad de que cualquiera, en este caso una mujer desesperada y desencantada, puede ser un asesino. Dicha posibilidad parece factible en la intención criminal de Mayra, y se corrobora en su mente, lugar donde ya ha cometido el homicidio prefecto (una supuesta disputa entre los amantes), pero más complicado le resultará llevarlo a cabo en la realidad, quizá porque ella es la heroína y, vista desde la perspectiva del Hollywood de la época, la heroína no mata a sangre fría, aunque encuentre justificación y motivos para interpretarlo como un acto en defensa de su vida, pues eso es lo que pretende al poner en marcha su inventiva: sobrevivir a las intenciones mortales de Lester e Irene, y quizás, solo quizás, también resarcirse del engaño sufrido.



1. David Mamet. Una profesión de putas (de la traducción de Juan Manuel Ibeas y Jordi Mustieles). Debate, Madrid, 1995

jueves, 22 de agosto de 2019

El hombre que nunca existió (1955)



¿Quién podría decir cuantas cosas damos por sentado y no son; y cuantas son y, en nuestra negación e ignorancia, no existen o descartamos? Una respuesta, que en parte podría aclarar algo al respecto, la encontramos en la locura, en sus palabras <<el hombre adopta con más facilidad las ideas en las cuales encuentra su gusto y su ventura que aquellas en que no consigue tal cosa, aunque por sí mismas sean más fáciles de entender>>1. Se acepte o no, existe la necesidad de engañar, de dejarse engañar y engañarse; y esto ni es dramático, ni trágico, tampoco cómico, o puede que sea un poco de todo lo dicho, aderezado con una pizca de picaresca defensiva y ofensiva, o simplemente forme parte de nuestra historia, de nuestra credulidad e inventiva naturales. En el Génesis hay ejemplos de engaños y de quien se deja engañar. En la mitología griega los dioses asumen distintas formas que le permiten seducir a sus creaciones humanas, saciar deseos y llevar a cabo intenciones; o los guerreros aqueos idean y construyen su famoso caballo con el fin de conquistar la ciudad que los crédulos troyanos han defendido durante años. En las líneas de Shakespeare, Hamlet sufre la falsedad que le rodea e inventa la propia para materializar su venganza o Yago siembra la sospecha con embustes que avivan los celos de Otelo. Mientras, en un lugar de La Mancha, el Quijote cervantino idealiza cuanto le rodea porque prefiere el ideal que el mundo real. Si desde sus orígenes, los personajes mitológicos y literarios recurren al engaño, los seres de carne y hueso no vamos a la zaga, puede que por una mezcla de fantasía quijotesca con algo de serpiente, de Odiseo, de Yago o de cualquier Tartufo, cuya imaginación e inventiva aflora para jugar con la credulidad, las ambiciones o el desconocimiento de sus oyentes. Salvo el ingenuo de la triste figura, el resto de personajes apuntados engañan de forma deliberada, emplean la mentira para proteger sus intereses, atacar, ocultar, distraer o alcanzar algún fin concreto. Según quien lo mire, y quien y cómo se utilice, las tretas condenan a unos y liberan a otros, pero no cabe duda de que esa capacidad de aprovecharse de la predisposición de sus víctimas a creer en mentiras y falsedades ha dado pie a entretenimientos magistrales, más allá de las obras de Homero y Shakespeare o de las desventuras del ingenioso hidalgo manchego.


<<La mentira es siempre más interesante que la verdad. Es el alma de todo espectáculo>>2 y en el cine existen numerosos ejemplos que corroboran la doble afirmación de Fellini. Me viene a la mente aquel agente sin cuerpo, cuyo nombre aparece registrado en un hotel donde sus trajes a medida presentan restos de caspa. Se trata de un espía inexistente que los agentes de Con la muerte en los talones (North by Northwest; Alfred Hitchcock, 1959) idean para desviar la atención del villano, y este centra su mirada en el personaje interpretado por Cary Grant, un tipo corriente y anodino que, inicialmente, no comprende la confusión que pone su vida en peligro. La aventura de esta falsa identidad, que cobra cuerpo por error y tiempo después de ser inventada, confirmaba lo que ya se sabía, que Hitchcock era un maestro de la mentira y de la manipulación, un cineasta cuyas propuestas cinematográficas juegan con las apariencias y con las existencias de sus personajes, al tiempo que introducen temas y emociones de mayor complejidad. El agente ficticio no deja de ser una ilusión que el protagonista acepta porque le permite asumir una identidad liberadora
 (lo libera de su monotonía, de su insatisfacción y del sometimiento) y el villano porque su ego intelectual no contempla la posibilidad de que alguien que le sigue la pista carezca de vida. Kaplan es un señuelo que resulta posible gracias a la necesidad de creer en él. En definitiva, tanto este personaje como el caballo de madera o los gigantes son alucinaciones y ficciones que se materializan cuando los implicados quieren y necesitan su existencia. Dicha necesidad, expuesta en la mitología, el cine o la literatura, la encontramos en personajes reales y en momentos históricos que precisan hacer creíble lo increíble.


