miércoles, 31 de enero de 2024

El ojo público (1992)


El éxito de Los intocables (The Untouchables, Brian De Palma, 1987) recuperó para la pantalla la figura del gánster, pero su propuesta era más épica que negra, incluso hay momentos en los que la película toma apariencia de western. Pero lo fundamental es que el film de De Palma funcionó en la taquilla y abrió el camino para que otros directores regresasen al pasado gansteril en historias más íntimas que alcanzaron su esplendor en la popular Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, Ethan y Joel Coen, 1990) y en la menos conocida El ojo público (The Public Eye, Howard Franklin, 1992); más adelante aparecía L. A. Confidencial (L. A. Confidential, Curtis Hanson, 1997). Salvo en la película de los Coen, la figura del gánster es secundaria en las otras arriba nombradas, aunque fundamental en los hechos que se investigan, los cuales desvelan corrupción y la fina y mal definida línea entre luces y sombras. En el espléndido film de Howard Franklin, que también fue responsable del guion, su protagonista es un fotógrafo independiente que se gana la vida fotografiando las calles y los locales de la Nueva York de 1942, con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo. Y hablando de calles, King Vidor tituló Un árbol es un árbol a sus memorias porque, como cineasta (y de los grandes), sabía que en cine daba igual que el árbol estuviese en la otra punta del mundo o en la parte trasera del estudio. Lo mismo podría aplicarse para una calle o cualquier lugar geográfico que guarde parecido o le hagan parecerse al pretendido. Sin ir más lejos, la Nueva York de El ojo público no es la auténtica, sino la recreada en la pantalla, que fue filmada en Cincinatti (Ohio), pero ¿a quién le importa si es o no Nueva York, si la historia dice que lo es y las calles semejan las de la época en la que se desarrollan?


La trama se ubica en 1942 y Franklin necesita que las localizaciones de su película recuerden a las de ese año; de modo que o se construyen en estudio, tal como hizo Sergio Leone en Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), el otro gran film de gánsteres de los ochenta, o se encuentran localizaciones que puedan pasar por las auténtica. Así se viaja al pasado en esta espléndida intriga e historia de amor imposible. Su protagonista busca y retrata la muerte allí donde se presenta —incluso estará dispuesto a fotografiar la propia—, pero también la vida urbana de una ciudad de contrastes, de multitudes y de soledades, de sueños y pesadillas, de amor y de su ausencia. Inspirado en el fotógrafo Arthur “Weege” Felling, León Berstein “Bernzy” (Joe Pesci), se enamora de Kay Levitz (Bárbara Hershey), la elegante y hermosa propietaria del “Cafe Society”, uno de los locales más elitistas y demandados de la ciudad, al que él accede por petición de Kay, que le pide el favor de que investigue a un hombre que la presiona para ser su socio. Así, enamorado tras una vida solitaria, de decepciones que acumula y de verse rechazado como artista, pues considera sus fotos arte, Bernzy está dispuesto a llegar hasta el final para ayudar a la mujer que no ve en él al parásito que todos dicen. Kay ve a un hombre sensible, ve al artista que ningún editor quiere publicar porque su obra recoge instantes de vida, sin endulzarla, la toma en su estado natural, allí donde se le presenta o él se presenta. La relación entre ambos es uno de los atractivos de El ojo público, una película que cuida sus diálogos y sus situaciones, que sabe y logra equilibrar sus momentos íntimos con la violencia que va asomando durante la investigación que lleva a cabo el personaje de Joe Pesci, quien, al igual que Barbara Hershey, está magnífico en su papel…



martes, 30 de enero de 2024

Érase una vez en el salvaje Jollywood


A menudo las cosas no salen como uno quiere; los proyectos se van al traste y los sueños de tipos como Harvey Henderson Wilcox y Daeida (Hartell) Wilcox no dejan de ser los de un enajenado; que suele ser quien lo vive al tiempo que lo sueña y se obsesiona. A esta pareja le salió el tiro por la culata, cuando su paraíso soñado se convirtió en el paraíso de los sueños de celuloide y de las juergas hasta el amanecer. Por descansar, los tunantes del cinematógrafo no lo hacían ni el séptimo día. Pero ¿cómo iba a saberlo el buen matrimonio, si cuando soñó su utopía, el cine todavía no existía? Corría el año de gracia de 1883 cuando el comprador y vendedor de terrenos llegó a Los Ángeles junto a Daeida, con quien había contraído matrimonio en el altar en una ceremonia (quiero pensar) a la altura de sus expectativas. Ambos eran fervientes religiosos del medio oeste, de Ohio creo recordar, y pretendían crear en los terrenos adquiridos un nuevo edén, religioso y de moral cristiana. Era idílico y divino para ellos, para otros sería un castigo. Su ideal, ubicado geográficamente a unos diez kilómetros de L. A., consistía en varios acres de orden, decencia, oración, moralidad y religiosidad. Todo ello a prueba de fiestas locas y de prisas pocas, de alcohol y de sexo fuera de matrimonio; es decir, no aprobaban las prácticas desenfrenadas y pluralistas, en grupo y sin pretender ampliar la familia. “Pues vaya usted, que yo le quedo agradecido y muy a gusto en mi celda”, suspiraría un de Sade cualquiera. Harvey se había enriquecido especulando con la compra-venta de terrenos, pero su especulación quizá le sonase a designio divino, más que a chanchullo terrenal con el que ganarse unos dólares de más. La misión del matrimonio en California desveló que era el elegido para crear un entorno donde los valores cristianos que preconizaba señalasen el estilo de vida de la futura comunidad allí asentada. Contento, cantando alabanzas y generoso con sus iguales, el matrimonio optó por regalar tierras a quien edificase una casa para la oración. Y decidieron llamar a aquel lugar Hollywood… El nombre se puso en recuerdo de la finca que tenían unos amigos en Ohio; que se llamaba así. El de Hollywoodland se empleó por primera vez en 1923, como parte de una campaña de venta de terrenos en los que se iba a construir una gran urbanización. Fue entonces cuando colocaron el letrero que en los años cuarenta perdería el “land”.


Al parecer, la idea del nombre fue de Daeida. En todo caso, el lugar era una bendición, un paraíso, su bosque de acebo, su suelo sagrado, donde la armonía sería celestial y el vicio una ausencia total. Por entonces, la mano humana no se dejaba notar, de modo que tampoco el alcohol, las drogas y el sexo eran el pan de cada día, pero la utopía del matrimonio Wilcox solo pervivió en el nombre, pues, años después, un grupo de pioneros se asentó por aquellos lares sin tener en cuenta el significado original del “Holly” (acebo) que no tardaría en trasformarse en “Jolly” (alegre/divertido). Para quienes hicieron grande el lugar, “Jollywood” era sinónimo de libertad, cine, dinero, desenfreno, fiestas salvajes, abusos y más libertinaje que en la Roma de Calígula y de su sobrino Nerón. Las principales oraciones se reducían a frases. Un ¡Viva la fiesta! por aquí; un ¡Hazte con esos negativos! por allá; ¡A mear a la piscina!; ¡Otro güisqui! o el siempre recurrente ¡Cámara, acción! Fuese de este o de otro modo, a inicios de los años veinte del siglo del mismo número, la prensa sacaba trapos sucios de las estrellas y parte de la población estaba cansada de que allí hubiese tanta juerga salvaje y los anfitriones no la invitasen. Y ante este desencuentro y tanto desfase, los jefes de los grandes estudios decidieron poner fin al jolgorio. Hicieron piña y acordaron que “Jollywood” volvería a ser Hollywood. Así que se pensó en contratar a un tipo duro que barriese las calles, los bares y las lujosas mansiones que nada tenían que envidiar a las mejores casas de Sodoma y Gomorra; pero, por allí, ya se dejaban ver sheriffs, cowboys, piratas y un buen puñado de bandidos que no parecían dispuestos a poner fin a bacanales de las que, excepciones aparte, posiblemente serían asiduos. Luego, Lewis Selznick, padre del David Selznick de Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939) y de Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), pensó una solución mejor: llamar a un forastero. Así que los magnates acordaron llevar la decencia a Hollywood, quizá no tan estricta como la pretendida por Harvey y Daeida cuatro décadas antes, pero sí una que funcionase de puertas para afuera. Así se pusieron en contacto con el republicano William H. Hays, que escuchó la oferta de los empresarios cinematográficos y, en enero de 1922, acabó aceptando porque cayó en la cuenta de que el cine podría tanto pervertir como educar a la población. Lo que ignoro es si lo que hizo fue lo primero, lo segundo o una mezcla o ausencia de ambas; lo único seguro es que el cine quiso censurarse y llamó a un censor más papista que el papa que cumplió el cometido para el que había sigo contratado y nombrado presidente de la MPPDA (Motion Pictures Producers and Distributors of America, Inc). Su trabajo ya es historia, igual que el código que llevó su apellido y que entró en vigor en 1930, aunque no sería hasta 1934 cuando se hizo efectivo... Estuvo en vigor hasta 1967.



