miércoles, 11 de septiembre de 2019

La carroza de oro (1952)


Un reto artístico puede consistir en buscar nuevas formas de expresión o en adentrase por vías inexploradas o ignoradas con anterioridad. Transitar por lo desconocido, en busca de algo novedoso o que incentive, al tiempo que estimula mantiene alerta, posibilitando alejarse de la comodidad que implica la repetición de lo ya hecho. Para un artista el reto es necesario, incluso puede resultar vital para la creatividad de quien pretende honestidad con su arte y consigo mismo. Consciente de ello, Jean Renoir asumía el reto con el fin de no perder la ilusión, de experimentar, de hacer su cine, de darle nuevas formas y nuevos enfoques. Buscaba renovarse, encontrar dificultades y hallar soluciones que le permitiesen seguir creando, y no caer en la desidia, en la de continuar realizando algo que ya no tenía secretos, ni riesgos. Buscaba nuevas formas, sentir la inspiración, saber que no había caído en la simple copia de sí mismo, necesitaba renovar su diálogo con el público, su diálogo entre la realidad y la imagen interpretada. Así pues, tomó como modelo la commedia dell'arte, a sus personajes característicos y caricaturescos, creó su cine-teatro, su realidad-representación, y le dio forma en La carroza de oro (Le carrosse d'Or, 1952). Era su nueva manera de comunicarse, disfrazando el cine de teatro o el teatro de cine, de situar al público entre realidad, ilusión y representación.


<<Mi colaborador principal para la película fue el difunto Antonio Vivaldi>>. Suena extraño, quizá no tanto, pero eso afirma
Renoir en sus memorias, antes de decirnos que escribió <<el guion con acordes de los discos de ese gran maestro>>. El cineasta prosigue y explica que <<su sentido dramático, su espíritu, me orientaron hacia soluciones que me proporcionaban lo mejor del arte teatral italiano>>. Fruto de esta colaboración, quizá sea mejor llamarla inspiración, fue la comedia de Camilla (Anna Magnani), pues ella es el eje de La carroza del oro, la protagonista de su farsa, la de una actriz que ha pasado hambre y que se deja deslumbrar por la posibilidad de abandonar la miseria y su vida errante. Su acceso a esa existencia le descubre que, al igual que en el teatro, su nueva realidad se basa en la actuación y en las apariencias. A lo largo de su periplo, la actriz vive una farsa mayor que sus representaciones cómicas para la compañía de don Antonio (Odoardo Spadaro) con la que llega al nuevo mundo, que no deja de ser reflejo del viejo, con sus viejas costumbres, con sus viejos motores existenciales y sus viejas diferencias sociales. Camilla todavía no se conoce, ignora que forma parte de una comedia que le permite acariciar el éxito, la opulencia, el ascenso social, pero que le descubre, no sin cierta amargura, que "el éxito no lo es todo en la vida". ¿Pero qué es lo importante para ella? ¿Quién es y dónde encaja? ¿Cuánto hay de verdad y de ficción en su vida, en su teatro? ¿Cómo distinguir la realidad de su representación? La cómica se plantea preguntas similares, quizá porque necesita saber si su yo real es Colombina, Camilla, una actriz real que representa la obra que nosotros contemplamos, la suma de todas ellas o de ninguna. En este punto de desconcierto o búsqueda se descubre parte de los intereses de Jean Renoir, el maestro titiritero que emplea la carroza dorada que da título a la película como excusa, pero también como el ídolo que reluce y deslumbra la satírica irrealidad de la que somos testigos. Aunque, como dice el cineasta en Mi vida y mi cine, <<la verdad interior se oculta a veces detrás de un entorno puramente artificial>>, de modo que <<se puede ser inverosímil pero real>>.


Quizá este fue uno de los grandes motivos para que 
Renoir abandonase el paisaje natural -que tan buenos resultados le había dado en Toni (1935), en Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936) y, apenas dos años antes, en El río (The River, 1950)- y se decantase -como también haría en French CanCan (1955) y en Elena y los hombres (Elena et les hommes, 1956)- por los decorados, por un estilo teatral, por jugar con el lenguaje cinematográfico, con el teatro, con lo auténtico y lo falso. La representación propuesta, y a la que están expuestos los personajes, ofrece varios niveles (más allá si se trata de cine dentro de teatro o de teatro dentro de cine) de ficción y de realidad. En este aspecto, La carroza de oro es todo un hallazgo en la relación cine-teatro, en la puesta en escena de Renoir, en la supuesta realidad de la compañía itinerante italiana durante su estancia en una colonia española en el siglo XVIII, en la alevosa irrealidad de las situaciones vividas por sus personajes, intercambiables en la farsa y en la realidad que no deja de ser la representación de la que en todo momento somos conscientes; no en vano, su inicio y su final nos sitúan frente un escenario que se cierra dejando fuera a la protagonista, a quien hemos observado durante su evolución, su comprensión, su ilusión, su realidad. Si la carroza funciona como símbolo de las ambiciones, apariencias y vanidades dominantes en el ambiente, la presencia de Camilla, una gran Magnani en un papel a priori que la alejaba de terreno conocido, rompe dicho orden, altera el entorno y la percepción de los tres pretendientes, pero sobre todo altera el orden del espectador, quien descubre aspectos que escapan del ámbito cómico para existir en la verdad humana que se esconde detrás de la imagen.



Entrecomillado: Jean Renoir. Mi vida y mi cine (traducción Rafael del Moral). Ediciones Akal, Madrid, 2011

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