Durante la Segunda Guerra Mundial hubo una guerra en los distintos frentes físicos y varias en las sombras, entre las cuales se desató la que libraron los servicios de inteligencia de ambos bandos. Los combatientes -agentes reales, tapaderas, invenciones e individuos que ignoraban su implicación en las diferentes tramas- cobraron suma importancia en su labor de desinformar. De entre los primeros, "Garbo" fue uno de los más determinantes y, entre los segundos, el mayor William Martin, el oficial ficticio que se erige en el centro de la trama expuesta en El hombre que nunca existió (The Man Who Never Was, 1955). Martin encontró su cuerpo en la morgue con el único fin de facilitar el desembarco de las tropas aliadas en Sicilia, hecho que se produjo el 10 de julio de 1943. Fue un momento crucial en el devenir de la contienda, el principio del fin de la ocupación nazi en Europa. <<De los ciento sesenta mil soldados que participaron en la invasión y conquista de Sicilia, más de ciento cincuenta tres mil estaban vivos al final. El hecho de que tantísimos hubieran podido sobrevivir se debió, en buena medida, a un hombre que había muerto seis meses antes>>3. Si en el cine de espías son frecuentes las identidades falsas, los agentes dobles e incluso los inventados; en el cine bélico lo son las gestas y los héroes, aunque resulta infrecuente que estos realicen sus hazañas una vez muertos, pues, de ser en cuerpo presente, resultaría un tanto extraño que, salvo el del Cid legendario, un cadáver ganase batallas o, como el del mayor Martin, salvase miles de vidas. Y eso fue lo que hizo el cuerpo de Glyndwr Michael, El hombre que nunca existió y el cebo que la inteligencia británica empleó para desviar la atención alemana sobre la tierra del Etna, el lugar lógico para el primer desembarco aliado en la Europa ocupada.
 Imprescindible para los fabuladores de la "operación carne picada", el cadáver es vital para engaño, como también lo son la buena suerte y el deseo del enemigo de creer en los documentos que el supuesto oficial porta en su maletín, cartas que desvelan los planes de invasión aliada. La hazaña expuesta por Ewan Montagu en su libro de no ficción, en el que nos relata su propia experiencia, nos adentra de forma parcial e incompleta en la descripción de los hechos que Ronald Neame adaptó a la pantalla dos años después de la publicación de la obra. Pero Neame no es Hitchcock y su propuesta cinematográfica no juega con las falsas apariencias, más allá de la de Martin, el cebo del <<engaño más osado, extraño y exitoso llevado a cabo durante la segunda guerra mundial>>4 o la fantasía ideada por el servicio de inteligencia naval británico que los alemanes quisieron real. El cineasta, en otro tiempo socio y colaborador de David Lean, se decanta por mezclar propaganda posbélica, historia y ficción, intriga y drama, inventa situaciones, pues a las reales no tiene acceso (protegidas por la Ley de Secretos Oficiales), elimina personajes involucrados en la farsa e introduce ficticios que dramaticen su exposición de la creación de la mentira que <<nació en la mente de un novelista, y cobró forma a través del elenco de personajes más insólito>>6, personajes que, junto al resto de implicados, hicieron creíble el embuste que se desarrolla a lo largo del film. La historia que nos cuenta El hombre que nunca existió parte de una realidad y de una mentira atractivas para desarrollar una intriga entretenida, pero, a medida que transcurren los minutos, cuanto observamos se vuelve predecible, en su intento por rellenar los espacios vacíos (las omisiones de Montagu en su historia) con la presencia de Lucy (Gloria Grahame) y la aparición de O' Reilly (Stephen Boyd), que es enviado por el enemigo a Londres para verificar la identidad del ahogado. La existencia inventada cobra vida y muerte para confundir al alto mando alemán, para que este desvíe tropas a Cerdeña y Grecia y no preste atención a la isla italiana escogida para el asalto a su feudo europeo. La operación secreta, de cuyo éxito depende minimizar las bajas durante la invasión, encuentra a sus ideólogos principales en Ewan Montagu (Clifton Webb) y George Acres (Robert Flemyng), probable trasunto cinematográfico de Charles Cholmondeley, quien no quiso aparecer nombrado en el libro ni en la película. Décadas después, Ben Macintyre nos hablaría de este personaje real en su precisa descripción de los implicados y de los hechos que se inician mucho antes de que, en las aguas que bañan la playa de "La Bota" (Punta Umbría, Huelva), un pescador onubense encuentre al supuesto ahogado mayor William Martin, la respuesta a <<¿cómo crear una persona de la nada, un hombre que nunca existió?>>5.


1. Erasmo. Elogio de la locura (de la traducción de Antonio Espina). RBA Coleccionables, Barcelona, 1995
2. Federico Fellini. Fellini por Fellini. Editorial Fundamentos. Madrid, 1981
3, 4, 5, 6. Ben Macintyre. El hombre que nunca existió (de la traducción de Luis Noriega). Crítica, Barcelona, 2010.

lunes, 19 de agosto de 2019

El ingenuo salvaje (1963)