Tess en el país de las tempestades (1914)

En 1914, Mary Pickford, que había trabajado en la Biograph, firmó contrato con la Famous Player de Adolph Zukor. Ese mismo año rodó para la compañía de Zukor las dos películas que definitivamente la consagraron como la gran estrella del cine estadounidense. Un buen diablillo (A Good Little Devil, 1914) y Tess en el país de las tempestades (Tess of the Storm Country, 1914) fueron dirigidas por Edwin S. Porter, auténtico pionero cinematográfico que había iniciado su andadura profesional en la Edison, cuando el cine apenas era más que una curiosidad que nadie sabía hacia dónde se dirigía. Él fue de los primeros en saberlo. Se dedicó a buscar posibilidades expresivas y fue el artífice de uno de los primeros hitos cinematográficos: Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1903), film que sorprendió por el primer plano con el que Porter rompía la distancia entre la pantalla y el público. Ahora, en ese 1914, un año antes de retirarse, en el que el celuloide avanzaba y se desarrollaba a toda máquina, el responsable de La vida de un bombero estadounidense (Life on an American Fireman, 1903) volvía a sorprender. Pero en esta ocasión no se trataba de una evolución en el lenguaje cinematográfico, sino por hacer que la estrella pudiese lucirse en un papel dramático como el que asume en Tess en el país de las tempestades, papel que volvería a interpretar en 1922, en la segunda adaptación de la novela de Grace Miller White —en 1932 habría una tercera versión, pero con Janet Gaynor en el papel de Tess, y en 1960 una cuarta con Diane Baker—. Tras este exitoso melodrama de Porter, escrito por B. P. Schulberg (otro de los nombres propios del cine mudo estadounidense), Mary Pickford jugaba en otra liga; de hecho, la creó. Sin exagerar, era la más grande y popular de la pantalla, decían que la “novia de América”. Posteriormente, en esa liga jugarían Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, con quien Mary se casaría en 1920, Lillian Gish, William S. Hart, Harold Lloyd o Tom Mix, entre otros actores y actrices que se convirtieron en los favoritos del país. Pero el caso de la “pequeña Mary” era mucho más que favoritismo por parte del público estadounidense; era la imagen que ese mismo público quería tener de sí mismos y de Norteamérica: activa, heroica y pura, que puede ser ingenua e inocente, joven e injustamente tratada, pero lo suficientemente fuerte para vencer cualquier tempestad, tras la cual llegará la victoria: el cumplimiento de la promesa de la felicidad…





lunes, 29 de enero de 2024

¡Venga alegría! (1923)


Favorito del público y uno de los actores mejor pagados del momento, Lloyd vivía en 1923 uno de sus mejores años profesionales. A El hombre mosca (Safety Last!, Fred Newmeyer y Sam Taylor, 1923) y a la creación de su propia productora, Harold Lloyd Corporation, se le sumaba ¡Venga alegría! (Why Worry, Fred Newmeyer y Sam Taylor, 1923), una comedia a su medida, veloz mezcla de acción física y de gags refinados, en la que el astro hace de las suyas haciendo de millonario hipocondríaco, rol que aparentemente lo aparta de su chico de clase media habitual. Era su primer largometraje que le alejaba de suelo urbano estadounidense, pero se distanciaba del medio natural de su personaje en buena compañía. No me refiero solo a la de la enfermera (Jobyna Ralston) que le cuida, sino a dos cineastas fundamentales en el cine cómico silente: Newmeyer y Taylor, encargados de la parte técnica de esta producción en la que Lloyd demuestra ingenio y presume de plenitud física y burlesca. La historia —de Sam Taylor, con la colaboración de Tim Whelan y Ted Wilde— es sencilla. Se ajusta a lo que se espera: que sirva para dar rienda suelta a la acción física y al gag, pero no se trata solo del golpe por el golpe, sino de crear situaciones ingeniosas e hilarantes como la escena de la defensa de las murallas de la ciudad; cuando Harold, la enfermera y el amigo gigante (John Aasen) rechazan las huestes revolucionarias que atacan la plaza hacia el final de la aventura.

Para un hipocondríaco como Harold no hay mejor cura para el mal que le aqueja y le persigue allí donde va que una revolución en una isla sudamericana donde la revuelta resulta una fiesta de golpes y de situaciones hilarantes de las que será protagonista. También es el momento ideal para el lucimiento de la personalidad cómica de Harold Lloyd y del héroe estadounidense que lleva dentro de su personaje, que se descubre optimista, dinámico y valiente. Las comedias de Lloyd priorizan el ritmo, la agilidad del gag y del actor que en ¡Venga alegría! encarna a un multimillonario que elude todo tipo de responsabilidad, salvo la de cuidarse de sus enfermedades inexistentes; padecimiento del que espera curarse en Paradiso, lugar que el mapa sitúa frente a la costa chilena. Allí, con la excusa de su precaria salud, llega acompañado de su enfermera, una joven que lleva años a su servicio y que siente por él algo más que la amistad que ya les une al inicio de la travesía hacia la isla donde Blake (Jim Mason), un bandido estadounidense, ha levantado un ejército para derrocar al gobierno. El villano no pretende ninguna mejora social, solo llenarse los bolsillos, dispuesto a deshacerse de cualquiera que entorpezca sus planes. De ahí que quiera eliminar a Harold, cuyo encarcelamiento, la mañana antes de su ejecución, posibilita su encuentro con el coloso que le ayuda a escapar. Una vez fuera, el héroe le corresponde. Quiere sacarle la muela que tanto le molesta y la situación deviene en risa para el público y lucimiento para el astro. En momentos puntuales del film se observa el uso de dos idiomas en los títulos, pues al inglés se le suma el castellano, no por un interés realista, que no existe en la comedia, sino para establecer la relación entre comedia muda y la comunicación más allá de cualquier barrera idiomática —inexistente en el cine de Lloyd, de Keaton, de Chaplin o de cualquier otro cómico de la época—, que el héroe hipocondríaco supera con una tiza y un dibujo en la pared. A lo largo de los minutos, queda claro que el idioma de la comedia visual no precisa palabras para invitar a unas risas y superar las trabas tras las que Harold acabará de una vez con todas con su hipocondría…



sábado, 27 de enero de 2024

Pánico en la calle 110 (1972)

El inspector Tibbs, al que dio vida Sidney Poitier en El calor de la noche (In the Heat of the Night, Norman Jewison, 1967), marca un punto de inflexión en el policíaco. El personaje se presenta como un agente culto, elegante, inteligente, resolutivo, independiente y totalmente consciente de su valía, incluso de su superioridad intelectual y moral respecto a la mayoría blanca que le rechaza o le pone en duda, por el color de la piel, durante su estancia en la localidad sureña donde se desarrolla la investigación propuesta por Jewison. Su presencia se impone y el personaje de Rod Steiger acaba reconociéndole y sintiendo admiración por quien ya considera un igual. Su choque de manos sella su amistad, pero también confirma el inicio de una época hacia la igualdad, la cual no sería efectiva hasta que se produjese en todos los ámbitos legales e ilegales. El teniente interpretado por Yaphet Kotto en Pánico en la calle 110 (Across 110th Street, 1972) hereda esa imagen de policía modélico y efectivo inmortalizada por Poitier. No acepta sobornos, es elegante, inteligente y sereno, en comparación al espeditivo capitán Mattelli (Anthony Quinn). Pero no es por su evidente valía por lo que el teniente Pope asume el mando de la investigación de la masacre que abre este film dirigido por Barry Shear, que contó con un guion de Luther Davis —que adaptaba la novela de Walter Ferris—, sino por intereses políticos relacionados con la integración, la buena prensa y el contentar a los grupos de presión pro derechos civiles.

