jueves, 11 de enero de 2024

La gran pasión (1945)

En un mundo casi perfecto, el amor triunfaría sobre el desamor, la mezquindad, la injusticia, el odio; Frank Borzage creó esos mundos en el celuloide para que triunfase el amor o hizo vencedor al amor para crear la ilusión de esos mundos perfectos, mundos de dos enamorados donde un sentimiento que, en su cine, es cura y elevación. No hay más que leer (y traducir) el título original de La gran pasión (I’ve Always Loved You, 1945) para saber el tema que vertebra la magnífica obra cinematográfica de Borzage: el amor. Aquí también el amor a la música, pues esta cobra protagonismo en diferentes momentos del film, cuando suenan las piezas que el gran concertista Arthur Rubinstein —era la primera vez que el considerado el “más grande pianista del mundo” aceptaba participar en una película— interpreta al piano, piezas de Chopin, Wagner, Beethoven, Liszt, Mendelssohn y Bach, pero sobre todo ese Concierto para piano número 2, en do menor, de Rachmaninoff que Myra Hassman (Catherine McLeod) toca en el Carnegie Hall el día de su debut, el mismo día que Leopold Goronoff (Philip Dorn) la aparta de su lado porque es incapaz de amarse más que a sí mismo. Esa es su enfermedad, y solo el amor podría curarla, pero está demasiado ciego y enamorado de sí para poder descubrir que su joven y aventajada discípula toca enamorada, es todo sentimiento hacia él. La música les une, pero también desata la tempestad en el maestro, cuando se sabe superado por su alumna, a quien cree su posesión y a quien acusa de plagiar su estilo. Enfurecido, porque sabe que ella le supera, ordena que salga de su vida.

Para un estudio modesto como Republic Picures, La gran pasión fue una película de elevado presupuesto, debido al pago de los derechos cinematográficos de la novela en la que se basa su historia, al technicolor tricromático empleado por Tony Gaudio, uno de los grandes directores de fotografía de Hollywood, y a los suntuosos decorados encargados por Borzage a Ernst Fegté. La historia expuesta en pantalla, con envidiable elegancia y sutileza, parte del guion de Borden Chase, que adaptó su novela “Concerto” (1937), la cual, a su vez, había sido inspirada (en la distancia) por la experiencia de su mujer, la pianista Leah Keith, cuyo primer concierto en el Carnegie Hall de Nueva York fue a los ocho años de edad; y gira en torno a la relación entre Goronoff y Myra, la joven pianista que el maestro se lleva consigo, más como aprendiz y sierva que como igual. Ella está enamorada quizá más del artista, que la deslumbra, que del hombre visible para la mayoría —salvo para ella y la abuela Goronoff (Maria Ouspenskaya)—, cuyo prestigio agudiza su desbordante pedantería, altivez, esnobismo, egoísmo. Vamos, que fuera de la música, en la que está considerado maestro, Goronoff es donjuanesco, consentido y narcisista, un modelo de conducta opuesto al tercer personaje de la función: George (William Carter), el granjero que Myra considera como un hermano y que está enamorada de la pianista y con quien se acaba casando, pero sin el hilo musical que le une al gran pianista. Entonces, ¿cómo ser felices? Enfrentándose al pasado y al presente, o así lo asume George, encarando el miedo y el temor que siempre parecen interponerse en su vida, levantando una barrera entre Myra y su posibilidad de cerrar su cicatriz para amar a quien siempre ha amado.



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