Entre artículos, críticas, teorías cinematográficas, cortometrajes y sesiones del "Free Cinema", proyectadas entre 1956 y 1959, transcurrieron quince años hasta que Lindsay Anderson realizó su primer largometraje. El resultado fue El ingenuo salvaje (This Sporting Life, 1963), obra clave del "movimiento" que el propio cineasta abanderó en un intento de renovar el cine inglés. Los jóvenes "airados" que lo llevaron a cabo manifestaron que era <<una apuesta por un cine independiente y creativo en un mundo en el que las presiones del conformismo y el mercado son cada día más poderosas>>1. De tal manera, que uno de sus objetivos consistía en <<mirar a gran Bretaña con honestidad y afecto. Saborear sus excentricidades, atacar sus injusticias; amar a su gente. Utilizar el cine para expresar nuestras lealtades, nuestros rechazos y nuestras aspiraciones>>2. Aunque el embrión teórico asoma por primera vez en las publicaciones de AndersonGavin LambertKarel Reisz en la revista Sequence (1947-1952), no sería hasta Un lugar en la cumbre (Room at the Top; Jack Clayton, 1958) cuando vio luz el primer largometraje que los expertos inscriben dentro de este intento de romper con el conformismo cinematográfico y de mirar a la realidad circundante desde el compromiso de señalar aspectos mejorables del momento. Influenciado por la escuela documental británica anterior a la Segunda Guerra Mundial y por el neorrealismo italiano de posguerra, entre otros, los protagonistas del free cinema viven en el constante conflicto con su entorno, rechazan un presente de tradición, de inamovilidad estamental y de hipocresía moral, un tiempo que les genera frustración, enfado y distanciamiento. Encontramos en Frank Machin (Richard Harris) a un ejemplo del joven marginal que, en su anhelo de ascender social y económicamente, vive en la frustración y en la negación que se agudizan durante su paulatina comprensión de la realidad, del imposible que persigue: su ascenso a la parte alta de la sociedad y su relación con Margaret Hammond (Rachel Roberts). Frank vio en las 1000 libras de su fichaje el medio que le proporcionaría cuanto anhelaba al firmar el contrato, pero nada, salvo liberarse de su idea inicial, logra en el presente de un film que se desarrolla anacrónico, intercalando tiempos que muestran al protagonista en la mina, en el campo de juego, en su triunfo deportivo, en la consulta del dentista tras la pérdida de seis dientes durante un encuentro de rugby o en su intimidad. Los saltos temporales de El ingenuo salvaje apuntan hacia la imposibilidad del personaje: la de materializar su sueño, su ascenso social y su acomodo sentimental. La ilusión da paso a la decepción, su intimidad a los terrenos de juego (y viceversa), y en ambos espacios surgen brotes de violencia que se unen a la desesperación o a la humillación, cuando comprende que solo es una propiedad para Weaver (Alan Badel) y demás propietarios del club o carne que sacie el apetito sexual y la insatisfacción marital de la señora Weaver (Vanda Godsell). Pero, para mayor contrariedad, comprende el imposible de vivir la relación que desea con su casera, la señora Hammond, viuda y madre de dos hijos, una relación de atracción-rechazo que no puede ir más allá de compartir techo e instantes que, la mayoría, muestra la distancia que los separa. El mundo de Frank es el de la mina, el del barro del campo de juego, el de las tabernas o los espacios que siempre tienen como telón de fondo las altas chimeneas de las fábricas de los dueños del club que le ficha. Frank anhela dejar atrás la sensación de ser menos, desea igualarse a los dirigentes, ante quienes se muestra impasible cuando les propone la cantidad que le haría aceptar el contrato con el City, el equipo de rugby local. En ese instante, aunque tema no alcanzar su objetivo, no se inmuta ni se deja amedrentar. Pero él no es uno de ellos, por mucho que intente instruirse leyendo libros, aparentar comprando un vehículo lujoso o invitando a cenar a Margaret en un restaurante de lujo donde se pone en evidencia, al tiempo que evidencia el esnobismo que reina a su alrededor. Frank es un gladiador del subsuelo, del suelo y de la calle, un ídolo para el público que asiste al estadio, una inversión a ojos de los empresarios que lo contratan, un objeto que les sirve y, cuando ya no sirva, fácil de apartar. Este es su drama social, el personal adquiere intimidad en el hogar que comparte con los Hammond, un hogar donde la presencia del marido fallecido se hace visible en un par de botas que ella lustra y deja a la vista, salvo avanzado el film, cuando Machin las descubre en el interior de un armario. ¿Es un indicio de que su relación avanza o simplemente que su casera las oculta, incapaz de desprenderse de ellas y, por tanto, de liberarse de las cadenas que la anclan al pasado? Si la viuda es la negación a un futuro que la distancie del ayer que retiene en la imagen del calzado y Maurice (Colin Blakely) es la aceptación del ahora y el conformismo con el lugar que ocupa en el mundo y en el equipo, Frank es el héroe en el campo y la victima de la desorientación y de la frustración que se agudizan fuera de los terrenos de juego, donde no puede igualarse a la clase dirigente, ni gozar de sus oportunidades ni disfrutar de sus lujos, al tiempo que se golpea una y otra vez contra el muro levantado por Margaret, de ahí que su relación siempre se produzca en espacios o cerrado o acotados, salvo en el único instante de luz de la película, aquel que nos muestra a los habitantes de la casa en el río, cual familia, disfrutando de una jornada que semeja extraída de un sueño, el sueño imposible de un protagonista que finalmente comprende que, para él, el acceso a la felicidad, a lo que él cree felicidad, será imposible.


1. Extracto del VI manifiesto del <<Free Cinema>>, marzo 1959
2. Extracto del III manifiesto del <<Free Cinema>>, mayo 1957