Mattelli, personaje crepuscular en toda regla, acude a la escena del crimen y allí se entera que la investigación no será suya. Está en manos del inexperto oficial, de menor graduación que la suya y mucho más joven. En ese instante, se introducen dos conflictos: el racial y el de la edad. Pero en ambos casos se trata de una realidad que va más allá de ellos. Los tiempos están cambiando, igual que los métodos y las organizaciones criminales, hasta entonces en manos de familias como la de Nick D’Salvio (Anthony Franciosa). Un indicio de los nuevos tiempos se percibe en que el joven sustituye al maduro, pero esa sería una cuestión mínima, que se quedaría en un terreno personal y profesional, que no transcendería al entorno de los dos personajes. En esto, lo que realmente marca un cambio de época es que Doc, el jefe de la organización de Harlem, se imponga en su local al jefe enviado por la mafia italiana o que un oficial negro sustituya a uno blanco al frente de la investigación de un múltiple asesinato, ocurrido en un terreno que había sido de Mattelli, pero donde ya no hay cabida para él ni para las mafias blancas. La criminalidad de Harlem quiere sus propios jefes y la legalidad la igualdad racial en la policía; entremedias las calles son violentas y cúmulo de miserias.

El nuevo orden y desorden que se avecina resulta incomprensible para el veterano policía, de la vieja escuela, con métodos acordes al pasado en el que entró en el cuerpo, un periodo durante el cual la mano dura policial era de uso corriente y el método más eficaz para obtener resultados. Ahora, a sus cincuenta y cinco años de edad y sus más de tres décadas de experiencias policiales, empieza a ser consciente de los cambios, de su vejez y de que vive la última etapa de su carrera. Estos son los dos antagónicos que hacen migas en la película de Shear, cuya carrera profesional estuvo más ligada al medio televisivo que al cine, aunque eso no resta para que Pánico en la calle 110 sea un buen ejemplo de policiaco de los 70. Uno de los temas compuestos por Bobby Womack suena durante los títulos de crédito sobre imágenes que introducen las calles neoyorquinas por donde deambulará y explotará este policiaco de la primera mitad de los setenta que asume características del género y del blaxploitation tan de moda en la época. El resultado es una película contundente, violenta, urbana, callejera, repleta de acción y tensión, con Quinn y Kotto bordando sus  respectivos papeles, los de esos dos policías antagónicos. El primero, veterano, desencantado, violento y cansado, pero humano; es decir, un tipo de luces y sombras. El segundo, se encuentra al principio del camino. Pero Shear no solo se centra en esta pareja, sino en otros dos focos de interés: la investigación paralela que lleva a cabo la mafia y los autores del robo de 300.000 dólares (que pertenecen a la mafia) y del asesinato de siete hombres, entre ellos dos agentes de policía…



viernes, 26 de enero de 2024

Hoosiers (1986)

Cuando la vi de niño, me apasionaba el baloncesto, jugarlo y verlo, también soñarlo. Era mi deporte. El que practicaba y en el que me divertía, en el que pensaba despierto y con el que a veces me quedaba dormido. En aquel momento, a las puertas de entrar en el instituto, vi Hoosiers (David Anspaugh, 1986) y, en poco tiempo, volví a verla varias veces más. Sabía que se inspiraba en una historia real, pero ¿qué cuento no tiene algo de real y mucho de inventado? Además, ¿qué me importaba si había sucedido o no algo similar? Lo que me interesaba era lo que veía en la pantalla. Su historia, bastante simple, me conquistaba una y otra vez. Años después la bajé del pedestal y, aunque todavía me guste su ausencia de conflicto y su victoria de los pequeños, ahora la siento de un modo diferente. Ya no juego ni veo baloncesto. Los sueños son de otro estilo; entre los que supongo se cuelan pesadillas que no recuerdo al despertar. El baloncesto de aquellos años de mi infancia eran los de “Magic” y Bird reinando en la NBA, a las puertas de la era Jordan, la que confirmó definitivamente la transformación del deporte de la canasta (y más) de competición a producto comercial. Había dejado de ser juego y divertimento mucho antes de que el 23 de los Bulls luciese sus llamativas zapatillas; dejó de serlo en el mismo instante en el que se priorizó la victoria sobre la diversión y se profesionalizó a los jugadores; pero el espectáculo de la publicidad empezó a radicalizarse con el triunfo mediático del escolta, ya no por ser considerado el más grande de la canasta, aunque su estatura no alcanzase los dos metros, sino porque fue el protagonista de otro cuento que se contaba fuera de la cancha y que deparó mayores ventas. No es que antes no hubiese publicidad y apuestas deportivas, sino que todavía se podía respirar sin un 4 a 1 y sin anuncios directos o indirectos en el aire, quizá se carecía de los medios que posibilitasen su incremento exponencial. No fue culpa suya, que fue icono mediático, rey del basket y factor que multiplicó las ventas, sino de la voracidad de la publicidad y del consumo que se dispararon primero con la televisión y posteriormente cuando internet llegó a la vida cotidiana. Por aquel entonces, los estadounidenses eran quienes mejor sabían hacer de todo negocio y el baloncesto lo era desde su base; es decir, desde el instituto hasta los profesionales, pasando por el universitario.

Hoy ya apenas distingo el deporte profesional de un anuncio o de una apuesta, quizá todo forme parte de un juego diferente. También ver Hoosiers ahora es otra historia, la que me hace pensar en que Louis B. Mayer estaría orgulloso de que la empresa que dirigió durante tres décadas distribuyese esta película dirigida por David Anspaugh y escrita por Angelo Pizzo. Mayer reinó en Hollywood desde la década de 1920 hasta entrados los cincuenta, que es la época durante la cual se desarrolla esta historia de superación y gloria inspirada en la gesta del equipo del instituto Milan High. Ambientada en Indiana, el hogar de los Hoosiers que dan título a film, la historia que narra no solo se ubica en el pasado, en el año 1952, sino que parece ser la de una película de ese propio pasado, en las postrimerías de aquel Hollywood dorado. No por su apariencia, sino porque se aleja del cine de su época, los años ochenta del siglo pasado, una en la que el cine hollywoodiense priorizaba la estupidez, la comercialidad, el ruido y la parafernalia. Salvo excepciones, tras sus imágenes y su infantilismo, la industria cinematográfica escondía su vacío y no es que el film de Anspaugh esté lleno de algo más que de imagen y culto a la victoria, pero su viaje al pasado y al medio rural le dan un toque nostálgico que combina a la perfección con la victoria de David sobre Goliat. No. Es un film sin mensaje, tal como le gustaba a Mayer, aunque parezca incluir uno emotivo y de buenos sentimientos, de valores que las películas hollywoodienses del pasado tomaban y quisieron como valores estadounidenses. La película habla a favor del espíritu de equipo, pero la pelota siempre acaba en las manos de quien consideran el mejor. Habla de superación sin importar la victoria; pero todos vitorean al vencedor. Los conflictos que esboza se quedan en eso, porque solo son una excusa para la victoria, la cual, al fin y al cabo, es lo que interesa en una sociedad competitiva donde reinan los primeros, aunque su reinado sea efímero; es decir, hasta que un nuevo vencedor asome y se quede con una corona que no tardará en volver a cambiar de cabeza. La derrota no es hazaña, o eso cree el cine comercial, que suele escoger sus historias para atraer al público, no para educarlo. Igual que otra popular distribución de MGM, Rocky (John G. Avildsen, 1976), el film funciona porque hay héroes y buenos chicos, no como los de Martín Scorsese, sino buenos como boyscouts dispuestos a ayudarte a cruzar la calle o a llevarte la compra a casa sin cobrarte un dólar. Lo cierto es que, como director de este juego fílmico llamado Hoosiers, Anspaugh maneja la pelota a la perfección. Sabe pasarla a la música de Jerry Goldsmith, cuando conviene añadir emotividad o épica, o al montaje cuando precisa acelerar la jugada. Además, tiene un jugador franquicia en la figura del entrenador Norman Dale (Gene Hackman). Por sus manos pasa todo el juego; es quien marca jugada y quien establece las normas que condicionarán a los muchachos y les guiará hacia el sueño y la gloria. También es centro de las distintas relaciones que se establecen en el film: paterno-filial con el equipo, sentimental con Myra (Bárbara Hersey), amistosa con Cletus (Sheb Wooley) y Shooter (Dennis Hopper) y de adaptación con un entorno que lleva mal los cambios; aunque todas ellas pierden fuelle porque lo que importa es la gesta del equipo de baloncesto de Hickory, de su entrenador y del resto del pueblo, que vive por y para el baloncesto, pasión y vía de escape...



