<<Aprendo continuamente toda clase de lecciones de Hollywood. Acabo de escribir una película para [el productor] Art Linson [Nunca fuimos ángeles], y el principio era muy lánguido. Linson me dijo: “Tienes que empezar con una gran explosión”, y yo le contesté: “Ramera —siempre lo digo, es mi saludo judío—, no sabes lo que dices, cerdo, yo ya me ganaba la vida como dramaturgo cuando tú no eras más que un pelagatos”. Pero él siguió dando la vara con que si ya tienes la atención del público cuando se levanta el telón, ¿por qué has de volver a recuperarla? Así que aprendí una buena lección de mis discusiones con Linson. Ahora los primeros diez segundos de mi guion incluyen una azotaina, una electrocución y una fuga de la cárcel.>> (1) Pero lo que más me interesa de Nunca fuimos ángeles (We’re No Angels, 1989), versión escrita para la pantalla por David Mamet y que Neil Jordan realiza a partir de la obra teatral de Bella Spewack y Sam Spewack y la original de Albert Husson —La cuisine des anges—, que ya había inspirado el guion de Ranald MacDougall que dio pie a la también irregular No somos ángeles (We’re No Angels, Michael Curtiz, 1954), es la credulidad de sus personajes, tanto de los propios monjes como del rebaño humano que guían sin plantearse hacia dónde, pues no hay más que caminos señalados, el del dinero y el de la rectitud que se dictó en el pasado, de los que escapar resulta más que complicado.
Incluso las “ovejas descarriadas” como Molly (Demi Moore), una mujer y madre soltera que se aparta del orden para sobrevivir y poder mantener a su hija sordomuda, son crédulas bajo su apariencia de rebeldía. Los primeros son tan ignorantes como los segundos y todos son ingenuos que desean serlo porque anhelan creer, a la espera de que se produzca un milagro. Pero ¿por qué aguardan pasivos, sometidos, resignados? ¿Porque así es más llevadera su existencia? ¿Sus miserias? ¿Sus supuestos pecados? ¿Su encierro y su realidad mortal? ¿Creer en milagros es vivir en la resignación y aceptar el padecimiento como algo cotidiano? Aguantan. Son parte de un orden supersticioso en el que la redención es posible, pues creen en su culpabilidad —como el agente (Bruno Kirbi) que siente la culpa de su adulterio—, si se soportan las distintas pruebas a las que se les somete, a esas precarias situaciones mundanas que esperan puedan transformarse por obra y gracia del milagro que les confirme que su sufrimiento tendrá recompensa o que recompense el haber sufrido en silencio, esperando esa vida mejor que quizá no les llegue en esta ni en ninguna. Siempre a la espera. Sin perder la virtud. La credulidad queda patente en varios momentos de Nunca fuimos ángeles, en la ingenuidad del joven monje (John C. Reilly) que admira e idealiza a los dos fugitivos, Ned (Robert De Niro) y Jim (Sean Penn), incluso en este par de pícaros que intentan cruzar la frontera para no regresar al correccional, o en el pueblo que toma por milagro la sangre que, visualmente, parece brotar de la figura de “la virgen de las lágrimas” que veneran. Esa es la evidencia a la que se aferran, la que consideran milagrosa y justifica el padecimiento y espera de la comunidad de una película que, teniendo a su favor el talento de Mamet y Jordan y la presencia estelar (y de comicidad en exceso forzada) de De Niro, Penn y Moore, no logra que los personajes y las distintas situaciones funcionen como un todo rítmico; sin embargo, no es la pasividad la que obra las situaciones que pueden cambiar las vidas, sino las decisiones y las elecciones —escoger entre la generosidad y el egoísmo— ante los imprevistos que se presentan en el camino y la fuga de los dos reos que asumen la identidad de dos curas para poder pasar la frontera y dejar atrás sus condenas…
(1) Leslie Kane (ed.): Conversaciones con David Mamet (traducción de Isabel Ferrer Marrades). Alba Editorial, Barcelona, 2005.
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