sábado, 17 de agosto de 2019

Korda. De Sándor a "Sir" Alexander de London Films


Catalina la "Grande", Enrique VIII, Rembrandt, Lady Hamilton y Lord Nelson son personajes históricos que demuestran el gusto de Alexander Korda por las historias de la Historia. Su propia existencia podría dar para una de esas vidas privadas que le dieron mayor fama como cineasta. Pero aquí no vamos a invadir su privacidad, ni alteraremos la intimidad de su alcoba, dejaremos ambas en el lugar que les corresponde y nos detendremos en los datos biográficos que nos permitan aproximarnos al pionero que debutó en la dirección en 1914, en su Hungría natal, y al magnate cinematográfico que triunfó con La vida privada de Enrique VIII, <<un éxito planetario sobre el cual construyó a su alrededor su propia compañía>>1; en definitiva, al realizador, al productor y al ambicioso empresario que <<entre 1914 y 1919 dirigió personalmente al menos veinticinco películas; desde su llegada a Viena en 1920 hasta su viaje a Inglaterra en 1932, dirigió veinticuatro más en Viena, Berlín, París y Hollywood. Desde 1933 a 1956 produjo bastante más de cien películas, algunas de las cuales también dirigió total o parcialmente>>2. Korda, de nombre original Kellner Sándor Lászlo, nació en 1893, en un pequeño pueblo húngaro, en el seno de una familia sin más recursos que los proporcionados por el trabajo paterno. De aquella época nos habla su sobrino en Alexander Korda. Una vida de ensueño, desde su investigación y desde los recuerdos de otros, e intuyo que desde la leyenda que envuelve al hombre transformado en mito. Korda nació como Sándor Kellner pero se convirtió en Alexander Korda, en el Sir del Imperio Británico y en el magnate cinematográfico que quiso competir con los dueños de los estudios hollywoodienses y, gracias al éxito de su Enrique VIII, <<estaba en posición de tratar a los magnates de Hollywood como a iguales>>3. De la miseria a la opulencia, del exilio a caballero del país que lo acogió tras su deambular durante la década de 1920, de director de cine a empresario cinematográfico, de asalariado insatisfecho en su paso por First National a dueño de su propio feudo cinematográfico, que en su mayor esplendor contó con la productora London Films, con una importante participación en United Artists y con la distribuidora British Lion. Quizá si hubiera nacido cincuenta años antes o medio siglo después, nada de lo escrito hasta ahora habría sido posible, pero lo fue; y en parte lo fue porque nació en el instante preciso en que lo hacía el cine, ya que, por aquel entonces, el cinematógrafo no era más que la ilusión que vería su primera proyección pública en 1895. Sándor creció a la par que el celuloide daba sus primeros pasos por un terreno virgen y propicio para quienes osaron aventurarse en busca de nuevas posibilidades. Pero de esto nada sabría el adolescente que, junto a su familia (su madre y sus hermanos menores, Zoltan y Vincent), fue desahuciado de su hogar tras el fallecimiento del cabeza de familia. Apunta Michael Korda en su libro que los Kellner no tuvieron más opción que refugiarse en la casa del abuelo paterno. Pero allí la situación doméstica no tardó en ser insostenible para los recién llegados, una situación que convenció al primogénito para trasladarse a Budapest, en busca de formación y fortuna; lo mismo harían su madre y sus hermanos poco después. Corría el año 1908 cuando el protagonista de nuestro relato pisó la gran ciudad, el mismo año en el que Mór Ungerleider y József Neumann fundaban Projectograph, la primera distribuidora cinematográfica húngara. Este dato sitúa a nuestro personaje en el momento oportuno: en el inicio de la industria del cine húngaro. Aunque su idea original contemplaba cursar estudios en el instituto, su intención varió según se desarrollaron los hechos, o según se presentaron nuevas opciones que desbancaron a las anteriores, opciones más atractivas y satisfactorias para quien no tardó en cambiar un posible título académico por libros y conversaciones en los cafés, <<la mejor academia, el lugar donde mejor se informaba uno de todas las novedades>>4, donde los jóvenes inquietos establecían contacto con la cultura viva.




(Vincent, Alexander y Zoltan Korda)

En el interior de aquellos locales se producían encuentros inesperados, pero fue uno de sus profesores en el gimnásium quien le posibilitó su primer trabajo. De ese modo, dio su primer paso en el mundo laboral; lo hizo en el diario Független Magyarország, donde entró con los bolsillos vacíos y la mente abierta a posibilidades que le permitieran abandonar la pobreza. Escribió artículos, críticas cinematográficas y cuentos bajo seudónimo, decidiéndose finalmente por el Korda Sándor con el que, más adelante, firmaría sus películas húngaras. No cabe duda de que era un joven con los pies en el suelo, ambicioso e inteligente, un muchacho que sabía lo que quería y que pronto supo cómo conseguirlo. ¿Lo conseguiría viajando a Francia con una recomendación del diario? No. ¿Lo conseguiría en su retorno a Hungría? Tal vez. De lo que sí estaba seguro era de que, más temprano que tarde, encontraría el medio para lograrlo. La oportunidad se presentó a su regreso de París, cuando Lajos Biró, su amigo y su futuro guionista, le presentó a <<Mór Ungerleider, el cofundador de Projectograph>>5. Así, en 1909, se descubrió a sí mismo en la distribuidora y productora más importante del país, <<escribiendo anuncios y traduciendo los subtítulos de las películas extranjeras, mientras al mismo tiempo fundaba la primera revista húngara de cine, el semanal "Pesti Mozi">>6, y, ya desaparecida esta, pondría en marcha "Mozi" y "Mozihét". Pero su futuro no estaba en la escritura, ni en la crítica ni en dirigir revistas cinematográficas, sino en la realización, en la producción y, años después, en la distribución de sus propias películas. En 1914 debutaba en la dirección, pero fue durante la Gran Guerra (1914-1918) cuando se convirtió en uno de los cineastas más reputados de su país. <<Sin duda, Alex se hubiera abierto camino en el cine antes o después, pero el estallido de la guerra aceleró su avance>>7. Al contrario que su hermano ZoltanSándor no fue movilizado debido a un déficit visual, lo que supuso que permaneciese en Budapest y que las puertas de una cinematografía que necesitaba material propio para llenar las pantallas, vacías de producciones extranjeras como consecuencia de la guerra, se le abriesen definitivamente. Una vez más, estaba en el momento y en el lugar precisos, y supo aprovecharlo. <<Dónde se terminará la carrera de Sándor Korda, no lo sé. Ahí donde sus deseos, la fama, la riqueza, la vida ociosa y la joven vejez le conduzcan>>8 profetizaba en 1917 el crítico Ernö Gál. Su premonición se basaba, quizás, en la propia personalidad del cineasta, en el afán de independencia, en la ambición y en la ya temprana intención de crear su propio imperio cinematográfico. Hombre de recursos y con facilidad para emprender negocios sin contar con capital propio, ese mismo año Korda convencía a Miklós Pástory y compraban el estudio Corvin. Presidente de su propia compañía cinematográfica, <<Korda, que hasta entonces ha estado compaginando la producción de películas con la dirección de "Mozihét", pone en marcha una serie de producciones...>> en las que <<prima la vertiente "literaria" de las películas, y su cine está dirigido a determinadas clases sociales>>9. Durante el periodo bélico, el viento soplaba a favor del cineasta, pero la inestabilidad política que sucedió al conflicto armado le pasaría factura. En 1919, tras la caída del gobierno de Karoly, el líder del Partido Comunista Húngaro Béla Kun se hizo con el poder e instauró la República de los Consejos. Uno de sus primeros pasos al frente del gobierno fue nacionalizar la industria cinematográfica y, como otros cineastas, Korda asumió la nueva política y realizó films de propaganda. Meses después de alzarse con el control político, Kun era derrocado por el ejército contrarrevolucionario, hecho que puso al realizador en una situación comprometida respecto al nuevo régimen del almirante Horthy, quien no dudó en emplear la fuerza bruta para borrar cualquier vestigio del periodo anterior. Por aquel entonces, junto a Mihály Kertész (mundialmente conocido como Michael Curtiz), Sándor era el cineasta de mayor prestigio del cine húngaro; acariciaba su sueño y había abandonado la pobreza, pero todo lo conseguido se vino abajo cuando fue arrestado. La intervención de su mujer, la actriz Maria Corda, le salvó la vida y ambos <<abandonaron Budapest en otoño de 1919 para no volver nunca>>10. La época de deambular de aquí para allá se abría ante ellos, y Viena fue su primera parada y el lugar donde asumió su definitivo Alexander Korda. En Austria dirigió varias películas, entre ellas la adaptación de la novela de Mark Twain El príncipe y el mendigo, de la que no obtendría beneficios al no poseer los derechos cinematográficos, y la superproducción bíblica Sansón y Dalila, antes de trasladarse a Berlín en 1923; y de allí, a Hollywood tres años después. Sin embargo, en suelo californiano, era uno más entre tantos cineastas al servicio de los estudios cinematográficos. <<El hundimiento de la bolsa le dejó sin blanca>> y, desilusionado ante la falta de independencia <<pidió dinero prestado para comprar un billete de primera clase>>11 y regresó a Europa, en concreto a París, donde rodó Maurice.



