martes, 17 de septiembre de 2019

Peregrinos (1933)

En sus películas hay un pasajero, un soldado, un pionero, un marino mercante, un peregrino a quien nunca veo, pero a quien siempre intuyo y encuentro en sus tradiciones irlandesas, en su humor costumbrista, en sus relaciones materno filiales, en la inocencia de la infancia, en la familia y su derrumbe o en el final de una época. Es John Ford, no tengo dudas, el guía excepcional, único en su género, que comparte su compleja sencillez cinematográfica mientras me dice que ya será menos. No pretende el protagonismo, aunque es consciente de que cae en una contradicción, pues se sabe protagonista y maestro de ceremonias. Me conduce a donde desea ser acompañado, allí donde su cámara y sus encuadres me convierten en cómplice y en compañero de viaje. Bajo su dirección transito espacios físicos y humanos reconocibles, porque son los suyos, los que se repiten y escapan de lo real para evocar la vieja Irlanda de sus padres, su Monument Valley, los destacamentos de caballería o entornos rurales como el pequeño pueblo de Peregrinos (Pilgrimage, 1933) donde me descubre el amor posesivo y el miedo a la soledad de una madre incapaz de reconocer su intransigente interpretación de lo correcto, su extremo y cruel egoísmo. Cuando acompaño a Ford, sé que viajo sobre seguro, que me llevará a su oeste imaginado, a las vías de un caballo de hierro que acortará espacios e implicará sacrificios, a la aflicción de madres sufridas que resistirán las envestidas de la vida o la ausencia de cuatro hijos. De su mano desciendo a la mina, veo en blanco y negro el verdor de los valles, transito por la Gran Depresión y acompaño a un clan anónimo que no pierde su dignidad, porque esa dignidad es su única tierra prometida, la que permite que su humanidad sobreviva al desamparo y a la miseria. Ángel y diablo, Ford me hace miembro de familias, sean estas típicas o las que se crean a bordo de un mercante o en el interior de una academia militar. Me hace testigo silencioso del ocaso y de la inevitable descomposición del núcleo; me convierte en cómplice de la nocturnidad y de un disparo pesimista que abate un época que ya no volverá, la suya. Pero el cineasta sobrevive en mi memoria, siempre lo hace, y me emborracha de amistad, de peleas y de alcohol; me embriaga de sensaciones y emociones, me convierte en un intruso de la intimidad de una caricia a la capa del amor imposible, aquel que vive la condena de ser el eterno buscador sin hogar. Con Ford navego río arriba, me fugo de una isla, me enrolo en la marina, sobrevivo a Midway y regreso al monumento de roca y arena esculpido por el tiempo, retorno al espacio rural, a la ruta que me acerca a la quietud de saber que allí todo transcurre pausado, y a la inquietud que produce el comprender lo inevitable de su transcurrir. Me lleva hasta Tres cedros, el pequeño pueblo de Arkansas donde viven los Jessop, madre e hijo. Esto es Ford, me digo al ver las primeras imágenes de Peregrinos. Observo el entorno, la figura materna que no se derrumba, que simboliza la tierra y la tradición. Sin embargo, pronto descubro que esta madre difiere de otras, en su exagerada intolerancia e instinto de posesión. Aun así, sé que es una madre fordiana que pretende y hace lo imposible para que el núcleo (básico en el cine de este hombre tranquilo) no se desintegre. Comprendo que ella ignora ser la única responsable de la separación y de la posterior destrucción filial. Como también sé que, en ese momento, Hannah Jessop (Henrietta Crosman) desconoce que su comportamiento y sus acciones la convierten en uno de los personajes más crueles de la filmografía fordiana. Pero no confundamos el término, es cruel pero inconsciente de serlo. No es malvada, adjetivo que simplifica y menosprecia a un ser que vive en conflicto, aunque lo silencia, que se deja llevar por prejuicios que interpreta como valores, por el temor a la soledad y el miedo a perder al único ser amado, cuando este entrega su amor a Mary (Marian Nixon). De todo soy testigo, y lo asumo consciente de que no habrá engaños, ni por su parte ni por la mía, porque, ante todo, Ford es honesto en sus mentiras, en sus propuestas cinematográficas y en cómo me muestra sus cartas y me desvela su juego. Pero no por ello pierde mi interés ni deja de generar emoción, más bien fortalece la conexión que establezco con imágenes que hablan más allá de lo que a primera vista dicen. Me muestra una época, que necesito entender para comprender los distintos comportamientos y costumbres, me expone un melodrama no exento de tragedia y centra su mirada en la figura desesperada que prefiere enrolar a su hijo en el ejército que verlo con otra mujer, ya que prefiere verlo muerto antes de no salirse con la suya. De Arkansas me traslado a las trincheras francesas. Allí las bombas sepultan a Jim (Norman Foster) bajo tierra y metralla, entierran sus sueños, su deseo de volver a abrazar a Mary y de conocer a su hijo, de cuyo nacimiento él ya no tendrá noticia, yo sí. La tengo cuando regreso al pueblo durante la noche de tormenta, la misma nocturnidad en la que Jim muere y Jimmy (Jay Ward) sale a la vida. Un intertítulo explicativo, que me ocupan apenas un par de segundos, son diez años en las vidas de los personajes de Peregrinos, pero esto forma parte de la magia del cine, de sus recursos narrativos y del interés del cineasta en que la historia avance en el momento justo. Ha pasado una década y el pueblo no ha cambiado, Hannah tampoco, ni su actitud intransigente. Vive amargada, rechaza a Mary y a su nieto, y no reconoce culpas ni el dolor que oculta en su corazón de piedra, aunque no tan duro como para no romperse. Lo sé, lo supe desde el primer momento, porque, aunque no se escuche, Ford me dice que habrá redención para ella, aunque no sin antes peregrinar a Francia en compañía de otras madres que buscan honrar las tumbas de los hijos caídos en el campo de batalla. Así acompaño a Hannah en su viaje al perdón, hacia la comprensión de sí misma, hacia el reconocer que a veces el amor, o la interpretación que le damos, esconde egoísmos, intolerancias y miedos que precipitan la destrucción de cuanto decimos amar.

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