jueves, 25 de enero de 2024

Los invasores (1912)

En un país en construcción, la frontera tiene un significado, un simbolismo y unas circunstancias muy diferentes a uno cuyos límites geográficos se han asentado. En el imaginario popular, el primero evoca la aventura y lo desconocido, se omite el conflicto de intereses que existe sobre el terreno, mientras que en el segundo caso apenas es un límite administrativo en el que se establece la burocracia aduanera. En 1912, cuando las fronteras estadounidenses ya se habían concretado al norte con Canadá y al sur con México, al este con el océano Atlantico y al oeste con el Pacífico, no hacía tanto que los límites continentales hacia el oeste eran una realidad geográfica sin concretar al tiempo que suponía una idea romántica para quienes leían sobre ellos o escuchaban historias que no siempre eran veraces. Pero ahora, en los albores de la década de 1910, cuando los pioneros lo eran del cine y no de los territorios, aquella idea solo sobrevivía en la memoria histórica, en la literatura y en la gran pantalla, en la idealización que de ella se hacían los productores como Thomas Harper Ince y los directores como Francis Ford, hermano mayor del gran John Ford, en films como Los invasores (The Invaders, 1912), cuyo inicio se abre con la firma del tratado de paz entre el gobierno federal y el jefe Sioux. Dicho tratado establece las nuevas fronteras de Estados Unidos y compromete a la administración de Washington a velar por el cumplimiento del tratado en el que los nativos les ceden parte de sus tierras a cambio de prohibir la colonización del territorio restante. “Ceder” lo que se dice “ceder” es un eufemismo tras el que se oculta la invasión y conquista del oeste, pero ese tema no haría apto de presencia en el cine hasta la caída del sistema de estudios que dominó en Hollywood entre la década de 1920 y la de 1950. Entre esas fechas, el western asentó una nueva “realidad”, la folclórica, la popular.

Las películas, y antes las novelas publicadas en los periódicos, establecieron una idea romántica e inexacta de aquellas lejanas tierras donde los pioneros eran los buenos, supuestos civilizadores, que allí se asentaban llevando consigo el progreso; al tiempo, el país se ensanchaba en buena medida gracias al ferrocarril, que fue uno de los grandes agentes colonizadores y que John Ford, el hermano menor de Francis, abordó desde la épica El caballo de hierro (The Iron Horse, 1920). Pero la trama de Los invasores se sitúa, quizá, en un periodo inmediatamente anterior al del film de John, y avanza en su historia. A esa lejana frontera, para los hombres y mujeres que permanecen en el Este, llega un grupo de topógrafos de la Transcontinental Railroad. Obviamente esta presencia tiene una finalidad clara: la construcción del ferrocarril. Los Sioux la ven como una amenaza y la ruptura del compromiso asumido por el hombre blanco un año atrás. De modo que el jefe se presenta ante el coronel para explicar la situación y exigirle que haga valer sus derechos y que se cumpla lo acordado. El oficial al mando, interpretado por Francis Ford, se encoge de hombros porque ha recibido la orden de proteger a los topógrafos, que serán las primeras víctimas del levantamiento indio que la hija del jefe Sioux pretende evitar porque se ha enamorado de uno de los ingenieros. Más o menos, está es la trama de Los invasores, en la que prima la épica sobre la historia y en la que Ince y Ford se centran en la defensa del fuerte ante el ataque de los Sioux y los Cheyenes, que se han unido en la lucha a los primeros. Son cuarenta minutos de acción que van perfilando el género: el pie de guerra indio, sus ataques a los colonos, la defensa del fuerte o la llegada in extremis de la caballería al rescate. Todo esto y más rodado en los acres que Ince había adquirido en Santa Mónica, donde construyó su fábrica de sueños, que pasó ha llamarse a Inceville. Allí fue dando forma al western y allí rodó hasta que trasladó su compañía a Culver City, donde levantó unos estudios más grandes y modernos…



La pequeña vendedora (1927)

En el cine todo es posible mientras se pueda imaginar, incluso que una “pretty woman” silente encuentre a su príncipe azul en unos almacenes de todo a cinco y diez centavos, y que resulte que este sea el hijo del millonario dueño de la superficie comercial donde ambos se conocen y enamoran. Aunque no es allí donde se desarrolla la mejor escena cómica de La pequeña vendedora (My Best Girl, Sam Taylor, 1927), sino en la calle, cuando la chica viaja en la parte trasera de una camioneta y el joven corre tras ella para devolverle el bolso caído y otras cosas que ella va tirando con disimulo. Evidentemente, se trata de una comedia romántica, género que se puso de moda durante el último periodo del cine mudo, el que va desde la posguerra hasta el triunfo del sonoro. Fue entonces, entre finales de la década de 1910 y parte de la siguiente, cuando las grandes estrellas femeninas de la época se dejaron caer por la combinación romance y humor, incluyendo en la receta un toque melodramático y alguna traba a superar para alcanzar lo ya sabido: el triunfo del amor al estilo hollywoodiense. El cine asentó y popularizó la idea del final feliz, la que el grueso del público mejor acepta, porque ¿quién quiere otro final? Este fue el caso de Mary Pickford en La pequeña vendedora, cuya presentación en la pantalla se hace de abajo arriba; en realidad, por los pies y las piernas. Sam Taylor no lo hace para mostrar las extremidades inferiores de la estrella, sino las cacerolas que la chica porta en la parte que no se ve en la pantalla, caen en la visible y ella arrastra para dotar de comicidad al asunto; de paso, se expone la situación laboral del personaje: Maggie, una chica de almacén cuya máxima sería llegar a ser dependienta. La presentación de Maggie bien valdría para la de un personaje de Harold Lloyd, cómico a quien Taylor dirigió en sus mejores títulos, pues resulta simpática, algo caótica, y delata que tras la cámara está un cineasta que gusta de la comedia y sabe cómo funciona. La joven trabaja en una superficie comercial donde todo se vende y compra a cinco y diez centavos y es allí donde Joe asoma con nombre falso porque su padre quiere que aprenda el negocio desde abajo y que nadie le regale nada por su apellido. Ella piensa que es un igual; le enseña el oficio y se enamoran, lo que lleva a que el joven deba superar la situación con su familia y romper su compromiso con Millicent y Maggie acepte que las distancias socio-económicas no son una traba para la felicidad. En la pantalla, no, pues en las comedias románticas al uso, el final feliz vende (o vendía) matrimonio…



miércoles, 24 de enero de 2024

Gorriones (1926)