 El éxito de Maurice <<había restablecido su crédito como director, pero el deseaba menos que nunca trabajar para otro y estaba decidido a tener su propia compañía>>12. Aún así no rechazó la oferta de Paramount para dirigir una película en Inglaterra. En 1931, la industria cinematográfica británica todavía se encontraba en pañales y buscaba el modo de competir con las producciones que procedían del otro lado de Atlántico. Pero ¿cómo competir con Hollywood? Posiblemente Korda lo supiese mejor que ningún otro, pues había trabajado para el sistema de estudios y comprendía los entresijos del mismo. Lo primero era ser independiente, tener su propia productora para que nadie interfiriese en su trabajo, al fin y al cabo, él quería ser como los magnates hollywoodienses. ¿Y qué tenían estos, aparte de dinero y una red de distribución propia? Estrellas. La cuestión monetaria tendría fácil arreglo para alguien como él. Una de las claves del éxito consistía en crear su propio star system (Leslie Howard, Charles Laughton, Merle Oberon -con quien contraería matrimonio-, Laurence Olivier o Vivien Leigh). Consciente de su capacidad de vender hielo en el polo, contrató a Laughton y convenció a inversores para que financiaran la creación de London Films, una pequeña productora que, gracias al descomunal éxito internacional de La vida privada de Enrique VIII, se convirtió en puntera del cine británico, posición que mantuvo durante la década de 1930, hasta que la Segunda Guerra Mundial precipitó la salida del magnate hacia California; de donde regresaría para ser nombrado caballero del Imperio, por los servicios prestados al cine británico. Como cualquier otro productor, Korda produjo buenas y malas películas, pero siempre lo hizo con la intención de hacerlas dignas, para ello buscaba los mejores actores y actrices, directores de talento como Carol Reed o David Lean, e incluso se adelantaba a su época intuyendo la importancia de los ingresos por la venta de los derechos de emisión de sus películas por televisión, donde todavía brillan sus producciones La vida futura, filmada por William Cameron Menzies a partir de la novela de H. G. WellsLas cuatro plumas, realizada por su hermano Zoltan KordaEl ídolo caído o El tercer hombre, ambas dirigidas por Reed, RembrandtLady HamiltonKorda, <<hombre paradójico>>13, ¿quién no?, culto, ostentoso y ambicioso visionario empresarial, también fue <<un productor creativo que podía sacar lo mejor de las personas en una empresa de colaboración y que entendía la alquimia de los procesos creativos>>14, asimismo recibió el título de Sir por los servicios prestados a la industria del cine británico (se dijo que también  por los extraoficiales a Churchill durante la guerra), por darle bríos e internacionalizarla gracias al mayor éxito de su carrera, La vida privada de Enrique VIII, el film que le permitió crear su imperio cinematográfico.



Filmografía como director (parcial)

A becsapott ujsagiro (1914)

Tutyu es totyo (1914)

Lyon lea (1915)

Atiszti kardbojt (1915)

Feher ejszakar or Fedora (1916)

Mesek az irogeprol (1916)

A nagymama (1916)

A ketszivu ferfi (1916)

Az egymillio fontos banko (1916)

Ciklamen (1916)

Vergodo szivek (1916)

A neveto szaskia (1916)

Magmas miska (1916)

Szent Peter esernyoje (1917)

A golyakalifa (1917)

Magia (1917)

Harrison es barrison (1917)

Faun (1918)

Az aranyember (1918)

Mary Ann (1918)

Ave Caesar! (1918)

La rosa blanca (Feher Rozsa, 1919)

Yamata (1919)

El príncipe y el mendigo (Seine Majestät das bettelkind, 1920)

Herren der Meere (1922)

Sansón y Dalila (Samson und Dalila, 1922)

Das Unbekannte Morgen (1923)

Jedermanns Weib (1924)

