sábado, 7 de septiembre de 2019

Campos de concentración nazis (1945)

Un instante puede ser inesperado, debido a la ausencia de indicios que lo adviertan. Llamaré a esto espontáneo, y no espontáneo a la serie de hechos sabidos que desencadenan otros posibles, y apuntados por los previos. Por tanto, la guerra no es espontánea y, en consecuencia, quienes la pretenden tienen la posibilidad de frenarla antes de que la agresión se desate. Si lo escrito hasta ahora tiene alguna validez, entonces, ¿por qué no evitarla? La pregunta presenta complejidades que inevitablemente llevan a más interrogantes. Así que simplificaré la respuesta, la manipularé para llegar a donde quiero, a decir que a veces hay quien no desea evitar las agresiones, grita sus intenciones a los cuatro vientos o las escribe, y no deja de ofrecer indicios de ello hasta que, si se dan las circunstancias, finalmente los convierte en actos. Tanto la preparación como la ejecución nos sitúan en terrero de lo premeditado, y la premeditación conlleva la posibilidad, cuando no la voluntad de hacerlo. La historia cumple su función y nos recuerda que en la Alemania nazi hubo señales previas que apuntaban ya no hacia la guerra, sino hacia la sinrazón que se desató durante el Tercer Reich. No voy a profundizar en las distintas interpretaciones y reacciones tanto internas como externas que se dieron en aquel momento, ya que es muy diferente abordar el pasado desde la comodidad que ofrece un escritorio, que vivir el momento mismo, durante el cual se desarrollan los hechos. <<En 1935, cuando volvía de Europa -había ido a ver a mi madre-, nadie tenía ni idea de que Hitler, que se había hecho con el poder, fuera siquiera a considerar una idea como la de la purga, los campos de concentración... la orden de quitar a los judíos de circulación>>1. Supongamos que nadie lo supiera, pero Billy Wilder, a quien debemos las palabras anteriores, intuyó algo (no necesariamente el horror que vendría después) y abandonó Alemania cuando el partido nazi obtuvo el respaldo suficiente para convertir la democracia alemana en un totalitarismo a su imagen y semejanza. Desde ese instante hubo motivos para sospechar, entre otros, las leyes raciales, el rearme, las anexiones territoriales -aceptadas o forzadas-, y las persecuciones de individuos, de grupos y de etnias que, por ideología y odio racial, el régimen señaló como indeseados. Esto sucedió antes de que Francia e Inglaterra declarasen la guerra a Hitler y mucho antes de que Estados Unidos entrase en el conflicto después del bombardeo de Pearl Harbor o de que la Unión Soviética viese como el pacto firmado no evitó la invasión de su territorio. Lo dicho hasta ahora forma parte de la Historia, y una de las funciones de la Historia es recordar los sucesos que nos precedieron en el tiempo, sucesos que no fueron espontáneos, aunque en su momento no fuesen de dominio público, se ocultasen indicios de su existencia o existiese pasividad y permisividad, aunque a estas últimas podríamos agruparlas y llamarlas ceguera generalizada. Pero mirar hacia otro lado no implica la inexistencia de la realidad histórica, compuesta de respuestas, interpretaciones, decisiones y acciones individuales y colectivas. Está claro que dentro de un Estado agresor, oponerse y conocer resultan posturas peligrosas; más cómodo y menos arriesgado son las opciones de mantenerse al margen, engañarse, someterse o arrimarse al poder. Ninguna justifica, más bien señala, como tampoco hay justificación moral para la pasividad internacional ante el poder nazi, cuando este dio sus primeras muestras de sus intenciones, anteriores al mayor horror cometido contra la humanidad. Cuando George Stevens tuvo noticia de que varios compañeros de Hollywood trabajaban para el ejército en una unidad fotográfica, no dudó en presentarse voluntario. Su decisión no fue espontánea, fue fruto de su pensamiento y de su posicionamiento, quizá de la necesidad de dejar constancia de los hechos, aunque, en aquel momento, ignoraba hasta qué punto los hechos le desvelarían la barbarie que descubrió al final de su periplo bélico. De ese horror posiblemente no tuviese la menor noticia, o puede que escuchase rumores, ya que, dentro y fuera de