Dudo que alguien haya filmado la comunión hielo y sol como lo hizo Akira Kurosawa en Dersu Uzala (1975), cuando sus dos protagonistas contemplan la armonía que también se produce en ellos, el acercamiento entre la civilización representada por el ingeniero y la inocencia del cazador, símbolo de la naturaleza que no ha sido pervertida o adulterada por la modernidad. Es al tiempo su amistad y la proximidad de dos mundos distantes, que conviven en ese momento que precede a la tormenta sin que uno intente imponerse al otro, dos mundos que también conectan en las protagonistas de Nadie quiere la noche (2015). Pero donde en la magistral y poética película de Kurosawa hay curiosidad, respeto y admiración mutuos desde que se produce el contacto de los personajes; inicialmente, en la de Isabel Coixet existe el rechazo que Josephine Peary (Juliette Binoche), inspirada en la exploradora real, la primera que formó parte de una expedición al Ártico, evidencia hacia Allaka (Rinko Kikuchi) —la pureza que en el film de Kurosawa recae sobre el inolvidable cazador— y hacia cuanto no entra dentro de su comprensión burguesa, ni de sus planes de reunirse con su marido, el capitán Robert Peary, en el Polo Norte. Como otras protagonistas de Coixet, la interpretada por Binoche en Nadie quiere la noche se distancia de los convencionalismos de su época —en esa lucha por distanciarse y sobrevivir en el intento, descubrimos a la librera de La librería (2017) o a las amantes de Elisa y Marcela (2019)—, convencionalismos que entorpecen o impiden su liberación, su supuesto e impuesto lugar dentro de la sociedad civilizada. En su desafío a lo establecido, Josephine deja atrás la civilización y se aventura por un espacio de exclusiva presencia masculina; salvo ella, el resto de exploradores son hombres. La Josephine Diebitsch Peary real rompió con lo establecido años antes de las imágenes que abren el film en 1908, cuando observamos a una mujer occidental, vestida con ropas de invierno también occidentales y abatiendo a un oso polar. Su puntería es incuestionable, y ya marca una diferencia con las mujeres de su época, diferencia que aumenta a medida que se adentra por un espacio salvaje, inexplorado, distante, un lugar donde romper con el puritanismo burgués y donde desarrollar su condición de mujer libre pensadora, aunque, en un primer momento, lleve consigo prejuicios, altivez y costumbres del entorno que abandonó no sabemos cuándo. Experta tiradora, autoritaria, autosuficiente, arrogante, la aventurera desoye consejos, consciente de que ha llegado lejos, más lejos que ninguna otra mujer blanca y que la mayoría de los hombres, y, para confirmarlo, impone su criterio (ya lo habría hecho con anterioridad) o graba su nombre en la puerta de madera del primer refugio donde hace un alto. No pretende detenerse, a pesar de las advertencias y de las señales de peligro que observa en su avance hacia el norte. Ni la amenaza del invierno, ni la certeza de que será un viaje repleto de peligros, merman sus intenciones, ni su búsqueda, todavía inconsciente de que se trata de la búsqueda íntima que le permitirá encontrarse. Durante su camino, hace oídos sordos y se impone, sin pensar en las consecuencias de sus decisiones. Así prosigue, altiva y humana, por el paraje blanco, frío, hermoso, desolado, que aún no ha hecho mella en ella, pero donde las circunstancias y la naturaleza amenazan en forma del alud que entierra su trineo, de la muerte de su guía (Gabriel Byrne) o de su encuentro con el explorador que, medio muerto, Robert Peary abandonó a su suerte, obsesionado por alcanzar su objetivo. Josephine también vive su obsesión, quizá aquella que, en su afán de reunirse con Robert —cuya ausencia física no impide su constante presencia, digamos, espectral—, oculta la necesidad y la ambición de llegar allí donde llegue cualquier hombre. Su osadía es comparable a la superioridad que asume en sus modales, en su ropas y en su trato con el resto, sobre todo con los nativos inuit, a quienes parece considerar seres inferiores. Puede que no lo parezca, y se considere por encima, y quizá por eso censure a Allaka con un <<no has entendido nada>> o le pregunte <<¿sabes lo que es el amor>>; y reciba una respuesta que le descubre que no son tan diferentes. Ambas sienten, ambas aguardan al mismo hombre y ambas sobreviven en un paraje inhóspito donde la noche invernal cae mientras se afianza la amistad y se completa el aprendizaje de la occidental. En ningún otro lugar podrían haber experimentado la comunión que las conecta en la cabaña o la liberación de Josephine, fruto de su relación con Allaka y con ese espacio físico donde la muerte llega cuando el sol duerme. Pero si como aventura íntima, la ausencia de épica y movimiento en Nadie quiere la noche son comprensibles, no lo es tanto la sensación de pesadez que finalmente se apodera del film, del paisaje (que por momentos solo parece cumplir la función de poner la nota preciosista en el discurso de Coixet) y de personajes cuya conexión pierde naturalidad a medida que avanzan los minutos, forzada por la intención de hacer visible lo invisible.
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