Mayerling (Tragödie im Hause Habsburg, 1924)

El bailarín de la señora (Der Tanzer Meiner Frau, 1925)

La señora no quiere niños (Madame wünscht Keine Kinder, 1926)

Una moderna Dubarry (Eine Du Barry Von Heute, 1926)

Los húsares de la reina (The Stolen Bride, 1927)

La vida privada de Helena de Troya (The Private Life of Helen of Troya, 1927)

Sin escudo ni blasón (The Yellow Lily, 1928)

El vigía (The Night Watch, 1928)

El amor y el diablo (Love and the Devil, 1929)

La última pena (The Squall, 1929)

Su vida privada (Private Life, 1929)

Lirios silvestres (Lilies of the Field, 1930)

Mujeres por doquier (Woman Everywhere, 1930)

La princesa se enamora (The Princess and the Plumber, 1930)

Rive gauche (1931)

Marius (1931)

Service for Ladies (1932)

Wedding Rehearsal (1932)

La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIII, 1933)

La dama de chez Maxim's (The Girl From Maxim's)

Catalina de Rusia (The Rise of Catherine the Great; Paul Czinner, 1934) (sin acreditar)

La vida privada de Don Juan (The Private Life of Don Juan, 1934)

The Man Who Could Work Miracles (Lothar Mendes y A. Korda, 1936)

Rembrandt (1936)

The Lion Has Wing (1939) (sin acreditar)

El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1940) (sin acreditar)

Lady Hamilton (That Hamilton Woman!, 1941)

Separación peligrosa (Perfect Strangers, 1945)

Un marido ideal (An Ideal Husband, 1947)

Bonnie Prince Charlie (1948) (sin acreditar)




Fuentes bibliográficas

1.Christian Aguilera, Natalia Ardanaz, Llorenç Esteve, Tomás Fernández Valentí. Historia del cine británico. T&B Editores. Madrid, 2013
2,3.Michael Korda. Alexander Korda. Una vida de ensueño. T&B Editores y Festival Internacional de Cine de Las Palmas, Madrid, 2003
4.Stefan Zweig. El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Editorial El Acantilado, 2012 
5,6,7.Michael Korda
8.Pablo Mérida. Michael Curtiz. Cátedra, Madrid, 1996
9.Miguel A. Fidalgo. Michael Curtiz. Bajo la sombra de "Casablanca". T&B Editores, Madrid, 2009
10,11,12,13. Michael Korda
14. Charles Drazin. El narrador (pág 127-144) en Carol Reed. Festival Internacional de Cine de San Sebastián y Filmoteca Española. San Sebastián-Madrid, 2000

jueves, 15 de agosto de 2019

El bosque del luto (2007)

<<Si todos los huecos se cubren con palabras, a veces puede ser demasiada información>>, dice uno de los personajes de Hacia la luz (Hikari, 2017). Esos huecos y la necesidad de dejarlos tal cual, vacíos en apariencia, de no pretender rellenarlos con explicaciones que limiten posibilidades o de no tener explicación con que llenarlos, salvo la subjetiva de cada uno, cineasta incluida, son la esencia del cine de Naomi Kawase. Esto lo observamos en El bosque del luto (Mogari no mori, 2007), a medida que se afirma su forma subjetiva sobre imágenes y no sobre palabras. Lo hace a través de momentos que señalan la añoranza y la ausencia, pero también la búsqueda y, quizás, la esperanza; son imágenes en las que la realizadora japonesa plasma sentimientos, emociones y relaciones humanas. La certeza de no necesitar palabras para transmitir cuanto observamos a lo largo de su obra fílmica, capturas de naturaleza, personas o tiempo, remiten al subjetivo de la propia realizadora, un yo que en El bosque del luto camina a la par que lo hace la relación que se establece entre el anciano (Shigeki Uda) y la joven (Machiko Ono) protagonistas. El primero resulta fundamental para liberar a la segunda, para abrirle los ojos, para enseñarle a recordar sin dolor, quizá sin la culpa que siente, a aceptar la pérdida y la soledad como parte de la vida. Pero, por encima de todo, se trata de una simbiosis que permite a ambos avanzar hacia la luz desde las sombras, desde su aislamiento y su negación emocional a dejar descansar a las figuras ausentes de una esposa fallecida treinta y tres años atrás y del hijo que Machiko vio morir. El cine de Kawase encuentra parte de su atractivo en la certeza de que <<vivir es tener sensaciones>>, frase que escuchamos de la voz del maestro que habla con los residentes del geriátrico donde se inicia El bosque del luto. Son las sensaciones de la propia directora, aquellas que intenta expresar sin presunción y sin imponerlas, las expresa con su cámara, con la sinceridad de alguien que busca conocer y conocerse. En la residencia accedemos a la añoranza de Shigeki y al dolor silenciado de Machiko ante la pérdida. También se intuye que guardan aspectos comunes que, como su necesidad de sentir, precipitarán su posterior conexión; al principio, complicada. Sin embargo, el acercamiento se confirma durante su tránsito por el bosque donde se establece una segunda conexión: la del individuo con la naturaleza, una relación que les recuerda la fragilidad humana (ella calienta con su cuerpo desnudo el del anciano, uniéndose así en un solo ser frente a lo que no pueden controlar), lo efímero de la existencia (son una gota en el océano del tiempo) y la presencia invisible de la muerte, de la no existencia que acompaña a los personajes en su búsqueda de superar la pérdida, el temor y la aflicción. Kawase atrapa el mundo físico por donde caminan Machiko y Shigeki al tiempo que acaricia la senda espiritual que ambos recorren como si pretendiese fundir ambos espacios en uno solo. La cámara no lo explica, ni los determina, pero abre una ventana a través de la cual se vislumbra el contacto entre lo físico y lo espiritual (aquello que no vemos, pero sí intuimos su presencia). Son dos mundos que se tocan en ese espacio natural, en ese bosque del luto donde la materia (árboles, el sonido del viento, los haces de luces que se cuelan entre las altas copas, el barro que pisan y el agua o mismamente los cuerpos de los protagonistas) y las emociones de los personajes, que apenas las exteriorizan, se encuentran en cada plano y en cada movimiento de la cámara. Están en la mochila que Shigeki transporta cual tesoro o en el caminar sobre la tierra de esa naturaleza física que despierta al nuevo amanecer, al periodo que se abre tras la simbólica despedida de la que Machiko es testigo -Shigeki dice adiós a su esposa, treinta y tres años después del fallecimiento, quizá porque ante la vejez sea consciente de que debe hacerlo antes de que la muerte lo impida- y al tiempo objeto de liberación; la libera de la necesidad de continuar aferrada a la aflicción, como si esta pudiese acallar la culpabilidad y ocultarla de la sombra que le persigue desde su pérdida. De principo a fin, la película es ese bosque de sensaciones, de luces y sombras, de emociones, de las intimidades que se intuyen y que por momentos asoman, dos intimidades que nacen en el subjetivo de la realizadora de Nara y que fluyen por esos resquicios que se convierte en imágenes que no buscan explicar, ni comportamientos ni incógnitas, quizá solo busquen la experiencia de vivir entre dos mundos: el visible y aquel que habita en cada uno de nosotros.