Producida e interpretada por Mary Pickford, Gorriones (Sparrows, William Beaudine, 1926) es una de las grandes películas de la estrella durante el último tramo del silente. Sin ser novedosa su propuesta, pues apenas aporta novedad desde una perspectiva técnica ni argumental, resulta una película entretenida, por momentos brillante, que funciona en todo su metraje. Gorriones es Pickford; ella la hace posible, ya sea como productora o en su rol de joven inocente que lucha por los niños a los que protege; también es un ejemplo de narración cinematográfica, del uso de los espacios narrativos, sobre todo del pantano, y un alarde en el uso de la iluminación, que se ajusta y distingue sus tres marcos espaciales, no en vano contó con tres grandes de la fotografía: Charles Rosher, Hal Mohr y Karl Struss. La ligereza con la que Beaudine expone el drama al servicio de la actriz, quizá junto a Lillian Gish y Gloria Swanson, la más popular del Hollywood mudo, es gratificante. Su ritmo solo se ve interrumpido para dar cabida a referencias bíblicas, las cuales tienen su sentido narrativo, pues funcionan como oraciones que introducen la resignación y la espera en la que inicialmente se encuentran las víctimas. Son seres desamparados, salvo por la protección de Pickford, que da vida a Molly, la muchacha que cuida y protege a los huérfanos y al bebé que malviven atrapados en la granja del malvado señor Grimes (Gustav von Seyffertitz). Este villano recibe dinero por retenerlos en su granja, situada en un lugar alejado de la civilización o de la “mano de Dios”, en medio de un pantano prácticamente inaccesible. Ese espacio es una prisión para las niñas y niños bajo el cuidado de la heroína, en cuya misión protectora antecede al “hada buena” que Lillian Gish interpretará en el magistral cuento cinematográfico La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955).

Mezquino y avaro como el Fagin de Oliver Twist, Grimes, carcelero sin más sentimiento que su amor por el dinero, está casado con una mujer (Charlotte Mineau) que calla y es padre de un hijo (Spec O’Donnell) que considera holgazán y que siempre acosa a los pequeños. En esto, la película no plantea más conflicto que el consabido duelo entre buenos y malos, un enfrentamiento del cual los primeros vencerán tras superar las adversidades —la muerte de un bebé en una escena en la que se mitiga el impacto que pueda causar en el público con la aparición de Jesucristo para llevarse a la criatura muerta por falta de comida o la espléndida fuga a través del pantano— y sacudirse el dominio de Grimes, quien les hace trabajar en sus terrenos pantanosos sin apenas darles de comer ni preocuparse por la salud de ese grupo que forma piña alrededor de Molly. Al villano poco le importan las vidas infantiles. No expresa sentimientos positivos hacia quienes ha ido acumulando en su reino pantanoso; probablemente, debido a Bailey (Lloyd Whitlock), el socio de Grimes, que se dedica a secuestrar bebés y pedir rescates a cambio de devolver a sus pequeñas víctimas a sus hogares. Pero el último golpe, dado en la mansión de Dennis Wayne (Roy Stewart), el único dado en la pantalla y en el tiempo narrativo, pone a la policía tras la pista de la banda. Grimes lo lee en un periódico y le entra el pánico; así que solo piensa en deshacerse de las pruebas que le señalen como cómplice; dichas pruebas son la bebé Wayne y la inocente y brava muchacha que, como buenamente puede, cuida de ella y del resto de los “gorriones” que en la parte final del film viven una apasionante y peligrosa fuga…

martes, 23 de enero de 2024

The Struggle (1913)

No hay más crédito que el del título de la película y de la productora: Broncho; pues en aquel momento todavía no existía la “necesidad” de la autoría ni la de asociar los rostros con nombres que se harían populares y se convertirían en reclamo para el público. Esto no tardaría en cambiar, pero en los primeros trabajos de Thomas Harper Ince no hay necesidad de acreditar quien hace de héroe ni quien de villano, quien de heroína ni quien es el director o quien el operador; de ahí la dificultad para recordar a tantos “quienes” que participaron en aquellos primeros films realizados en Inceville y en otros estudios de la época. Por entonces, lo que a Ince (y demás pioneros sobre el terreno de la filmación) le interesaba eran las posibilidades de las imágenes y, salvo por la ausencia de entidad psicológica en los personajes y de la complejidad temática de futuros westerns —complejidad que en los albores del cine a nadie importaba—, The Struggle (1913) acumula, en su apenas media hora de metraje, las situaciones que configuran el género del Oeste. Tanto el uso de los espacios abiertos como de situaciones que serán tópicos y típicas del western, el director y productor Thomas H. Ince introduce en su película el buscador de oro, el villano, el héroe, falsamente acusado de la muerte de aquel que mató a su padre y convertido en fuera de la ley, el borracho del pueblo, el salón, centro neurálgico, local de juego y peleas, los indios en pie de guerra, la diligencia perseguida y la caballería al rescate, como momento cumbre que ya aparece en Los invasores (The Invaders, Francis Ford y Thomas H. Ince, 1912). Por supuesto, también insinúa el romance, pero eso ya le importa menos, pues lo que interesa es dotar de ritmo y velocidad a la acción. Con Ince el western se hace veloz y gana atractivo. Sabía lo que quería para sus películas: un “no parar” que atrapase al público, que no le dejase tiempo alguno para bostezar y le impidiese dejar de mirar la pantalla. Lo consiguió, al menos en este film; uno de los suyos que se conserva. Gran parte de su obra (compuesta por más de seiscientas producciones) se ha perdido, lástima, pero con Ince y films como The Struggle, cuya historia es lo de menos, pues su argumento solo es la excusa para poner en marcha la acción, el western cobró su forma…



Thomas Harper Ince, producción en cadena

<<A cinco millas al norte de Santa Mónica, siguiendo la línea costera californiana, existía un fabuloso lugar llamado Inceville. Se llamaba así en honor de su propietario y creador, Thomas H. Ince. Consistía en una sucesión de escenarios al aire libre y falsos decorados de westerns, tan usuales en los films de aquellos días…>>, en los que no paraban de salir películas del horno. Eran como el pan fresco, salían prácticamente cada jornada, eran de consumo rápido y sabroso. El buen sabor de boca que dejaban en el consumidor implicó mayor demanda y, <<como el volumen de operaciones que se desarrollaba en Inceville crecía de la noche a la mañana, Thomas H. Ince compró y construyó una serie impresionante de platós en un terreno situado en el nuevo pueblo de Culver City…>> (1) Por entonces todo era novedad y cada jornada, en el estudio de Ince, se aprendía el oficio a la par que se trabajaba para afianzar el lucrativo negocio de producir películas. ¿Quien se lo iba a decir a los Lumière, cuando filmaron la salida de las trabajadoras de la fábrica sin pensar en las posibilidades económicas de su invento? Pero aquella imagen icónica, primigenia y documental quedaba atrás. Ahora se llevaba la ficción y la fantasía. La acción todavía era primitiva, de planos estáticos y de un montaje rudimentario. Pero la década de 1910 supuso un torrente desbordante de ingenio cinematográfico. Se descubrían posibilidades técnicas y narrativas —Segundo de Chomón había desarrollado un amago de travelling en Cabiria (Giovanni Pastrone, 1913), Griffith atendía la profundidad de campo y practicaba el montaje en paralelo, mientras que los suecos como Sjöström y Stiller establecían la relación psicología entre el espacio, los elementos de la naturaleza y los personajes, o, ya hacia el final del decenio, Stroheim tomaba del naturalismo para dar forma a Corazón olvidado (Blind Husband, 1919)— y se descartaban otras. Como los Sennett, Griffith, DeMille, Lasky, Laemmle, Zukor y el resto de pioneros, aquel había llegado del Este. Lo hizo acompañado de William S. Hart, hasta entonces actor shakespeariano y, poco después, gran estrella del western.


