Lupin III: El castillo de Cagliostro (1979)
Nada puedo decir de Conan, el niño del futuro (Mirai shônen Konan, 1978), la primera serie animada dirigida en su totalidad por Hayao Miyazaki, o de los episodios que realizó de Lupin III (Rupan Sansei, 1976-1980) —basada en el manga de Kazuhiro Katô—, salvo que no los he visto. Pero sí puedo escribir que su primer largometraje busca, encuentra y prioriza la diversión que se presupone a las aventuras donde los héroes superan cuantos obstáculos se interponen entre ellos y su triunfo. Son los viajes a la fantasía, a la ingenuidad, al mundo de buenos y malos donde siempre se produce la derrota de estos últimos. En Lupin III: El castillo de Cagliostro (Rupan Sansei - Kariosutoro no shiro, 1979), el villano asume rasgos físicos y psicológicos que lo emparentan a sus ambiciosos homólogos de Las aventuras de Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood; Michael Curtiz y William Keighley, 1938) y de las diferentes versiones cinematográficas de la novela de Anthony Hope El prisionero de Zenda. En todas ellas, la presencia del malvado es vital para crear al héroe, de igual modo que resulta necesaria para que el divertimento prometido se desarrolle según las pautas establecidas. Son variantes que descubrimos en el asalto a una fortaleza inexpugnable, salvo para el heroico ladrón de guante blanco inspirado en el personaje creado por Maurice Leblanc, en ubicar la acción en un reino que corre el riesgo de caer en manos del ambicioso Cagliostro, en la presencia de la rehén, Clarisse, que resulta ser una princesa que no se deja someter, o en la caída del héroe que precede a su recuperación y a su victoria en el duelo final. De una u otra forma, presentes en muchas aventuras de celuloide, la sucesión de hechos y de personajes expuestos por Miyazaki funcionan a la perfección para convertir a Lupin en el héroe clásico que atrae las simpatías del público desde su presentación, cuando, tras asaltar un casino, huye de la policía en compañía de su amigo y pistolero Deisuke Jigen. Con él se traslada hasta el pequeño reino de Cagliostro donde espera encontrar la máquina con la que se fabricó el dinero falso que los dos amigos roban al inicio del film. Pero al ladrón, poco o nada le importan los billetes que llenan el interior de su vehículo, quizá por que lo suyo es el desafío a la autoridad. Ya desde ese primer momento, nos hace partícipes de su optimismo, de su vida en constante movimiento, de la ausencia de imposibles o de su huida de lo ordinario. Como la de cualquier héroe de celuloide que se precie, su existencia es un estado de desafío continúo (perseguido por la policía o enfrentado a las huestes del villano), pero también de generosidad, pues no duda en ayudar a quienes le han ayudado o a quienes lo necesitan, como confirma que su llegada al pequeño reino europeo esté motivada por circunstancias del pasado -a las que tendremos acceso a medida que avance el metraje- y no por ambicionar la máquina falsificadora. Pero los motivos del protagonista tampoco resultan esenciales en el buen funcionamiento de su aventura, al menos no lo resultan para mí, ya que lo fundamental en El castillo de Cagliostro lo encuentro en la capacidad de Miyazaki para captar la atención de quien observa su propuesta animada, que, si bien conocemos su final, funciona desde el principio como mezcla de humor, de acción, de rivalidades y de personajes que se alían para salvar a Clarisse y desenmascarar al conde Cagliostro. Entre estos personajes destacan la presencia —por momentos cómica— del inspector Zenigata, quien decide ponerse al otro lado de la ley (en cuyos márgenes se ha mantenido hasta entonces) porque descubre corrupción en sus representantes, y, sobre todo, la de Fujiko, la ladrona cuya imagen provoca la ruptura con la aventura clásica, ya que iguala en destreza, e incluso supera, al héroe con quien mantiene una relación pretérita que hace sospechar que es ella, y no la princesa secuestrada, el interés amoroso de Lupin III. Sin embargo, más allá de dicha sospecha, entre ambos prima la rivalidad, la admiración y la colaboración, tres circunstancias que también encontramos en la atracción-rechazo que liga al heroico delincuente y a su perseguidor, el policía que nunca llega a atraparlo, quizá porque ambos persigan lo mismo.
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