Alemania, se conocía la existencia de los campos de concentración -aún no eran de exterminio a gran escala-, había exiliados judíos que daban testimonio del terror practicado por los nazis y existían evidencias escritas por Hitler en su panfleto ideológico. Pero ¿y de lo impensable? ¿De la crueldad extrema que no podía ser y de forma premeditada fue? <<Las primeras noticias sobre los campos nazis de exterminio empezaron a difundirse en el año crucial de 1942. Eran noticias vagas, pero acordes entre sí: perfilaban una matanza de proporciones tan vastas, de una crueldad tan exagerada, de motivos tan intrincados, que la gente tendía a rechazarlas por su misma enormidad. Es significativo que este rechazo hubiese sido confiadamente previsto por los propios culpables; muchos sobrevivientes [...] recuerdan que los soldados de las SS se divertían en advertir cínicamente a los prisioneros: "De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no le creería...">>2. Como la mayoría de soldados aliados, Stevens no se plantearía esas noticias de las que Primo Levi habla en Los hundidos y los salvados (1986), unas noticias de las que el cineasta sería testigo entre los meses de marzo y mayo de 1945. Por entonces, el teniente coronel George C. Stevens comandaba la unidad de fotógrafos del ejército estadounidense y, cámara en mano, fue de los primeros soldados en entrar en los campos de Ohrdruf, Mulhausen, Buchenwald y Dachau, donde filmó imágenes que parecían extraídas de la peor pesadilla inimaginable, de la mente humana más enferma, pero ahí estaban ante él, y aquellas imágenes cambiaron su perspectiva de la vida y del ser humano. Poco después, el ejército estadounidense realizó un montaje con una mínima parte del material filmado. Eran unos mil ochocientos metros de película de un total de veinticuatro mil, que se difundió con el título Campos de concentración nazis (Nazi Concentration Camps, 1945) y fue una de las pruebas documentales presentadas por la acusación aliada durante los juicios de Nuremberg. Posteriormente, algunos de sus fotogramas fueron empleados por Alain Resnais para dar forma a la memoria en su poética y desgarradora Noche y niebla (Nuit et Brouillard, 1955) o por Stanley Kramer para dar mayor verosimilitud a su recreación de los juicios de Nuremberg en Vencedores o vencidos (Judgment at Nuremberg, 1961). Pero el resultado de la filmación de Stevens fue un documento explícito del terror, un documento donde los cuerpos con o sin vida de las víctimas se convierten en testigos de la barbarie, la mayor documentada por la Historia y la más increíble y espeluznante, un documento que, consciente de la terrible realidad desvelada, Stevens tuvo que firmar una declaración jurada de la veracidad de lo expuesto. Pero aún así temían que alguien pusiera en duda los hechos, de modo que también Ray Kellogg, experto en películas, juró que, tras el estudio de los metros de celuloide, el material no había sido adulterado. Ambas declaraciones dan fe de que lo expuesto en las imágenes fue filmado en el instante durante el cual el propio realizador descubría el mayor crimen de la Historia: el exterminio practicado por los dirigentes nazis y por quienes se prestaron a ser los ejecutores del mismo. La intención del cineasta era la de constatar, la de mostrar, pero la realidad superó el terror de cualquier pesadilla soñada o por soñar. Era el fin de la guerra, el momento de liberación, pero, en lugar de alegría, fue el momento de descubrir y de comprender hasta qué punto el mundo había perdido su cordura. Esto afectó al realizador, quien nunca volvería a ser el de antes, tampoco su cine ni sus intereses. No podía volver a ser quien fue, nadie equilibrado podría volver a serlo, porque cualquier concepto previo cambió para siempre al comprender que ese horror, que nunca podría digerir ni olvidar, no fue un hecho espontáneo, sino fruto de los hechos provocados de forma consciente y calculada

1.Cameron Crowe. Conversaciones con Billy Wilder (traducción de María Luisa Rodríguez Tapia). Alianza Editorial, Madrid, 2009
2.Primo Levi. Trilogía de Auschwitz (Traducción de Pilar Gómez Bedate). El Aleph Editores, Barcelona, 2005

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