Antes de sentar algunas de las bases de la epopeya, la épica y el oeste de celuloide, Ince se había dejado convencer por el antiguo corredor de apuestas Adam Kessel y su socio Charles Baumann, la misma pareja que financió a Mack Sennett sus primeros pasos en la aventura Keystone. Le habían ofrecido rodar westerns en California, y el futuro responsable de Civilization (1915) aceptó el reto. Ince dejaba atrás su carrera de actor. No se arrepentiría, pues se había convencido de que su futuro no estaba en la escena, sino detrás, produciendo y dirigiendo bajo el sol californiano. Empezó a producir y dirigir en 1911, y ya desde aquel primer momento vio el cine como una fábrica de churros, quizá condicionado por alguna imagen de Henry Ford en una valla publicitaria a las afueras. Lo cierto es que se lanzó de cabeza a la producción en cadena. Así, en los cinco platós de su nuevo estudio de Culver City, que posteriormente pasarían a otras manos, se rodaban simultáneamente el mismo número de películas. <<Rueden lo que está escrito>>, era una de sus máximas favoritas, máxima que productores posteriores, como Thalberg y Mayer en la MGM, pondrían en práctica con sus directores. La factoría Ince marcaba el camino a seguir para el todavía inexistente sistema hollywoodiense. Ya llegaría y se impondría, pero mientras, aquella tierra de los Ince, Griffith, Sennett, DeMille, Pickford, Dwan, Gish, Hart, Walsh y compañía, era un territorio virgen, salvaje, en construcción, tal cual el oeste que asomaba en la pantalla. Ince se encargaba de la preproducción y la posproducción, también de los guiones y de algunas filmaciones, pero delegaba las restantes entre sus directores, de modo que allí siempre se estuviesen cociendo varias películas a la vez. La voracidad popular demandaba más producto y la fábrica aceleraba su ritmo de producción. Rendía en plenitud; como parece confirmar los más de 600 títulos que Ince produjo entre 1911 y 1924, año de su fallecimiento. Su muerte pasó a la leyenda o la realidad encubierta. Según los rumores, William Randolph Hearst le había disparado por celos o por error; nada quedó claro. Quizá simplemente fue debida a algo más corriente y natural: un fallo cardíaco, como dictaminó el informe médico. En todo caso, parece que Ince llevaba tiempo con problemas de salud, y que se guardaba de hacerlos públicos por miedo a que su dolencia afectase su puesto de trabajo.


<<"Los vaqueros montaron cuesta arriba el martes y cuesta abajo el jueves". Así fue como Ince describió la producción de westerns en 1911. En 1913, con el alquiler de una enorme extensión de tierra en Santa Ynez Canyon en Santa Mónica, California, […], el pionero había creado una nueva forma de arte.>> (Anthony Slide). Los terrenos de Ince en Santa Mónica eran, tal como recuerda King Vidor en sus memorias, un lugar vivo y llamativo, donde igual te cruzabas con guerreros indios que con la caballería o veías una locomotora que se acercaba en la distancia. De aquella fábrica de cine salían westerns y más westerns. El género había encontrado su lugar y su primer maestro. Ince no inventó el Oeste de celuloide, ya existían films ambientados en el lejano oeste: Asalto y robo de un tren (The Great Train Robert, Edwin S. Porter, 1903), algunas de las películas de Griffith o el ciclo de Tom Mix; pero sí supo dotarlo de una forma atractiva y espectacular que, como lo expuesto en The Struggle (1913), película de dos rollos, llamaba la atención del público y de sus colegas de profesión. Tampoco inventó la épica —por ejemplo, en la italiana La toma de Roma (La presa di Roma, Filoteo Alberini, 1905) asoma un final que la apunta—, pero el asedio al fuerte y la llegada “in extremis” de la caballería en Los invasores (The Invaders, Francis Ford y Thomas H. Ince, 1912) o las batallas de su film The Battle of Gettysburg (1913), su primer largometraje, la evolucionan y se convierten en referentes para posteriores films, sin ir más lejos, El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, D. W. Griffith, 1914). En 1915, ya considerado uno de los grandes de aquel Hollywood, se asoció con Mack Sennett y David Wark Griffith. Eran los tres directores más grandes del momento: suyos eran los reinos del western, la comedia y el melodrama. Se consideraban pares iguales, de modo que fundaron Triangle Film siguiendo el improbable de “tanto monta, monta tanto”. La vida del estudio no pasó de los tres años, pero dio su mejor fruto en Intolerancia (Intolerance, 1916). Aparte de negocio, la empresa era una declaración de intenciones de sus tres ilustres vértices: plantar cara a las exigencias de los grandes distribuidores; en concreto a Adolph Zukor, señor de la distribuidora Famous Players-Lasky Corporation, apoyado económicamente por la Banca Morgan. La existencia de Triangle concluía en 1918, pero dos años después del fracaso de aquel triangulo, Ince y Sennett volvieron a asociarse; en esta ocasión en la Associated Producers, que presidiría el primero. En ella también participaban otros grandes del momento: Maurice Tourneur, Allan Dwan, King Vidor, Marshall Neilman, J. Parker Reid y George Loan Tucker. Fue otra aventura que no duró, pero ¿qué podía dura en un periodo de constante evolución y revolución cinematográfica? Ince continuó batallando y produciendo, supervisando a los suyos hasta el momento de su muerte (tenía cuarenta y cuatro años) e influenciando al cine hasta que su nombre y su obra cayeron en el olvido, aun así pervivía en la obra de otros y en la base del sistema de estudios que no tardaría en imponerse, pues se inspiraba en su método de producción, en el que el productor supervisaba a los cineastas y era quien tenía la última palabra.

(1) King Vidor: Una árbol es un árbol. Paidós, Barcelona.

lunes, 22 de enero de 2024

Arde Mississippi (1988)


1964, tres jóvenes activistas de Derechos Civiles desaparecen en un condado de Mississippi y dos agentes del FBI, en apariencia y en experiencias apuestos, son enviados a investigar el paradero. A grandes rasgos este sería el argumento de Arde Mississippi (Mississippi Burning, 1988), una de las mejores películas del británico Alan Parker, realizador cuyo periodo de mayor esplendor abarca títulos tan populares como El expreso de medianoche (Midnight Express, 1978), Fama (Fame, 1980), El corazón del ángel (Angel Heart,1986), Los Commitments (The Commitments, 1991) o este drama policial y racial que se inspira en la investigación real y cuyo guion corrió a cargo de Chris Gerolmo. Desde la llegada a la pequeña localidad, la pareja de federales protagonista sospecha que los activistas han sido asesinados por supremacistas y racistas blancos, crimen que Parker expone en el prólogo, previo a los títulos de crédito iniciales. Los siguientes minutos los dedica a presentar a los dos agentes; establecidas las diferentes personalidades, aprovecha los siguientes instantes de la película para completar el cuadro. Lo hace en la oficina del sheriff y en una cafetería donde, sin todavía entrar en materia, el film apunta la segregación y el racismo, así como uno de los motivos que lo provoca: el miedo, el cual genera sospecha, rechazo, distancia, odio, avaricia, violencia, criminalidad, fanatismo, desequilibrio, asesinatos. El personaje de Gene Hackman, natural del estado de la magnolia, lo sabe y lo apunta cuando habla de su padre y de aquello que hizo y le dijo, algo así como que “si no eres mejor que un negro, no eres nada”. Esas palabras parecen explicar que se trata de miedo a ser lo último, a verse despojado de su lugar tradicional, el de una tradición iniciada por los colonos blancos que llegaron a América —apenas siendo más que parias sin hogar— y quisieron ser los amos de cuanto vieron, algunos con su sudor, otros con el ajeno; cuando, hasta entonces, habían sido analbafetos, siervos, soldados de fortuna, predicadores, criminales, fugitivos, aventureros,...


