miércoles, 3 de enero de 2024

Las dos huérfanas (1921)

Adiós, Griffith; adiós a la primera edad dorada de Hollywood, durante la cual se pusieron los cimientos de la que sería la industria cinematográfica dominante desde entonces. Las hermanas Dorothy y Lillian Gish se despedían de David Wark Griffith en Las dos huérfanas (Orphans of the Storm, 1921), tras nueve años de trabajo y aprendizaje bajo la guía de este pionero del cine. Esta sería la última película en la que el cineasta las dirigió. Griffith y las Gish continuarían sus carreras por separado, pero atrás quedaban decenas de cortometrajes y largometrajes tan exitosos como El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914), la mítica Intolerancia (Intolerance, 1916), cuyo fracaso comercial fue sonado, y las también imprescindibles Lirios rotos (Broken Blossoms, 1919) o Las dos tormentas (Way Down East, 1920). Con Las dos huérfanas se cerraba una época para el director y las dos actrices, pero también para el cine mudo estadounidense, que se adentraba en un nuevo periodo en el que los cineastas perderían la independencia que Griffith quiso conservar asociándose en 1919 con Charles Chaplin, Douglas Fairbanks y Mary Pickford, quien también había sido una de las grandes actrices que pasaron por su compañía. De tal unión surgió la United Artists con la pretensión de preservar la autonomía de sus cuatro pilares dentro de un Hollywood cambiante que en 1924, año en el que Griffith abandonaba la UA y durante el cual Marcus Loew creó la MGM para llenar sus salas de exhibición y competir de tú a tú con Adolph Zukor y su Paramount, ya era el coto de los grandes productores. La era de los directores abarca (sin exactitud cronológica) desde el estreno en 1915 de El nacimiento de una nación hasta que un joven productor de Universal, Irving Thalberg, apartó a Erich von Stroheim de la dirección de Los amores de un príncipe (Merry-Go-Round, 1922) y puso en su lugar a Rupert Julian. A partir de ahí podría decirse que el Hollywood de los pioneros e independientes tocaba a su fin. La aparición y consolidación de los grandes estudios abría un periodo más industrializado y centrado en la producción en cadena, pero Las dos huertanas todavía pertenece a esa otra época en la que la figura del director rige y dirige el conjunto que da unidad y forma a la película. Griffith deja su impronta.

Similar a Chaplin, Rex Ingram o a Marshall Neilan, Griffith quiso continuar siendo el señor de su feudo y así fue hasta que el público le dio la espalda, el sistema le derrotó y la industria se olvidó de él. Mas ese ostracismo no le resta a la hora de afirmar que se trata de uno de los más importantes cineastas de la historia y de la evolución del medio. Lo que hizo, otros lo imitaron y lo evolucionaron, del mismo modo que él lo había hecho antes. Griffith supo entretener con su cine, ejemplo primigenio del cine estadounidense, que prima el ritmo y la sensiblería, que huye del didactismo y de la pausa que invita a la reflexión o al bostezo. No, él deseaba movimiento, y lo logró con la técnica, con el “más grande todavía” de sus decorados y con la capacidad de emocionar de actrices como Dorothy y Lillian Gish. En este drama histórico, muy a su gusto, incluye al inicio un mensaje dirigido a sus contemporáneos. En mi libre y resumida traducción, el rótulo tiene la siguiente moraleja: “qué bueno es nuestro sistema político y cuidado con los bolcheviques”, que, por entonces, habían asentado sus posaderas en el antiguo imperio de los zares y amenazaban con sentarse en otros lares. Pero el cineasta no va a ambientar su historia en la revolución que dio origen a Estados Unidos, sino que lo sitúa antes y durante la Revolución Francesa. La trama se centra en dos hermanas de leche, Henriette (Lillian Gish) y Louise (Dorothy Gish), huérfanas que se han criado juntas y que viajan a París con la esperanza de que allí puedan curar la ceguera que padece Louise. El marco histórico emplea le sirve para ubicar, pero también para dotar a su drama de entidad folletinesca y melodramática, la que él desea. Quiere que su historia de las huérfanas sea emotiva y, para ello, apuesta por melodrama y por recursos que ya había empleado en anteriores producciones. El resultado funciona, destacando el aporte de las dos hermanas, que dan vida a las heroínas de Griffith en medio de una revolución liderada por abogados (Robespierre y Danton) y médicos (Marat), entre otros profesionales de oficios liberales que arrastran al pueblo hacia una sociedad burguesa en la que el Tercer Estado pase a ser el primero. Pero a Griffith no le interesa centrarse en la Historia, sino que la emplea como marco para cobrar su pequeña historia: la de dos huertanas que se han criado juntas y que el “destino” separa al llegar a París, donde se presentan dos espacios prerrevolucionarios: el aristócrata, que llena de sátiros y clasistas, y el callejero al que confiere un tono dickensiano, en relación a Louise, que pasa a ser una especie de Oliver Twist. De ese modo, sirve el melodrama de las hermanas Gish en la Revolución Francesa que se desata hacia la segunda mitad del film y que el cie asta estadounidense emplea para ir preparando el terreno para alcanzar el clímax, con un rescate similar al expuesto en El nacimiento de una nación



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