martes, 13 de agosto de 2019

If.... (1968)

Los alumnos de la libertaria y transgresora Cero en Conducta (Zéro de conduite; Jean Vigo, 1933) se rebelan ante la férrea disciplina del internado donde las normas de conducta se imponen con el fin de reprimir su naturaleza infantil. La escuela les transmite y perpetúa los valores de la tradición, que se imponen al golpe de prohibiciones y castigos practicados por maestros que les incapacitan y privan de las herramientas necesarias para crecer, dudar y decidir en libertad. Pero los pequeños rebeldes del mediometraje de Vigo cuestionan la rigidez y la autoridad, deciden ser niños y no autómatas programados que acatan cuanto se les ordena. Los protagonistas de If.... (1968) asumirán un comportamiento igual de anárquico y más explosivo en el "College" donde los privilegios, las normas y el orden tradicional son pilares de un sistema educativo obsoleto. Generación tras generación se impone un método educativo que desmotiva mentes y favorece el estancamiento social del cual formarán parte los alumnos una vez abandonen el centro de enseñanza, mezcla de correccional y de campo militar, donde ser uno mismo solo existe en la fantasía de quien todavía tiene la osadía de pretender serlo. "Y si nos rebelamos", parece proponer el protagonista de la cruzada contra la tradición y la imposición de reglas que erradican cualquier comportamiento que se considere inaceptable. Más que un joven enfadado con su entorno -el "Angry Young Man" estandarte del free cinema-, Mick Travis (Malcolm McDowell) es un adolescente que desea liberarse de la impostura moral y de la férrea disciplina que pretende impedir su evolución natural y su capacidad de decidir y discernir. Como consecuencia, Mick cuestiona la realidad del centro escolar -en la que los abusos, la intransigencia y los castigos forman parte del día a día- y decide destruirla. Dentro de los muros de esta isla de If escolar no hay espacio para los estímulos, ni motivación, ni se pretende desarrollar aptitudes que no sirvan a la tradición; la educación no contempla al individuo, ni sus necesidades ni sus diferencias. Los alumnos de If.... no son protagonistas de su aprendizaje, salvo si se considera educativo acatar lo impuesto cual dogma o como única forma de evitar los castigos de compañeros tan esnobs como Rowntree (Robert Swann) y Denson (Hugh Thomas), o de maestros de "la letra con sangre entra" como el capellán (Geoffrey Charter) que imparte matemáticas, collejas y pellizcos entre los "juniors". En el "college" se prioriza la aceptación del orden que Mick Travis no acepta, de ahí que su primera imagen oculte su rostro tras un sombrero y una bufanda, que, a su vez, esconden el bigote que se afeita mientras charla con Johnny (David Wood) en el pequeño cuarto donde, avanzada la película, Wallace (Richard Warwick) se une a ellos para sellar el pacto de sangre: <<¡Muerte al opresor!>> <<¡Resistencia!>> <<¡Libertad!>>. Los tres amigos son diferentes al resto, anhelan serlo, porque no se someten ni se adaptan al código de conducta que busca limitar y condicionar el desarrollo del alumno, quizá para que este no lo ponga en duda y lo acate como el único válido. Ante esto, con If...., Lindsay Anderson se decanta por un protagonista anárquico que decide sembrar el caos. Como Travis, Anderson era un rebelde, un inadaptado de lo establecido, de ahí que, salvo Las ballenas en agosto (The Whales of August, 1987), su obra se oponga a los convencionalismos y a las imposiciones, sean cinematográficos o sociales. La estancia y distancia de Travis en el "College" iniciaba su trilogía, la cual se completaría con Un hombre de suerte (Oh, Lucky Man!, 1973) y Britannia Hospital (1982). Pero quizá sea en esta alegoría antisistema donde el director de El ingenuo salvaje (This Sporting Life, 1963), una de las figuras capitales del free cinema británico, mejor satirizó la sociedad de su país, en este caso, evidenciándola desde de un sistema educativo anquilosado en su afán de que todo continúe igual. Es la educación que prioriza la tradición al individuo, a quien somete con disciplina castradora y convierte en una pieza más del engranaje. Esa disciplina es rechazada por los cruzados de If....: Mick, Johnny, Wallace (Richard Warwick), la chica (Christine Noonan) de la cafetería y Philips (Rupert Westers), enamorado de Wallace y siervo del reaccionario Denson, cuyos privilegios como vigilante le permite tener a un alumno a su servicio, así como aplicar castigos que mantengan el orden que Mick y amigos desordenan, para impedir que los atrape y elimine la libertad que persiguen, la misma libertad que a ojos de Rowntree los convierte <<en una amenaza para la moral del colegio>>.