Los hijos de los hijos de los hijos viven el la tradición, se aferran a ella, la defienden, viven en el sinsentido de temer verse sin alguien por abajo; miedo a encontrarse en lo más bajo de una sociedad de grandes diferencias socioeconómicas y culturales, lo cual genera el odio racial e irracional. Esa idea miedosa y racista relega a negros, judíos, hispanos y a otras minorías a una posición donde se las somete y controla; convencidos los fanáticos blancos de estar salvando su tradición anglosajona y protestante de lo que consideran amenazas a su orden. Si Mississippi arde es por el miedo a que algo cambie, a la integración y la igualdad legal y real, el miedo que se escuda en la ignorancia y el resentimiento que provoca el violento fanatismo en unos y las miradas de sospecha en otros, en todo caso insiste en la atenta vigilancia que se descubre en la cafetería donde todos los blancos observan a Willem Dafoe acercarse a la zona reservada para los negros. En 1964 todavía estaban a años luz de lograr la igualdad real y legal prometida de forma general en la Declaración de Independencia y, ya de modo particular y explícito, en la abolición de la esclavitud. Habían pasado casi un siglo desde entonces hasta que el escritor James Baldwin escribió la realidad que él observó y vivió: <<los negros son despreciados en el Norte y vigilados en el Sur, y sufren atrozmente en una y otra parte. Ni el blanco del Sur ni el del Norte son capaces de mirar al negro simplemente como a un hombre.>> Lo ven con una cultura diferente, lo consideran inferior, de modo distinto a la mujer representada en el personaje de Frances McDormand, sometida al marido, a la tradición que también las convierte en víctimas del orden defendido por los fanáticos que los agentes investiga y a los que tendrán que enfrentarse usando métodos que les aparta de la legalidad. En aquel Mississippi ardiente de 1964 algo estaba cambiando y muchos no querían que cambiase por motivos tan dispares como por el miedo a lo que vendría y a la negativa del propio cambio, por lo que todos vigilan expectantes y los miembros del clan dispuestos a la violencia para evitar que se cumpla el derecho a que los negros, los judíos, los hispanos, los católicos, los comunistas, los asiáticos, las mujeres, los árabes, los marcianos sean sus iguales; se niegan a que tengan los mismos derechos, privilegios y oportunidades, algo a lo que el blanco anglosajón y protestante radical sureño no está dispuesto en ese estado que presume de ser jardín de magnolias y donde la pareja de agentes descubre un infierno de odio…



domingo, 21 de enero de 2024

Maestro (2023)

A veces me pregunto si es culpa mía que, por lo general, el cine ya no me llene ni llame mi atención como antes. Es posible que así sea, no lo descarto debido a mis más de cuatro décadas de ver películas a diario, aunque todavía haya excepciones que logran arrancarme emociones. No es el caso de Maestro (2023), ni del personaje principal, ni de la historia tal y como me la plantea. No me interesan, al menos no como la expone Bradley Cooper. Su mirada y su narrativa no despiertan mi interés, al contrario, lo diluyen como ya me sucedió en su versión de Ha nacido una estrella (A Star Is Born, 2018). Tampoco sus alardes me llaman. El blanco y negro sustituye al color que inicia Maestro —y al que regresará avanzado el metraje y los años— para alejarse del presente y crear un pasado de ensueño en el que el romance y la música son latidos que dan vida al film de Cooper. Tal ensoñación se basa en la juventud —momento que invita a soñar y perseguir los sueños— de Leonard Bernstein, director de orquesta, compositor y el famoso autor de partituras de musicales tan exitosos como Un día en Nueva York y West Side Story, que fueron llevados a la escena de Broadway por Jerome Robbins. Creador e intérprete, músico y enamorado, Bernstein echa de menos a su mujer, pero en ese pasado mostrado en la pantalla, y que ocupa el primer y más feliz tercio de la película, la ilusión de los primeros momentos de su vida común es proporcional a la de la película. Pero Maestro es, a mi parecer y en mi aburrimiento delante de la pantalla, forma elegante que se cansa de sí misma en su búsqueda de la inventiva que posibilite a Cooper, más que su lucimiento como actor, el lucimiento visual de la historia que cuenta. Busca crear, o eso me parece, una biopic musical melodramática que gire en torno a Bernstein, a su relación con Felicia (Carey Mulligan) y a su pasión por la música que compone o dirige; mas nada de lo que veo y escucho me transmite; entonces comprendo que me establezco en la incomunicación, en el vacío entre la pantalla y mis sentidos que intervienen, o deberían intervenir en el proceso de sentir la película…



sábado, 20 de enero de 2024

Mack Sennett, de golpe y porrazo


Durante los primeros años del siglo XX, el cine todavía era un horizonte lleno de posibilidades para los pioneros que no dudaron en aventurarse por él. Comprendían que se trataba de un negocio o quisieron verlo como tal, de modo que se lanzaron de cabeza y las imágenes en movimiento se expandieron por todo el mundo. Los primeros países fueron Francia y Estados Unidos, con los Lumière y Edison, quien, como de costumbre, quiso el negocio para sí, ya que había intuido su alcance económico; aunque no tanto como en realidad llegó a ser. Había para todos, pero él no quería compartir, así que luchó contra los independientes en lo que se conoció como “la guerra de las patentes”. Pero su Trust, formado por la Biograph, la Vitagraph y productores como Pathé y Gaumont, acabó perdiendo contra quienes, con razón, Hollywood considera los fundadores de su industria cinematográfica. Los independientes, tipo Carl Laemmle, Adolph Zukor o William Fox, iniciaron sus negocios cinematográficos en la costa este, siendo antes exhibidores y distribuidores que productores. Fue entonces cuando luchando contra el monopolio liderado por Edison, llegaron por separado a California, una tierra de posibilidades gracias a su clima y sus paisajes. Allí, en lo que era una pequeña villa de unos cientos de habitantes asomaron los Jessy Lasky, Samuel Goldwyn o Cecil B. DeMille para rodar The Square Man (1913), el primer largometraje que se rodó en la localidad donde ese mismo año Laemmle levantaba el primer gran estudio. Dos años después, Griffith estrenaba su monumental El nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, 1914). La industria se afianzaba… El milagro del cine se estaba produciendo en cadena y sumaba entretenimiento, espectáculo, beneficios y un puñado de estrellas. Hollywood crecía bajo el mandato de hombres duros que habían crecido en la calle y curtido en mil negocios y batallas. Parece increíble lo que hicieron estos magnates, la mayoría emigrantes judíos europeos que pasaron de la pobreza a la lucha por sobrevivir en su país de acogida. Muchos quisieron ser más estadounidenses que las barras y estrellas y en todos ellos se hizo real el mito del “hombre hecho a sí mismo”, fruto del trabajo, de la dureza que iban adquiriendo, del buen olfato para los negocios y para hacer buenos contactos; incluso para guardar los escrúpulos en el cajón si la situación lo requería. En todo caso, eran otros tiempos; el país estaba en construcción y el cine era una novedad a explotar; y vaya si la explotaron, algunos como Mack Sennett, cuyo origen era irlandés, arrojaban tartas en la pantalla. Fuese con mano dura, épica, balas de fogueo, nata o merengue, convirtieron aquel espacio casi desértico en el negocio más entretenido y redondo del siglo.


<<Hacíamos películas cómicas lo más rápido posible con el fin de ganar dinero>> diría Sennett, que empezó como cualquiera, naciendo. Después de muchos lloros, balbuceos, amagos de sonrisas, “caquitas”, leche y papilla empezó a andar y, tras caerse unas cuantas veces, comprendió que aquellos grandullones, a quienes llamaba “ma” y “pa”, le sonreían cuando se caía de culo. Él les miraba con ojos de sorpresa e inflando sus mofletes rosáceos y regordetes. Entonces, se rascaba la cabeza, como haciendo que pensaba; apenas eran unos segundos de pausa, luego se levantaba y caminaba o gateaba hasta la cocina. Se las arreglaba para apoyar un pie en una vieja silla, después el otro hasta conquistar la cima de la mesa donde estaba aquella tarta de nata que soñaba lanzarles a la cara. Así, tras lograr el equilibrio y mantenerse en pie, le salieron más dientes y aprendió a correr. Su nombre de cuna era Michael Sinnott y había nacido en Richmond, provincia de Quebec, Canadá, en 1880. No llegó a terminar sus estudios primarios, pero eso no le iba a impedir desarrollar sus dotes cómicas en espectáculos de tres al cuarto. Empezó siendo obrero para pasar a ser cómico de medio pelo, antes de aventurarse en el país vecino. Sin pena ni gloria, a los veintidós años llegó a Nueva York con la esperanza de triunfar en el mundo del espectáculo, pero el éxito es caprichoso y a menudo no quiere que le molesten. Así que no era el momento y le propinó tal puntapié en el trastero, que el cómico acabó en California. Por entonces ya se hacía llamar Mack Sennett y sabía recibir tortazos en las pantomimas que protagonizaba pero que no le conducían a Broadway ni a la fama. Ya lo harían, pero en otro medio, en el que llegaría a ser uno de los grandes pioneros de Hollywood y en el que se le consideraría padre de la comedia cinematográfica burlesca.


