En el cine todo es posible mientras se pueda imaginar, incluso que una “pretty woman” silente encuentre a su príncipe azul en unos almacenes de todo a cinco y diez centavos, y que resulte que este sea el hijo del millonario dueño de la superficie comercial donde ambos se conocen y enamoran. Aunque no es allí donde se desarrolla la mejor escena cómica de La pequeña vendedora (My Best Girl, Sam Taylor, 1927), sino en la calle, cuando la chica viaja en la parte trasera de una camioneta y el joven corre tras ella para devolverle el bolso caído y otras cosas que ella va tirando con disimulo. Evidentemente, se trata de una comedia romántica, género que se puso de moda durante el último periodo del cine mudo, el que va desde la posguerra hasta el triunfo del sonoro. Fue entonces, entre finales de la década de 1910 y parte de la siguiente, cuando las grandes estrellas femeninas de la época se dejaron caer por la combinación romance y humor, incluyendo en la receta un toque melodramático y alguna traba a superar para alcanzar lo ya sabido: el triunfo del amor al estilo hollywoodiense. El cine asentó y popularizó la idea del final feliz, la que el grueso del público mejor acepta, porque ¿quién quiere otro final? Este fue el caso de Mary Pickford en La pequeña vendedora, cuya presentación en la pantalla se hace de abajo arriba; en realidad, por los pies y las piernas. Sam Taylor no lo hace para mostrar las extremidades inferiores de la estrella, sino las cacerolas que la chica porta en la parte que no se ve en la pantalla, caen en la visible y ella arrastra para dotar de comicidad al asunto; de paso, se expone la situación laboral del personaje: Maggie, una chica de almacén cuya máxima sería llegar a ser dependienta. La presentación de Maggie bien valdría para la de un personaje de Harold Lloyd, cómico a quien Taylor dirigió en sus mejores títulos, pues resulta simpática, algo caótica, y delata que tras la cámara está un cineasta que gusta de la comedia y sabe cómo funciona. La joven trabaja en una superficie comercial donde todo se vende y compra a cinco y diez centavos y es allí donde Joe asoma con nombre falso porque su padre quiere que aprenda el negocio desde abajo y que nadie le regale nada por su apellido. Ella piensa que es un igual; le enseña el oficio y se enamoran, lo que lleva a que el joven deba superar la situación con su familia y romper su compromiso con Millicent y Maggie acepte que las distancias socio-económicas no son una traba para la felicidad. En la pantalla, no, pues en las comedias románticas al uso, el final feliz vende (o vendía) matrimonio…
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