domingo, 11 de agosto de 2019

El fuego y la palabra (1960)


Baptista, evangelista o metodista, da igual el disfraz de predicador que asuma, Elmer Gantry es un pícaro, un embustero y un charlatán, un vendedor de cuentos, de miedos, de culpa y de salvación, un embaucador que comprende la importancia de la palabra y de la imagen para seducir a las masas y llegar a la cima. Deambula de aquí para allá, hasta que escoge su camino, el que más le conviene, el que aviva su deseo y sus ambiciones, el fuego que arde en su interior, que oculta y adorna con palabras audibles para su público, ignorante y deseoso de ser engañado por la figura del charlatán que 
Sinclair Lewis satiriza en su novela. La religión que Elmer predica y vende, que no practica y en la que él no cree, aunque a veces se diga que lo hace, se sostiene sobre la intolerancia, la hipocresía y la intransigencia con la que interpreta la Biblia y las debilidades humanas. Su credo es la apariencia y la falsedad, que disfraza de moral y oculta su sed de ingresos, de poder, de ascenso social, en definitiva, su meta de alcanzar el llamado "sueño americano" a costa de cualquiera que sirva a sus fines. A diferencia de la evangelista Sharon Falconer, el protagonista de la (en su momento) demoledora sátira de Lewis mantiene los pies en el suelo, es terrenal, manipulador, egoísta y carnal en grado sumo, y cuanto hace, lo hace para obtener beneficio y placer personales, mientras que la hermana Sharon se inventa la identidad que la atrapa entre la realidad y la fantasía y, como consecuencia, vive la ilusión de ser la portadora de la salvación de cuantos acuden a su carpa en busca de guía y de milagros. La relación que comparten ocupa cinco capítulos de la novela, del XI al XV, una pequeña parte dentro de un conjunto que, sin el menor disimulo, critica el fundamentalismo religioso, la intolerancia, la ignorancia y las dudosas artes empleadas por los predicadores de sospechosa ética y de ambiciones confirmadas en el protagonista. En la personal adaptación que Richard Brooks realizó de Elmer Gantry (1927), El fuego y la palabra (1960), la asociación e idilio de Sharon (Jean Simmons) y Elmer (Burt Lancaster) son el centro del film, que toma aspectos de la historia literaria para crear otra.


El Elmer Gantry de
Brooks e interpretado por un histriónico y descomunal Burt Lancaster, porque histriónica y voraz es la imagen que su personaje asume para conquistar a sus oyentes, luce sonrisa falsa y manipula con su enrevesada y potente oratoria para llegar a lo más alto. En esto no difiere del Gantry descrito por Lewis, ya que ambos comparten inicialmente las mismas ambiciones y el mismo gusto por el exceso, la diversión, el alcohol y el sexo, pero, contrario al literario, el charlatán cinematográfico logra redimirse, aunque no sabemos si su transformación será temporal o definitiva. De igual modo existen dos hermanas Falconer: la secundaria en la novela y la principal en la película. Esta última resulta vital para el desarrollo del film y, sobre todo, para que se produzca el cambio en el charlatán de feria. En ambos casos, papel o celuloide, la religiosa es objeto de deseo de Elmer —<<Haría suya a Sharon Falconer>>*, apunta Lewis cuando aquel la observa por primera vez sobre el púlpito—; en la novela, lo será hasta que el embaucador se canse de ella, cuando se descubre en una monotonía que ya no le seduce ni llena, y regrese a sus viejas costumbres de depredador. En la película, Sharon se convierte en el eje sobre el que gira Elmer; para él es la imagen virginal e idolatrada, aquella que arderá en las llamas, la imagen que le redime y libera de su pasado, de su desvarío pseudoreligioso, y le abre una senda que probablemente diferiría de la transitada por el Gantry novelesco. La evolución del estudiante, que busca divertirse, al dictador que triunfa e impone su moral al final del libro, no tiene presencia en El fuego y la palabra, pues la propuesta de Brooks prescinde de la estancia de Elmer en la universidad, de su primer destino religioso -donde conquista a la inocente en impresionable Lulu Bains (Shirley Jones), quien en el film abandona su pasividad para transformarse en un agente activo en la imagen pública de Elmer-, y de las diferentes etapas pos-Falconer donde se detallan el triunfo profesional y el fracaso marital de <<un mentiroso, un ignorante, un embustero y un predicador corrompido>>*. Una adaptación no es ni puede ser la novela que la inspira, y el responsable de Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955) siempre fue conscientes de ello, así que extrajo del original literario aquello que necesitaba para llevar a su terreno, y no por ello traicionó el espíritu de una crítica y de una historia que en su paso a la pantalla ya no es de Lewis sino de Brooks. El cineasta transformó, sintetizó y asumió ideas del texto que cuadraban con las propias; las transformó en imágenes cinematográficas y nos habló de ellas desde uno de sus personajes: el escéptico Jim Leffers (Arthur Kennedy), que adquiere por obra y gracia del realizador estadounidense el rol de periodista que expresa dudas respecto a cuanto ve, escucha y posteriormente escribe en sus artículos; lo hace sin prejuicios y sin emitir juicios morales, sin mayor ambición que la de ser testigo de los actos de Sharon y Elmer (y del resto de farsantes que pueblan la localidad de Zenith), con quienes quizás simpatice e incluso por momentos admire, pero con quienes nunca comparte charlatanería, ni fines ni creencias.


*Sinclair Lewis. Elmer Gantry (de la traducción de Carlos de Onís). Compañía General Fabril, Buenos Aires, 1962