En 1909 cayó de pie por los alrededores de Los Ángeles y por allí buscó trabajo. Lo encontró en la Biograph, en la que dirigiría sus primeros cortos, después de trabajar como asistente de Griffith. Sennett tenía ideas propias y quiso desarrollarlas. <<Yo no hacía más que decirle a D. W. Griffith que los guardias podían ser unos tipos divertidos, porque tenían un aire serio y digno, y dondequiera que haya seriedad, los cómicos pueden crear confusión y desconcierto, y puede haber burlas y carreras, y gente que escapa… Yo quería dar un paso de gigante y convertir a los guardias en unos seres absurdos.>> (Sennett) Pero a Griffith no le hacía gracia ni le parecía que aquello pudiera tener éxito; así que Sennett se asoció con un par de tipos, Kessel y Bauman, que pusieron los 2500 dólares que precisaba para iniciar su aventura Keystone. La primera comedia de la casa fue Cohen Collects a Debt (1912), con Fred Mace y Ford Sterling, y ya con Mabel Normand The Water a Nymph (1912). Aquello era un desbarajuste, pero era suyo. Sus primeras películas salían mal, con la imagen acelerada, pero, en lugar de echarse las manos a la cabeza, vio una posibilidad cómica en esa velocidad. Así serían sus films: dinámicos, caóticos y, cuando lo precisasen, acelerados. En poco tiempo ya producía dos films a la semana, ritmo que no tardó en aumentar. Se había convertido en par de su maestro en Biograph, con quien se asociaría en 1915 para formar la Triangle, cuyo nombre aludía al triángulo formado por Griffith, Sennett y Thomas Harper Ince, el otro gran director-productor de la época. Sennett, fundador de la Keystone, se convirtió en el rey de la producción en cadena de la comedia absurda y solo encontró un rival en la factoría de Hal Roach. Por ambos pasaron lo mejor del burlesco. Sin ir más lejos, el primero tuvo en sus filas a Chaplin, fue quien lo descubrió para el cine. Lo recuerda en sus memorias: <<El señor Charles Kessel, uno de los propietarios de la Keystone Comedy Film Company, me dijo que el señor Mack Sennett me había visto interpretar el papel de borracho en el American Music Hall de la calle Cuarenta y dos, y que si yo era aquel mismo cómico le gustaría contratarme para ocupar el lugar del señor Ford Sterling.>> También contó con Roscoe Arbuckle, Gloria Swanson, Harry Langdon y Ben Turpin, entre tantos y tantas Keystone Cops, clownes, borrachos, patanes, rufianes de cine y Bathing Beauties; mientras que Roach, antiguo aprendiz de Sennett, supo ver el potencial de Harold Lloyd o de Laurel y Hardy, entre otros grandes del humor cinematográfico.


<<Tengo una impresión muy vívida de Mack Sennett —dijo—. Era un hombre lleno de pasión por la vida. La Keystone Company era para él como un juguete, y él era el que más se divertía. Solo había dos cosas que exigía a los artistas: que supieran maquillarse y que no temieran caerse al suelo>>, recuerda Jerry Lewis que le dijo Charles Chaplin cuando se conocieron. Si esas fueron o no sus palabras carece de importancia. La tiene hacia donde aputan: el origen de la comedia cinematográfica. No es que antes de Sennett no hubiese comedia. La había, pero era otro tipo de invitación a la risa. Lo suyo fue un nuevo giro hacia el absurdo, un golpe de suerte, un sinsentido, una juerga alocada que parecía no tener principio ni fin y, menos que nada, no tenida vergüenza ni respeto. Y ahí residía parte del secreto de su éxito… Las películas producidas “a granel” por Sennett no alcanzan ni de lejos la complejidad de las mejores obras de Chaplin o Keaton, pero es probable que sin él no existirían ni el Chaplin ni el Keaton tal como se conocen. Igual que sin el cómico francés Max Linder, Sennett sería otro, incluso podría haberse dejado bigote y hecho policia. Pero, por fortuna, fue quien fue, el mismo que abogaba por un cine de golpe y porrazo; siendo una de sus características cómicas el contrapunto de los Keystone Cops, los agentes bigotudos que siempre perseguían a los protagonistas, y otra el arrojar tartas que mayoritariamente acababan estampadas sobre los rostros de esos mismos policías. <<Cuando Ford Sterling, durante una escena en una pastelería, cogió espontáneamente una tarta…, y la lanzó. ¡Eureka! ¡La tarta! —exclama Frank Capra en sus memorias, al evocar el momento—. Era algo seguro, absolutamente devastador…, y todo el mundo sabía que era Auténtica. La porra ha muerto…; ¡Larga vida a la tarta! El “burlesque” había hallado su arma definitiva contra la pomposidad… en Sennett, por accidente.>> Esa es una versión del momento, pero no la única; otra podría ser que quien lanzó la primera tarta fue Mabel Norman. En todo caso, todo quedaba en casa de Sennett, donde no existía sutileza. Allí, en el reino de sus comedias, todo se ridiculiza, desde la autoridad al amor, sin olvidarse de la virtud o la riqueza. En ellas tampoco hay espacio para la ironía. Su humor es grueso y directo, basado en la inmediatez, en el golpe, las persecuciones, en la burla sin otra finalidad que la carcajada del público.


<<Sennett me llevó aparte y me explicó su método de trabajo: “No tenemos trama. Partimos de una idea y luego seguimos el desarrollo natural de los acontecimientos, hasta que nos lleva a una persecución, que es la parte esencial de nuestra comedia. Ese método era eficaz; pero, personalmente, odiaba las persecuciones, pues anulan la personalidad del individuo. Aunque yo entendía poco de cine, sí sabía que nada transciende a la personalidad.>> (Chaplin) Pese a su trazo gordo y la total falta de entidad emocional en sus personajes, pues solo eran la excusa para la acción, los golpes y el humor burlesco, en esas comedias se sentaron las bases del slapstick e incluso para las del cine de acción posterior. Sennett se había convertido en grande de Hollywood a base de golpes y carcajadas. Se reía de todo porque todo puede llevar a la risa, del mismo modo, aunque a la inversa, podría llevar al llanto. Él escogió reír y el éxito por fin le abrazó y, aunque no era el único que reinaba en la industria naciente, se convirtió en el primer rey de la comedia hollywoodiense; hasta que otros tomaron su corona y así hasta que el reinado de la comedia muda terminó y Sennett acabó en el olvido, cuando el burlesco que había creado desapareció en el mismo instante en el que el sonido hizo su aparición y el chiste hablando, así como los diálogos cómicos, sustituyeron al gag visual que solo sobrevivió en Chaplin o en Laurel y Hardy. Décadas después, Frank Tashlin, Jerry Lewis o Blake Edwards miraron hacia aquel desternillante y silencioso pasado y recuperaron parte del espíritu que Sennett había sembrado en el cine cómico mudo; la guerra de tartas en La carrera del siglo (The Great Race, Blake Edwards, 1965) es un merecido homenaje para aquel cómico que llegó a ser el rey del golpe y porrazo…


Bibliografía:

A. Scott Berg: Goldwyn (traducción de María Soledad Silió). Planeta, Barcelona, 1990.

Charles Chaplin: Mi Autobiografía. Círculo de lectores, Barcelona, 1989.

Frank Capra: El nombre delante del título (traducción de Domingo Santos). T&B Editores, Madrid, 2007.

Lluís Bonet Mujica: El cine cómico mudo. Un caso poco hablado. T&B Editores, Madrid, 2003.

Tricia Welsch: Gloria Swanson (traducción de Roser Berdagué). Circe, Barcelona, 2014.

VV. AA: Historia general del cine. Volumen IV. América (1915-1928). Cátedra, Madrid, 1997.